(hey, type here for great stuff)

access to tools for the beginning of infinity

Atrapados en el fuego cruzado de proletariado y precariado

Para constatar el calibre del enfado (o la exasperación) de los habitantes británicos de las zonas industriales más deprimidas, basta comprobar su voto en las últimas elecciones.

El Reino Unido, país clasista donde un acento inadecuado pesa más que un apellido o un código postal, donde la mayoría de primeros ministros de uno y otro signo ha cursado su educación secundaria en el mismo centro privado, olvidó sus sólidas fronteras invisibles (las mismas que definían al mismísimo Alfred Hitchcock, entre otros, como escoria «cockney» de los barrios populares del East End londinense) y mostró su poca confianza en el futuro con un peculiar «voto de castigo».

El Financial Times lo constataba ya durante el recuento. Los barrios más deprimidos, cinturones rojos «avant la lettre», esa geografía británica que había ayudado a acuñar el propio término y características de la «clase trabajadora», habían votado de manera abrumadora por el líder conservador, Boris Johnson.

En el Norte y las Midlands, muchos votantes optaron por los conservadores por la primera vez en décadas… y para muchos de ellos, se trataba de la primera vez en la familia.

Calibrando enfado y desesperación en las Midlands

Lo chocante no es la libre elección del voto, faltaría más, sino que la opción por el partido conservador no se corresponde, en este caso, con una evolución de las perspectivas educativas o económicas de un entorno socioeconómico que permanece deprimido desde inicios de la desindustrialización. Es un voto de rechazo, también contra los tories «tradicionales». Un voto que se percibe como un puñetazo en la mesa contra el poder establecido.

Eso sí, quedan todavía bastiones del pasado, prácticamente impermeables a cualquier coyuntura, lugares donde la afiliación política se concibe como un asunto de raigambre familiar, como la frecuentación de un pub determinado o la preferencia por un club de fútbol.

Basta con observar un mapa difundido por Adam Tooze, analista y director del European Institute, donde se compara en sendos mapas británicos la virtual superposición —casi exacta— de los únicos lugares que han mantenido la mayoría laborista… y el emplazamiento de las viejas minas de carbón que propulsaron la Primera Revolución Industrial, muchas de ellas abandonadas hace generaciones.

No sólo la «common law» depende de la costumbre en el Reino Unido. De ahí lo chocante de los últimos resultados, y la dimensión del enfado de muchos votantes.

Un tory en toda regla, con pedigree y educado en Eton. Johnson y sus colaboradores de campaña habían recogido el fruto de un esfuerzo populista en toda regla, según analistas de distinto signo, que coincidían en el veredicto de que el maniqueísmo y el tono agresivo de los mensajes del primer ministro en funciones pretendía recolectar un sentimiento de rechazo del que la actuación de su partido —y él mismo, como último exponente y consecuencia hiperbólica de un infantil error de cálculo de David Cameron— es en buena parte parte, cuando no responsable.

Bannon y su partido de «clase trabajadora»

Steve Bannon, el antiguo inversor reconvertido en director de Breitbart (sitio autodefinido como alternativo y anti-establishment, cómo no), no se ha quedado de brazos cruzados después de que Donald Trump usara sus consejos para ganar la Casa Blanca y luego lo apartara de los puestos de responsabilidad a los que había aspirado. Hoy, en tanto que analista y consultor interesado de partidos extremistas en Europa, se divierte constatando que no hay antídoto fácil contra el populismo contemporáneo.

Bannon declara con confidencia a The Guardian (mediados de diciembre de 2019): «hemos convertido a los republicanos en un partido de la clase trabajadora» (o de lo que él define como «clase trabajadora»: los desfavorecidos blancos que se perciben a sí mismos como minoría, ajenos al dinamismo de los mejor adaptados a los profundos cambios actuales).

Y, al expresarlo de ese modo, lo que hace es regodearse ante la constatación de que, también en el Reino Unido, los que se perciben como principales perdedores de un mundo que cambia votarán a la mismísima élite secular del país si ésta asume el discurso etnocéntrico y aislacionista de UKIP, el partido de Nigel Farage.

