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Autoorganización de sistemas complejos: de células a ciudades

En febrero de 2020, cuando el mundo empezaba a prestar atención a la —todavía entonces— epidemia de Covid-19 que había surgido en China y se extendía ya en varios países, el departamento de medicina de la Universidad Johns Hopkins publicaba la imagen más detallada hasta la fecha de una célula humana.

La imagen, preparada por el centro para la exposición Images from Science, muestra una la chocante complejidad del interior de una de las células eucariotas que componen nuestro organismo.

Sus intrincadas formas, autoorganizadas con un extraño equilibrio que nuestra percepción comprende con mayor facilidad que nuestro raciocinio, evocan los secretos de nuestra tolerancia por algunas formas del arte abstracto, mientras otras nos causan indiferencia o simplemente nos repelen.

Más que un complejo bordado o una pintura, no obstante, la detallada imagen (en la que se percibe la profundidad de uno de los diminutos bloques que nos constituyen y batallan contra la oxidación y la entropía desde su surgimiento) ofrece la impresión de una civilización vista desde el espacio, tal y como se apresuraron a comentar algunos espectadores de la imagen y la exposición en las redes sociales.

Mirar dentro de una célula y observar una civilización

La vida microscópica, como una de las células que mueren y se regeneran constantemente en nuestro organismo para evitar nuestra decadencia prematura, perdiendo en última instancia la batalla final que llamamos mortalidad, es quizá también la forma más radical de arte, y Jackson Pollock o Joan Miró habrían quedado fascinados por esta imagen en alta resolución obtenida al combinar la radiografía, la resonancia magnética y un microscopio crioelectrónico.

La criomicroscopía electrónica es una técnica de visionado de objetos u organismos a resolución atómica sin necesidad de alterar su estado con tinciones o fijaciones ni generar artefactos. La técnica, combinada con un tratamiento por ordenador en 3D (renderizado), constituye uno de esos raros artefactos que acercan ciencia y metafísica.

Ron Eglash ha estudiado el urbanismo fractal de poblaciones ancestrales del Sahel africano; en la imagen, un pueblo autoorganizado en forma de fractal de Mandelbrot

Al observar la complejidad de una de nuestras células a todo detalle, constatamos la miríada de sistemas comprendidos en la vida celular, y evocamos las reflexiones de profesores de biología evolutiva atentos a obras como El gen egoísta de Richard Dawkins. Las ocurrencias, que se desarrollan una reflexión del filósofo analítico Wittgenstein, se suceden de la siguiente manera:

«¿Qué son los genes, si no el ADN que persevera?»

O también:

«¿Qué son las personas, si no peces que perseveran?»

O, en su versión más absurdista:

«¿Qué es el vodka, si no una patata que persevera?»

Cristales y fractales: la voluntad de vivir según Schopenhauer

La ocurrencia evoca también uno de los conceptos clave de Arthur Schopenhauer, que dedicó su carrera a refutar el idealismo de su coetáneo más popular, Hegel, y creía que la existencia carecía de más sentido que una mera lucha por la existencia que llamó «voluntad de vivir» y que no sólo atribuyó a los animales, sino a formas de organización pretéritas que tendían a estadios organizativos cada vez más complejos: según Schopenhauer, los minerales perseveran hasta organizarse en fractales como cristales.

De ahí, el salto a proteínas, ADN, genes, células, etc. abogado por Schopenhauer evoca su simpatía por los primeros pasos de una ciencia en ciernes en su época, la ortogénesis, que el trabajo de Charles Darwin (y Alfred Russel Wallace) refutaría al menos parcialmente a partir de la teoría de la evolución por selección natural.

Al publicar la imagen, la Universidad Johns Hopkins hacía referencia al «joyero de la vida», pues en su interior observamos con todo lujo de detalle la mitocondria (recordemos, originariamente una bacteria libre desplazándose a sus anchas en un océano primigenio), orgánulo que produce energía para la célula a partir de carburantes metabólicos (glucosa, ácidos grasos, aminoácidos).

También se distinguen centríolos, ribosomas, vacuola, lisosomas, citoesqueletos, el laberinto del retículo endoplasmático y otras estructuras que evocan acaso un instrumento celestial.

Pese a la complejidad observable, la nota de la publicación también aclara:

«Aunque los investigadores fueron incapaces de capturar toda la complejidad de la célula, es un intento de visualizar la miríada de sistemas involucrados en la vida celular».

Aldeas fractales del Sahel

Recientemente, el urbanista Daniel Moser compartía la misma imagen y comparaba lo allí observado en la perspectiva de nuestra civilización vista desde el espacio, lo que evoca un concepto de fractalidad universal presente en sistemas estéticos orientales de origen neolítico como el feng shui chino o el vastu shastra indio.

Estas viejas pseudociencias, que cuentan con una popularidad renovada, trataban de crear un orden dentro de la complejidad a partir de intentos de sincronización a distintas escalas entre personas, viviendas (o lugares sagrados, tumbas, etc.) y sistemas de referencia (antes de la invención de la brújula magnética, estos sistemas dependían de la astrología y se servían de la trayectoria del sol, la luna y las estrellas).

