(hey, type here for great stuff)

access to tools for the beginning of infinity

¿Sabes lo que comes?

Desde los seguidores de la comida local hasta los proveedores de productos de huerta, la gente empieza tener en cuenta el kilometraje de lo que consume. Hay ejemplos en todo el mundo sobre cómo se promueve una nueva manera de comprar.

El movimiento de los productos alimentarios locales se ha popularizado rápidamente en los países desarrollados (más información sobre este fenómeno, en la primera parte de este reportaje: Comida: contar los km por bocado).

En sólo unos años, se ha pasado de una discusión iniciada en el seno de los sindicatos agrarios a una demanda cada vez más exigente de los que han sido bautizados como “locálvoros” (defensores de la comida local); cooperativas de productos locales que suministran productos a sus miembros por una cuota (CSA, del inglés Community Supported Agriculture, o agricultura apoyada por una comunidad local); redes gastronómicas; defensores de la “dieta de las 100 millas” (consumen alimentos producidos como máximo a 160 kilómetros de su residencia); restaurantes que compran directamente a proveedores locales; mercados de barrio con vocación de servicio comunitario; y grupos que pretenden renovar los sistemas de producción y aprovisionamiento de productos locales.

Los productos alimentarios se han convertido, como el resto de los principales bienes de consumo, en mercancía global que habitualmente viaja miles de kilómetros y debe pasar por gigantescos centros integrales de mercancía, o centros mayoristas que se ocupan de la logística y de la estandarización de precios, sabores y variedades de frutas, verduras, carnes, pescados y productos derivados de los anteriores.

Desde 1961, el tonelaje del mercado global de alimentos se ha cuadruplicado, mientras la población mundial se ha duplicado en el mismo periodo; a la vez, los alimentos viajan de media cada vez más kilómetros, al hacerlo entre los 2.500 y los 8.000 kilómetros de media.

Aunque el coste energético del envío de la comida a través de avión, barco o flotas de camiones no es el único factor que ha provocado el resurgimiento de los modelos de producción y distribución local de los alimentos.

Asimismo, los productos orgánicos, en cuya cosecha o cría no se han empleado productos químicos tales como fertilizantes, pesticidas o piensos industriales, se unen al impulso de la comida local: la idea es crear marcas de productos locales y ecológicos.

Aunque este reportaje se centra en cuantificar con información fidedigna qué emisiones de gases contaminantes son intrínsecas a la comida que consumimos, decir que la comida local ha ganado atención por más factores que su aparente menor huella ecológica. Algunas de las ventajas expuestas por los defensores de la comida local son:

  • Seguridad alimentaria: una reacción a los fenómenos de contaminación generalizados, tales como la epidemia de contaminación provocada por un brote de la bacteria E. Coli en varios productos comercializados en Estados Unidos, que provocó pérdidas millonarias y la necesidad de retirar millones de productos de los supermercados de la región. Estos fenómenos, según el investigador de Worldwatch Institute Brian Halweil, “fueron directamente provocados por el hecho de que nuestro sistema alimentario está tan concentrado y abarca distancias tan grandes, que sólo un puñado de granjas y factorías producen la mayor parte de la comida que consumimos.”
  • Supuestos beneficios para la salud: “Algunos estudios muestran que la especialización y la estandarización, unidas a un sistema de transporte que cubre grandes distancias, diluyen el potencial nutritivo de los alimentos. Algunas pérdidas de nutrientes, en particular de vitamina C, vitamina A, riboflavina (o vitamina B2) y vitamina E, ocurren incluso cuando se dan las condiciones óptimas de almacenaje y transporte.”
  • Diversidad de cultivos: el mundo ha pasado de usar miles de especies de plantas para producir alimentos a usar 150, cuatro de las cuales son la base de la mitad de los alimentos. “Como resultado, la mayoría de los cultivos autóctonos que tradicionalmente han sido decisivos para alimentar a los más desfavorecidos son actualmente infrautilizados o simplemente se han abandonado.”

Más allá del recorrido de los alimentos

Comprar alimentos locales se está haciendo popular. Según un informe de 2005 de la firma de investigación IDG, el 70% de los ciudadanos británicos quieren comprar alimentos locales y un 49% querían comprar más comida local de la que aseguraban adquirir cuando se elaboró el estudio. Con toda esta atención, cuestiones como cuánto viajan los alimentos son estudiadas con cada vez más detenimiento.