Proletariado, precariado e ingenieros del caos

El fenómeno iliberal ha sido expuesto ampliamente por analistas como el italiano Giuliano da Empoli, cuyo ensayo Los ingenieros del caos describe por qué el uso de Internet permite a los discursos de los extremos ocupar el lugar preeminente de la agenda política.

Da Empoli también lanza una reflexión que debería preocuparnos: a menos que no comprendamos los mecanismos del nuevo populismo, esta situación no amainará, sino que corre el riesgo de acrecentarse, al alimentarse tanto de la falta de escrúpulos de unos como de la ignorancia de otros.

No es la primera vez que el discurso de los descontentos de extrema derecha y extrema izquierda monopoliza la agenda política, y el analista del New York Times de tendencia conservadora David Brooks explica a qué se debe en su columna periódica. Brooks achaca la popularidad iliberal de este momento por la evolución de dos segmentos de la población distinguibles, pero conectados a través de vasos comunicantes —interconectados, explica Giuliano da Empoli en su ensayo, por figuras como el propio Steve Bannon.

David Brooks los denomina el proletariado y el precariado. Los primeros conforman la clase trabajadora tradicional:

«que en Estados Unidos acude a los mítines de Trump e impulsó la campaña del Brexit y la causa de Boris Johnson en la última campaña en el Reino Unido. Los que ven el retroceso del mundo al que pertenecen y quieren que un tipo duro devuelva las cosas a su sitio».

El proletariado después de la desaparición del proletariado

Hablar de «proletariado» en Estados Unidos (un país que históricamente ha carecido de sindicatos fuertes) y en el Reino Unido (donde surgió la denominada «tercera vía» de un hoy vilipendiado-por-todos Tony Blair, que pretendía dar carpetazo a un término que se había convertido en peyorativo y «comunistoide»: el de «proletariado»), no es tan temerario como podría resultar a simple vista. El apelativo funciona en la argumentación de Brooks.

Este proletariado descontento, condenado a enquistarse en situaciones de desventaja que parecían haber desaparecido con el nuevo siglo, dictaría una de las evoluciones que explican la realidad política actual.

Se trata de los trabajadores que, como ocurre en Francia con el Frente Nacional o en Italia con la Liga Norte, no confían en la izquierda y optan por una opción de «mano dura» contra los culpables percibidos —inmigrantes, élites culturales—, mientras olvidan que su voto engrosa a quienes promueven las políticas que acrecientan la depresión económica en la que están sumidos.

En Estados Unidos, la retórica antiinmigración muestra una trágica disonancia cognitiva. Nadie quiere acordarse que el 45% de las empresas estadounidenses en la lista Fortune 500 fueron fundadas por inmigrantes o sus hijos, incluyendo Apple y Google.

El mundo según el precariado

El precariado es, explica David Brooks, muy distinto: se trata de los votantes jóvenes y educados, atrapados en la «gig economy», incapaces de acceder a su primera vivienda y víctimas de la ansiedad derivada de la inseguridad laboral y de perspectivas a medio plazo.

Éstos preferirían líderes como Bernie Sanders y Jeremy Corbyn, que prometerían políticas redistributivas para lograr una seguridad ausente de la vida cotidiana del precariado.

Eso sí, cuando los «olvidados» del proletariado atacan a sus enemigos, lo hacen desde un complejo de inferioridad interiorizado, lo que generaría ataques propulsados por el resentimiento y la brutalidad. Recordemos a Trump mofándose del periodista discapacitado que lo había criticado.

Por el contrario, el precariado ataca desde una igualmente percibida atalaya de supuesta superioridad moral, lo que explicaría que los ataques lanzados desde este flanco se caractericen por la ridiculización, la burla y el escarmiento públicos.

No hay que negar cierta consistencia a la argumentación de David Brooks, quien, sin embargo, denuncia el maniqueísmo de la política actual optando por una argumentación que podría ser criticada por un cierto reduccionismo hacia la misma visión dualista que denuncia.

