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Albert Camus: cuando la mayor rebeldía es defender la mesura

Difícil no sentir el vértigo del nihilismo, ni abstraerse del todo de la situación política actual, pues el difícil momento de las clases medias ha anidado en los últimos años un tipo de extremismo sin fuelle desde principios del siglo XX.

Ensayistas como Umair Haque no se cortan un pelo y comparan lo siguiente con el extremismo de inicios del siglo XX: la demagogia de mensajes como los que hay que oír de Trump-Sanders; la que despacha el nuevo candidato laborista británico (contrastar con lo que dicen desde UKIP para elevar el humor); o la incontinencia que campa a sus anchas por el sur de Europa.

El epicentro del -presunto- disparate (absurdo, lo llamaría el primer Albert Camus, antes de rebelarse contra el nihilismo inicial y abrazar el sentido común de la sociedad burguesa como la posición auténticamente difícil, valiente y, por tanto, auténticamente “rebelde” o revolucionaria) parece bascular desde Grecia hacia el Occidente mediterráneo, con epicentro en Cataluña, instalada en la esterilidad de suma cero desde hace 3 años.

A ver quién la dice más gorda

La “solución” a tanta esterilidad no puede ser más demagogia, pero el mensaje más popular procede de posiciones escoradas. Podemos se encuentra en la vanguardia del mensaje Sanders-Corbyn-Podemos-Siriza, y el fenómeno de la política autoproclamada “anti-establishment” se consolida tanto en Europa como en Estados Unidos. 

En el espectro de la derecha, el panorama es igualmente desolador: los mensajes moderados no interesan, y sólo gana terreno el histrionismo, desde Trump a nuestro Astuto. Gesticulación de opereta; o peor…

Cuando el discurso de la CUP (Cataluña) y Bildu (País Vasco), por la izquierda, y el Frente Nacional-UKIP, por la derecha, es indistinguible en varios aspectos del de los principales líderes en los países desarrollados del antiguo centro democrático (tanto el liberal como el socialdemócrata), alguien ha aumentado su nivel de demagogia hasta extremos no vistos desde finales de la II Guerra Mundial.

Micro-napoleones

Por el Reino Unido, por ejemplo, corre la leyenda urbana de que la votación abierta del candidato laborista, ganada por el polémico Jeremy Corbin, fue “boicoteada” por simpatizantes tories que participaron en la elección, dando su voto al menos presidenciable de todos los candidatos. 

Por Cataluña y el resto de España corren tantas leyendas urbanas y de tan poca calidad y credibilidad que se confunden con los mensajes políticos del momento, de un nivel estratégico e intelectual a la altura del mostrado por sus promotores en sus micro-napoleónicas carreras.

Cualquier cosa para justificar la dolorosa realidad: los mensajes redentores -duros con El Otro, el contrincante, el origen de todos los males posibles-, ganan en popularidad a la yerma vieja política, siempre obsesionada con lo políticamente correcto, el cálculo y la atención al juego de equilibrios e intereses que garanticen la financiación (legal en Estados Unidos, como poco opaca en el resto de los países desarrollados) de las campañas electorales.

Si Nietzsche levantara la cabeza

El ascenso del mensaje redentor, escorado hacia lo conservador o hacia lo progresista hasta el postureo, es más un error de la vieja política que un problema del sistema. 

Nietzsche lo tendría complicado en la actualidad para otorgar el premio de “último hombre” (o, en su defecto, Ayn Rand sudaría lo suyo para describir a los maquiavélicos politiquillos y periodistuchos de sus novelas de un modo más mezquino y arquetípico que el mostrado por políticos y periodistas actuales en, por ejemplo, Cataluña, un páramo donde campan a sus anchas los Ellsworth Toohey del momento). 

Eso sí, son Ellsworth Toohey torpones, de misa en un extremo y Escuela de Fráncfort en el otro. Aunque los hay que combinan ambos rasgos, proclamando sueños políticos y acuerdos vinculantes con la frívola rapidez con que uno despacha una partida de Risk cuando anda más cansado de la cuenta.

