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A menor confianza en jardines vallados, ¿auge de modelos P2P?

Un analista e inversor estadounidense perteneciente al círculo respetado por inversores de Silicon Valley, Conor Sen, se pregunta en Twitter si la creciente concienciación sobre los riesgos de Internet producirá un cambio permanente de perspectiva entre los más jóvenes.

«Me pregunto si los adolescentes y universitarios todavía consideran Internet como el futuro del crecimiento y la oportunidad económica, o si lo ven como un medio completamente escaldado que necesita una reforma.», dice Conor Sen.

Hace poco, sólo los críticos irredentos a la propia naturaleza simbólica de Internet, asociada a un espíritu anarquista, transfronterizo, descentralizado y alérgico a las viejas convenciones, habían advertido contra las consecuencias de sustituir viejas instituciones de socialización por una estructura que sustituye el control centralizado y piramidal de la información de hace unas décadas por un coto abierto a los servicios con mayor popularidad y tracción (gracias a fenómenos como al efecto de red), sin importar la calidad, ética o veracidad de la información transmitida.

Para situarse en la profundidad de la transformación a la que hemos asistido, basta con retroceder en el tiempo a una efeméride que muchos de nosotros recordaremos: el estreno de The Matrix en 1999 (según el autor William Gibson, la primera entrega de Matrix es el artilugio ciberpunk definitivo). El teléfono usado por los protagonistas del filme, un Nokia último modelo, nos devuelve a la época de Yahoo!, el correo electrónico consultado una vez al día (o menos), y los mensajes SMS.

Sobre empresas y acrónimos

La prensa seguía siendo eminentemente escrita, el contenido audiovisual parecía residir en la televisión, y tanto CD como DVD sólo podían mejorarse con formatos físicos digitales de mayor capacidad. YouTube, Spotify o Netflix nos habrían hecho sonreír: ¿Qué ancho de banda y qué tipo de teléfono se requería para lograr semejante entorno digital? Hoy, padecemos las consecuencias del éxito de la banda ancha y de la concentración empresarial en un medio que creíamos por diseño descentralizado.

El cambio ha sido profundo. También el empacho. En la segunda década del nuevo siglo, trabajar o malvender la empresa a una empresa consolidada de Internet, preferiblemente a una de las apodadas GAFA (Google, Amazon, Facebook, Apple), GAFAM (incluyendo a Microsoft) o FAANG (incluyendo a Netflix), era el objetivo anhelado del nuevo siglo en los círculos más competitivos de las universidades y escuelas de negocio más prestigiosas.

A mediados de 2019 se cumplirá el 20 aniversario del estreno de The Matrix en el cine

Superando la barrera de lo peyorativo y rozando el cinismo, el inversor de capital riesgo Garry Tan, interesado en empresas que apuestan por la descentralización de Internet (tales como Coinbase, el mercado de intercambio de criptomonedas), bromea sobre las siglas mencionadas, abogando por otra combinación, esta vez más próxima al anagrama: G-MAFIA (o la combinación de Google, Microsoft, Apple, Facebook, IBM (que ya era poder fáctico durante los inicios de la informática personal y mantiene el tipo, como demuestra esta broma), y Amazon:

«Hoy aprendí el mejor acrónimo para las megacompañías tecnológicas: G-MAFIA. Google, Microsoft, Apple, Facebook, IBM, Amazon. Si estuviera en marketing en IBM haría todo lo posible para difundir el meme. ¿Quién iba a pensar que el nombre más pegadizo sólo necesitaba la I?»

¿Movimiento neomalthusianista o liberación P2P?

Quizá Garry Tan se haya acordado de IBM porque la firma ha sabido transformarse desde el negocio de tarjetas perforadas al de mainframes, informática personal, informática empresarial y, finalmente, pasar de la fabricación de hardware al diseño de software personalizado, una evolución que DEC o Xerox no supieron aprovechar pese a contar con un acceso momentáneo de privilegio a los entonces mercados del futuro.

