(hey, type here for great stuff)

access to tools for the beginning of infinity

Aprender a decir no a las rutinas tecnológicas interiorizadas

Elaboramos ideas a partir de referencias a viejas historias y metáforas. Es la manera de armar un mapa argumental que, a partir de referencias comunes, otros pueden comprender y situar en su contexto.

Consciente de la que se le venía encima, en el plano individual y en el colectivo, el escritor pied noir francés Albert Camus sustituyó el desengaño que sintió pronto con respecto a las ideologías de grandes maximalismos (las que prometían la libertad sacrificando, primero y ante todo, la propia libertad), por una posición nihilista que matizó en la madurez.

De la filosofía del absurdo de su juventud, este pensador francés del mediodía (tan del mediodía, que su patria solar se encontraba al otro lado del Mediterráneo), recurrió al arquetipo griego de Sísifo para exponer su posición existencialista.

«Sísifo» (1920), de Franz von Stuck

Camus se atrevió a asomarse al precipicio de la angustia existencial expuesta por, entre otros, Schopenhauer y Kierkegaard: la lucidez parece condenar al individuo a toparse con el sinsentido de la vida, justo cuando más añoraría el «plan maestro» del universo para él: el sentido, la meta, el objetivo dirigido, el oasis ilustrado de la felicidad prefabricada.

Cuando todo cuadraba en un supuesto plan maestro

Camus expone esta filosofía del absurdo, que matizará en la madurez con la necesidad de comprensión y bondad del ser humano (reflexión que desarrolla en El hombre rebelde, que lo une a Kierkegaard), con el viejo mito fatalista de Sísifo, que ha sido castigado por los dioses a empujar un risco pendiente arriba a sabiendas de que, cerca de la cima, la piedra volverá a rodar ladera abajo, y vuelta a empezar durante el resto de la eternidad.

A inicios de los años 90, tres décadas después de la muerte de Camus en un accidente de tráfico junto a su amigo y editor Michel Gallimard, que conducía el vehículo, la era de la conveniencia prefabricada y la felicidad utilitarista promovida por la cultura popular estadounidense lograron su punto más elevado de sofisticación, al engendrar una versión numérica y descentralizada (que combinaba, por tanto, dos rasgos estadounidenses en el punto álgido de la Pax Americana, una vez colapsado el Bloque Soviético: el espíritu analítico —cibernética e informática personal— y el individualismo libertario —Internet—) de la «felicidad» encarnada del consumismo.

Una síntesis técnica de las últimas décadas sintetiza la evolución de una ideología interiorizada por la cultura de masas que, abrazando la memética y la fragmentación de los mensajes compartidos (lo que Edmund Husserl llamó «intersubjetividad»): la convicción de que una Internet ubicua, de alta velocidad y accesible desde multitud de pantallas solucionaría tanto los problemas cotidianos como los existenciales.

Cuando confundimos expansión de la Internet comercial con progreso humano

Macintosh, Windows 95, navegador con interfaz gráfica de usuario, conexión a Internet con módem, correo electrónico, teléfono móvil, Yahoo!, Google, Amazon, Web 2.0… 2019. ¿Qué podemos decir de Sísifo, desde lo que parece la proximidad a la cima de la colina que Sísifo remonta con su risco?

El solucionismo tecnológico es, en efecto, un holograma más, si bien necesitaremos esforzarnos para que nuestra mermada capacidad de concentración nos permita atrapar un instante la reflexión. Antes de que la costumbre adquirida en los últimos años nos impulse a alguno de los sustitutos cibernéticos que hoy sustituyen a las viejas tareas de Sísifo.

El sentido intrínseco de la vida cotidiana de muchos parece consistir en actividades que hace poco no existían: mantener a raya el correo electrónico, consultar flujos de novedades personalizadas en un perfil por definición —y diseño— interminable, o enfrentarse al vértigo de poder escucharlo o verlo todo a un click de distancia, en un buffet libre que, precisamente, quita el apetito.

