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Altruismo y filosofía de vida: por qué dar te hace más feliz

Tras el instante de euforia inicial, pegar un pelotazo no nos hace más felices, dice la psicología moderna. Para autorrealizarnos, es necesario tolerar y apreciar las incomodidades de cualquier proceso complejo.

Pero, si alcanzado un cierto nivel de bienestar material, comprar no nos hace felices, ¿puede hacerlo ayudar a otros? En los últimos años, varias investigaciones apuntan al altruismo como un factor más de lo que las filosofías de vida clásicas llamaron “tranquilidad“, que puede traducirse como bienestar duradero o felicidad.

Dialéctica entre darse a uno mismo y dar a otros

La idea no es nueva. Instituciones sociales y confesiones religiosas han reiterado los réditos logrados por el altruista: el preciado intangible del bienestar moral, contribuyendo a la autorrealización.

La psicología y neurociencia modernas constatarían la interrelación entre la felicidad del individuo y el bienestar relativo del contexto en el que se desenvuelve su vida (época, aspiración, sociedad).

Recurriendo al cine, el argumento de Qué bello es vivir se amolda a lo que nos ocurre en realidad: percibimos nuestra dicha en relación con la situación de otros.

Siguiendo con el cine, Audrey Hepburn sentenció en una ocasión que “Tienes dos manos; una para asistirte a ti mismo, y la otra para ayudar a otros”.

Compitiendo con el vecino

Si ayudar a otros aumenta nuestro bienestar, competir con los otros nos causa desazón, según la teoría del consumo conspicuo o envidioso, planteada ya a finales del siglo XIX por el economista y sociólogo estadounidense Thorstein Veblen.

Distintas razones explicarían por qué dedicar nuestro tiempo, esfuerzo o dinero a otros nos hace más felices que comprar más cosas para nosotros. Por un lado, existe lo que el científico y ensayista británico David Hamilton expone como una razón fisiológica: cuando ayudamos, nuestro cerebro produce hormonas que, como la dopamina, aumentan nuestro bienestar físico (la dopamina es un opiáceo natural).

Pero el cambio experimentado por el altruista no se limita a un momentáneo subidón hormonal, parecido al que experimenta quien hace deporte, etc.

El efecto perdurable de compartir un poco de nuestra mejor energía

Se han realizado estudios como el que ofreció la misma cantidad de dinero a dos grupos, sugiriendo a los integrantes del primero que lo emplearan en sí mismos, y a los segundos que lo hicieran en terceras personas.

Mientras los miembros del primer grupo experimentaron un placer momentáneo, seguido de una vuelta a la normalidad, en el segundo grupo los niveles de satisfacción eran todavía elevados al final de la jornada. Y, según investigadores en la materia como el propio David Hamilton, este bienestar se hace duradero si la actitud persiste en el tiempo.

En otras palabras, cuando ofrecer algo a otros integra nuestra cotidianeidad -y, por tanto, forma parte de nuestra filosofía de vida-, nuestra satisfacción es mayor que cuando centramos todo nuestro esfuerzo en nosotros mismos.

La ciencia de gastar

La profesora de psicología Elizabeth Dunn y el profesor de administración de empresas Michael Norton, autores del ensayo Happy Money: The Science of Spending, han escrito en The New York Times sobre nuestros errores de apreciación cuando se trata de analizar el nexo entre dinero y felicidad.

Los autores no niegan que necesitemos un cierto nivel de vida para lograr cierta dicha, que varía en individuos y países; en Estados Unidos, los autores sitúan ese número mágico en 75.000 dólares. A partir de esa cifra, acumular más no aporta más bienestar, según estudios de Gallup y Princeton.

Para averiguar por qué se ha sobreestimado la importancia del dinero en la autorrealización personal, Elizabeth Dunn y Michael Norton condujeron un estudio que constató que, a diferencia de lo que los encuestados habían creído, su nivel de dicha no es correlativo a su salario.