Sin olvidar el hecho de que la firma promueve Hyperledger, una plataforma de aplicaciones distribuidas para blockchain con permisos que competirá con Ethereum en los próximos años (razón de más para ganarse el respeto de alguien que se mantiene a diario al corriente de la evolución de la cadena de bloques).

Hoy, como demuestra el comentario de Conor Sen con el que abrimos, incluso el modelo de relaciones públicas que cantaba las maravillas de Silicon Valley y había sustituido a la purpurina tradicional californiana, la del sueño hollywoodiense, por las propiedades no menos centelleantes del contenido servido en fibra óptica, parece haber llegado a término.

Desconocemos si se trata de un apeadero momentáneo o si, por el contrario, la denominada Internet 3.0 tratará de devolvernos a las raíces amateur y artesanales de la primera Internet, sirviéndose de protocolos P2P como blockchain.

O quizá nos encontremos ante una crítica neomalthusianista, una especie de movimiento «back to the land».

Cambio de aspiraciones: huyendo de Silicon Valley

A inicios de la primera década del siglo, los más brillantes y mejor relacionados acudían todavía a los centros financieros regionales o a escala mundial (Nueva York, Londres, Hong Kong, Singapur), para iniciar una carrera en consultoría, banca de inversión o inversión de alto riesgo, un mundo cuya testosterona y brillantina.

La era en que la «aplicación» más innovadora del teléfono era no coger la llamada (la «perdida»)

Este mundo aspiracional pretérito para la cohorte bisagra entre la Generación X y los millennial, evocado en la literatura y la ensayística desde American Psycho —1991— a Flash Boys —2014—, habían caído en el lado menos amable de la imagen pública. No se recuperó. Los estudiantes más prometedores y ambiciosos olvidaron la banca de inversión y volvieron a creer en la narrativa de Frontera: el sueño estaba en California.

A finales de esta primera década y en plena ebullición Web 2.0, el empleo en viejos gigantes informáticos del software y hardware —tales como Microsoft, HP o IBM— carecía del carácter aspiracional, transformador e iconoclasta de las empresas que innovaban en servicios web: la banda ancha y el teléfono a partir del iPhone hacían olvidar viejas constricciones y abrían la veda a una nueva era de servicios, alejada del mundo superfluo de los trabajos en consultoría estratégica que, en 2018, David Graeber incluiría en su compendio de supuestos «bullshit jobs», empleos de mierda difícilmente justificables durante una seria sesión introspectiva.

Todo estaba por construir y nadie pareció preocuparse de aspectos esenciales: en un cambio sin precedentes, usuarios de todo el mundo accedieron a ceder su información privada a empresas que, a cambio, ofrecían la promesa de la hipertransparencia. De pronto, todos olvidamos los problemas técnicos y limitaciones de ancho de banda, compartiendo cada vez más detalles de nuestra vida.

En paralelo, las empresas con los servicios más populares no sólo fomentaron esta edad dorada del exhibicionismo gregario, sino que se ocuparon de consolidar y ampliar el perfil de cada uno de sus «clientes», para ofrecerlo a los anunciantes con un detalle y capacidad de conversión sin precedentes.

Bandeja de plata a agitadores

A partir de mediados de 2016, y cuando el uso propagandístico de la Web 2.0 había ya puesto a prueba su poder de movilización en movimientos de protesta y llamadas a la acción de todo signo (desde la Primavera Árabe a las protestas en el sur de Europa durante la crisis de la deuda), quedó claro que lo que había funcionado en las dos campañas presidenciales de Barack Obama también lo haría para difundir opiniones e informaciones controvertidas que reforzaran las la narrativa del descontento, que tomó una morfología local manteniendo puntos en común con un discurso populista transnacional.

