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Deporte y voluntad propulsan cerebro y bienestar (estudios)

El ejercicio continuado y la fuerza de voluntad refuerzan, respectivamente, el rendimiento del cerebro y el bienestar duradero; unidos, por tanto, son una fórmula alquímica irresistible, refrendan los estudios.

Se acumulan evidencias sobre cómo el ejercicio físico potencia el consumo cerebral de nutrientes de reserva especialmente beneficiosos en las zonas de este órgano relacionadas con el pensamiento complejo y la memoria, que se liberan en mucha menor cantidad si el sistema nervioso no percibe que su uso es necesario.

Asimismo, otros experimentos cognitivos relacionan el control de nuestros impulsos desde la infancia con nuestra trayectoria vital, relacionando nuestra reacción ante una recompensa potencial en nuestros primeros años con el modo de actuar en situaciones comprometidas durante la edad adulta.

Abandonar la comodidad tóxica: el cerebro

Empezando con la investigación que relaciona el modo de procesar nutrientes del cerebro con el ejercicio: el nivel de glucógeno, o sustancia de reserva especialmente rica en carbohidratos que se transforma en glucosa al ser usada por el organismo, se reduce durante el ejercicio prolongado y nuestro metabolismo compensa su merma procesando mayor cantidad.

Un estudio reciente llevado a cabo por científicos japoneses en animales prueba que, cuando aumenta la demanda física, el cerebro da un paso adicional y se alimenta con sus reservas, no ya protegiendo el rendimiento de varias zonas, sino potenciándolo, ya que les otorga mayor cantidad de glucógeno.

Se trata de un hallazgo científico que da la razón al eudemonismo aristotélico y otras filosofías de vida, como el estoicismo o el budismo zen, que exponen que el único modo de alcanzar la felicidad (a la que llaman “virtud”, “tranquilidad”, etc.), consiste en ejercitarse, practicar, buscar la mesura, el punto medio entre dos pasiones opuestas; actuar, según Aristóteles, “de manera natural”.

Desde la ciencia, ya se creía que la práctica continuada de deporte aumenta de manera sostenida esta carga de carbohidratos (glucógeno) en el cerebro, relacionada con procesos como el pensamiento o la memoria, pero hasta ahora no se había observado en animales, sino sólo en cultivos celulares. El siguiente paso será certificar el hallazgo en humanos.

Se refuerza así la hipótesis de que el ejercicio físico continuado no sólo afecta el estado de ánimo (generando neurotransmisores relacionadas con la euforia y el bienestar físico como la serotonina, así como el nivel de endocanabinoides en la sangre), sino que agudiza el cerebro, mejorando su rendimiento a partir de la composición de sus nutrientes.

La fuerza de voluntad

El comportamiento bioquímico del cerebro durante el ejercicio y, sobre todo, cuando el esfuerzo se hace regular, complementa otros estudios de psicología social sobre fuerza de voluntad y autocontrol.

Al parecer, la voluntad y el autocontrol contribuyen tanto al bienestar duradero como el propio ejercicio (y poco ejercicio constante puede realizarse sin fuerza de voluntad). No sólo se requiere consistencia para evitar el desfallecimiento, sino que tenerla garantiza mejores resultados en los estudios y en la vida.

John Tierney, escritor científico de The New York Times, ilustra la importancia de la fuerza de voluntad explicando el “estudio del malvavisco” (esa golosina esponjosa llamada “nube” en España).

El test del malvavisco era un experimento de gratificación aplazada “en el que se daba una nube azucarada a niños de 4 años. Se les explicaba que podían comerla al instante pero, si esperaban 15 minutos, obtendrían 2 nubes… Los chiquillos que lograban resistir comer la golosina al instante lo hicieron mucho mejor en la escuela y durante su trayectoria vital”.

Esta prueba, explica John Tierney en su libro Willpower: Rediscovering the Greatest Human Strength, escrito conjuntamente con Roy F. Baumeister, “fue lo que realmente inició el movimiento moderno del autocontrol”.

Consecuencias de la cultura de la gratificación instantánea

El secreto del bienestar duradero, tomando el resultado en el estudio bioquímico en el cerebro y el test del malvavisco, consiste al parecer en ser conscientes de que, en ocasiones, salir de la zona de confort nos hace mejores, tanto en el sentido más físico como en el mental y espiritual.

Pero, aún sabiendo que sacrificar la gratificación a corto plazo por una recompensa más duradera a largo plazo es beneficioso, la cultura predominante ha premiado socialmente el gasto impulsivo y el éxito repentino, llegado sin esfuerzo, como por arte de magia; ahora comprobamos los resultados.

