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Almanaques: cuando el conocimiento era biodinámico

Antes de Internet, mucho antes de que la literatura de masas y los medios de comunicación entraran en la sala de estar y el cinematógrafo importara ideas y modas sociales, los almanaques aportaban nuevos conocimientos, tradiciones y moralinas a la mayoría de la población.

Ya antes de que las familias urbanas acompañaran el desayuno dominical con el periódico de la ciudad, las sociedades accedían a avances tecnológicos e información relevante sobre la cosecha, usos y costumbres, leyendas y tradiciones, a través del almanaque local, una publicación que organizaba toda esta información con una inequívoca vocación popular, en torno al calendario del año.

Los almanaques tradicionales siguen existiendo, aunque hace tiempo que su función educativa, socializadora y de esparcimiento ha desaparecido. 

Primero, a través del aumento de la alfabetización de las sociedades rurales occidentales, que acercó el género literario a un mayor número de hogares; y, a partir de mediados del siglo XIX, gracias a la prensa escrita, con gran implantación primero en las zonas urbanas, aunque llegaría poco a poco a los núcleos más dispersos de una población que, pese adentrarse en la Revolución Industrial, seguía ligada al campo.

En el siglo XX, se unieron a la prensa escrita la radio, el cine y la televisión, cuyo poder educador, aunque también propagandístico, fue crucial para que millones de europeos se embarcaran en los hechos más traumáticos del siglo XX. 

Colgados junto a la chimenea, siempre a mano

La imprenta de Gutenberg popularizó primero la Biblia, hasta entonces un lujo. La literatura popular y, sobre todo, los almanaques, facilitaron la posterior llegada de la prensa y permitieron que prácticas agrarias y culturales se extendieran rápidamente. 

La agricultura orgánica, la permacultura, el compostaje, la arquitectura ecológica y otras ideas, sin su nombre actual, fueron difundidas, junto a otros contenidos “populares”, en los almanaques, auténticos cajones de sastre con conocimiento para sacar el mejor provecho del año entrante.

Con la fuerza de los medios de comunicación modernos, los almanaques, que siempre habían estado presentes el lugar más estratégico del hogar, la cocina -donde se desarrollaba la mayor parte de la actividad doméstica-, perdieron buena parte de su contenido de referencia, aunque mantuvieran el listado de actividades más relacionadas con el calendario, en torno al cual giraban todos sus contenidos.

El contenido que el almanaque fue perdiendo, en ocasiones cayendo en el olvido, estaba relacionado con la promoción de tecnologías agrarias, fiestas y tradiciones, literatura popular, refranario y juegos de palabras, gastronomía, moral religiosa y otras temáticas que profundizaban en las peculiaridades locales sobre el cultivo de la tierra, el comercio, la hiladura, la pesca, la siembra o cualquier otro tema de interés para la familia.

El almanaque no era sólo un listado anual de fiestas religiosas, populares, agrarias y comerciales. Recogía a menudo artículos populares con moralina, describía herramientas y su uso, comparaba tecnologías, e incorporaba leyendas para explicar en el recogimiento del hogar. Su contenido era compartido por toda la familia y, en ocasiones, era simplificado y compartido por un público mayor: el caserío o alquería, el pueblo, el barrio de la ciudad. 

Precedentes del cómic

En Cataluña, Valencia y Baleares, por ejemplo, surgen ya en los siglos XVI y XVII las auques (plural del catalán “auca”), composiciones de 48 dibujos o viñetas, acompañadas por pareados heptasílabos al pie de cada cuadro o “rodolins”. La composición tenía un sentido narrativo y moral, educativo o folclórico, que no sólo son un precedente del cómic, sino una versión edulcorada y frugal de los densos almanaques tradicionales. 

Las auques eran representadas por auquers en las diversas poblaciones siempre que la concentración de gente garantizase una cierta audiencia.

Su contenido narraba calendarios con espíritu de almanaque rural, aunque también había historias morales, religiosas, históticas o educativas; mostraban tanto los secretos del cultivo de la vid como los refranes relacionados con el santoral o un compendio de juegos y bailes tradicionales; otras iban más allá y aconsejaban sobre temas concretos de la cosecha o el cuidado, tanto físico como moral, del hogar.