Cuando el Nokia 8110 era lo más avanzado en telefonía móvil

Tendencias psicológicas como la polarización y el sesgo confirmatorio han campado a sus anchas en la era memética, gracias a la estrategia publicitaria de los principales repositorios de contenido de usuarios: contenidos que difunden peligrosos mensajes de desinformación, desde la política a la percepción social, pasando por teorías conspirativas sobre vacunas, han prevalecido en posiciones relevantes en redes sociales como Facebook o YouTube debido a su rentabilidad publicitaria.

Los algoritmos actuales, explica la periodista de The Guardian Julia Carrie Wong, no están preparados para cribar la peligrosidad de un mensaje que incide sobre bulos que perpetúan posiciones peligrosas en temáticas como el extremismo político y religioso, o el rechazo infundado a la evidencia científica.

Algoritmos sin dilemas éticos: creando los próximos Charles Manson

Grupos antivacunas que deniegan la inmunización de sus hijos, o seguidores de bulos tan surrealistas como el que sostiene que la tierra es plana, no se topan con información fehaciente que les ayude a sopesar un sesgo que debería ser refutable en condiciones normales: las redes sociales ofrecerán todavía más contenido controvertido que contribuye a perpetuar estas leyendas urbanas. No interesa a las redes sociales acabar con la «viralidad» en ningún sentido, ni en la acepción reconocida por el diccionario, ni en la que se impone en la era memética.

Julia Carrie Wong cree que servicios como la sección Grupos de Facebook son, en esencia, «placas de Petri del extremismo».

Si la misión oficial de la red social es «acercar al mundo», en la práctica los foros privados de usuarios (Grupos) y los programas de mensajería de la compañía han contribuido al auge de movimientos extremistas, con bulos que se ocultan tras linchamientos multitudinarios en India, el exterminio de la minoría rohingya en Birmania a manos de grupos incontrolados de la minoría budista o, más cerca de nosotros, la operativa movilizadora de los chalecos amarillos en Francia.

Agotado el halo de optimismo e ingenuidad que asociaba al mundo tecnológico con una fuerza eminentemente positiva en el mundo, ¿puede Silicon Valley perder su atractivo para los mejor preparados de hoy y mañana?

Antes de la publicidad a medida

Nitasha Tiku ha estado preguntado a viejos rockeros de la Red sobre el atractivo que recupera el sentimiento de una WWW artesanal, transversal y solidaria, la misma que posibilitó el software libre, la licencia para compartir contenido Creative Commons o la enciclopedia colaborativa Wikipedia (en *faircompanies seguimos usando —y colaborando en lo que podemos— tanto con el archivo CC de Flickr como con Wikipedia, además de mantener el sitio donde lees este artículo).

Entre los entrevistados por Tiku se encuentran el pionero en la creación de bitácoras Anil Dash en el equipo de Six Apart (creadores de Movable Type y TypePad, las aplicaciones de blogueo personalizado preeminentes antes del ascenso de WordPress); y la cocreadora de Flickr, la red social de aficionados a la fotografía en el mundo pre-Instagram, Caterina Fake. El resultado es un artículo sobre «la promesa balsámica de nuestra propia Internet artesanal».

Anil Dash se encuentra entre quienes abogan con vehemencia por una Web que pueda escabullirse del actual modelo de concentración de contenido y servicios en torno a plataformas de rastreo de datos, volviendo a un modelo más orgánico en el que los propios usuarios mantendrían su propia bitácora y crearían sus pequeñas comunidades.

Algunas de las empresas dominantes en la actualidad, ha argumentado Anil Dash, siguen el modelo del «jardín vallado» como la propia Facebook. La plataforma de Mark Zuckerberg había aspirado hasta hace poco a sustituir una Internet abierta en el mundo desarrollado por una versión descafeinada que dependiera del acceso a sus servicios.