El deporte es uno de los reductos contemporáneos donde se sigue relacionando la excelencia con autoncontrol y perseverancia. En un caso que debería estudiarse como uno de los grandes fracasos contemporáneos, la sociedad ha sido incapaz de usar los paradigmas deportivos como arquetipo de la fórmula que conduciría a la excelencia en otros ámbitos.

La mejora de nuestro entorno y esperanza de vida podría haber dado paso, en algunos casos, al amodorramiento. John Tierney y Roy F. Baumeister, psicólogo social de la Universidad Estatal de Florida, creen que la fuerza de voluntad actúa como un músculo: puede ser trabajada y moldeada, del mismo modo que puede atrofiarse por uso incorrecto o falta de uso.

Mover el cuerpo exige al cerebro

El bienestar físico altera la composición química del cerebro y el resto del cuerdo cuerpo, expresada de distintas maneras aunque, para lograrlo, es necesario el esfuerzo, el “músculo” de la fuerza de voluntad del que hablan John Tierney y Roy F. Baumeister en su ensayo.

Mover el cuerpo demanda un gran esfuerzo cerebral, además de voluntad. El ejercicio activa incontables neuronas, encargadas de generar, recibir e interpretar rápidos e incontables mensajes procedentes del sistema nervioso, que controlan contracciones musculares, visión, equilibrio, o las complejas interacciones que nos permiten dar un paso tras otro.

Los últimos estudios aportan pistas y fórmulas que, consistentemente, evocan nuestros inicios y evolución como especie, cuando la necesidad requería permanecer especialmente alerta.

El cambio de hábitos de estilo de vida y alimentación de las últimas décadas han mejorado la calidad y esperanza de vida; en términos bioquímicos, no obstante, sobrealimentarse sin hacer ejercicio de manera regular equivale a amodorrar nuestro cerebro, ya que, en una cotidianeidad abundante y sedentaria, el cerebro no se verá forzado a consumir más que glucosa.

Contrarrestar la dieta rica en azúcares y el sedentarismo

Con una dieta excesiva y el sedentarismo, se evita que el cerebro pruebe las mieles del glucógeno, sustancia a la que sólo recurre cuando sus indicadores nerviosos así lo requieren.

Sin esfuerzo, el cerebro no puede usar sus mecanismos para aumentar el rendimiento de distintas zonas. Y sin voluntad y autocontrol, difícilmente se puede salir de la zona de confort y practicar el esfuerzo físico de manera sostenida.

En definitiva, los entornos de abundancia no sólo han modificado profundamente el sistema de valores y creado nuevas patologías, sino que podrían bloquear mecanismos relacionados con la salud física y mental. Lo peor de la abundancia, dicen estos estudios, se ha llevado por delante a lo que había que salvar de la escasez.

El ejercicio continuado y la dieta cerebral

Son especialmente remarcables los hallazgos de bioquímicos japoneses de la Universidad de Tsukuba, que lograron por primera vez estudiar los niveles de glucógeno en las neuronas, alimento cerebral que complementa la glucosa.

Hasta ahora, no se conocía hasta qué punto el glucógeno influía sobre el funcionamiento del cerebro; se sabía que este polisacárido actúa como reserva energética, al tratarse de carbohidratos fáciles de procesar a los que el cuerpo recurre cuando los niveles de glucosa han descendido, sobre todo en el cerebro, nuestro órgano más exigente y que demanda más azúcares.

Finalmente, un estudio ha demostrado cómo el ejercicio fomenta el uso de glucógeno en el cerebro, sobre todo en las áreas con mayor actividad y requerimiento energético, las más propensas a reducir sus niveles de glucosa: el córtex frontal y el hipocampo, áreas relacionadas en el pensamiento complejo, la memoria y la motricidad.

Pensar y recordar más y mejor

Los descubrimientos de la Universidad de Tsukuba sobre los niveles de glucógeno en neuronas que habían agotado sus reservas de “alimento fácil” (glucosa), publicados en un artículo de Journal of Physiology, relacionan sin equívocos el ejercicio regular con el mayor rendimiento en el córtex frontal y el hipocampo, explica Gretchen Reynolds en Well, bitácora de The New York Times.

Hasta ahora, sólo se había corroborado en cultivos de neuronas el paralelismo entre el descenso de los niveles de glucosa en el cerebro y el mayor consumo de glucógeno, alimento de reserva sólo activado con el aumento de la actividad física, emulando las condiciones evolutivas de nuestra especie hasta la historia reciente.