Hay problemas (que no justifican la imposición de regímenes “revolucionarios”)

Como ya ocurrió en las primeras décadas del siglo XX, cuando se impuso la visión de la historia como un conflicto entre las clases y los pueblos de la dialéctica hegeliana y sus vástagos, los mensajes actuales de lo que Umair Haque llama “nuevo fascismo” culpan al sistema y los mercados de todas las injusticias habidas y por haber.

Por supuesto, muchos mercados no funcionan, y campan la corrupción y las simulaciones de “libre mercado” que funcionan como oligopolios de facto (a menudo herederos de una idea de lo “público” muy progresista, donde lo estratégico se nacionaliza y controla hasta lo caricaturesco); pero estas y otras faltas dependen de errores de agentes e interpretaciones, no modelos.

Hay muchas cosas por cambiar, pero ello se puede hacer desde el posibilismo, sin destruir el sistema que permite salvaguardar las libertades individuales.

Los descontentos olvidan, al ofrecer su apoyo circunstancial a los mensajes radicalizados de uno y otro bando, que la corrupción no equivale a “libre mercado”, ni a “capitalismo”. La corrupción es corrupción. Es una opción. No ha sido originada por el sistema de libertades, sino por su funcionamiento mejorable.

El precio de la coherencia política: el individualista Albert Camus

Es un buen momento histórico para desempolvar la historia de dos intelectuales arquetípicos, dos respetados escritores y filósofos franceses. 

El uno, brillante estudiante y académico, surgido en las élites, Jean-Paul Sartre.

El otro: un buscavidas nacido en la Argelia francesa como un humilde “pied noir” (argelino de origen europeo) más, un voyou seductor y vitalista, quizá menos brillante y menos académico, pero de una coherencia que no se ha repetido en la Francia del último siglo.

Mientras Sartre pasaba, como su compañera Simone de Beauvoir (Sartre y ella habían sido, respectivamente, el primer y segundo mejor estudiantes de toda Francia en las pruebas de acceso a la carrera de filosofía), del existencialismo individualista de inspiración nietzscheana al marxismo imperante entre la intelectualidad de la posguerra, Camus se mantuvo siempre alerta, defendiendo sus libertades individuales y alertando contra el horror del estalinismo.

Relativismo-veletismo de Sartre, coherencia de Camus

Mientras Sartre y Beauvoir se inmiscuían en la vida pública francesa, haciendo de filósofos de la República y entrevistándose con Castro y el Che en Cuba (clásico compadreo de la intelectualidad de la Europa continental de posguerra), Camus era olvidado. 

Un accidente de tráfico había acabado con él y con su amigo, el legendario editor Gallimard, en una carretera secundaria del sur de Francia. Era 1960 y se empezaban a ver las consecuencias de los maximalismos del materialismo dialéctico en la Europa del Este, mientras China vivía la Gran Hambruna, exacerbada por el “Gran Salto Adelante” (nombre cómico, si no fuera por su trasfondo trágico, otorgado por la China de Mao, a la colectivización forzosa del campo y lo que ello comportó para una cultura milenarista).

Audio de Albert Camus a propósito de su L’homme revolté: “En el sistema actual, la única manera de mostrar descontento consiste en criticar a la sociedad jacobina y burguesa, su moral y sus principios; la revolución del siglo XX, en la sociedad burguesa actual, no es más que fruto del mismo nihilismo que ya hemos superado”.

El vitalismo nietzscheano

“Me parece que mi libro [en referencia a L’homme revolté], lejos de definir una posición romántica e idealista, es al contrario, una crítica contra el romanticismo filosófico y la mistificación que hace del materialismo histórico”.

El Camus vitalista, anarquista celoso de su derecho vital capaz de “comprender” los actos absurdos del ser humano y de defender los valores no revolucionarios de la sociedad burguesa como la auténtica “revolución” (por incómoda, por coherente) del intelectual, había sido condenado a una posición minoritaria.

A partir de la lectura de Friedrich Nietzsche, Søren Kierkegaard y las novelas de Fiódor Dostoyevski, el libertarismo de Albert Camus había pasado del dolor de comprender lo absurdo de la existencia a reivindicar el vitalismo “solar” (el sol de Argelia) y el amor que surge de la comprensión de los actos humanos. 

