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Alquilar y compartir: auge del acceso flexible al bienestar

Emerge una nueva economía basada en el alquiler y el intercambio de bienes como respuesta a las deudas acumuladas, la imposibilidad de acceder al crédito o la debilidad del mercado de trabajo en Norteamérica y Europa.

En las últimas décadas, el mundo desarrollado compró prosperidad a crédito, empezando por viviendas cada vez más grandes. La última recesión confirma el agotamiento de un modelo basado en la energía barata y el crédito fácil.

Adquirir de todo y grande vs. alquilar/compartir lo necesario

Internet ha acelerado la tendencia y ya se habla de la “sociedad que alquila“, en contraposición a una sociedad que había acumulado todo tipo de vienes en propiedad: primera residencia, vehículo/s, segunda residencia e ingentes bienes y servicios de consumo, impensables una generación antes.

Una legión de personas reconoce que mayores casas y más productos han dificultado su economía familiar y, en cambio, no han aumentado su calidad de vida en la misma proporción.

Los riesgos de fiar los sueños al crédito

Fenómenos como el interés por las casas pequeñas que implican simplificar y vivir sin hacer frente a grandes deudas, expuesto por Kirsten Dirksen en su documental We The Tiny House People, corroboran el nuevo espíritu crítico: lo más grande no es necesariamente mejor, y la propiedad de un bien no implica su mayor disfrute, ya que existen opciones como el uso bajo demanda.

He aquí la dicotomía entre el modelo de consumo surgido de la II Guerra Mundial y el que se consolida en el siglo XXI: por primera vez en las últimas décadas, empresas y consumidores consideran alquilar bienes y servicios (“experiencias“) en contraposición a comprarlos a crédito (“poseerlos“).

Los beneficios de alquilar y compartir son inmediatos: el usuario puede usar un bien o servicio cuando es necesario, mientras que no se compromete a adquirirlo en propiedad, se evitan gastos de mantenimiento y se reduce el impacto medioambiental de un modelo que pretendía que cada familia adquiriera la mayor casa posible, los mayores vehículos y, a poder ser, una segunda residencia.

Adquirir productos no equivale a comprar bienestar

Los productos, dicen los estudios, no compran tanto bienestar como las experiencias basadas en la regularidad y los valores.

En casos extremos, el consumismo mal entendido conduce a la depresión.

La debilidad de la economía no sólo afecta a los más vulnerables de la sociedad, sino también a jóvenes y profesionales de mediana edad con educación universitaria, doctorados y másters que acceden a programas de ayuda diseñados para los más desfavorecidos.

Tormenta perfecta: colapso del crédito, revolución tecnológica, deslocalización

Varias tendencias han contribuido a que el mercado de trabajo no se haya recuperado. Además del colapso del crédito, las mejoras tecnológicas, Internet y la deslocalización confirman que las grandes empresas no crean empleo neto, sino las pequeñas empresas, emprendedores y autónomos, que hasta ahora iniciaban actividad con pequeños créditos.

Además, varias industrias desaparecen de manera acelerada.

Coincidiendo con las mayores dificultades económicas de las clases medias, la pujanza económica de los países emergentes ha provocado mayor competencia por los recursos, cada vez más difíciles -y caros- de obtener.

Richard Heinberg (ver entrevista), experto en energía, cree que la mayor presión sobre los recursos (petróleo, alimentos, agua potable, etc.) obliga a buscar otro modelo de prosperidad que no dependa de manera tan directa del crecimiento del PIB y la extracción de recursos.

Horizonte favorable: relocalización, nuevos sectores, 3a Revolución Industrial

Pero la ausencia de crédito fácil, energía barata y puestos de trabajo para los menos preparados de los países ricos no implica que la situación actual dure para siempre. Hay fenómenos que invitan al optimismo comedido a medio plazo:

La economía del intercambio: alquilar la buena vida

El colapso del crédito barato en Estados Unidos y Europa ha devuelto a las clases medias y a los más humildes a una situación material en principio menos ventajosa. Pero las dificultades no sólo han comportado el auge de la polarización ideológica y los extremismos.