El momento de mayor esplendor de las auques coincide con el de los almanaques: a mediados del siglo XIX, aumenta la alfabetización, la agricultura se tecnifica, aumenta el comercio y también la necesidad de formación y ocio.

Parapegma, Al-manaack, almanaque

Desde su nacimiento, los almanaques conservan su carácter anual con información sobre temas de interés para la audiencia a la que van destinados, ordenados en torno a un calendario. Se incluyen datos astronómicos, estadísticas, movimientos del sol y la luna, eclipses, días festivos, cronologías. 

Hay que volver a la Alejandría  de los siglos anteriores al desastre explicado por Alejandro Amenábar en Ágora para encontrar el precedente más claro del almanaque moderno: ya en el siglo II, Claudio Ptolomeo creó el calendario climático griego, que compilaba los cambios climáticos de cada estación, las apariciones de estrellas y constelaciones, así como los mayores eventos solares, todo ello organizado en torno al año solar. Se conocería con el nombre que Demócrito había dado a uno de sus libros: Parapegma.

Ptolomeo, a su vez, no había hecho más que reinterpretar las observaciones de la astronomía babilonia, que ya usaba períodos planetarios para predecir -con acierto- fenómenos lunares y planetarios, además de ofrecer los primeros modelos de medición para estaciones y cosechas.

Obras como la propia Ágora de Amenábar, o la novela El Nombre de la Rosa, de Umberto Eco, ilustran con acertado simbolismo las consecuencias que para la difusión del saber en Occidente tuvieron la atomización del poder en el Mediterráneo y Europa y el ascenso del dogmatismo religioso impuesto por las tres religiones de Abraham. 

Protectores del saber

Ptolomeo y el pensamiento tecnológico y científico mantuvieron su marginalidad hasta la Era Moderna, aunque no sólo monasterios y abadías, a la usanza de la descrita por Eco en El nombre de la rosa, se ocuparon de salvaguardar el conocimiento clásico.

Sin la ayuda de traductores, filósofos, astrónomos, matemáticos y otros sabios árabes y judíos, buena parte de ellos asentados en la España musulmana, el posterior trabajo de traducción y conservación de las obras clásicas, llevado a cabo por las órgenes religiosas católicas en el Occidente europeo, no habría logrado salvaguardar buena parte del conocimiento clásico y siglos de tradiciones en el Mediterráneo.

Árabes españoles, judíos sefardíes y conversos importaron, ampliaron y adaptaron a las costumbres locales los antecedentes a los calendarios anuales para elaborar los primeros “al-manaakh”, o compendios sobre “el clima” (también se relaciona con “al-manâh”, calendario en árabe). Además de pronósticos climáticos y astronómicos, estos calendarios, surgidos primero en la Iberia árabe, los primeros almanaques ya incluían consejos de moral e higiene, a los que se añadieron cuentos, leyendas populares y artículos que difundían conocimiento en artesanía, agricultura o gastronomía.

El toledano Azarquiel

El Almanaque de Azarquiel, de 1088, es el primer almanaque moderno conservado, creado por el andalusí Abu Ishäq Ibrahim Ibn Yahyà al-Zarqalluh, latinizado como Azarquiel, importante astrónomo nacido en Toledo.

A pesar de ser analfabeto, Azarquiel destacó en su trabajo como herrero y orfebre y pronto empezó a elaborar instrumentos científicos de precisión para astrónomos árabes y hebreos. Más tarde crearía innovaciones propias a partir del astrolabio y llegaría a realizar mediciones más exactas que las de sus maestros. 

El Almanaque de Azarquiel proporcionaba las posiciones del sol, la luna y los planetas conocidas durante 4 años, desde 1088 hasta 1092. El trabajo, rebautizado como Tablas de Toledo (o Tablas Alfonsíes, a raíz de otra traducción posterior), fue conocido en Europa gracias a su traducción al latín en los siglos XII y XIII. Pronto, la Iglesia romana se adoptaría el almanaque como herramienta de difusión del conocimiento, también religioso.