El riesgo de los maximalismos de Iván Karamázov

Camus dedicaría un capítulo de El hombre rebelde a repasar la relación y conversaciones metafísicas entre el idealista-materialista Iván y su hermano pequeño, el místico Aliosha, en Los hermanos Karamázov de Fiódor Dostoyevski. 

Ivan se niega a tolerar la injusticia humana y, en su nombre, está dispuesto a hacer lo que haga falta, mientras Aliosha “comprende” y acepta las miserias humanas, aunque esta comprensión no es resignación.

Un amor y comprensión surgidos de manera similar del dolor ayudan a Albert Camus a mantener su anarquismo naturalista y de corte optimista (a lo Nietzsche) y preferir el respeto a la vida y a los valores de salvaguarda de libertades de la sociedad burguesa, que lanzarse a la revuelta propuesta por el materialismo dialéctico. 

Su “revuelta” es individual, y en ella Camus se rebela contra los revolucionarios de pacotilla, contra los intelectuales que cambian de bando según sople el viento, de quienes rechazan valores como la vocación personal, la comprensión y el amor porque no son las herramientas de una supuesta revolución redentora.

Atenerse a uno mismo (como Derrida)

La revuelta de Albert Camus, condenada a ser minoritaria, es coherente con una visión filosófica y metafísica mantenida desde El extranjero; más tosca y menos literaria que la de Jean-Paul Sartre, sí, pero impecable y vital de principio a fin, ajena a modas y a gregarismos.

Ni siquiera la ceremonia de concesión del premio Nobel, en pleno conflicto franco-argelino, arrancó a Camus una concesión políticamente correcta, en consonancia con el “intelectual” progresista francés donde su país lo había encasillado. 

Entonces, sus declaraciones sobre Argelia no ofrecieron simpatía a los revolucionarios, sino que ponderaron el dolor que causaba el conflicto y la tristeza de su madre en aquellos días. La memoria del sol de su infancia, de su madre y de la realidad de los “pied noir”.

La lucha armada por la liberación del entonces departamento francés no iba con él y le causaban el encontrado dolor de quien sabe que los -perfectibles, pero existentes- valores de la Ilustración republicana serían sustituidos por una nueva utopía materialista en la tierra de su infancia, que elevara marxismo o nacionalismo (o ambos) donde antes, al menos, los ciudadanos habían aspirado a un laicismo con libertades individuales garantizadas y aspiraciones más próximas a la Atenas de Pericles que a la construcción de una enésima supuesta tierra prometida.

Camus sigue siendo prácticamente desconocido (¿ignorado?) en su Argelia natal.

Comprender-convivir 

Albert Camus no se equivocó por tanto. Quienes le reprocharon que se preocupara más por su madre y por el sol de su infancia, así como por su idea particularista de Argelia que por las injusticias y la opresión de la mayoría de su sociedad, no encontraron en sus declaraciones las repetitivas incoherencias ideológicas y golpes de timón de muchos de ellos. 

Entre los críticos a Camus, se encuentran en Sartre y Beauvoir, antiguos existencialistas convertidos en marxistas, demasiado ocupados en quehaceres revolucionarios y asambleas de estudiantes como para denunciar las atrocidades del Estalinismo.

Eso sí, tras la muerte repentina de Camus, que había completado, sin embargo, sus obras maestras novelística (La Peste, 1947) y ensayística (El hombre rebelde, 1951), que abandonaban su postura de lo absurdo (y, por tanto, la tentación de un nihilismo de personaje de Dostoyevski o acaso kafkiano) a favor de una rebeldía que permitiera una vida plena y con propósito, aunque este “amor” y “comprensión” vitales se produjeran en un mundo tan injusto e incongruente.

Más allá de la filosofía del absurdo

El nihilismo del absurdo (El extranjero) pasa a la “comprensión” de las limitaciones de la realidad que, a la vez, inspira una corajuda afirmación absoluta de la existencia à la Nietzsche. 

Si Nietzsche combate, con su voluntad de reconectar en el individuo los ámbitos que han sido artificialmente separados por la tradición occidental, cuerpo y alma (debido a platonismo, cristianismo y cartesianismo), Camus convierte el “Pienso, luego existo” del dualismo cartesiano en su afirmación humilde, individual y vitalista, pero válida y coherente: “me rebelo, luego somos”.