El misterioso monolito en el inicio de «2001: Una odisea en el espacio», con el inicio de «Así habló Zaratustra», el poema sinfónico de Richard Strauss, sonando de fondo

Poco a poco, lo que a inicios de los años noventa, cuando la conexión a Internet a más de 14,4 kilobits por segundo (la velocidad de los primeros módem telefónicos), era la excepción entre los usuarios a Internet —ya de por sí una minoría de la población—, dedicar tiempo a la incipiente WWW era un síntoma de alfabetización tecnológica, de alerta intelectual y del carácter inquisitivo de hackers avant la lettre, académicos y profesionales con una elevada formación técnica.

Entonces, permanecer conectado conservaba las connotaciones positivas propias del optimismo de fin de milenio, conforme con la aparente veracidad de la fórmula reduccionista que había llevado al profesor estadounidense Francis Fukuyama a declarar el fin de la historia, e iniciar un argumento de perfeccionamiento basado en el positivismo que hoy siguen sosteniendo autores como Steven Pinker, que confunden la buena marcha de indicadores absolutos en todo el mundo —optando por los promedios que se cumplen y evitando cualquier amago existencialista— con una prueba inestimable de la bondad y el progreso en el universo.

Tics contemporáneos

Los años de la certidumbre argumentativa de Fukuyama y la exitosa economía expansiva de Lawrence Summers y Bill Clinton aportaron predicciones fantásticas sobre el futuro de la tecnoutopía que empezaba, a cargo de personalidades como el entonces director del MIT Nicholas Negroponte, así como del pragmatismo académico-empresarial del valle de Santa Clara. Los gurús del rock eran desbancados por dirigentes de compañías informáticas y de Internet.

Una década después de la eclosión de los servicios web 2.0 y del reinado absoluto del teléfono «inteligente» —en nuestro bolsillo y en nuestra capacidad de atención—, Sísifo nos mira desde los últimos pasos de la cumbre de la montaña para, en el último momento, enfrentarse a la carrera de la piedra ladera abajo, y vuelta a empezar. Como él, tratamos de remontar la jornada con la ayuda de un menú de datos que siempre tiene mucho más de lo que nos interesa que mostrar.

Cada mañana, como Sísifo, empieza la carrera por mantener bajo control la información que compite por captar un interés que el afectado dejará de prestar a su entorno inmediato o a cualquier cuestión ajena a las primeras alertas que se apelotonan en teléfono, ordenador y, cada vez más, relojes y dispositivos conectados (asistentes personales, electrodomésticos y mobiliario, etc.).

Darren Dodd dedicaba en enero de 2019 un reportaje al peso del uso de herramientas como correo electrónico y redes sociales sobre el estado anímico e incluso la salud mental de quienes reconocen no poder poner coto a su uso.

Un estudio llevado a cabo en el Reino Unido concluía que dos quintas partes de los adultos consultan el teléfono durante los cinco primeros minutos después de despertarse, cifra que asciende a los dos tercios de la población mayor de 35 años.

Derecho a desconectar vs. ubicuidad de datos 5G

Un estudio del centro de estudios estadounidense Pew Research constata que una cuarta parte de los adultos de ese país reconoce permanecer en línea «casi constantemente». De momento, deberá reconfortarnos el hecho de que no haya ninguna empresa de realidad aumentada o fabricante de cascos neurales tratando de comercializar una interfaz para mantener a los usuarios conectados a la Red mientras duermen.

¿Hasta qué punto interiorizamos nuevos hábitos como actividades imprescindibles? El «tecnoestrés» no es una invención y no afecta sólo a quienes reconocen padecer comportamientos adictivos relacionados con contenidos concretos en la Red, sino que engloba cualquier comportamiento que aumenta la carga de trabajo en lugar de aliviarla, interrumpe constantemente e impide la concentración y, como explica el artículo de Darren Dodd, despierta el interés cuando hay oportunidad de estar con otros o de descansar.

Hal 9000

En 2017, el gobierno francés reconocía el problema de muchos de sus ciudadanos para gestionar el correo y las alertas móviles de manera equilibrada, así como para mantener una separación razonable entre las comunicaciones privadas y aquellas asociadas al trabajo. Una ley que reconoce el «derecho a desconectar» de las comunicaciones profesionales una vez abandonan el trabajo.

