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Buscavidas y su sombra: de conocimiento heredado a percibido

Comer una magdalena nunca se reduce a la acción tal y como sería percibida por un ser que careciera de sentidos, experiencia y conciencia de estar en un lugar y en un momento (espacio y tiempo).

La magdalena de Proust debe ser una de las escenas literarias más comentadas de la historia, y uno de los objetos-fetiche citados por más personas que no han leído por completo la obra a la que hace referencia: En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust.

Por suerte, la escena tiene lugar en la primera entrega (Por el camino de Swann) de una obra de siete volúmenes; ¿merece la pena recordar la magdalena de Proust? Sí, si se considera el pasaje.

Metafísica de la presencia

La magdalena, acompañada por una taza de té, evoca (con su “presencia”: sabor, textura, aroma, expectativas de la acción de degustarla, etc.) recuerdos de la infancia del autor, ya que el estímulo que tiene lugar en el presente reverbera en su conciencia, y trae a la mente momentos y sensaciones de la infancia al comer una magdalena. 

Sus padres y su tía Leoncia, con un aspecto y relación distinta con él y entre sí mismos durante cada magdalena recordada, también están presentes mientras toma la magdalena con té en el “ahora” que se escurre. 

Una magdalena para reflexionar sobre fenomenología, “presencia”, conciencia, sentido del tiempo y conceptos como el de “eterno retorno”, que quizá Nietzsche asoció más con la percepción que con un sentido más literal. La experiencia nos invita a un eterno retorno de momentos asociados que enriquecen nuestra experiencia, a medida que se acumulan los puntos de vista sobre acciones en apariencia tan anodinas como comerse una magdalena rehogada en té.

La magdalena es un ejemplo, no un tótem

Angelique Chrisafis nos recuerda en The Guardian que la magdalena no eligió a Proust, sino que Proust eligió a la magdalena: el objeto no es un fetiche, apenas un cebo narrativo implantado en el texto por el escritor francés para, precisamente, evocar la complejidad de nuestras reflexiones, que también conforman el “presente” pero incluyen experiencia, “eterno retorno” de percepciones y asociaciones (algunas sin lenguaje asociado), esperanzas y proyecciones sobre el futuro, etc.

No debemos adorar a la magdalena, porque el escritor de En busca del tiempo perdido, explica Angelique Chrisafis, pensó en lograr el mismo efecto usando una tostada untada de miel o un bizcocho, en lugar del pequeño y esponjoso bollo, tan inocente y sensual.

La tostada con miel nos habría empalagado algo más, y los recuerdos evocadores que conservan cierta elegancia no pueden quizá pasarse de azúcar o ser más pastel que tentempié, como habría ocurrido con el bizcocho, que supera al bollo en la escala repostera. 

Los atavismos de la experiencia vs. la frescura de la percepción

Quizá Marcel Proust sopesó todo esto antes de decidir, o quizá no. Está claro que entendía el perspectivismo de Nietzsche e interpretaciones artísticas de la realidad que tratan de ahondar en la dilatación del presente y su proyección en pasado y porvenir, desde el cubismo a las esculturas de Eduardo Chillida que tratan de “conversar” con los elementos, peinando vientos, cantando, jugando con la luz con la travesura de un niño y mucho más. 

No es casual que Martin Heidegger y Eduardo Chillida hicieran buenas migas (¿migas de magdalena?), hasta acabar colaborando, preguntándose por qué las cosas no sólo “están” en el espacio, sino que “son” parte de él. 

Chillida no creía en la experiencia porque, decía, era “conservadora”. En esta apreciación, coincidía con Nietzsche, quien creía que toda nuestra experiencia se sostiene sobre los hombros de preconcepciones y visiones del mundo formuladas hace tanto tiempo que lo hemos olvidado, creando fenómenos como -según el filósofo- la mentalidad de rebaño y las deformaciones del pensamiento platónico y cristiano, sustituyendo la religión sin salir del mismo marco de realidad (de Dios a marxismo o a nacionalismo).