El individuo se rebela por lucidez, pero ello no le lleva al abismo (el riesgo de Schopenhauer y Kierkegaard), sino que se reconcilia con su imperfecta humanidad y celebra su vinculación con el resto de personas. 

Atrevimiento. Sólo quienes no tienen miedo a la soledad intelectual, al apartarse del rebaño y ser señalados por semejante osadía, son capaces de situarse en la posición metafísica de Camus, inspirada en Nietzsche, pero de un vitalismo propio. Sol y salitre de las playas del Argel “pied noir” y “voyou”. Respeto a unos orígenes tan humildes como los que inspiran al joven Aliosha en Los hermanos Karamázov (madre pobre, analfabeta y sorda, padre ausente, listeza de niño callejero). 

Revelarse contra materialismo dialéctico y nihilismo

Su batalla permaneció en lo individual, mientras su anarquismo transitó hacia un humanismo próximo al anarquismo cristiano de Lev Tolstói, o al transcendentalismo de los escritores estadounidenses del XIX.

El anarquismo, tal y como lo entiende Albert Camus, no antepone los fines a los medios, pues no todo vale: nadie tiene la potestad de generar el horror en nombre de sus supuestamente nobles y justos ideales. 

No es un anarquismo terrorista ni intolerante, sino una interpretación humanista del individualismo más próxima al anarquismo estadounidense: vigilante, celoso con derechos y libertades, pero incapaz de lograr apoyo mayoritario, pues el individualismo “solidario” depende de la voluntad y la ética individuales (y, por tanto, requiere formación, revelación, esfuerzo de cultivo personal).

Cuando acontecimientos externos que uno no puede controlar (como, por ejemplo, la situación económica, el estado de ánimo de los conciudadanos o la demagogia política) se imponen a diario, es fácil sucumbir a la llamada del existencialismo de corte más pesimista.

Florecer a pesar de los pesares

Se trataría, por ejemplo, de la filosofía del absurdo del primer Albert Camus (El extranjero). El antídoto es convertir la negación absoluta -y desesperación que genera- en afirmación absoluta (segundo Camus), “comprendiendo” la realidad y haciéndose uno dueño de sí mismo, sus acciones y su cultivo personal.

Cuando el Último Hombre y el Eterno Retorno (Nietzsche) aparecen a diario en la plaza del pueblo, qué menos que sacar de la estantería El hombre rebelde y celebrar la coherencia de Albert Camus.

Porque, a veces, defender el confort para muchos otorgado por la salvaguarda de las libertades individuales, es la posición auténticamente revolucionaria. 

Sobre todo, en páramos donde los hijos de Hegel (nacionalismo, por un lado; materialismo dialéctico, por el otro) nunca han sido superados.

Cuando defender lo conseguido es lo revolucionario

En lugares como la Península Ibérica, Nietzsche se comprendió a sorbos y de refilón, tal y como es mencionado por Ramón María del Valle-Inclán en la exquisita Luces de bohemia.

Hay que coincidir con Francisco Umbral en su Trilogía de Madrid, cuando salva a Valle-Inclán, a su Luces de bohemia y al eternamente infravalorado Tirano Banderas del ñoño misticismo ibérico, siempre tirándose los trastos en pos de uno u otro modelo histórico, en lugar de experimentar con nuevos modelos.

Quizá se empiece por “comprender”. Y por amar. O así lo entendía Camus, sin cambiar de bando de cara a la galería como el muy capaz -y todavía más falso que capaz, ni nietzscheano ni marxista, sino “del que gane”-, Sartre.

Del odio no parte más que el malentendido de todos los tiempos. Se empieza por superar el infantil -y rígido- cliché de lo revolucionario. Lo revolucionario no es siempre bueno, ni siquiera “revolucionario”. 

Lo revolucionario es lo que cuesta. Cuesta decir que uno prefiere una sociedad libre y de corte liberal, por muy perfectible que sea, a cualquier aberración hegeliana que cocinen cuatro revolucionarios.

Lástima que, mientras el “midi” dio la “comprensión” camusiana, que cree que el individuo puede rebelarse y florecer pese a las injusticias, el páramo ibérico diera sólo el esperpento.