Un ejemplo de ello es una de las tendencias que despiertan más interés y esperanzas entre empresas, emprendedores y usuarios por igual: la economía del intercambio (de bienes y servicios).

Daniel Gross sintetiza la nueva tendencia de alquilar y compartir en un reportaje de The Wall Street Journal

“Los estadounidenses se están habituando a la idea de alquilar la buena vida, desde coches y prendas de alta costura a casas”. Gross explora la transformación de un país de propietarios en una economía permanentemente en movimiento. Y -aventura el reportaje-, este cambio conducirá al próximo boom económico.

Del consumo conspicuo al consumo razonable

Cambiar la mentalidad desde una economía basada en la propiedad de las cosas que se usan, en la comparación y competitividad con el entorno (a través del consumo conspicuo y técnicas de marketing con raíces en la época de entreguerras y el psicoanálisis), parece una tarea difícil. Hasta que el individuo o la unidad familiar se da cuenta de que la prosperidad de las últimas décadas se había comprado a crédito.

Daniel Gross: “Mientras que degradar el papel de la propiedad en la psique norteamericana puede sonar como una tarea traumática, la verdad fría y ausente de sentimentalismos sobre el ‘sueño americano’ es que los estadounidenses nunca la tuvieron en primer lugar”.

Si el consumo a crédito cae, ¿cómo crece la economía?

El crédito barato y accesible para todos había obrado el milagro, copiado también al otro lado del Atlántico, en los países periféricos del euro, que ahora padecen las consecuencias de comprar prosperidad a partir de deuda externa.

Daniel Gross formula en su reportaje de The Wall Street Journal la pregunta que atormenta tanto a políticos, tecnócratas y economistas como a empresarios y ciudadanos de a pie: “si los consumidores no pueden -ni querrán- tomar prestado para adquirir los bienes y servicios que consideran parte de su nivel de vida, ¿cómo se recuperará la economía?”.

La pregunta del millón. The Economist deposita sus esperanzas en una Tercera Revolución Industrial, esta vez más urbana, de mayor valor añadido y que opera prácticamente en tiempo real, bajo demanda, lo que convierte a las economías de escala en obsoletas y crearía (o favorecería el retorno) de manufacturas deslocalizadas.

Algo así como un híbrido entre artesanos de productos exclusivos, hackers urbanitas e industrias que emulen las ventajas competitivas de Zara y la industria alemana.

Cambio de mentalidad: economía del alquiler y el intercambio

Para hacer realidad una transformación tan profunda, deben sentarse primero las bases de un profundo cambio de mentalidad. La Internet colaborativa y la economía del alquiler y el intercambio son la punta de lanza de los nuevos bienes y servicios, cada vez más desmaterializados (más sustancia, menos caparazón).

La economía se recuperará, dice el reportaje de The Wall Street Journal, si los ciudadanos siguen a las corporaciones en una estrategia crucial: ser más eficientes.

“La reacción al dispendio expansivo y el endeudamiento insensato no radica en dejar de consumir y comprar, sino en consumir y comprar de una manera más inteligente. En eso consiste la “sociedad que alquila”. Y empieza en casa. Literalmente”.

Daniel Gross recuerda que la vivienda es el mayor elemento de consumo individual de la economía de Estados Unidos, y la fuente de buena parte de los problemas sociales actuales, con un número récord de personas recibiendo ayuda de los servicios sociales.

Consecuencias del exceso hipotecario y autorrealizarse con una casa pequeña

El consumidor medio gasta el 32% de su renta en la vivienda, aunque en la última década previa a la crisis ello significó pedir más dinero prestado que nunca. En el mismo período, el índice de personas con vivienda propia creció hasta el 69%, un porcentaje todavía inferior al de países como España, pero muy elevado en Estados Unidos.

Desde el inicio de la crisis financiera, crece el interés por estilos de vida alternativos que incluyen el alquiler o una vivienda más pequeña (ver el documental de Kirsten Dirksen We the Tiny House People, o los vídeos sobre microcasas en su canal de YouTube y *faircompanies).

