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Atlas de la vida por su biomasa y otras taxonomías apócrifas

Para evitar la indigestión de dedicar nuestros mayores esfuerzos a atender minucias frente a nuestra nariz, alejemos el foco de atención hasta lograr la perspectiva de las misiones espaciales que tomaron las primeras imágenes de la tierra desde el espacio.

Una vez en órbita —imaginando, por ejemplo, que somos los autores de las primeras imágenes de nuestro astro tomadas desde el espacio—, podríamos aprovechar la perspectiva tanto para acercarnos un poco más al sol y gestionar luego las consecuencias, emulando la mitología… o asumir tanto la extraordinaria rareza como la insignificancia del espectáculo ante nosotros: a 29.000 kilómetros de distancia, la Tierra fue descrita en una sesión fotográfica de 1972 a bordo del Apollo 17 como una “canica azul“.

La “canica azul” (una de las imágenes en alta resolución de la Tierra tomadas por el Apollo 17 en 1972)

En una taxonomía de cosas fantásticas, la “canica azul”, o sea, la interpretación poética de la tierra vista a 29.000 kilómetros, se convierte en una “mota de polvo” cuando el observador es, en este otro caso, la cámara de la sonda Voyager 1 cuando en 1990 apunta su objetivo hacia ese mismo astro a 4.000 millones de millas de distancia (alrededor de 6.400 millones millones de distancia).

Entre una canica azul y una mota de polvo

Será el astrofísico y divulgador científico Carl Sagan quien dé auténtico sentido a la foto enviada por Voyager 1 al puesto de control de la NASA en la tierra: en un mar inerte no distinto de la penumbra de una habitación, un haz de luz ilumina una mota de polvo algo más brillante que las escasas partículas en suspensión cercanas a la trayectoria del foco lumínico diagonal.

En esta mota de polvo están: la historia de la tierra, el cataclismo que configuró nuestra proporcionalmente enorme (y, por tanto, tremendamente influyente) satélite natural, nuestra luna; la extraordinaria voluntad de organización de átomos y moléculas hasta configurar fractales, proteínas, la vida; todos los seres que hemos vivido aquí y que registramos nuestro paso absorbiendo carbono; y sí, también el recorrido de la humanidad hasta hoy.

Imagen de la tierra desde los confines del sistema solar, tomada por la sonda Voyager al abandonar la zona de influencia de nuestro astro

Esta taxonomía, que debe incluir las minucias y la gloria de toda la vida en la tierra, peca de la arbitrariedad propia de constricciones como tiempo, formato, interés y otros artilugios propulsados por nuestra conciencia.

Es una taxonomía tan apócrifa como la enumeración que Borges hace de “cierta enciclopedia china” y que Michel Foucault utilizará después para abrir el prefacio de su ensayo más literario, Las palabras y las cosas (1966), en la que —nos explica Foucault rememorando al escritor argentino—, aparece una divertida clasificación de la biomasa a la que nos referimos, tan importante para cada uno de nosotros desde la voz de nuestra conciencia (un punto de vista, una circunstancia, menos que un reflejo a escala cósmica).

Enumeración de animales en una olvidada enciclopedia china

En esta exótica taxonomía evocada por Borges, dice Foucault,

“los animales se dividen en a) pertenecientes al Emperador, b) embalsamados, c) amaestrados, d) lechones, e) sirenas, f) fabulosos, g) perros sueltos, h) incluidos en esta clasificación, i) que se agitan como locos, j) innumerables, k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, l) etcétera, m) que acaban de romper el jarrón, n) que de lejos parecen moscas.”

Quizá las clasificaciones más poéticas y menos asociadas con la racionalidad ejemplificada por la nomenclatura binomial de Carlos Linneo expliquen mucho más que una simple lista más celosa con lo observado en el mundo, al permitirnos —como también lo hacen la observación de nuestro mundo desde la distancia, tanto muy lejos (“canica azul”) como todavía más lejos (“mota de polvo”)— una perspectiva.

Nuestra vida ocurre. Está ocurriendo. Ocurría. Ocurrirá. Y somos capaces, a la vez, de percibir esta complejidad desde el presente, tratando de expandir nuestro momento con evocaciones y extrapolaciones en el espacio y el tiempo.