Con todas sus diferencias, explica Brooks, ambos «movimientos» o grupos tienen paralelismos innegables:

«A ambos los mueve el miedo hacia el futuro, así como el que se sienten recíprocamente. Los dos grupos tienen la tendencia a adoptar visiones catastróficas, apocalípticas de lo ruinoso a nuestro alrededor. La distopía se ha convertido en el opio de la clase activista».

Cuando los ruidosos imponen los términos del debate

Acorralados por la inseguridad económica, argumenta Brooks, estos votantes de los extremos tolerarán cualquier cosa en su líder —racismo, antisemitismo, falta de honestidad en una cultura que valora este rasgo sobre muchos otros—. Asimismo:

«Ambos [extremos políticos] apoyan políticas masivas e irrealistas, porque rechazan la premisa de que la política sea el enmarañado mecanismo a través del cual resolvemos diferencias con personas con las que estamos en desacuerdo».

Nos encontramos, pues, en una nueva era política, marcada por la ausencia de debate y objetivos comunes que vertebren grandes objetivos en la opinión pública, hasta conformar una sociedad abierta capaz de superar desacuerdos y llegar a compromisos satisfactorios para la mayoría, sin necesidad de ceder al maximalismo de unos sobre los otros ni a la intención de crear ganadores y perdedores natos.

Hay una historia que, sin embargo, está pasando desapercibida, un despiste en medios, entre analistas e incluso entre algunos de los protagonistas de la política. De repente, y a remolque de lo que es popular en las redes sociales y lo que compartimos nosotros mismos, nuestras relaciones y las personas a quien seguimos en la Red, hemos dejado hablar de ese centro político, compuesto por personas resignadas e incapaces de contrarrestar —¿con ruido?— el propio ruido que procede de los extremos y todo lo anega.

Los superusuarios o, más bien, los grandes troles que han logrado acaparar la atención de los métodos con que hoy consultamos y transmitimos información, nos han hecho olvidar el desánimo fatalista que se ha instalado entre millones de personas que consideran que el debate abierto y responsable en el marco de la sociedad abierta en una democracia representativa, es el mejor escenario posible para garantizar la mayor cantidad de prosperidad y posibilidades de autorrealización para el mayor número posible de personas.

Agotamiento y cinismo entre quienes dicen no a los extremos

En cierto modo, este centro resignado y cada vez más cínico, incapaz de hacerse oír entre la pelea cuerpo a cuerpo con la que los extremos han secuestrado el debate democrático, este centro debilitado y poco dado al gregarismo o los aspavientos, representa al Albert Camus de El hombre rebelde, ese individuo «que dice no», capaz de saber que los cantos de sirena del populismo sólo conducen a laberintos en los que mejor sería no volver a perderse.

El Camús que prefiere las asociaciones libres a los partidos de prebendas, el gobierno próximo de los municipios contra la maquinaria ciega del Estado, el individualismo humanista contra la alienación de la sociedad de masas (tan bien descrita por José Ortega y Gasset en La rebelión de las masas), ese Camús está próximo a quienes hoy quisieran que todos saliéramos de esta coyuntura de griteríos, charlatanes y supuestos «hombres fuertes» y anti-establishment —en realidad, inseguros y parte integrante de la élite que pretenden denunciar—.

Este grupo compuesto de individuos alérgicos al culto a la persona y al pensamiento de grupo, ha desaparecido del debate, pero existe y es mayor y más influyente de lo que atestigua la agenda mediática, condicionada por lo más popular y compartido en las redes sociales y la prensa «alternativa» (Breitbart) o sensacionalista clásica (Daily Mail).

David Brooks habla de un 75% de personas agotadas del embargo de la actualidad que los partidarios de los maximalismos han sabido llevar a cabo. Este 75% agotado se caracterizaría por su carácter heterogéneo y celoso de su propio criterio:

«(…) gente que no se define por pertenecer a una única ideología, sino por un estado anímico actual —están simplemente consumidos por la guerra sin fin entre los dos ejércitos. La extenuación se ha convertido en una fuerza independiente en la política moderna. Mucha gente vota por el candidato que menos le agote».

