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Lampedusa, Marcuse, el G-20 y la crisis mundial…

Con el sector financiero yéndose a pique y generando en su descenso a las profundidades abisales un gigantesco remolino que amenaza con engullir el conjunto de la economía mundial, parecía llegado el momento de reunirse y mover ficha al respecto. En su condición de presidente de turno de la Unión Europea y líder electo de esa Francia que se sigue teniendo por conciencia del Viejo Continente, Nicolás Sarkozy no quiso desaprovechar la ocasión inmejorable que se le presentaba de sacar a pasear la grandeur con la que aspira a que sea recordado su paso por el Elíseo. Y así fue como nuestro pequeño remedo de Napoleón desempolvó su corneta, tocó a rebato y, rehuyendo grandilocuencias y florituras que en nada casan con su personalidad, fijó un modesto objetivo para la reunión: refundar el capitalismo.

Por supuesto, de la cumbre que reunió en Washington a los más altos representantes del selecto G-20 no parece que vaya a surgir nada parecido a un proceso de refundación del capitalismo. Lo cual no significa que no se hayan abierto las puertas a la asunción de cambios, aunque con toda seguridad no tendrán el alcance que se hubiera podido esperar del exaltado anuncio de Sarkozy.

El capitalismo no tiene carta fundacional. Es el fruto de un proceso social y, como tal, no admite refundaciones. En el capitalismo, las reglas son consecuencia, no marco. Y, aun así, no es ni inmóvil ni inviolable. El sistema capitalista admite someterse, pensando en su propia supervivencia, a periodos de hibernación. Admite, incluso, que se le aplique una capa de maquillaje que, de forma transitoria y temporal, amortigüe la fiereza de sus facciones. El capitalismo es flexible y sabe que para perpetuar su capacidad de imponer verdades absolutas debe, tal y como dejó escrito el gran Lampedusa, permitir que algunas cosas cambien para que todo siga igual.

Billete de ida y vuelta del liberalismo al intervencionismo

La actual no es, precisamente, la primera crisis que amenaza con socavar los cimientos mismos del sistema capitalista. A decir de muchos, ésta quizás sea la más grave, pero, desde luego, no es la primera. Ante esta situación, siempre ha habido quien ha creído que, justo en ese momento, cuando las miserias e imperfecciones de lo que ahora damos en llamar economía de mercado son más evidentes, había llegado la hora de poner bozal a la fiera e impedir que sus excesos siguieran sumiendo a tantos en la miseria. Y así se hace. Sarkozy tampoco es el primero que ha pensado en refundar el capitalismo. Los hay que, incluso, llegaron a anunciar que lo habían hecho sin que ahora tengamos noticia de en qué debió consistir la supuesta metamorfosis.

Tras la fase de estupor que se apodera de las altas instancias cuando se constata que el término crisis es inesquivable, llega siempre la apuesta tardía, interesada y falta de ímpetu por una mayor dosis de intervencionismo que sirva para aplicar al desarrollo capitalista alguna lógica que no sea la de la acumulación de riqueza a cualquier precio. Ese intervencionismo, por supuesto, se aplica con tibieza y más oscuros que claros. Y así se va tirando un tiempo, aplicando parches aquí y allá según convenga, hasta que el capital vuelve a fluir, los engranajes económicos a girar con velocidad y se marchita el recuerdo de tantos y tantos a quienes los parches no llegaron a tiempo de evitar que acabaran siendo devorados por una crisis en la que jamás tuvieron voz ni voto. Es entonces, con las calderas de la economía despidiendo fuegos fatuos, cuando vuelve a sonar con fuerza el apolillado grito del ‘laissez faire, laissez passer’. ¡Paso a la libertad! Adiós a las cortapisas y el paternalismo inútil de unos estados incapacitados para entender que es la desregulación de los mercados, la libre competencia y el El Dorado de un crecimiento sin límites ni techo lo que acabará por traer verdadera justicia y equidad social.

Se empieza a desmontar entonces el quebradizo entramado de medidas construido para devolver al capitalismo a su correcta senda. Socializadas las pérdidas, disimulados los traspiés, se le devuelve la libertad para generar beneficios para unos pocos y se le permite que se sacuda con fuerza hasta despojarse de la totalidad de límites que se le habían puesto a su ambición. Se retoma así un ciclo que se perpetúa cuando sus propios excesos vuelven a acabar con el capitalismo tendido en el lecho de enfermo, afectado una vez más de una crisis que, como siempre sucede, causará estragos entre quienes rara vez reciben más que migajas en la fase de esplendor del ciclo y, sin embargo, son quienes acaban padeciendo los envites más duros de su decadencia.

Entre Keynes y Paul Krugman, los Chicago Boys

Entre los pocos nombres propios de la economía que nos atrevemos a utilizar quienes somos profanos en la materia está el de John Maynard Keynes. Sus teorías a favor de una fuerte intervención estatal que sirviera para contrarrestar las fluctuaciones y altibajos que afectan a la demanda privada fueron la piedra filosofal de unas generaciones que crecieron con el recuerdo de la Segunda Guerra Mundial y la necesidad de reconstruir el malogrado tejido económico y social que heredaron de tan salvaje contienda. Casi nadie se atrevía discutir la necesidad de un estado interventor que actuara como motor económico. Hasta que (seguro que ya no se sorprenden) sus palabras empezaron a sonar anticuadas. Puro exceso de precaución que resultaba castrante para las ambiciones de otras generaciones a las que el recuerdo de los tiempos difíciles resultaba ajeno.