Los que ganaban 25.000 dólares anuales pensaron que su felicidad se multiplicaría por 2, al alcanzar 55.000 dólares al año. En realidad, según el estudio, quienes ganaban 55.000 dólares al año estaban de media un 9% más satisfechos que aquellos que se las ingeniaban con 25.000 dólares.

Cunde más lo que hacemos con el dinero que lo que ganamos

Gunn y Norton exponen que lo que hacemos con el dinero juega un papel más importante con nuestra dicha que el dinero ganado o acumulado. Para exponer su teoría, describen una situación (que empieza como los clásicos chistes protagonizados por 3 personas de distintas nacionalidades): 3 personas ganan cada una 1 millón en la lotería.

El primero comprará todas las cosas con que siempre soñó; el segundo pondrá la mayor parte en el banco y usará el 

dinero con precaución, sólo en ocasiones especiales; mientras el tercero dará todo lo logrado a una organización benéfica. Al final del año, los 3 se encontrarán en la misma situación económica, al acumular 1 millón más.

Según Gunn y Norton, la mayoría -lo reconozcamos o no- seguiría la estrategia del primer afortunado. No obstante, “todo apunta a que los últimos dos ganadores obtendrían mayor felicidad por su golpe de suerte”.

Mayor felicidad “gastando menos, y gastando en otros”

Una década de investigación ha demostrado que, si uno insiste en gastar dinero en sí mismo, debería al menos pasar de comprar cosas -televisores, coches- a experiencias -viajes y veladas especiales-.

“Nuestra propia investigación -sentencian Elizabeth Dunn y Michael Norton- constata que, además de comprar más experiencias, uno logra más en la mayoría de casos simplemente gastando menos, y gastando en otros”.

Los resultados de las investigaciones en que se basa su ensayo Happy Money: The Science of Spending reiteran que el factor más ausente y requerido en la actualidad es la práctica de filosofías de vida coherentes, entendidas y seguidas por quienes las practiquen.

Al fin y al cabo, el ensayo y artículo para The New York Times de Dunn y Norton complementa los estudios anteriores de la psicología humanista, así como el propio concepto de felicidad de las tradiciones filosóficas grecorromanas (socratismo y derivados) y orientales (taoísmo, budismo).

El arte de modular impulsos y trabajar por el bien duradero

Dominar el deseo (control de la tentación de la gratificación instantánea, de la que parten el consumismo y las principales adicciones modernas), cultivarse a uno mismo con un propósito en la vida y asistir a los otros como mecanismos para alcanzar el bienestar. Algo que podría haber firmado Séneca en el siglo I dC. Su Cartas a Lucilio sintetiza este mensaje con mayor atino que los mencionados investigadores.

Evitar darse el gustazo continuamente es una de los hallazgos más interesantes de Dunn y Norton. De nuevo, los estudios que refrendan este fenómeno tienen el eco de las parábolas filosóficas clásicas.

Dos grupos tuvieron oportunidad de comer chocolate elaborado por un preciado chocolatero. El primer grupo comió una pequeña porción y recibió la instrucción de no ingerir más durante el resto de la semana, mientras se dejó a los integrantes del segundo grupo que comieran chocolate sin restricciones.

A continuación, se pidió a los dos grupos que acudieran a una degustación de chocolate. El único grupo que disfrutó tanto del chocolate en la segunda ocasión como en la primera degustación fue el que no lo había comido durante la semana, mientras los que no se habían privado de comer sin límites disfrutaron mucho menos del acontecimiento.

La felicidad relativa de la vida acomodada

La manida frase “el dinero no compra la felicidad“, coletilla refranera que sacaría de quicio a Don Quijote, si Sancho Panza la incluyera en su guasona palabrería, es puesta en entredicho por la cultura popular surgida de la II Guerra Mundial, ahora en crisis.