Por qué Nietzsche eligió el perspectivismo

En lugar de la experiencia, Nietzsche por la percepción. También lo hacen Heidegger y Chillida. No se trata de elegir algo más cierto sobre algo menos cierto, pero la percepción hace el esfuerzo (quizá ingenuo) de situarse en la realidad con frescura, sin tomar ideas prestadas de percepciones de segunda mano que se basan a su vez en viejas ideas. 

O, al menos, depender de la percepción en lugar de la experiencia detectada conscientemente: como Nietzsche detectará (y aquí reside la vaguedad de su filosofía y la necesidad de recurrir a parábolas, como las primeras obras epopéyicas de inicio de una cultura, antes de que el poso de generaciones haya olvidado la frescura del origen), “el mundo se puede conocer; pero es por lo demás ’interpretable’ [énfasis del autor], no tiene un significado tras él, sino incontables significados”.

“‘Perspectivismo’ -prosigue Nietzsche-. Son nuestras necesidades las que interpretan el mundo; ‘nuestros impulsos y sus pros y contras [énfasis del autor]’”. Y es aquí cuando Nietzsche menciona que cada impulso es muestra del deseo de controlar la realidad (voluntad de poder). 

Cuando las interpretaciones batallan por imponer su matiz en el relato

Percepciones y normas surgen de esta competición por distintas interpretaciones de las cosas y distintos impulsos personales (lo que Schopenhauer había llamado “voluntad de vivir” y Nietzsche descartó por pesimista, otorgando un significado a esta búsqueda e identificándola con afirmar un potencial, crear, convertirse en algo mejor, ser consecuente con el propio potencial.  

La “voluntad de poder” de Nietzsche entra en conflicto con la mentalidad que interpreta la realidad según percepciones que ha tomado prestadas al no haber cuestionado la tradición: la mentalidad de rebaño pone a quienes quieren observar la realidad desde distintas perspectivas en una situación complicada.

Henry David Thoreau no se refirió al perspectivismo ni a la “voluntad de poder”, pero sintió de manera similar a Nietzsche la falta de sincronización entre el individuo y su propia naturaleza, debido a la insistencia de la sociedad a seguir unos cánones obligatorios, si uno aspira a ser un buen ciudadano.

Un ritmo interior

Thoreau huía de la vida convencional: acabó tarde de estudiar y dudó durante años sobre el sentido de “madurar” según sus coetáneos: trabajar duro para pagar un préstamo hipotecario y llevar una vida convencional como el resto de vecinos de Concord. 

Julie Beck recupera en The Atlantic la dificultad de Thoreau para convertirse en el “adulto” que sus allegados veían en él. Afortunadamente, no lo consiguieron del todo y Thoreau siguió preguntándose si “vivir” consistía en lo que él estaba haciendo.

Así que ensayos como Walden son una muestra de la falta de sintonía entre lo que el grupo demanda del individuo y el impulso del propio individuo para, en palabras del propio Thoreau, seguir su propio ritmo: “Si un hombre no sigue el ritmo de sus compañeros, quizá es porque oye el son de un distinto tambor. Dejémosle seguir el paso del son que escucha, más allá de su medida y distancia”.

Y también: “El hombre que marcha solo puede partir hoy; pero quien viaja con alguien debe esperar hasta que el otro esté listo”.

Herederos de un concepto reduccionista de la realidad

La realidad percibida es más rica y compleja de lo que la filosofía y la ciencia constataron hasta los existencialistas del XIX, que se extrañaron de que nadie prestara más atención a esa relación escurridiza de “estar en el mundo”: siempre parece haber algo en nuestra mente, siempre estamos en algún sitio, el tiempo discurre hagamos lo que hagamos…

Nietzsche se extrañó de que la percepción occidental de la realidad dependiera de ideas concebidas por tan pocas personas: Aristóteles había definido la realidad como lo presente ante nosotros en un momento determinado, y esta instantánea de la realidad pasó desde entonces como “la” realidad, sin que nadie volviera a prestar atención al tema hasta el siglo XIX.