La visión maniquea de inversores y creadores

Cuando sus planes encontraron una comprensible oposición entre los activistas de la India, el inversor de capital riesgo Marc Andreessen tuiteó con condescendencia que los usuarios indios debían acoger con gratitud el «colonialismo» positivo de Facebook. Horas después, el propio Andreessen admitía hasta qué punto sus declaraciones eran ofensivas.

Consideradas en perspectiva (luego llegarían los escándalos de la controvertida cultura empresarial de Uber e incluso las primeras críticas a Tesla y a su fundador, Elon Musk), las declaraciones de Andreessen a inicios de 2016 sobre el «buen colonialismo» de Silicon Valley eran apenas un síntoma de una actitud habitual en Silicon Valley que, con el viento de la opinión pública en contra por primera vez, ha agrandado la crisis de confianza en los gigantes tecnológicos.

En apenas tres años desde el gafe de Marc Andreessen («El anticolonialismo ha sido económicamente catastrófico para el pueblo Indio durante décadas. ¿Por qué parar ahora?»), el tono del artículo de Nitasha Tiku en Wired (recordemos: un medio surgido al cobijo de Silicon Valley, por y para su promoción) muestra hasta qué punto se han girado las tornas de la opinión pública más próxima a los centros de decisión:

«Para situar en perspectiva nuestra tóxica relación con las grandes empresas tecnológicas, los críticos han comparado los medios sociales con muchas cosas perjudiciales. Tabaco. Metanfetamina. Polución. Coches de antes de los cinturones de seguridad. Productos químicos antes de las zonas de exclusión por contaminación. Pero la metáfora más duradera es la de la comida rápida: conveniente pero vacía; manufacturada para producir adicción; empeora la salud humana y enriquece a las compañías.»

Las consecuencias del «avanza rápido y rompe cosas» de Zuckerberg

Una cosa es el sentimiento entre la prensa y los usuarios pioneros, que a menudo avanzan las tendencias luego apropiadas por otros usuarios, y finalmente generalizadas. Hoy, empieza a importar que Apple imponga sus condiciones por todo el mundo para abrir sus tiendas; que Amazon no haya pagado un céntimo en impuestos en Estados Unidos en los últimos tres ejercicios (y que la firma de Bezos y sus competidores recurran a todos los trucos de libro para ahorrar en impuestos, acaparar terrenos o comprar acciones propias para reducir al máximo la factura fiscal); o que Google y Facebook, en su particular competición para dominar la publicidad en Internet, hayan ido demasiado lejos en publicidad personalizada.

Hasta ahora, los mensajes críticos y campañas contra la reincidencia de Facebook en su comportamiento a la vez inquietante y errático, así como falto de escrúpulos con los datos de sus usuarios, apenas han dañado la progresión de la compañía, que continúa creciendo según las previsiones de los analistas.

¿Qué nos iba a ocurrir una década después con la Internet móvil de banda ancha, el iPhone y sus competidores Android?

No obstante, la inestabilidad en el equipo de relaciones públicas, que incluye la reciente marcha (¿sugerida?) de la directora de relaciones públicas, Caryn Marooney, señala la intensidad de la tormenta pública.

La marcha de Marooney coincide con la sutil retirada de la línea de fuego del público tanto de Mark Zuckerberg como de Sheryl Sandberg, que coincide con el fichaje del experimentado político británico Nick Clegg para asistir en la estrategia de comunicación de la firma.

Todo un baile de sutilidades que muestra el nerviosismo en la compañía, que deberá explicarse con detalle ante las autoridades estadounidenses, británicas y de la Unión Europea para evitar una deriva regulatoria que muchos consideran esencial y/o inevitable.

Internet y «slow food»

Con su actitud permisiva con los abusos éticos, Facebook podría no sólo estar clamando por una regulación más estricta de las redes sociales, sino también creando un clima que favorecerá leyes restrictivas que repercutirán sobre Internet en su conjunto (desde los protocolos libres a la anonimidad de los usuarios, pasando por la neutralidad de red).