A otras escalas (abriendo el objetivo, como hemos hecho con nuestra mirada a la tierra), esta existencia será pronto un “ocurrió”, y quizá esta transitoriedad nos permita comprender, en forma de destellos, una necesidad que compartimos como especie: la de elaborar pequeños relatos oníricos que nos evoquen la poética de nuestras coordenadas.

Perspectiva de las cosas: el punto de vista del observador

Voluntad de crear para comunicar nuestro punto de vista y la conciencia de nuestra propia transitoriedad. Esta es, al menos, la importancia concedida al arte por diversas tradiciones humanas, desde los creadores de las pinturas rupestres conservadas a la música alabada como expresión universal por Schopenhauer, a las imágenes que tomamos con el teléfono cuando tratamos de recordar un momento presente al que otorgamos el carácter potencial de “memorable”.

Y así, una vez desentumecido nuestro punto de vista gracias a la ayuda de tres escenas (nosotros leyendo; la fotografía de la “canica azul” —un instante en 1972—; la fotografía del mismo astro que nos sustenta, todavía más lejana, o “mota de polvo” según Carl Sagan —un instante en 1990—), apreciamos como se merecen las reflexiones de filósofos fatalistas como el estoico Marco Aurelio:

“¡Asia, Europa: rincones del mundo; todo el océano: una gota del universo! El Athos: un minúsculo terrón en todo el universo; todo el presente, un instante en la eternidad.”

Y de taxonomías fantásticas y evocaciones poéticas de la realidad percibida que producen en nosotros un efecto no menos fantástico, a lecturas de la realidad para las que estamos cada vez más preparados: ¿Y si en vez de dividir los animales en pertenecientes al Emperador, embalsamados, amaestrados, lechones, etc., los clasificamos con respecto a la cantidad de biomasa de cada especie incluida en la taxonomía? El resultado será, a nuestros ojos, no menos fantástico.

También hay una intuición, una meditación panteísta. Marco Aurelio:

“Hay una luz del sol, a pesar de que se ve interrumpida por las paredes, montañas e infinidad de otras cosas. Hay una sustancia común, a pesar de que se distribuye entre las miles de cuerpos que tienen sus varias cualidades. Hay una sola alma, a pesar de que se distribuye entre varias naturalezas y limitaciones individuales. Hay un alma inteligente, a pesar de que parece estar dividida.”

Atlas de la vida en el mundo según su biomasa

Un estudio dirigido por Yinon Bar-On (Instituto Científico Weizmann, Israel) nos aporta esta perspectiva, al calcular la cantidad de carbono secuestrado por la biomasa terrestre. Al existir, los organismos de nuestro planeta absorben carbono inorgánico —casi siempre extraído del dióxido de carbono atmosférico— y lo transforman en carbono orgánico, en forma de organismos vivos —biomasa— y sus restos, convertidos en combustibles fósiles.

Si atendemos a la distribución de esta biomasa entre cada uno de los organismos que pueblan la tierra, aparecen “incongruencias” con respecto a nuestra visión antropocéntrica del astro donde sentamos nuestras posaderas:

En cuanto a biomasa se refiere, el Principito apenas contaría, en su planeta, a su rosa y a él mismo (a falta de detalles sobre la presencia de microorganismos en el astro imaginado por Antoine de Saint-Exupéry; en cambio, nuestro listado de especies por biomasa es mucho más vasto y detallado, gracias al cálculo de Bar-On, sometido al proceso de revisión por pares que, sobre el papel, precede a cualquier artículo científico antes de su publicación.

Esta clasificación de organismos por biomasa tiene un origen: hace miles de millones de años, una estrella empezó a morir. En el proceso, surgieron 65 billones —millones de millones; no confundir con el billón anglosajón— de toneladas de carbono; este carbono todavía se encuentra en la tierra, aunque una cantidad no desdeñable de éste conforma fósiles de organismos descompuestos y organismos vivos.

El 13% de la biomasa del planeta son bacterias (humanos: 0,06%)

Nuestra visión antropocéntrica y nuestra predilección por la megafauna, presente desde la simbología humana más remota, nos hacen pensar que la jerarquía se traduce, de un modo u otro, a cantidad de biomasa con respecto a especies de animales y organismos “inferiores”.

En realidad, el 80% de la biomasa está conformado por plantas, que convierten luz solar en nutrientes para el resto de la vida en el planeta, mientras las bacterias acaparan el 13% de carbono transformado en materia orgánica por la vida. El resto está distribuido, por orden de mayor a menor porcentaje total de biomasa, en fungi, arqueas, protistas (cajón de sastre que incluye toda la vida microscópica ajena a hongos, plantas y animales), animales y virus.