En Alemania, varias compañías impiden la propagación de correos y alertas en vacaciones o a deshoras, medidas instauradas a raíz de los estudios que corroboran la dificultad creciente para establecer un uso equilibrado de las pantallas.

Penúltima encarnación de la autoayuda: confesiones sobre el uso del móvil

Los excesos en el uso de pantallas no parten únicamente del mundo laboral y forman parte del uso compulsivo de medios digitales, cuyos patrones pueden asociarse a otros trastornos del comportamiento, estiman los expertos.

Un joven periodista del New York Times, Kevin Roose (no confundir con Kevin Rose, creador de Digg), logró el revuelo esperado con un artículo en el que confiesa uno de los males del oficio contemporáneo de periodista: el uso del teléfono como si fuera una parte más del sistema nervioso.

Roose se sirve del punto de vista subjetivo popularizado en los años 60 por el Nuevo Periodismo, para confesar su adicción al teléfono (si bien reconoce que la semántica en torno a la dependencia de muchos adultos contemporáneos con respecto a la tecnología está sujeta a un debate que no ha hecho más que empezar).

«He sido un usuario asiduo al teléfono durante toda mi vida adulta. Pero en algún momento del año pasado, crucé la frontera invisible hacia un territorio delicado. Mis síntomas eran los habituales: me hallé incapaz de leer libros, ver largometrajes o mantener largas conversaciones ininterrumpidas».

El término medio entre tecno-narcosis y neoludismo

El periodista prosigue con otros síntomas: medios sociales que afectan demasiado a menudo su estado de ánimo, intentos de controlar el uso de determinadas aplicaciones (mediante, por ejemplo, la supresión de Twitter del teléfono durante el fin de semana), reducir el atractivo de la pantalla con la opción de blanco y negro o incluso e incluso instalar una aplicación para gestionar (y bloquear si es necesario) el acceso a determinadas funciones y aplicaciones en función de preferencias programadas.

De poco sirvieron estas medidas, reconoce Kevin Roose. El periodista decidió pedir ayuda a una colega, autora de un ensayo sobre la materia.

Notas sobre la condición humana y los automatismos de nuestra época

La autora, Catherine Price, no vende pócimas milagro pese al tono de autoayuda al que recurre su libro (en la tradición del país que vio nacer el género) y, para fortuna del autor del artículo, invita a cualquiera que cree necesitarlo a reflexionar sobre el origen de los hábitos menos saludables en el uso tecnológico.

El objetivo no es abandonar definitivamente Internet o siquiera el teléfono, y reivindicar sin paliativos el manifiesto Unabomber, sino tomar conciencia de rutinas repetitivas e impulsivas que reducen la capacidad de atención y dificultan el descanso o incluso la relación con otros.

¿Usar una aplicación más para moderar —con alertas— el uso de aplicaciones y alertas?

Oscar Schwartz inicia un artículo en The Guardian en términos similares a los de Roose, si bien no se deja llevar por el contexto del mea culpa y la expiación a través de la literatura de autoayuda, un género especialmente arraigado en Estados Unidos:

«A las 9:30 del pasado miércoles por la mañana, recibí una notificación [nótese la ironía] que me indicaba que había cogido el teléfono más de 30 veces ese día».

El mensaje de la alerta recordaba al usuario:

«te quedan diez veces hasta que alcances el límite de 41. ¡Deja el teléfono hasta las 9:52! Disfruta de tu tiempo viviendo en el momento».

Por su frialdad artificial, las alertas recibidas por el periodista de The Guardian, procedentes de la aplicación Moment, compiten con el tono áspero y condescendiente del primer asistente que nos viene a la mente, el HAL 9000 de 2001: una odisea en el espacio. Moment fue desarrollado por un programador preocupado por sus hábitos con la tecnología más allá del trabajo, así que decidió programarse alertas que avisaran de determinados límites.

Las alertas de las aplicaciones de hoy, deberemos reconocer, están muy alejadas de la cálida voz y personalidad de la protagonista de Her, la película de Spike Jonze protagonizada por Joaquin Phoenix y Scarlett Johansson —o, más concretamente, por su voz, en tanto que asistente de software—.