Nitasha Tiku sazona su artículo con menciones al activismo gastronómico y de filosofías de vida más acordes con la experiencia a escala humana, lejos de la automatización y de la homogeneización de gustos y sabores, aludiendo a un viejo comentario de una ex trabajadora de Google y Twitter, Nicole Wong, que se preguntaba en septiembre pasado si no necesitaremos «un movimiento slow food para Internet».

Ocurrencias aparte, los abusos de los últimos tiempos, especialmente los relacionados con la ausencia de responsabilidad de los gigantes de Internet con las sociedades donde operan (tanto evitando una contribución fiscal proporcionada como sirviendo contenido rico en azúcar cognitivo y de escasa sustancialidad y salubridad), es una realidad ya palpable.

Son la prensa, los panelistas de Davos (nos referimos al momento de inspiración del historiador Rutger Bregman, la responsabilidad de cuya invitación habrá recaído sobre alguien en la organización del Foro Económico Mundial) y la opinión pública quienes han tomado la iniciativa para imponer límites donde no los ha habido, pues la autorregulación no ha traído prosperidad y libertad, sino más bien abusos con la privacidad de los usuarios, polarización social y política y proliferación de bulos (a veces inocuos y/o anodinos, y a veces capaces de despertar viejos fantasmas que todos creíamos en gran parte superados).

Hacia servicios creados desde otra perspectiva

Los viejos protocolos y utensilios abiertos a todos vuelven a brillar en el imaginario, y blockchain quizá tenga su oportunidad en los próximos años para demostrar que es algo más que una declaración de intenciones para reuniones entre ejecutivos que no comprenden muy bien de qué hablan cuando mencionan el término.

Por un lado, los grandes servicios que usamos a diario, nos han hecho olvidar los viejos problemas técnicos que plagaban la informática y las comunicaciones hasta hace una década.

Por el otro, los «daños» colaterales de su estrategia de negocio, basada en el rastreo de los usuarios para servirles contenido que confirma sus teorías más alocadas a cambio de mayor conversión de los anuncios contextuales, son demasiado grandes como para confiar en su buena fe.

Para los consumidores —reflexiona Nitasha Tiku—, esto significa renunciar a cierta conveniencia para poder controlar los ingredientes (siguiendo con el símil del movimiento Slow Food]).

Tomar, en definitiva, el control sobre nuestras acciones en Internet, además de apreciar el valor del anonimato, las conversaciones privadas, las redes sociales federadas, y la información de análisis y en profundidad: menos cantidad y frecuencia, mayor calidad y profundidad.

El dilema del omnívoro

En un ya alejado 2010, el periodista, profesor y divulgador Michael Pollan, autor del ensayo El dilema del omnívoro, hacía una concesión al público estadounidense publicando una sencilla guía culinaria que pudiera influir sobre los hábitos alimentarios del país.

Recordemos el contexto: superada la mitad del primer mandato de Obama, la epidemia de dolencias de la civilización (entre ellas la obesidad) se convirtió en uno de los temas dominantes en los medios. El reclamo del libro de Pollan, Food Rules, se popularizó entre cierto público.

Tiku recupera el «Eat food. Not too much. Mostly plants.» del libro de Pollan (comer lo que podamos reconocer como alimentación no procesada, en porciones comedidas y con la proporcionalidad adecuada), y lo transforma en un irónico alegato de nuestros días:

«No sé cómo sería la versión de Michael Pollan [sobre la nueva receta que requiere Internet]: ¿Come sitios independientes, sobre todo si no son Facebook?»

Lo que queda claro, reflexionan los entrevistados en el artículo de Wired, es un retorno de la moderación y la curación humanas, tras los estragos ocasionados por el diseño de algortimos que, en su evolución, anteponen los intereses económicos a corto plazo de la compañía al bienestar a largo plazo de sus usuarios más activos en particular y, debido a los estragos causados (polarización, extremismos), al bienestar de todos.