No hablamos de número de individuos, sino de cantidad a peso. Biomasa. Aún podemos comprender el rango de las plantas, al guarecernos en un bosque o a la sombra de un árbol majestuoso. La segunda posición de las bacterias, cuya existencia simplemente desconocíamos hasta las innovaciones en óptica de inicios de la Ilustración (tal y como narra Ed Yong en su ensayo I contain multitudes), desestabiliza mucho más el edificio de conocimiento erigido desde los presocráticos.

No sólo nos sorprende —según nuestra percepción histórica, metafísica y científica de la realidad— que criaturas que descartamos y que apenas hemos estudiado, como hongos, arqueobacterias y protistas, acumulen más biomasa a escala planetaria que todos los animales (incluyendo a toda la megafauna y a la humanidad).

Nosotros, la megafauna y la representación que hacemos del mundo

Si cerramos un poco la perspectiva y acercamos nuestro punto de vista un poco más al astro que nos aloja, podemos centrarnos únicamente en el reino de los animales. Pronto comprobaremos que, incluso empezando esta taxonomía tan racional en nuestro propio grupo de organismos, los pequeños invertebrados marinos y terrestres son, en términos de biomasa, mucho más decisivos a escala planetaria que reptiles, aves y mamíferos (incluyendo en el cálculo 7.600 millones de humanos).

Centrándonos en el reino animal, el éxito y dominio de nuestra especie puede relativizarse si lo decidimos cuantificar en gigatoneladas de biomasa: los artrópodos marinos, sobre todo los pequeños crustáceos —krill— que conforman una parte esencial de la dieta de peces y cetáceos, dominan el reino animal (0,94 gigatoneladas de biomasa); le siguen los peces (0,67 gigatoneladas); artrópodos terrestres (0,21); anélidos, o gusanos con el cuerpo generalmente segmentado en anillos (0,20); moluscos (0,18); animales de granja (0,11); cnidarios, o invertebrados acuáticos como pólipos y corales (0,09 gigatoneladas); humanos (0,06 gigatoneladas); nematodos (0,02); y, finalmente, la gran fauna salvaje como aves y mamíferos no domésticos, conformando una cantidad ínfima de biomasa (0,007 gigatoneladas los mamíferos, por 0,002 las aves).

La simbología, mitos y arte de nuestra especie, que situamos en la cúspide de la cadena trófica y a la que hemos otorgado la posesión de la tierra y la vida que contiene —aunque ya nos preparamos para exportar esta cultura extractiva a otros astros—, se compone casi exclusivamente de los grandes animales terrestres.

Sombras de viejos himnos

A los grandes animales, mermados en población y enclaustrados en un hábitat reducido y fragmentado por su relación ritual —y de supervivencia— con nuestra especie, les hemos concedido los atributos simbólicos y el protagonismo de criaturas en relación de práctica igualdad con nuestra especie: abundan los monstruos y seres mitológicos que combinan atributos de ser humano con otros de grandes mamíferos y aves, pero no con insectos, gusanos ni mucho menos microorganismos cuya presencia y número sólo han aparecido cuando la ciencia moderna ha creado los utensilios que permiten su estudio.

Desde el arte rupestre hasta los ritos de sociedades de cazadores y recolectores, pasando por los atributos otorgados a los animales tanto en viejos testimonios escritos —como las fábulas de Esopo— como en restos de testimonios orales —mitos en culturas ancestrales sin escritura— que nutren la antropología lingüística, el pasado remoto nos ha legado la importancia indudable que nuestros antepasados otorgaron a la gran fauna salvaje.

Abundan los animales simbólicos en rituales chamánicos, figuras en pinturas rupestres que combinan atributos humanos y animales, así como dioses con aspecto animal (machos cornudos en la mitología celta, toros sagrados en Egipto, caballos poetas y aves parlantes en el Rigveda —en sánscrito: conocimiento de los himnos—, el texto más antiguo de la literatura india y las religiones védicas.

A diferencia de la tradición judeocristiana, en la que el Dios único otorgará al ser humano el dominio sobre los animales y el mundo, para el cultivo a discreción de un vergel en la tierra capaz de semejarse a su ideal divino, otras tradiciones incluyeron a los grandes animales en un plano autónomo e incluso de igualdad y dominio sobre los hombres.