Un estudio académico de julio de 2006, auspiciado por la Universidad de Lincoln en Christchurch, Nueva Zelanda, suscitó la duda sobre las ventajas de la comida local. Varias de las publicaciones anglosajonas más prestigiosas –The Guardian, The Telegraph, The New York Times y The Economist– fueron rápidos al hacerse eco de que, cuando se trata de vacuno y cordero, quizá países como el Reino Unido no deberían comer local.

Al fin y al cabo, según el estudio, es más eficiente producir cordero y vacuno en Nueva Zelanda y enviarlo al Reino Unido que producirlo directamente en el país, incluyendo incluso la energía empleada en transportar la comida desde un lugar tan remoto del Pacífico.

Los autores del informe auspiciado por la universidad neozelandesa no eran los primeros en afirmar que el concepto de “recorrido de los alimentos” es demasiado simplista. Incluso los primeros en emplear la expresión nunca pretendieron que fuera un parámetro totalmente certero; como explica el profesor Tim Lang, “la idea detrás de la expresión ‘food miles’ [millas de la comida], o ‘kilómetros de la comida’, como probablemente debería ser conocida, era y permanece simple. Queríamos que la gente pensara de dónde vienen los alimentos consumidos.”

Otros analistas y estudiosos arguyen que es necesario un examen más complejo relativo a la procedencia de los alimentos. En 2005, un informe del Departamento de Medio Ambiente, Alimentación y Asuntos Rurales del Reino Unido (DEFRA) sobre el recorrido de los alimentos, concluía que aunque los costes medioambientales y económicos del transporte de comida superan anualmente los 9.000 millones de libras (cerca de 13.000 millones de euros), “tener en cuenta el recorrido de la comida como un indicador único de sostenibilidad es inadecuado.”

Para desarrollar un indicador más adecuado sobre el impacto del transporte de los alimentos, los autores de estudios sobre la materia son partidarios de que se consideren también los siguientes factores:

  • El modo de transporte: el transporte marítimo es relativamente eficiente en relación al altamente contaminante transporte aéreo.
  • La eficiencia en el transporte: debido a que la mayoría de los bienes de consumo básico son distribuidos a través de centros regionales de logística, existe una carga y transporte de los productos más eficiente, que reduciría el impacto por tonelada de los alimentos.
  • Diferencias en los sistemas de producción alimentaria: el impacto del transporte alimentario puede ser paliado parcialmente si los alimentos disponibles en estos centros han sido producidos de un modo más sostenible que la comida disponible localmente.

Por aire o por mar

Cuando en octubre de 2006 el informe Stern apuntó al kiwi -más concretamente, a los kilómetros de transporte aéreo asociados a esta fruta antes de ser vendida en el Reino Unido- como un instigador del cambio climático, el gobierno neozelandés reaccionó rápidamente y invocó a la eficiencia en el transporte para defender las exportaciones de uno de sus productos agrarios insignia.

Según el ministro de agricultura del país de Oceanía, Jim Anderton, todo el kiwi vendido en Europa llega por barco, “comúnmente reconocido como uno de los métodos de transporte más eficientes.”

Para tener en cuenta esta diferencia, en marzo de 2007, Marks & Spencer decidió introducir un sello que indicara si un producto había empleado el “transporte aéreo”. La firma de distribución empezó a usar el sello en 20 productos que habían empleado este método de transporte, a la vez que planea extender la iniciativa a un total de 130 productos.

Este sello, capaz de especificar el tipo de transporte empleado, también tiene sus detractores. Un artículo del diario keniano The Nation, de febrero de 2007, titulado “Cómo los consumidores británicos apuñalan por la espalda a Kenya”, exponía que sus productos agrarios, producidos con métodos energéticamente eficientes debido al clima, perdían esta condición cuando eran transportados por avión al Reino Unido.

En mayo de 2007, cuando la UK Soil Association (Asociación Agraria del Reino Unido) empezó a considerar la denegación de la calidad de “orgánico” a los alimentos transportados por avión, la oposición a la inciativa se dejó oír rápidamente, debido a que los alimentos orgánicos, junto a las flores cortadas y a otros productos de gran valor como los aceites esenciales, es el sector que más crece en el sector agrario de África.