La técnica usada por los investigadores japoneses ha certificado la relación entre descenso de glucosa cerebral y aumento de glucógeno en grupos de ratas sometidas a distintos regímenes: mientras uno de los grupos corrió moderada y regularmente durante cuatro semanas, el otro grupo permaneció sedentario durante el mismo tiempo.

De este modo, se pudo determinar la cantidad de glucógeno antes y después del ejercicio tanto en los animales que se ejercitaron como en los sedentarios. La prueba confirmó que el ejercicio prolongado reducía las reservas de energía en el cerebro, aumentando el glucógeno según lo esperado.

Salir de la zona de confort sienta bien al cerebro

Tras los ejercicios, los nutrientes acudieron directamente al cerebro, con una diferencia en comparación con el estado previo al ejercicio físico: la cantidad glucógeno no sólo había recuperado su nivel anterior, sino que había aumentado hasta un 60% en el córtex frontal y el hipocampo, y algo menos en otras partes del cerebro.

Los astrocitos habían “sobrecompensado” el ejercicio físico, con una consecuencia sorprendente: una especie de recarga energética del cerebro hasta activarlo por encima de niveles de alerta y funcionamiento similares a los anteriores.

El consumo de azúcares sin ejercitarnos mantiene nuestro cerebro en funcionamiento, pero sólo el ejercicio físico le hace abandonar el “piloto automático”, la modorra causada por el acomodo del animal que se sabe tranquilo y seguro en su zona de confort, sin indicativos químicos en su metabolismo que despierten su agudeza.

Es dedir: el único modo de despertar nuestro instinto de supervivencia y, con él, mayores niveles de alerta pensamiento complejo y motricidad en tiempos de bonanza y ausencia de grandes amenazas como el actual, consiste en ejercitarnos.

Una vez, sienta bien; muchas veces, cambian nuestro cerebro

Algo así como imitar, o rememorar, nuestros orígenes como especie, cuando nos movíamos tras la presa que los cazadores del grupo trataban de superar agotándola; o cuando, impelidos por el peligro y la incertidumbre, los individuos mantenían alerta todos sus instintos para dar al grupo una oportunidad de supervivencia.

Los últimos remanentes de la cultura ancestral de la supervivencia a través del ejercicio son el último vestigio ajeno a la cultura global de la gratificación instantánea, en un momento de comunicaciones ubicuas y una creciente clase media en los países emergentes.

Son supervivientes de la caza por persistencia, como el pueblo san del África austral; o guardianes del uso ritual de la carrera, como los últimos tamemes de Mesoamérica, los tarahumara mexicanos.

El experimento de la Universidad de Tsukuba detectó otro fenómeno remarcable después de que todos los animales corrieran durante la primera jornada y se alimentaran tras el ejercicio: tras 24 horas, los niveles de glucosa y glucógeno habían retornado a la “normalidad” previa al ejercicio.

Sin embargo, comprobaron que el grupo que continuó ejercitándose durante cuatro semanas. En estas ratas, los nuevos niveles de “supercompensación” se convirtieron en la nueva normalidad, con sus niveles medios de glucógeno mostrando incrementos sostenidos en comparación con los analizados en el grupo sedentario.

Corriendo, reforzamos el lóbulo frontal y el hipocampo

En los animales que habían logrado que los niveles elevados de glucógeno fueran la composición de nutrientes normal en su cerebro, los incrementos eran de nuevo notables en las zonas decisivas para el aprendizaje y la formación de la memoria: el córtex frontal y el hipocampo.

Ejercitarse esporádicamente es bueno, aunque sus resultados son temporales; hacerlo de manera regular, atendiendo a estudios como el de la Universidad de Tsukuba, mejora los nutrientes y resultados en las neuronas de las zonas del cerebro relacionadas con el aprendizaje, el pensamiento complejo, la memoria.

Ejercitándonos con regularidad, nuestro cerebro trabaja mejor. Si bien un cerebro con mayores y mejores reservas de nutrientes puede sostener con mayor garantía el esfuerzo físico prolongado, también “puede ser el mecanismo clave que subyace en la mejora de la función cognitiva a través del ejercicio”, explica Hideaki Soya, profesor de bioquímica de la Universidad de Tsukuba.

Compensar nuestro sedentarismo

El sustitutivo contemporáneo a la actividad física continuada de nuestros ancestros no estriba en recuperar la caza por persistencia, sino en compensar el mayor sedentarismo de las actividades a las que dedicamos más tiempo a través del ejercicio físico regular.