El presente está conformado por perspectivas y es distinto en función del observador, de modo que la idea de definir la realidad como análisis presencial de un instante determinado es tan reduccionista como resumir una película en un único fotograma, o creer que el objeto que aparece en una fotografía es únicamente como allí aparece.

Liberando a la realidad de los atavismos del espectador

El perspectivismo de Nietzsche fue el punto de partida de la fenomenología que desarrollarían los existencialistas, o explorar la realidad sin ideas preconcebidas, renunciando al marco de ideas que la tradición ha fundido con lo cotidiano hasta hacernos creer que forman parte de lo inmutable.

Para Nietzsche y después Heidegger o Derrida, entre otros, una acción determinada en un momento y lugar determinados puede experimentarse y definirse desde innumerables puntos de vista, cualquiera de los cuales sería válido y representativo, pero nunca la “única” respuesta que definiera la realidad. 

Intentos artísticos surgidos con los vanguardismos del siglo XX trataron de afrontar esta toma de conciencia observando la realidad desde retazos más próximos al impresionismo que al realismo académico, pero pronto el impresionismo agotó sus posibilidades y se optó por el collage y el cubismo en pintura, la escritura automática o con distintas perspectivas (incluyendo el narrador interior) y pedazos en apariencia deshilachados de realidad y puntos de vista contradictorios o colectivos (La tierra baldía, Ulises, Manhattan Transfer…). 

El cine y el cómic enriquecieron el nuevo lenguaje perspectivista, pero la fenomenología trató de ir todavía más allá, redefiniendo el propio concepto de “presencia”, que en Occidente dependía todavía de comentarios de Aristóteles y su interpretación a lo largo de los siglos.

Hipertexto, videojuegos, realidad virtual 

Algunos modos de expresión se acercan a la promesa perceptiva de la fenomenología: comprender una realidad más completa, desde más perspectivas, más crítica consigo misma, una realidad observada más parecida al concepto oriental de transitoriedad (la realidad vista como un flujo energético dinámico y no estático, una “aventura dinámica” más que la contemplación de una instantánea al estilo de la tradición occidental).

Esta realidad más completa trata de expresar lo que vemos-sentimos en un presente alargado, con objetos que “tiemblan” en una evolución que contiene pasado, presente y potencial futuro: entre estos lenguajes “aumentados”, destacan la aproximación del hipertexto, los videojuegos que emulan distintos puntos de vista y, últimamente, la realidad virtual. 

La realidad virtual promete jugar al equívoco con nuestra percepción y recordarnos alegorías de todos los tiempos, desde el mito de la caverna de Platón al concepto de realidad de George Berkeley (según el cual la realidad es creada por la mente y lo que se escapa a esta creación individual es fruto de Dios), a The Matrix (una revisión de Platón y George Berkeley, pero cambiando Demiurgo/Dios por máquinas). 

Hilando un relato: el “intérprete” de nuestro cerebro

Quienes han probado Oculus Rift con asistente de movimiento saben que ya es posible engañar a nuestros sentidos y experimentar vértigo, marearse en una montaña rusa o surfear en un atolón sin moverse. 

Es sólo el principio, pero esta tosca simulación de la realidad nos recuerda que todo lo que sabemos del Universo procede de una interpretación de segunda mano a través del filtro de nuestros sentidos, usando un modo de expresión y desarrollo conceptual tan relacionado con mitos y lenguaje que ahora sabemos que hay una parte delimitada de nuestro cerebro, bautizada acertadamente “intérprete”, que nos ayuda a convertir los estímulos que recibimos en un “relato”.

Hay personas con daños cerebrales cuya atrofia entre el intérprete y el proceso de recuerdos e información obtenida por los sentidos les impide sentirse parte de un relato, privados de otra característica primordial definida por Aristóteles que nadie ha osado cambiar: la definición de ser humano como “animal político” (animal de la polis, animal social: gregario).