Las quejas no son infundadas. Incluso el informe de 2005 del Ministerio agrario británico (el mencionado DEFRA) sobre el transporte de los alimentos, que analizaba las diferencias entre los distintos sistemas de producción alimentaria, reconocía que puede ser más sostenible importar alimentos orgánicos que cosechar productos no orgánicos en el Reino Un ido. Aunque el estudio rechazaba el transporte aéreo constatando que “[producir alimentos orgánicos en lugares como África y enviarlos al Reino Unido] esto sólo era verdad si la comida era importada por mar, o por carretera en distancias muy cortas.”

Si la cuestión empieza a ser confusa, todavía cabe considerar un estudio más, resaltado por DEFRA, que muestra que, exceptuando los meses de verano, puede ser más eficiente energéticamente en el Reino Unido importar tomates de España que producirlos en invernaderos climatizados junto al lugar de consumo.

El enlace perdido con el suministro alimentario local

Una dieta basada en el recorrido de los alimentos puede resultar demasiado simplista si asumimos que:

  • Los supermercados continuarán siendo nuestra fuente primordial de aprovisionamiento alimentario, en detrimento de iniciativas como el reparto de comida local o la generalización de sistemas de producción y venta dentro de una misma comunidad, o CSA (siglas en inglés de “agricultura apoyada localmente”), en algunos lugares quizá a través de camiones enviados al hogar como el camión de la leche.
  • No todos vamos a empezar a comer alimentos de temporada y localmente sostenibles, producidos en un pequeño radio: de un modo ideal, en un radio de 20 kilómetros (12 millas), según un informe de Food Policy Journal, de 2005.

Los autores del informe de Food Policy, Tim Lang y Jules Pretty, argumentan que los desplazamientos del consumidor o “road miles” (kilómetros de carretera) –una persona en un coche con una cabeza de lechuga y una barra de pan volviendo a casa tras comprar en el supermercado- hace proporcionalmente más daño que el propio viaje en avión de los alimentos (“air miles”, o recorrido aéreo).

Y en el Reino Unido, los desplazamientos por carretera de los consumidores han crecido debido a que el uso del vehículo privado para hacer la compra creció un 27% entre 1992 y 2005, y la distancia media de desplazamiento al centro de compra creció de 3,3 millas (5,3 kilómetros) a 4,2 millas (6,8 kilómetros) entre 1995 y 2005.

No obstante, un aumento en la concienciación de los consumidores influye en el hecho de que comprar cerca de casa es cada vez más fácil en muchos países. El crecimiento de los mercados de barrio o mercados semanales con productos de temporada, los sistemas de producción y reparto de alimentos en pequeñas comunidades (la mencionada agricultura localmente sustentada, o CSA) o el surgimiento de fenómenos como los huertos urbanos (véase, a modo de ejemplo, el vídeo Un huerto en la terraza), muestran el creciente interés por recuperar los enlaces perdidos con el suministro alimentario local. Hablamos de las relaciones entre campesinos y granjeros, consumidores, mercados, restaurantes, cocineros y escuelas.

Actualmente, puede ser muy difícil comprar localmente cuando el consumidor medio de cualquier país desarrollado se enfrenta a las opciones disponibles en el supermercado. Incluso el pionero de la idea de la distancia recorrida de los alimentos (“food miles”), Tim Lang, tuvo numerosos problemas durante un día de compras experimental que narró para el diario británico The Guardian en 2005, cuando se tuvo que decidir entre nectarinas “producidas intensivamente en Francia y España o cultivadas orgánicamente en Italia”.

O un pastel de pescado [nota del traductor: hablamos de gustos culinarios británicos] con una maraña de ingredientes: “el paquete dice simplemente: ‘Hecho en Gran Bretaña’. El único indicador de distancia era Honduras por las gambas, indicado como 4% (pero, ¿de qué?). El salmón era escocés, el bacalao de Islandia, la merluza del Atlántico Norte. El queso cheddar podía ser de cualquier parte.”

Un príncipe al rescate

Cuando un comprador convencional es confrontado con esta complicada información, ¿cómo actúa? En diciembre de 2006, el Príncipe Carlos de Inglaterra anunciaba su plan para simplificar las cosas a los consumidores.