Conocer el mecanismo de los excesos para evitarlos

Cualquier aspiración a superar fenómenos complejos con el contenido empaquetado de una aplicación implica adentrarse en los límites de nuestro marco de pensamiento, en busca de placebos que ofrezcan una solución definitiva a matices existenciales con que deberemos aprender a convivir, si lo que queremos en realidad es inocularnos contra sus excesos.

Dejarse guiar por el ritmo horario programado de una aplicación para poner límites al uso cotidiano de la tecnología, implica ceder a un asistente automatizado (incapaz por definición, por muy sofisticado que sea su algoritmo con parámetros de aprendizaje automático) la potestad de nuestras propias decisiones.

Más que declararse incapaz de cultivar su fuerza de voluntad y encomendarse al mandato de una aplicación, tanto el periodista de The Guardian como el creador de Moment, una de las aplicaciones de gestión del tiempo podrían haber seguido regímenes menos robotizados y más efectivos, que no se centran en penalizar la supuesta debilidad de los usuarios, sino en recordar sus fortalezas y debilidades; el carácter humano de éstos, en definitiva.

El monolito, en el inquietante final de «2001: Una odisea en el espacio»

Alexandre Dumas especula en El conde de Montecristo que el mejor medio de defensa contra el riesgo de envenenamiento consiste en inocular a la víctima potencial con pequeñas dosis de sustancias que resultan mortales a dosis mayores, de tal modo que el organismo pueda habituarse y esté preparado para mantener cualquier exceso bajo control.

Del mismo modo, nuestra propia concienciación sobre las ventajas y riesgos de la tecnología que hemos integrado en nuestra vida profesional y cotidiana deberá servirnos de punto de apoyo para no caer en la trampa de los excesos que conducen a la adicción: si recurrir al teléfono se convierte en un mero reflejo de la ansiedad del momento, quizá haya llegado el momento de hacer otra cosa.

Cuando la máquina te trata con condescendencia

Un rato de concentración en el trabajo, una lectura provechosa, una conversación elaborada y celebrada entre interlocutores que no aceleran argumentos para acabar cuanto antes, un momento para divagar…

Apple ha integrado su propio gestor de tiempo («tiempo en pantalla») en iOS, una de las iniciativas de la compañía, junto a la insistencia en mantener un estándar de privacidad más elevado que el resto de la industria, que diferencian su modelo de negocio del de otras compañías tecnológicas, sujetas al rastreo de los datos y la actividad de los usuarios.

Una de las paradojas de las aplicaciones de estilo de vida y autoayuda es la propia concepción de su modelo: tratan de contrarrestar los excesos de la tecnología como placebo contra cualquier mal, ofreciendo lo mismo: un placebo automatizado.

La solución a una vida saturada de pantallas no puede ser el uso de más aplicaciones en el mismo soporte, incluso cuando la promesa sea lograr una experiencia digital más equilibrada.

Si nuestra intención es afrontar el problema con la lucidez de que éste no puede ser delegado a terceros (y más si éstos son emisores de nueva información, alertas y rutinas), el primer paso consistirá en reivindicar nuestra potestad sobre nuestros propios actos.

El humanismo de nuestra responsabilidad de actuar en cada momento

En El existencialismo es un humanismo, Jean-Paul Sartre nos recuerda que ser consciente de nuestra libertad es para muchos una losa insufrible, ya que implica asumir total responsabilidad sobre nuestros propios aciertos y derivas. Todo acto es un acto de libertad individual, y cualquier decisión o deriva propia condiciona o cierra el paso a otras posibilidades.

Somos nosotros mismos, en definitiva, quienes podemos poner freno al uso compulsivo de alertas automáticas (desactivándolas), contenido de buffet libre (consultando lo estrictamente necesario) y esa tendencia promovida por los algoritmos a prestar atención únicamente a un mundo imaginado para reconfortar nuestros prejuicios y predilecciones, y no a proporcionar la información necesaria que nos permita poner en duda el filtro con el que observamos la realidad.