El porcentaje de familias con vivienda propia ha descendido desde la cúspide del 69% hasta el 65,4% actual, y la tendencia es descendiente. El sector de la construcción, especialmente afectado por la crisis, se adapta a la nueva realidad, construyendo viviendas para su alquiler, de un tamaño más modesto y energéticamente más eficientes.

El alquiler y el intercambio se extienden

La popularidad de alquilar o compartir se extiende a los principales bienes y servicios. Además de la vivienda: 

  • el automóvil (con firmas para compartir vehículo bajo demanda como Zipcar), 
  • las bicicletas (se multiplican los esquemas de alquiler público),
  • los alojamientos turísticos (a través de servicios como las página web Airbnb y CounchSourfing),
  • los libros de texto (Chegg y bibliotecas virtuales),
  • la moda de alta costura (Rent the Runway, un servicio de alquiler de ropa y complementos, se define como “el Netflix para la moda”),
  • las herramientas (con bibliotecas públicas que incluyen utensilios de jardinería y distintos oficios),
  • etc.

De nuevo, los emprendedores nortemaricanos lideran

El cambio de mentalidad desde una cultura de la propiedad a otra donde crecen el alquiler y el intercambio no es un fenómeno circunscrito sólo a Estados Unidos: en Europa, sobre todo en los países con mayores problemas de deuda -pública y privada- de la periferia del euro, se detecta una tendencia similar.

Como ocurre en otros campos punteros, no obstante, son emprendedores y empresas norteamericanas las primeras que han acudido a ofrecer servicios a la “sociedad que alquila”.

Lo explica Daniel Gross: “Sólo en Estados Unidos los emprendedores podían transformar el couch-surfing en una empresa tecnológica que vale más de 1.000 millones de dólares en 36 meses. Con más de 100.000 listados en más de 16.000 ciudades de 186 ciudades diferentes, es un auténtico negocio. Ha realizado más de 5 millones de reservas”.

“Pero el valor real de [servicios como] Airbnb no son necesariamente los beneficios que aporta a los inversores. Más bien, es el dinero que aporta a los propietarios de viviendas”.

“Ese dinero no es suficiente para revigorizar la economía. Pero es parte de un cambio radical sobre cómo la gente percibe el auténtico valor de sus propiedades y qué papel dan a la propiedad en sus vidas”.

El nuevo buen gusto: consumir poco y bien

El emprendedor, diseñador industrial y fundador del blog sobre sostenibilidad TreeHugger, Graham Hill, explica en el documental de Kirsten Dirksen We the Tiny House People (ver corte exacto):

“Creo que la habilidad de este siglo será ‘editar’. Reducir espacio, posesiones, consumo de medios, amistades superficiales. Creo que el individuo debe clarificarse y reducir su ‘espacio sobrante’ porque da claridad mental, más espacio y flexibilidad para pensar, y también es bueno financieramente”.

Hace unos meses, el mismo Graham Hill declaraba: “En 15 años, la propiedad será para los idiotas. Menos flexibilidad, más responsabilidad, mayores costes económicos y financieros”.

De bruces con la realidad: la felicidad no se compra a crédito

Uno de los impulsos que busca la economía, cuando muchos consumidores se centran en llegar a fin de mes y otros, en mejor situación, se han contagiado por el entorno de incertidumbre, parece encontrarse en esta respuesta espontánea a la cultura del exceso.

Conscientes de que las experiencias aportan mayor bienestar que la acumulación de bienes, y de que la autorrealización está más próxima, según los estudios, a la idea clásica de cultivo de la virtud (eudemonismo, estoicismo) que al consumismo, una nueva generación se desvincula de uno de los aparentes “logros” del siglo XX: la propiedad.

No es el fin de los bienes adquiridos. Más bien, el principio de un espíritu crítico contra el axioma dogmático que las clases medias de Norteamérica y Europa habían interiorizado desde el fin de la II Guerra Mundial: 

Más productos y más grandes no implican mayor bienestar. El bienestar duradero se desvincula del compañero postizo con que se había relacionado, la compra desaforada a crédito.