Con su plan Accounting for Sustainability, lanzado a través de Internet con la ayuda de un cortometraje protagonizado por Stephen Fry en el papel de Planeta Tierra, el príncipe británico espera hacer de la compra sostenible algo tan mesurable como contar las calorías de los alimentos. O como la revista neoyorquina Vanity Fair describía en su Green Issue (número anual dedicado a la sostenibilidad) de abril de 2007, “si una lata de sopa muestra las calorías, por qué no puede también listar los costes medioambientales de ponerse al alcance de los consumidores?”

Para mostrar a los fabricantes que el cálculo del coste en términos de emisiones a la atmósfera de cada producto puede llevarse a cabo, el miembro de la realeza británica ha predicado con el ejemplo y ha etiquetado consecuentemente la línea de productos que vende a través de su propia granja orgánica. Como muestra en su sitio web, “la línea de productos de la empresa del príncipe Carlos, Duchy Originals, toma la delantera y ha empezado a cuantificar cuántos gases con efecto invernadero se emiten en la producción de sus bienes.”

Tu asignación diaria de dióxido de carbono

Mientras Carlos de Inglaterra ha empezado a contar “sus gases”, el gobierno británico ha lanzado su propio sistema de medición. En marzo de 2007, la firma financiada por el gobierno de este país Carbon Trust lanzaba la Carbon Reduction Label (etiqueta de reducción de CO2) a través de un programa piloto en las empresas Walkers, Boots e Innovent, empezando con una bolsa de patatas chips.

En abril de 2007, las patatas chips con queso y cebolla de Walkers se convertían en el primer producto en llegar a las estanterías de los supermercados británicos con una etiqueta que muestra la huella el CO2 emitido por el producto hasta llegar al consumidor. La huella de carbono del producto más vendido de Walkers: 75 gramos de CO2 por bolsa. Puede ser algo sin sentido para un ojo no entrenado, aunque junto a la etiqueta aparece una explicación detallada de su significado.

En el sitio de Walkers, se desglosa en qué ha sido empleada la energía mostrada en la etiqueta: materia prima (44%), producción (33%), empaquetado (15%), transporte (9%) y supresión de los paquetes vacíos (2%).

Para enseñar a los consumidores a contar su huella de carbono diaria, el sitio web de la firma de batidos de fruta Innocent, cuya botella de mango con fruta de la pasión tiene una huella de carbono de 294 gramos, ha confeccionado una guía de asignación diaria de CO2 por persona.

Dado que el objetivo del gobierno británico está estipulado en recortar las emisiones de CO2 en 8,3 toneladas por persona y año, la asignación diaria se sitúa en los 22 kilogramos. Como este dato incluye todos los gastos -desde conducir al empleo proporcional de calefacción o la misma compra del producto-, para que sea todavía más fácil decidir si comprar un batido es un gasto realista, Innocent va todavía más allá. A través del uso de estadísticas de Carbon Trust que muestran que la comida y la bebida equivalen al 13% de las emisiones, la respuesta es: tu asignación diaria de comida y bebida es de 2.900 gramos, o alrededor de 10 batidos de fruta.

Reducir o perder

Mientras todavía puede pasar tiempo hasta que el comprador convencional aprenda a gestionar y reducir su huella de carbono, según una investigación de Carbon Trust, el 66% de los consumidores quieren conocer la huella de carbono de los productos que adquieren. Y parece que los fabricantes están dispuestos a hacer frente a esta nueva necesidad.

Según Carbon Trust, desde su lanzamiento, más de 150 empresas han expresado formalmente su interés en el esquema presentado por la firma respaldada por el gobierno británico. Incluso algunos gigantes industriales, tales como Tesco, Marks & Spencer, Sainsbury’s y Cadbury Schweppes respaldarían la iniciativa.

En julio de 2007, los consumidores en el Reino Unido empezaron a ver la etiqueta de reducción de CO2 en las bolsas de patatas chips Walkers, así como en una nueva gama de champús de Botanics, vendidos en 250 tiendas de la cadena de productos de droguería y farmacéuticos Boots, aunque la etiqueta física es sólo parte de la historia.

La medición de los gases con efecto invernadero no afecta sólo a los consumidores, sino que también pretende servir de incentivo para que las empresas reduzcan sus emisiones. Para unirse al esquema que usa las etiquetas con el detalle de la huella de carbono del producto, las empresas deben firmar una cláusula llamada “redúcelo o piérdelo”, que las compromete a reducir la huella de carbono de sus productos en dos años o, de lo contrario, pierden el derecho a mostrar la etiqueta.