Nellie Bowles dedica un artículo en The New York Times a constatar que los individuos más conectados no son hoy los más dichosos, los que cuentan con una visión del mundo más formada e informada, ni los más optimistas con respecto al futuro: hoy, estar permanentemente conectado a la Red es lo opuesto a un bien de lujo, explica Bowles.

Hemos aprendido que el consumo desaforado de información en Internet no aporta la iluminación del saber socrático, sino más bien un oscurantismo medieval de entusiastas de teorías contrarias a cualquier evidencia científica o humanística.

Remontar por la madriguera

El exceso de información personalizada sin voluntad de aspirar a cierta veracidad conduce a muchos a la superstición, la intolerancia, el atrincheramiento en una mentalidad de asedio, o el miedo al futuro (cuando no la convicción de que éste está a punto de saltar en pedazos, tal y como proclaman tanto colapsólogos como milenaristas).

La vida para todo el mundo, excepto para un puñado de afortunados, dice Nellie Bowles, está cada vez más mediada por pantallas y algoritmos. La experiencia física del aprendizaje, la propia vida, o incluso la muerte, se adentra en el contexto de automatización y cuantificación de la existencia.

No sólo son baratas de producir, sino que son la puerta de acceso a un mundo en que todo puede adquirirse, excepto la propia tranquilidad, o la conciencia de que nuestra voluntad depende, ante todo, de nuestras propias decisiones.

Los más afortunados no viven así, dice Bowles, sino que han comprendido el riesgo de las pantallas y se esfuerzan para que sus hijos jueguen en entornos analógicos y acudan a escuelas sin tecnología: la interacción enriquecedora con personas de carne y hueso —que implica vivir sin teléfono, abandonar el uso de redes sociales o permitirse el lujo de no contestar al correo electrónico— se convierte en un nuevo símbolo de estatus: sólo está en manos de quienes pueden permitírselo y saben cómo sacar ventaja del mundo analógico.

Si la capacidad de atención —para reflexionar, para conversar de manera fluida sin perder la concentración, para leer durante un buen rato, para ver una película en su totalidad— y la interacción humana se convierten en símbolos de estatus y de equilibrio existencial para la sociedad contemporánea, ello implica que el mundo utilitario en que estamos inmersos percibe que capacidad de atención y contacto humano se hacen escasos: ceden terreno ante el incremento del uso de pantallas y otras actividades como el trayecto al trabajo (o, para muchos, el propio trabajo, tan alienante como el trayecto de ida y vuelta).

Mejorar la experiencia recuperando autonomía personal y análisis

Y, en la lógica transaccional potenciada por Internet, cualquier bien escaso aumenta su valor hasta que alguien logra un placebo que actúe como sustituto.

De vuelta al trayecto eterno de Sísifo: ¿cómo romper el círculo vicioso de la economía de la atención en que estamos inmersos sin perder las ventajas que la tecnología ha aportado a nuestra vida cotidiana? Quizá el modo más efectivo de romper el maleficio consiste en abandonar las reglas de juego de los algoritmos: desactivar alertas, renunciar al consumo desaforado de flujos de información superficial y personalizada, plantearse el porqué de una actitud tan negligente con la información personal (entre el exhibicionismo y el narcisismo), aprender a decir basta.

La reivindicación por una Internet «lenta» y descentralizada, en la cual los usuarios sean propietarios de su información y decidan sobre su privacidad en función de parámetros personales, se abre paso entre usuarios, expertos y académicos.

En paralelo, surge una información más lenta, profunda y atenta al análisis, que elige temáticas con lenta caducidad y utilidad a lo largo del tiempo (Michael Luo lo llama Slow News en un artículo en el New Yorker, en alusión a quienes relacionan este esfuerzo con el movimiento Slow Food de hace unos años).

Nos adentramos en la búsqueda por nuevos modelos de conocimiento, que nos acerquen a un consumo menos azucarado, menos redundante y más sustancioso de la capa cibernética que envuelve nuestro planeta como una gigantesca red de micelios saturada de hifas atrofiadas.