Taxonomías olvidadas: viejas representaciones del mundo

Una visita al Museo Nacional de Antropología (MNA) de la Ciudad de México, de estatura mundial, permite explorar la importancia que las culturas mesoamericanas concedieron a los grandes animales simbólicos de la región. Mayas, toltecas y aztecas otorgaron poderes simbólicos a águilas, reptiles, ciervos, jaguares, aves —con el quetzal en la cúspide— y criaturas simbióticas como Quetzalcóatl, la transgresora “serpiente emplumada” presente en los panteones olmeca, tolteca, pipil, maya, azteca y mixteca.

A medio camino entre la tierra y el cielo, Quetzalcóatl representa la dualidad entre lo físico y lo espiritual: el cuerpo de la serpiente, y la belleza etérea de las plumas, que denotan el espíritu del dios. Rufino Tamayo inmortalizó la simbología nahúa en un mural que da la bienvenida a los visitantes del Museo de Antropología de la capital mexicana: Dualidad muestra la lucha entre la Serpiente Emplumada y el Jaguar. Quetzalcóatl y Tezcatlipoca.

A propósito de la exótica taxonomía china de Borges con la que Michel Foucault abre su ensayo Las palabras y las cosas, el filósofo francés usa la alocada clasificación para recordarnos nuestra acomodación a la racionalidad de las taxonomías surgidas de la Ilustración, cuando el afán de cuantificación del mundo físico aspiró a clasificar con una exactitud matemática no menos imposible que la enumeración de Borges, pero percibida como “nuestra”, “racional” al fin y al cabo.

“Dualidad”: mural de Rufino Tamayo en el vestíbulo de entrada del Museo Nacional de Antropología (MNA) de la Ciudad de México: representa el conflicto entre los dos dioses principales del panteón metafísico mesoamericano, Quetzalcóatl (la Serpiente Emplumada, a la izquierda) y Tezcatlipoca (el Jaguar)

Con la enumeración de Borges, toleramos una gamberrada contra nuestra práctica milenaria de distinguir, cada vez de manera más precisa entre “lo Mismo y lo Otro”. De repente, todo lo que combina elementos distintos sin que sepamos con qué criterio se muestra ante nosotros como un encanto exótico, una transgresión. Y el encanto exótico de otro pensamiento, dice Foucault, es el límite del nuestro, puesto que constatamos nuestra imposibilidad de hacer algo semejante.

El mundo como representación

En el comienzo de El Principito, Antoine de Saint-Exupéry nos introduce por la madriguera de conejo de ese mundo fantástico capaz de comprender “ciertas enciclopedias chinas” y lo que se tercie, siempre que en estas taxonomías exista una cierta originalidad y calidad, una autenticidad cuyo valor sabrán apreciar las mentes todavía ajenas al proceso de burocratización del espíritu según los ideales humanistas y empíricos de nuestra civilización. Y el Principito sabrá distinguir entre sombreros y serpientes en proceso de dolorosa digestión, entre corderos genéricos y auténticos.

Al aproximarnos a la clasificación de los organismos de la tierra por biomasa, el carácter sorprendente del resultado de una taxonomía escrupulosamente racional nos sitúa de bruces ante el espejo cóncavo de contradicciones en que se fundamenta nuestro pensamiento “racional”: no aceptamos que bacterias, arqueas, lombrices o langostas microscópicas sean mucho más abundantes que todos los grandes animales de la tierra.

Necesitamos, en definitiva, acomodar la realidad a una costumbre, una representación tan arraigada que la hemos confundido con el mundo. El mundo como voluntad y representación. Arthur Schopenhauer fue uno de los referentes de Jorge Luis Borges. Schopenhauer abre su ensayo más célebre com una frase contundente que superará a Kant y resonará en célebres escritores y filósofos vitalistas, desde Lev Tolstói a Friedrich Nietzsche:

“El mundo es mi representación.”

Interpretamos el mundo con un velo, pues la distancia entre el sujeto que interpreta (nuestra conciencia) y el objeto es infranqueable. Los objetos observados conforman una representación de nuestros sentidos a partir de ideales “a priori” (según la teoría de Kant), ya se trate de algo que necesita nuestra propia mente para existir (el idealismo subjetivo de Berkeley), o ya se trate de un sueño (Calderón de la Barca), etc.