La responsable de marca de los champús de Botanics, Tamara Sharpe, asegura que la marca ya ha reducido en un 20% la huella de carbono de los champús, de modo que este objetivo ya ha sido incorporado en su marketing: “estamos resaltando este dato a los consumidores en las tiendas y aconsejándoles para que puedan reducir sus emisiones de un modo más general.”

El problema con las patatas hidratadas

Este tipo de etiquetado no debería únicamente ayudar al consumidor a reducir su huella de carbono, sino que podría ayudar a los proveedores a ser más eficientes debido a que las bajas emisiones de dióxido de carbono se convierten en un motivo de compra.

Como Tom Delay, principal ejecutivo de Carbon Trust, explicaba al diario Financial Times, los agricultores han vendido su materia prima a las empresas en base al peso, lo que les da un incentivo, por ejemplo, para humedecer las patatas con agua, proceso que las hace más pesadas.

Mientras evaluaban los costes de las patatas chips Walkers, hallaron que “uno de los elementos que más emisiones generan en la producción de patatas chips es la energía requerida para freír la patata”, y este exceso de agua (procedente de la patata humedecida) requiere más energía en el proceso. Este conocimiento ayudaría a cambiar el modo en que compran patatas y reducir las emisiones cuando el producto se fríe en un 10%.

Tom Delay cree que conocer las prácticas de sus proveedores no sólo ayudará a la empresa a reducir su huella de carbono, sino que hará que Walkers ahorre dinero. “Creemos que Walkers podría ahorrar hasta 9.200 toneladas de CO2 y 1,2 millones de libras [1,7 millones de euros] anuales simplemente cambiando el modo en que las patatas son obtenidas.”

70.000 etiquetas diferentes

Tesco, la mayor empresa de distribución británica, no pone todos sus huevos en una misma cesta. Además de su apoyo a las etiquetas promovidas por Carbon Trust, la firma anunció en enero de 2007 que desarrollaba un sistema de etiquetado propio para indicar las emisiones de gases contaminantes (para la producción, procesado y transporte) de la totalidad de sus 70.000 productos en catálogo.

Una tarea gigantesca que han decidido subcontratar al Instituto de Cambio Medioambiental (ECI en sus siglas en inglés) de la Universidad de Oxford. El consejero delegado de Tesco, Sir Terry Leahy, ve la inciativa como una oportunidad para “identificar y mejorar los puntos más contaminantes en nuestras operaciones y cadena de suministro. Si estamos dispuestos a explicar a nuestros clientes las emisiones de cada producto, debemos a la vez minimizar dicho gasto.”

Mientras Tesco, en calidad de la cuarta mayor empresa de distribución del mundo, puede financiar fácilmente el etiquetado de todos sus productos de acuerdo con la huella de carbono de cada uno de ellos, ello no tiene por qué ser verdad para todos sus proveedores, sobre todo las pequeñas granjas.

Como la investigadora del centro ECI de Oxford, Rebecca White, explicaba al Financial Times, “las grandes compañías tendrán a menudo directivos y mánager encargados de la energía empleada, debido al coste de este recurso y al cambio climático, pero cuando se trata de la pequeña granja, medir aspectos como el metano y el óxido nitroso es mucho pedir.”

La huella de carbono de un Big Mac

Crear etiquetas que muestran las emisiones de todos nuestros productos podría suponer un proceso de años, incluso con la colaboración de las grandes empresas y los grupos de presión que éstas alientan en centros de decisión como Washington o Bruselas.

Más allá de problemas como dónde situar los bienes de comercio justo en función de este esquema, se halla la energía gastada una vez el consumidor ha comprado el producto. No se puede medir cómo el producto es cocinado, refrigerado o transportado a casa (a pie, en bici, en coche, transporte público).

El papel del consumidor en esta ecuación quizá nunca llegue a contabilizarse del todo, pero el proceso de contar las emisiones de los productos de la vida diaria ha empezado; pronto, la cantidad de emisiones generadas por un producto podría ser un aspecto más de nuestra cotidianeidad.

Gracias al trabajo de investigadores suizos y suecos en 2000, ahora sabemos que la energía empleada para crear una hamburguesa con queso, completada con cebolla, lechuga, bollo de pan y encurtidos, es de 20 megajoules.

Quizá, en unos años, ello significará algo para todo adolescente concienciado con el cambio climático que se precie.