La aspiración internacionalista de los «aislacionistas» (sic)

Ocurre que muchos de los comicios contemporáneos parecen enfrentar a candidatos expertos en causar rechazo y cansancio. El caso de las últimas elecciones británicas es de manual, lo que llevó a The Economist a titular al espectáculo, en un humor característico, «pesadilla británica antes de Navidad».

Quienes no han convertido la política en un terreno de pelea cuerpo a cuerpo tienen razones para desentenderse del ciclo actual. Dicho simplemente, ese centro cada vez más cansado y cínico está compuesto por personas que creen en el futuro, que tienen mucho que hacer, que conocen lo sencillo que es decir cosas con animosidad de las que arrepentirse en un ecosistema digital como el actual, donde se premia el exabrupto.

«Quienes se sienten exhaustos tienen otras cosas que hacer. Quieren devolver la política al lugar que se merece, y encontrar sentido, apego, entretenimiento y moralidad en cosas que van más allá de las guerras de Twitter y las campañas electorales».

Si bien la reflexión sobre proletariado, precariado y el centro agotado del monopolio del discurso político y el debate público por los extremos, no se traduce de manera idéntica en todos los países desarrollados, existe un paralelismo innegable entre las situaciones y fenómenos descritos y lo que ocurre en Francia, Italia, Alemania, España, etc.

La idiosincrasia y realidad social, territorial y política de cada país requeriría enmiendas que nos harían alejarnos del mandato de sencillez del artículo.

El precariado en los países emergentes

Sistemas presidencialistas y proporcionales, Estados centralizados vs. descentralizados, países plurinacionales vs. países que manifiestan sus diferencias en su composición racial o diferencias religiosas, dinámicas de un centro (fuerte o débil) con respecto a una periferia (infravalorada o hiperdesarrollada)…

En cada país, fenómenos como la apelación al miedo, el nacionalismo o la apelación al pasado, se comportan de manera específica, si bien encontramos en todos los casos una creciente polarización del debate público y un centro político debilitado y agotado.

Los países emergentes no son ajenos al impacto de las redes sociales sobre la opinión pública y el ciclo político, tal y como muestran las revueltas urbanas que se suceden en varias urbes de todo el mundo. En países con sistemas políticos y económicos renqueantes, el precariado se traduce en frustración y deseo de inmigración hacia lugares más prósperos.

Jason Beaubien describe en una columna para NPR, la radio pública estadounidense, el ascenso de un nuevo tipo de descontento entre los jóvenes educados de los países emergentes.

La creencia de que, con trabajo y preparación, cualquiera podía mejorar sus perspectivas de futuro, choca con escollos y realidades sociales que derivan en auténticas revueltas urbanas.

Hacerse un hueco entre la tentación populista de distinto signo

Achim Steiner, administrador del programa de la ONU para el desarrollo (PNUD), considera que la percepción de los jóvenes formados de hoy se ha transformado con respecto al pasado. Las herramientas actuales nos permiten observar cómo viven otros, qué perspectivas han tenido con respecto a las nuestras, y qué agravios es posible identificar (o tergiversar de manera interesada).

La percepción de injusticia y pobreza relativa con respecto a otros a cuyas vidas tenemos acceso a través de la Red puede causar un descontento cuya virulencia cancelaría cualquier reflexión objetiva sobre los avances logrados en las perspectivas de prosperidad de muchos lugares.

El precariado no se va a conformar con la certidumbre de saber que sus perspectivas han mejorado con respecto a las de anteriores generaciones, y muchas revueltas demandan el cumplimiento inmediato de objetivos a menudo contraproducentes, contradictorios los unos con los otros y/o imposibles de llevar a cabo sin una evolución sostenida hacia índices de prosperidad y educación homologables a los de las sociedades más prósperas.

Las violentas protestas en Chile, cuyos indicadores de desarrollo superan a los de muchos países de la UE ampliada al Este, nos recuerdan que la prosperidad relativa es un contexto al que una sociedad se acostumbra y deja de valorar, si no va acompañado de esfuerzos de retribución —real y simbólica— para dificultar el papel perturbador de los discursos extremistas.

La nueva desigualdad y el extremismo que propulsa no tiene tanto que ver con los ingresos como con los agravios, reales y —a menudo— percibidos.