El aviador y el Principito

Lo que sí existe, más allá de nuestra interpretación, son las cosas y su voluntad de vivir, una “pulsión” anterior a todo raciocinio y presente tanto en objetos inanimados como en seres vivos.

A ojos de los españoles que acompañaban a Hernán Cortés en su expedición al corazón del Imperio Azteca, la representación del mundo de los sacerdotes y mandatarios del altiplano mexica tenía el carácter absurdo y exótico que suscita en el lector de hoy la clasificación de “cierta enciclopedia china” de Borges. A ojos de los sacerdotes y dirigentes mexica, las taxonomías de los visitantes, sus atuendos, animales, armas, comportamiento y cosmogonía, tenían el mismo carácter exótico y absurdo, convirtiéndose en una “no clasificación”.

Quizá por ello, por esta incomprensión entre cosmogonías, por la incapacidad de interpretar con la flexibilidad mostrada por el piloto estrellado en el desierto ante el Principito en la obra de Saint-Exupéry, o por la imposibilidad de celebrar la otredad como una muestra de la riqueza humana y una oportunidad para explorar nuevos sentidos (el esfuerzo de Foucault al enfrentarse, divertido, a la absurda clasificación propuesta por Borges), los aztecas trataron de acomodar a Cortés y sus acompañantes a su mundo.

Jorge Luis Borges fotografiado en Paris en mayo de 1979; según José Saramago, “no se puede no amar a Borges: en él todo pertenece a otro universo, a un mundo soñado”

Es así cómo Hernán Cortés se convirtió en Quetzalcóatl. Y ahí empieza el intercambio colombino, que ha originado ontologías y clasificaciones ya entradas en el canon humanista e ilustrado que comparte nuestro mundo actual representado, pero que en el pasado empezaron como exóticas gamberradas técnicas, culinarias, lingüísticas, conceptuales.

Ya nadie recuerda los orígenes metafísicos de alimentos hoy banales, como el cacao y el maíz. Apenas un reducido porcentaje de la población mundial sabría situar su origen.

Palabras y cosas

La evolución del mundo es, también, una apropiación de taxonomías. Del mismo modo, muchos malentendidos y cuestiones que tenemos la sensación de “perder en la traducción” entre culturas, matices apócrifos o épocas, se deben a este choque entre lo percibido y lo representado.

La taxonomía de los organismos de nuestro planeta por biomasa sigue siendo una clasificación fantástica para nuestra concepción antropocéntrica del universo y de nuestro papel en éste. La leemos con la curiosidad que nos impele desde la Antigüedad a aventurarnos hacia la conquista de lo desconocido.

Es interpretando la “naturaleza” como vergel curado y explotado por nuestra especie, donde apenas se distinguen animales con suficiente simbolismo como para aparecer en nuestros relatos, rodeados de un escenario pasivo de vegetación, cuando reconocemos el carácter exótico y absurdo de nuestra “racionalidad”, tan desprovista de matices e interpretaciones útiles de todo tipo.

En Las palabras y las cosas, Michel Foucault nos recuerda que el conocimiento reflexivo no es una matemática exacta y que circunstancias y punto de vista conforman buena parte del envoltorio de lo que llamamos “realidad”, incluso en nuestro muy exacto —creemos— mundo neo-positivista.

Guerreros y cazadores

Con la naturaleza, como con tantas cosas, hemos tomado la parte por el todo, una simplificación en forma de raquítica sinécdoque, de la que tanto se mofó Borges, como buen admirador de la sátira poética de Quevedo (explicado en Otras inquisiciones, 1952).

Quizá hayamos perdido el gusto por lanzarnos a la exploración de lo metafísico, pero no así la necesidad de hacerlo. Por mucho que cuantifiquemos la cantidad de krill en los océanos, por mucho que sepamos que, a peso, constituyen más biomasa que toda la humanidad, en el fondo del mar siempre estarán Poseidón y las criaturas fantásticas de los celtas, el Kraken y Moby Dick.

En su ensayo sobre Quevedo, Borges cita a Chesterton:

“El lenguaje no es un hecho científico, sino artístico; lo inventaron guerreros y cazadores y es muy anterior a la ciencia.”

Quizá ocurra lo mismo con cualquier clasificación: al establecer su marco y elegir los elementos que la integran, cualquier taxonomía ofrece pistas de su origen: la voluntad de alguna mirada olvidada en el tiempo.