Las poblaciones y reinos cristianos de la Península Ibérica y el resto de Europa reconocieron el valor de las adaptaciones realizadas con posterioridad de estos calendarios anuales con información sintetizada o almanaques. La invención de la imprenta y la prensa tipográfica aumentó su difusión y adaptación al público local de amplias zonas, desde el Mediterráneo a Escandinavia, desde las islas británicas hasta los confines del Este europeo.

Origen de los almanaques europeos y norteamericanos

Al desconocer buena parte de la ciencia existente tras los refinados cálculos astronómicos árabes y hebreos, que se remontaba, a través de la adaptación griega de Ptolomeo, hasta los astrónomos babilonios, los lectores europeos de almanaques consideraron las predicciones de estos compendios anuales como adivinaciones, relacionadas tanto con el horóscopo como con la Iglesia.

Ello contribuyó a su popularización como tratados de sabiduría anual que merecía estudiar. Desde estos primeros tratados astronómicos anuales, los contenidos sobre moral, tecnología agraria, artesanía, gastronomía o literatura popular crecieron, uniendo versos romances con los orígenes del refranario de las principales lenguas de Europa Occidental.

En 1300, Petrus de Dacia publicó su almanaque, el mismo año que Rogelio Bacon (Roger Bacon), filósofo, científico y teólogo inglés, publicaba el suyo. Bacon fue uno de los frailes franciscanos más famosos de su tiempo y auténtico puente entre la sabiduría clásica, transmitida a Occidente a través de árabes y hebreos, y la Iglesia. Guillermo de Baskerville, personaje protagonista de El nombre de la rosa, toma los principales rasgos de personalidad de Bacon.

Roger Bacon, guardián del empirismo y el método científico en un momento en que la Iglesia romana viraba hacia el dogmatismo, leyó a Aristóteles en Oxford y creó su propio almanaque como homenaje a la sabiduría popular basada en una tradición científica que llega hasta Babilonia. Como explica El nombre de la rosa, teólogos de la línea empirista como Bacon perdieron la batalla dentro de la Iglesia, pero son el precedente de la Ilustración.

Oxford prosiguió como afamado centro creador de almanaques durante el siglo XIV. Ya en el siglo XV, el propio Gutenberg produjo el primer almanaque impreso, 8 años antes de imprimir la primera Biblia, lo que aporta pistas sobre la popularidad de estas publicaciones.

En el siglo XVII, los almanaques ingleses eran auténticos éxitos de ventas, tanto entre los habitantes del campo como entre la incipiente burguesía. Sólo la Biblia les superaba en venta. Y el éxito conseguido en Inglaterra aceleró su salto a Nueva Inglaterra, también en el siglo XVII.

Ya en el siglo XVIII, en unos Estados Unidos independientes, incluso Benjamin Franklin, uno de los fundadores del país, acabó publicando su propio almanaque, Poor Richard’s Almanack (1733-1758).

Almanaques ibéricos

Uno de los almanaques más antiguos que se siguen editando en España es el Calendario Zaragozano-El Firmamento, fundado en 1840.

En 1861 aparece el Calendari dels Pagesos, en catalán (salvo durante el período franquista), cuya portada es exactamente la misma desde 1863, primer ejemplar en el que se reprodujo la cubierta con la rueda perpetua, ideada por fraile Domènec Varni, que predice si la tierra será fértil o estéril durante el año en curso.

El Calendari dels Pagesos, ilustrado desde los años 20 del siglo XX con dibujos de Ricard Opisso, miembro del colectivo artístico Els Quatre Gats, cuenta con 28 páginas en las que se compilan los mercados semanales catalanes, las ferias y fiestas mayores, además de un calendario mensual con las prácticas agrícolas más adecuadas para el campo, la huerta, el jardín, los árboles frutales y la aviculura. Incluye el santoral, así como el día y la hora en que salen y se ponen el sol y la luna.