Cementerio de las percepciones

Pero las dos corrientes filosóficas mencionadas, la continental (fenomenología: Martin Heidegger, Jean-Paul Sartre) y la anglosajona (filosofía analítica: Ludwig Wittgenstein), ambas decididas a observar la realidad tal y como se presenta, sin herencias ni preconcepciones, se toparon rápidamente con una limitación que todavía persiste: puestos a ser escépticos sobre herencias, el propio lenguaje que usamos está cargado de tradición, ideas preconcebidas, rencillas y prejuicios olvidados por la historia, etc.

Si para observar el mundo, dependemos de nuestros sentidos (primer filtro) y de un lenguaje (segundo filtro), ¿cómo tratar de observar lo “real” sin contaminarnos por la historia o lo que otros han pensado? Tanto fenomenólogos como Ludwig Wittgenstein reconocerían estas limitaciones, sobre todo este último, que dedicaría la segunda parte de su carrera hasta su muerte a desdecirse de lo observado (con brillantez, por cierto) en la primera parte (Tractatus logico-philosophicus).

O dicho por Nietzsche: “Hemos visto cómo es en primer término el lenguaje el que trabaja en la construcción de conceptos, una labor asumida en tiempos posteriores por la ciencia. Del mismo modo que la abeja construye celdas y las llena de miel simultáneamente, la ciencia trabaja sin cesar en su gran palomar de conceptos, el cementerio de las percepciones”.

Cuando ciencia, nación e ideologías sustituyeron a religión

Demasiada definición marchita la frescura y hunde la poderosa ingenuidad de nuestra percepción: de ahí que muchos artistas y polímatas elogien la percepción de la realidad durante la infancia, antes de que la socialización y el conocimiento adquirido (repetir lo que han pensado otros) sustituyan como una losa lo que procede de la intuitiva observación de la realidad sin cortapisas.

Nietzsche creía que la mentalidad que nos ha dominado nacía con la interpretación de la obra de Sócrates por Platón, incluyendo dentro de este marco de realidad a conceptos que pensamos tan sólidos como la propia definición de empirismo y ciencia, pero también la metafísica, etc.

Llegamos al siglo XX y la literatura, en paralelo con las otras artes y la filosofía (fenomenología, filosofía analítica de Wittgenstein), quiere observar la realidad también con frescura, sin depender del historicismo en el que insistían las corrientes dominantes del pensamiento (marxismo y nacionalismo sustituían a la Iglesia sin salir de su esquema, había expuesto Nietzsche). 

Hablar con palabras prestadas

La experiencia humana era, según Nietzsche, agridulce, ya que las sociedades cada vez más formadas y laicas siguieron persiguiendo “la sombra de Dios”, con instituciones que persisten en el comportamiento como la condena del alma impura, la propia separación entre lo puro (alma) y lo impuro (cuerpo), el sentimiento de culpa, la asociación de lo débil con lo bueno y virtuoso, mientras lo poderoso y vital (lo anteriormente virtuoso) con lo malvado.

Las palabras y su significado contienen tradiciones, luchas ideológicas, cosmovisiones, etc. Existe, decía Nietzsche, “un riesgo lingüístico contra la libertad espiritual”. Cada palabra es un prejuicio (al haberse impuesto a otras interpretaciones de la realidad).

En la tercera parte de su ensayo Humano, demasiado humano, Nietzsche reflexiona acerca de la figura del caminante y su sombra: el caminante es una figura noble y que pretende celebrar la vida buscando un propósito según su naturaleza, pero todavía no se ha desprendido del todo de una concepción del mundo dada (con una visión de la vida, de lo positivo y lo negativo, de Dios): su sombra.