Recurriendo a estudios en las últimas décadas, el dinero, o para ser más precisos, suficiente dinero para vivir con cierto confort en función de nuestro contexto (el coste de la vida y los valores del país, la ciudad, la barriada), sí está relacionado con la percepción personal de la dicha, pero de un modo mucho más relativo de lo que el imaginario colectivo, influido por la cultura de masas, ha convertido en convicción.

Adam Davidson, co-creador del programa sobre economía de la radio pública estadounidense NPR Planet Money, exponía en The New York Times que el dinero lo cambia todo y, en efecto, influye sobre la felicidad de personas y regiones enteras.

Pese a mostrar sus reservas acerca de la paradoja de Easterlin (que pone en cuestión que mayor nivel de ingresos se traduce en mayor felicidad), exponiendo que las sociedades más avanzadas y prósperas también registran mejores indicadores relacionados con el bienestar, Davidson reconoce al final que la carrera hacia la gratificación instantánea de las últimas décadas en lugares como Estados Unidos no se ha traducido en gente más feliz.

Por qué es tan sencillo caer en la “adaptación hedónica”

La psicología moderna ha constatado el fenómeno de la adaptación hedónica, o tendencia humana a volver a un nivel de felicidad estable pese a los acontecimientos, positivos o negativos, que les enriquezcan o empobrezcan materialmente.

Copar nuestros deseos más impulsivos alimenta, según los psicólogos Shane Frederick y George Loewenstein, nuestra tendencia a la insaciabilidad: después de trabajar duro para lograr lo que queríamos, perdemos interés inmediatamente después de conseguirlo. Más que satisfechos, nos aburrimos, perdemos interés y nos lanzamos a conseguir mayores deseos.

Frederick y Loewenstein estudiaron la trayectoria de ganadores de la lotería para formular su hipótesis de la adaptación hedónica. Al parecer, después de un período inicial exultante, los ganadores de lotería (quienes hacen su fortuna de la noche a la mañana), vuelven a los niveles de dicha anteriores al premio.

Se ha observado el mismo fenómeno de búsqueda insaciable de una felicidad que no llega con la compra de productos, el consumo de productos de ocio u otras actitudes adictivas que apelan a la gratificación instantánea. 

Ascendiendo -con esfuerzo- por la pirámide de las necesidades

El bienestar duradero está relacionado con cambios que requieren un mayor esfuerzo y participación del individuo (gratificación aplazada). Tomando como referencia la jerarquía de las necesidades humanas concebida por el psicólogo humanista Abraham Maslow, una vez copadas las necesidades básicas -fisiología, seguridad, afiliación- para avanzar hacia necesidades más elevadas, o de autorrealización, no se requiere más dinero o éxito, sino una filosofía de vida.

La autorrealización, según Maslow, llegaba con el plan a largo plazo, la educación, el esfuerzo en una actividad para conocerse mejor a uno mismo. Entender que la creatividad o las ideas forman parte de un proceso al que no se llega después de un pelotazo o por motivos de azar.

Más riqueza, más productos o más conquistas sociales o sentimentales no nos hacen más felices, constata la teoría de la adaptación hedónica. Al contrario, se requieren esfuerzo y la incomodidad para avanzar hacia la “autorrealización” de Maslow, parecida al concepto de felicidad de filosofías de vida como eudemonismo, estoicismo, taoísmo, budismo zen.

Crudeza real y percibida

A partir de un determinado nivel de renta, más allá de los baremos de confortabilidad, más dinero no aporta más felicidad, argumentan estos mismos estudios, citados y difundidos por organismos internacionales, etc.

Como en cualquier realidad que envuelva a distintas ramas de las ciencias sociales -psicología, sociología, economía, historia, antropología, etc.-, el bienestar material real y el percibido son relativos y dependen de temas tan esotéricos como la percepción individual de la situación propia y la ajena.

Fenómenos como el del mencionado consumo conspicuo (o supuesta relación entre la percepción del propio bienestar en relación con el nivel socioeconómico y estilo de vida de nuestros vecinos y relaciones), desvelan nuestro lado más irracional, hedonista e inconfesable.