Tanto el Calendario Zaragozano como el Calendari dels Pagesos conservan la esencia de los almanaques desde su invención por Ptolomeo y su reinterpretación por Azarquiel, o su reinterpretación científico-religiosa (Dios debía estar en todas partes, so pena de ser tachado de brujo, hereje o lo que se terciara en cada época) por un religioso del siglo XIV con ideas más avanzadas y aperturistas que la actual Iglesia: Roger Bacon.

Además del Calendario Zaragozano y el Calendari dels Pagesos, se editan desde el siglo XIX otros almanaques históricos, tales como el Calendario del Ermitaño de los Pirineos (1875) -bautizado formalmente como Calendario Religioso, Astronómico y Literario arreglado al Meridiano de Barcelona según el horario de España-; y O Gaiteiro de Lugo (desde 1857), este último en gallego.

Románticos y recuperadores de almanaques: Milton Drake, Joan Amades y Julio Caro Baroja

Los almanaques con mayor raigambre en Europa y las Américas plasman, en torno al calendario anual, costumbres, fiestas, tradiciones, refranes, recetas culinarias, remedios caseros, observaciones de los mayores y apuntes de sabios locales, así como apreciaciones tecnológicas y artesanales ajustadas a la época.

Buena parte del conocimiento popular transmitido y a su vez recogido por los almanaques ha sido olvidado. Al no tratarse de grandes obras literarias, ni de importantes trabajos científicos, los almanaques han sido ninguneados por la historia.

Personajes que a menudo pretendieron mantenerse en el anonimato lograron que la esencia de este conocimiento, tan ligado a las costumbres de los pueblos, no se perdiera. 

Destacan el trabajo literario y de recuperación del barcelonés Joan Amades i Gelats, del que en 2009 se celebró el 50 aniversario de su muerte; también el serio trabajo etnográfico de Julio Caro Baroja, que mantuvo relación con Amades, sobre la literatura de cordel, publicada en distintos almanaques.

Fuera de España, hay que reconocer el esfuerzo del todavía anónimo Milton Drake, que publicó en 1962 la obra en 2 volúmenes Almanacs of the United States.

Adaptación contemporánea de los almanaques

Stewart Brand, uno de los impulsores de la vertiente más ecológica de la contracultura estadounidense surgida en núcleos como el San Francisco de los años 60, impulsó a finales de esa década la publicación alternativa Whole Earth Catalog, una revista que incorporaba artículos y “herramientas” informativas para mejorar el conocimiento ecológico, construir uno mismo un sitio donde vivir, cultivar alimentos orgánicos con el menor impacto y centenares de otras temáticas, muchas de ellas avanzadas para su época, mientras otras parecían surgidas de las páginas de Poor Richard’s Almanack, almanaque editado por Benjamin Franklin.

Los almanaques lograron acercar la biodinámica, el ecologismo, la permacultura, la agricultura orgánica, la arquitectura sostenible y los secretos de los oficios artesanales sin por ello recurrir a estas denominaciones, tan en boga en la actualidad. The Whole Earth se convirtió, sin saberlo, en el almanaque de la contracultura y el ecologismo moderno.

El consejero delegado y co-fundador de Apple, Steve Jobs, evocó el catálogo Whole Earth en un discurso realizado en la ceremonia de graduación de la Universidad de Stanford de 2005, en la que fue invitado de honor. 

“Cuando era joven, había una publicación increíble llamada The Whole Earth Catalog, que era una de las biblias de mi generación. Fue creada por un tío llamado Stewart Brand no muy lejos de aquí, en Menlo Park, y él la trajo a la vida con su toque poético. Esto fue a finales de los 60, antes de los ordenadores personales y la maquetación digital, de modo que estaba confeccionada con máquinas de escribir, tijeras y cámaras Polaroid. Era algo así como Google en versión papel, 35 años antes de que apareciera Google: era idealista, rebosaba de buenas herramientas y grandes nociones”.

Mucho antes de The Whole Earth, los almanaques rebosaban de buenas herramientas y grandes nociones.