Su adalid fue Milton Friedman, quien durante décadas predicó para nadie en el desierto del anti-keynesianismo. Pero no teman, su momento llegó. Busquen su nombre en la lista de los premios Nobel de Economía. Concretamente en la correspondiente al año 1976, cuando hacía tres que el capitalismo había sufrido la dura prueba de fuego de la primera gran crisis del petróleo.

Con Friedman, el doble laissez volvió a sonar alto y claro. Y con él, el libre mercado y la fe inquebrantable en la monetarización radical. Su prédica se convirtió en santo y seña de la prestigiosa Escuela de Economía de Chicago, que pasó a ser un verdadero laboratorio de ideas a mayor gloria del liberalismo y el lugar de donde salían los guiones en materia económica que gobiernos como el de la ínclita Thatcher o Ronald Reagan se afanaban en aplicar, con los resultados que todos (¿todos?) tenemos en la memoria.

La sacrosantas tesis de los Chicago Boys han mantenido su vigencia hasta ahora mismo. Hasta el mismo momento en el que nos vimos obligados a preguntarnos qué era eso de las subprime y asistimos atónitos al desmoronamiento de algunas de esas torres más altas que siempre nos dijeron que podían acabar cayendo.
Pero fíjense ustedes qué afinado sentido de la ocasión han demostrado tener los sesudos integrantes del comité encargado de buscar dueño al Nobel de Economía concediendo tamaño galardón al norteamericano Paul Krugman. Si Friedman penó en el desierto del anti-keyenesianismo, Krugman lo hizo en el de la oposición al liberalismo intransigente propugnado por sus exitosos compatriotas de Chicago. Denunciado excesos, criticando desmanes, llamando la atención sobre la penosa suerte de los olvidados por los movimientos al alza de las bolsas de referencia y reclamando un cambio de rumbo que hiciera nuestras economías menos frágiles ante el previsible derrumbe y, de paso, algo más amables con el género humano.

Mientras todo fue bien, al menos para algunos, a Krugman se le tuvo por poco menos que un impertinente aguafiestas empeñado en verter sal sobre los fértiles campos de una economía al galope. A finales de 2008, con los estados rebuscando en el fondo de sus bolsillos para encontrar ingentes cantidades de millones con los que reflotar el sistema financiero mundial, a Krugman se le ha acabado reconociendo su don profético. El diagnóstico, vsito lo visto, era acertado.

Marcuse o una buena razón para desconfiar de las refundaciones

En la popularidad sobrevenida a Krugman, a quien todo el mundo quiere contratar ahora como analista, muchos ven la señal que esperaban para anunciar la buena nueva del cambio definitivo. Su entronización como voz más sabia del mundo económico es percibida desde muchos sectores como la aceptación definitiva de su corolario. Adiós a Friedman, bienvenido Mr. Krugman. Y por supuesto, le saludamos con alegría. Pero también con cierta amargura. Mirando a nuestro alrededor, ¿no reconocemos el inicio de esa fase en la que el estado vuelve a aparecer como refugio frente a las dolorosas imperfecciones estructurales del capitalismo? ¿No escuchamos día sí y día también cómo hay quien habla de introducir recortes en las partidas presupuestarias destinadas al gasto social mientras somos espectadores de cómo cientos de miles de millones de nuestras arcas públicas marchan en dolorosa procesión hacia las depauperadas cuentas de los bancos? ¿Y no conocemos el final de la letanía? El capitalismo es un paciente modélico hasta que se siente con las fuerzas suficientes para abandonar el confortable nido de lo público y, una vez recuperado plenamente, cortar las amarras que lo mantienen encadenado a la responsabilidad.

Antes de caer seducidos por proclamas que anuncian alegremente según qué cosas, conviene darse un baño de dulce pesimismo y releer a Herbert Marcuse, el único revolucionario que jamás renunció a su idea de cambio pese a creer de antemano que la suya era una batalla perdida.

El alemán, al que muchos insistieron en llamar padre de la Nueva Izquierda sin ninguna consideración por la antipatía que el término le producía, consideraba que el capitalismo era perfectamente capaz de apropiarse de cualquier movimiento o fuerza que pretendiera oponérsele y convertir su oposición en beneficio propio. Por supuesto, esta burda síntesis del pensamiento de Marcuse no es más que una mera pincelada del complejo pensamiento desarrollado por esta insigne figura de la Escuela de Frankfurt, uno de los últimos espacios de expresión de la vanguardia intelectual del marxismo europeo. Pero debería servirnos para evitar la tentación de esquivar un debate que, no por inquietante y desalentador, puede ser ignorado. ¿Tienen motivos para optimismo quienes todavía confían en la posibilidad de asistir a la extinción del capitalismo en su versión más incontrolada e incontrolable?

La respuesta, desde luego, no está en este artículo, aunque deducirán ustedes que mi optimismo al respecto es, cuanto menos, moderado. Ojalá encontremos el modo, como Marcuse lo encontró, de mantener la esperanza y olvidar que nuestra historia reciente es un tristemente abultado catálogo de ocasiones perdidas.