Más fáciles de llevar a cabo que los neuronales, abundan los estudios que certifican cuán nociva es la vida sedentaria, sobre todo la acompañada con una dieta rica en azúcares y alimentos precocinados.

Por ejemplo, se ha comprobado que los individuos que pasan su tiempo de descanso sentados padecen un índice de mortalidad un 20% superior; o que los individuos que se sientan más de 23 horas semanales tienen un 64% más de posibilidades de morir de ataque al corazón que los que lo hacen 11 horas o menos.

Cuando la agilidad y el autocontrol garantizaban la supervivencia

Durante cientos de miles de años, evolucionamos en un entorno de escasez e incertidumbre, donde la agilidad física, el autocontrol y la fuerza de voluntad significaban la supervivencia o la desaparición del grupo.

Antes de mejorar sus herramientas hasta el punto de poder cazar grandes presas con ellas, el ser humano evolucionó atrapando a sus presas mediante la caza por persistencia: correr regularmente, a veces durante horas, tras la presa, hasta extenuarla.

Durante el mayor período de desarrollo humano, fue la norma en varios entornos, en comparación de la relativa abundancia de las últimas generaciones.

Herencia de nuestro pasado: diseñados para ejercitarnos

Ello explicaría por qué las glándulas sudoríparas del ser humano son mucho más eficientes que las de sus presas; o por qué tenemos un músculo glúteo especialmente desarrollado para nuestra masa, capaz de propulsarnos durante horas sin parar; o por qué tenemos tendón de Aquiles, a diferencia del resto de primates.

Durante cientos de miles de años, el ser humano usó su cuerpo a diario y de manera intensiva para cazar, construir abrigos, recolectar alimentos silvestres, caminar, realizar ceremonias, defenderse, o emigrar.

Hay evidencias que, asimismo, reivindican la idoneidad de correr con el calzado más minimalista posible, lo que evitaría lesiones. Apenas unas décadas de zapatillas acolchadas van en contra de esta tendencia, por toda la historia de la especie haciendo lo contrario.

Contra el estilo de vida sedentario

En la idoneidad del ser humano para correr, no hay una limitación de género o edad, explica Christopher McDougall en su libro Born to Run, en que expone por qué hemos nacido para correr. La musculatura de la mujer se adapta a la carrera de resistencia todavía mejor que la masculina, mientras que la mejor marca de un joven adulto es similar a la del mismo individuo en la sesentena.

No sólo estamos hechos para correr, sino para hacerlo a todas las edades: algunos antropólogos recurren a la hipótesis de las familias de cazadores y recolectores se movían con las presas que cazaban persiguiéndolas hasta extenuarlas: para qué recular decenas de kilómetros con los restos de la presa a cuestas, sobre todo en un entorno dominado por la escasez.

Durante décadas, se ha estudiado y certificado la relación entre el ejercicio físico y la reducción del riesgo de enfermedades físicas y mentales. Del mismo modo, el ejercicio moderado y prácticas como la restricción calórica bien entendida (comer variado y poca cantidad) prolongan la vida en varias especies, nosotros inclusive.

Cuando los estudios coinciden con filosofías de vida frugales

Vivimos más cuando salimos de la zona de confort, nos ejercitamos regularmente y optamos por la moderación en las otras facetas de la vida. La ciencia enseña, una vez más, preceptos que parecen extraídos más bien de consejos de Marco Aurelio o Séneca.

Por ejemplo, el ejercicio físico es tan efectivo como los antidepresivos para tratar la depresión clínica. Otro estudio realizado en ratas muestra cómo éstas, tras ejercitarse, creaban células más hábiles para combatir la ansiedad.

Se acumulan evidencias que relacionan ejercicio, frugalidad, moderación, perseverancia, con salud y excelencia.

La fuerza de voluntad, según exponen John Tierney y Roy F. Baumeister en Willpower: Rediscovering the Greatest Human Strength, es el mecanismo que hace funcionar la fórmula alquímica del bienestar duradero.

Para lograrlo, dice el periodista científico de The New York Times, es necesario entender que, como otros organismos, hemos evolucionado sacando partido de la escasez y la frugalidad, y muchos mecanismos que exponen lo mejor de nosotros aparecen tras el esfuerzo, la perseverancia, la meditación. La salida, al fin y al cabo, de la zona de confort física y mental.

La gratificación aplazada, muestran experimentos como mencionado test del malvavisco, denota nuestra capacidad de espera para obtener lo que queremos. Rendimos y nos sentimos mejor cuando aprendemos a sortear el espejismo de la gratificación inmediata. Sea en forma de glucosa o de procastinación.