Transhumanismo y chamanismo

Sobre el caminante, dice: “Quien sólo ha conseguido en parte una libertad de la razón [incompleta, al carecer del vitalismo y fuerza que, según el filósofo alemán, tendría quien supiera reconectar cuerpo y mente, lo dionisíaco y lo apolíneo] no puede sentirse en la tierra de otro modo que como un caminante”.

El tránsito hacia el individuo que quiere lograr su potencial (Übermensch) influyó sobre movimientos como el transhumanismo, pero en este caso la transformación humana se lograría con “aumentadores” externos (tecnología), potenciando tanto el físico como el intelecto. 

Aldous Huxley o Timothy Leary, entre otros, optaron por aumentar las capacidades humanas experimentando con sustancias psicotrópicas, reivindicando el chamanismo como método de expansión perceptiva. La meditación o el esfuerzo físico logran resultados similares a largo plazo en el cerebro.

En ocasiones, un caminante avanza por inercia, pero otras veces observa la misma realidad con nuevos ojos, y ésta se muestra entonces “auténtica”, o acorde con la propia personalidad del caminante (que no sólo observa esta realidad, sino que participa en ella).

Zhuangzi y la mariposa

La participación del caminante en la realidad (camina, busca, se esfuerza por percibir, por lograr la frescura que intuye) está presente en la concepción de la existencia en la filosofía oriental. 

Para el taoísmo, el auténtico caminante se centra en el camino y no en llegar, y aprecia cada lugar y cosa por sí misma, al observar el “tao” o flujo de la existencia desde un punto de observación y participación determinado. Lao-Tsé (a quien se atribuye el Tao Te Ching, base del taoísmo): “Un buen viajero no tiene plan fijo ni la intención de llegar”.

El caminante que no puede desprenderse de su sombra que describe Nietzsche en su alegoría de la tercera parte de “Humano, demasiado humano” se parece al filósofo taoísta errante y protoanarquista Zhuangzi.

Para Zhuangzi, nuestro lenguaje y manera de ver el mundo dependen de nuestra perspectiva, por lo que debemos mantener nuestro escepticismo sobre lo que creemos inequívoco, pues hay distintas versiones de todas las cosas. Se le atribuye una parábola: una noche soñó que era una mariposa, pero al despertar reflexionó acerca de si era un hombre que había soñado ser una mariposa, o una mariposa soñando que era un hombre.

Estar-en-el-mundo

Un punto de vista muy próximo al de Nietzsche y los fenomenólogos: nuestra experiencia y visión del mundo depende tanto de nuestro lugar y circunstancias que deberíamos cuestionar lo que aceptamos sin escepticismo.

Para Nietzsche, el individuo que comprende que puede convertirse en creador fundando sus propios términos y reconciliándose con sus fuerzas dionisíacas (cuerpo) y apolíneas (mente), sin obsesionarse con su “sombra” (la herencia de una cultura, un lenguaje, un mundo construidos en función de estos condicionantes), sabe como los taoístas que el buen caminante no tiene intención de llegar, sino que se conforma con buscar con toda su fuerza interna la mejor versión de sí mismo. 

El buen caminante se proyecta sobre la realidad con autenticidad, fusionándose con lo circundante de un modo similar a lo descrito por Martin Heidegger (Dasein) o por la filosofía oriental (ichinen, o fusión -nen- de sujeto -i- y energía -chi-).

Nuevos ojos

En este saber estar en el mundo, volviendo a Marcel Proust -y a su magdalena- para terminar (o para empezar, o para proseguir), “El verdadero viaje de descubrimiento consiste no en ver nuevos paisajes, sino en tener nuevos ojos”.

Y recordar que una magdalena rehogada en té puede ser algo tan anodino como denotaría su descripción semántica aislada de otras percepciones… o por el contrario un mundo que se abre ante nosotros.

Para Henry Miller, “si siempre estamos llegando o partiendo, también es verdad que estamos eternamente anclados. El propio destino nunca es un lugar, sino más bien un nuevo modo de mirar a las cosas”.