La prensa recopila a diario información que menciona la riqueza real y la percibida (la que varía al compararla con vecinos, amigos, familiares, etc.), así como su relación con el bienestar, cuando la situación económica no remonta para los jóvenes y las clases medias.

Puntos de vista incómodos de la realidad

Hablar de renta personal es tan complicado y etéreo como hacerlo de “bienestar” o felicidad, y a menudo hay que traspasar la economía, la psicología y las ciencias sociales para adentrarse en la filosofía, y remontarse a las filosofías de vida clásicas, donde ya está presente la dialéctica entre frugalidad y hedonismo, estoicismo y epicureísmo.

Sobre la percepción de la crudeza de la realidad: los habitantes del sur de Europa pueden ser -incluso ahora, con récord de paro en España, dificultades en Italia, etc.- los más pobres o los más acomodados, según se cuenten o no indicadores como el valor de los bienes en propiedad. 

El Banco Central Europeo recuerda en un estudio que las familias de la periferia de la UE son más ricas que las del norte europeo, si se cuenta lo que poseen (datos de 2010), y no sólo lo que ganan o acumulan en la cuenta bancaria.

Incorporando los bienes en propiedad, las familias chipriotas son las segundas más ricas de la UE, por detrás sólo de las luxemburguesas, mientras las familias en España (182.700 euros de media por ciudadano cuando se cuenta el valor relativo de los bienes) o Italia (173.500 euros), acumulan mayor riqueza relativa que Alemanes (51.400 euros), holandeses o finlandeses, ya que estos últimos recurren al alquiler con mayor asiduidad.

Usando también datos de 2010, la riqueza neta media en Estados Unidos asciende a 77.000 dólares (convertida a euros, similar a la alemana).

Sobre la autoflagelación

Leyendo la prensa local chipriota, italiana o española, queda claro que relacionar el bienestar personal con las viviendas en propiedad o con el pago de la hipoteca sería poco menos que una broma de mal gusto. En España, por ejemplo, estas cifras se asocian exclusivamente con la desdicha individual y colectiva, hasta el punto de centrar el debate. Algo así como un motivo de vergüenza y autoflagelación.

Esta polémica sobre la riqueza familiar y personal netas, que ha entretenido a Reuters o Tyler Cowen, entre otros, nos recuerda la disociación entre lo que percibimos como bienestar (tanto en un momento de dificultad como a lo largo del tiempo) y la riqueza real.

Riqueza real y percibida, bienestar real y percibido, así como nuestra lectura de lo que nos rodea -dice la psicología-, miden lo que llamamos felicidad. Algo tan poco exacto que se amolda a lo que cada línea editorial quiera destacar en función de sus intereses.

Los más felices se dedican a los grandes problemas

La correlación entre riqueza material y felicidad tiene, por tanto, múltiples aristas exploradas por filosofía, psicología, sociología, economía, etc. 

La idea de que ser feliz requiere esfuerzo y las indulgencias se interponen en nuestro camino del bienestar, más que allanarlo, ha sido reiterada desde los presocráticos. Ser feliz cuesta trabajo y carece de la acaramelada espectacularidad de las expresiones de gratificación instantánea más exuberantes.

La profesora de Harvard Business School Rosabeth Moss Kanter va todavía más allá y cree que la gente más feliz es la que dedica su porvenir a solventar los problemas más complejos.

Un ejemplo de integridad no impostada y autorrealización: Benjamin Franklin

En su autobiografía, el polímata Benjamin Franklin no menciona lo suficiente su dedicación a solventar problemas que acuciaban a amigos o a la sociedad de su tiempo:

  • a menudo prestó dinero a sus amigos y, cuando no los recuperó, padeció más por la falta de integridad de los deudores que por la propia pérdida económica;
  • inventó la chimenea que lleva su nombre para evitar incendios y enfermedades; hizo lo mismo con el pararrayos;
  • creó la primera biblioteca de Pensilvania y compartió el crédito de su iniciativa, exitosa desde el principio, con otros;
  • formó y ayudó a jóvenes impresores íntegros a instalarse por su cuenta en distintas ciudades de las entonces Trece Colonias (germen de Estados Unidos), convirtiéndose en inversor de capital riesgo;
  • dirigiendo las milicias de Pensilvania, trabajó erigiendo fuertes fronterizos e hizo guardias como el último miliciano;
  • asumió y defendió -en su diario, en la Asamblea de Pensilvania, posteriormente en el Congreso Continental, o en Londres y París-, posiciones políticas incómodas para defender a sus conciudadanos en Pensilvania, aún cuando ello le reportó pérdidas económicas;
  • avanzó pagos de su propio bolsillo para defender las tierras de los ganaderos durante la guerra entre Reino Unido y Francia, que se extendió a las colonias de Norteamérica de ambas potencias, y avaló el esfuerzo de la población con su propia hacienda;
  • criticó con dureza a los grandes terratenientes británicos que presionaban para quedar exentos de todo impuesto y que el esfuerzo bélico británico en Norteamérica lo pagara la población;
  • ejerció diversos cargos públicos poniendo dinero de su bolsillo y, en ocasiones, perdiéndolo; cuando recuperó el dinero prestado, no reclamó intereses; un político británico de la época no le pagó, creyendo que Franklin realizaba una práctica generalizada: quedarse dinero en distintas operaciones público-privadas.

Mantenerse fiel a las nobles aspiraciones de la primera juventud

Su filosofía de vida, que condensó a los 20 años (!) en lo que él mismo bautizó como las 13 virtudes a las que aspiraba durante el resto de su existencia, contribuyeron, según él mismo, a la plenitud de su existencia.

Franklin no niega en su autobiografía el esfuerzo necesario para no perder demasiado tiempo en las indulgencias más acuciantes de la juventud, pero su listado de atributos deseables le asistieron hasta 1790. Vivió 84 años; las últimas páginas de su autobiografía, escritas poco antes de morir, certifican que no padeció senilidad hasta el último momento.

¿Su secreto? Muchos detalles y atributos, algunos loables e incluso poco comunes, mientras otros serían considerados nimios por otros personajes “notables” y están al alcance de cualquiera. Por ejemplo, se vanagloriaba de desayunar siempre lo mismo, leche y pan, usando siempre el mismo cazo y la misma cuchara.

Entendía que la dignidad -y por tanto, una porción de la felicidad- por la que luchó para sus conciudadanos se encuentra también en los pequeños detalles.

La felicidad también está en lo pequeño

De su autobiografía, me quedo con el siguiente fragmento:

“La felicidad humana es producida no tanto por grandes porciones de gran fortuna que ocurren con poca frecuencia, sino por los pequeños avances y gestos del día a día. Así, si enseñas a un pobre joven a afeitarse por sí mismo y a asear su navaja de afeitar, quizá contribuyas más a su felicidad que dándole mil guineas”.

“El dinero se acabaría pronto, para sólo quedar el arrepentimiento de haberlo malgastado; pero en el otro caso, éste escaparía de la creciente vejación de esperar al barbero, y de ponerse a merced de sus a menudo sucios dedos, aliento ofensivo y navaja en mal estado; se afeitaría cuando fuera más conveniente para él, disfrutando a diario del placer de hacerlo con un buen instrumento”.

La era en que todo el mundo espera “lo suyo”

La parábola navaja de afeitar del siglo XVIII se puede trasladar por una imagen que sea equiparable en nuestros tiempos.

Cuando te preocupas por los detalles que acrecentarán el bienestar de los otros -a menudo, no consiste en facilitar las cosas a cambio de nada, ni en ofrecer incentivos perversos que eternicen situaciones de dependencia-, seguramente tu filosofía de vida es coherente en el resto de facetas de tu vida.

O al menos era así cuando la gente daba lo mejor de sí sin alentar pogromos y “cazas al Malo” ni esperar nada a cambio.