El matemático estadounidense Ron Eglash (Autor de African Fractals: Modern Computing and Indigenous Design, 1999) ha estudiado el uso de técnicas de aparente autoorganización urbanística en sociedades ancestrales de África, donde se observan poblados que siguen formas fractales evocadas por teóricos urbanistas en la actualidad.

Las fractales en la estructura de diseños humanos de sociedades ancestrales, observables en patrones de diseño de pintura corporal, en la urdimbre de tejidos vegetales y sistemas de construcción, o en la propia disposición de las viviendas y los espacios comunes y privativos en las aldeas, describen según Eglash un patrón claramente fractal, fenómeno que evoca los diseños humanos que imitan la naturaleza (biomimética).

Autoorganización y emergencia

La idea de la autoorganización de sistemas complejos interesa a distintas disciplinas, entre ellas el urbanismo contemporáneo. Como ocurre en el interior de organismos y ecosistemas, la autoorganización también se produce en sistemas sociales y cognitivos.

Es un fenómeno que evoca las intuiciones de Schopenhauer, pues el fenómeno es observable en fenómenos físicos, químicos y biológicos: la cristalización, la transferencia de calor (convección) en fluidos, o el comportamiento de colonias de animales sociales, describen oscilaciones también observables en los patrones de inversión en economía, en la transmisión de la información en redes sociales, o en los patrones de aprendizaje de una red neuronal.

Como ocurre en la dependencia de la vida terrestre con respecto a sus partes integrantes más simples, que parten de moléculas complejas como las proteínas y de su forma organizativa más sofisticada (ARN, ADN), los sistemas complejos se sirven de «bloques» constructivos más simples que pueden replicarse, repararse, modificarse, reemplazarse, etc.

Además de la autoorganización, factores como la emergencia (fenómeno cuyo resultado es superior a la suma de sus partes constituyentes), la interdependencia, la auto-similitud y los fenómenos aparentemente azarosos (llamémoslo caos), influyen sobre diseños complejos humanos que, si los observáramos a suficiente distancia, nos evocarían la imagen de la célula eucariota compartida por la Universidad Johns Hopkins.

Un urbanismo desde la base

El urbanista británico Michael Batty es el autor de un artículo científico que explora la incidencia de la teoría de la complejidad y el diseño efectivo de sistemas de organización que evolucionan desde la base y no a partir de un plan maestro.

Batty parte de los conceptos de jerarquía y modularidad como base esencial que permite el desarrollo de patrones similares a distintas escalas, tal y como Ron Eglash ha observado en los sistemas urbanos fractales de poblaciones del Sahel. El investigador británico argumenta que un sistema de crecimiento jerárquico y modular desde la base canalizaría un crecimiento sostenible. No debería sorprendernos si se trata del mismo sistema de autoorganización que la naturaleza emplea para replicar patrones, entre ellos los que componen la propia vida.

¿Pueden los diseños humanos —desde objetos a viviendas, edificios, barrios y ciudades— inspirarse en una idea de crecimiento orgánico autoorganizado a partir de bloques básicos de jerarquía y modularidad como los que intervienen en fractales, como el que plantea Michael Batty? ¿Qué relación existe entre los modelos de replicación y reparación usados por la naturaleza y los sistemas complejos que la humanidad crea para reducir efectos adversos que evocan el caos y la entropía?

Riesgos climáticos y fenómenos que se derivan de una creciente interdependencia planetaria (tales como la percepción de la injusticia y la desigualdad, o la mayor probabilidad de fenómenos del tipo «cisne negro» que representen un riesgo sistémico para estructuras a gran escala como las ciudades —por ejemplo, la pandemia actual—), deberían estimular nuevos antídotos, tales como estructuras organizativas que distribuyan el estrés y permitan el funcionamiento descentralizado incluso en situaciones de incertidumbre.

El buen ancestro

En las próximas décadas afrontaremos el reto de compatibilizar el aumento de las temperaturas con la necesidad de hacer más rico, amable y habitable un mundo interdependiente y mayoritariamente urbano.

Tal y como recuerda Christopher Alexander en A Pattern Language, los mejores diseños humanos tienen ventajas obvias y, como la propia estructura de la vida, resuelven problemas complejos con sencilla elegancia.

Dos diseños fractales de la naturaleza en la parte superior (izquierda: esquemática de los pulmones humanos; derecha: ur árbol con sus raíces) e inferior (izquierda: el trazado medieval de la localidad inglesa de Wolverhampton; derecha: isla artificial en forma de palmera en Dubai); pulsar sobre la imagen para acceder a la fuente

Michael Batty explica que los sistemas fractales (aquellos cuyas propiedades permanecen invariables con cambios en escala) se pueden referir a escalas espaciales (barrios, distritos, ciudades, regiones, etc.—, pero también temporales —minutos, horas, días, años, décadas, siglos—.

Tal y como expone el filósofo británico Roman Krznaric en The Good Ancestor (2020), pensar a largo plazo se ha convertido en una rareza que debemos contrarrestar.

O, explicado por Heródoto en sus Historias:

«Voy a contar la historia sobre el devenir de las ciudades, ya sean pequeñas o grandes. La mayoría de las que fueron grandes una vez hoy son pequeñas; y aquellas que durante mi propia vida han crecido hasta la grandeza, eran suficientemente pequeñas en los viejos tiempos».

La transitoriedad de las civilizaciones y de la propia vida urbana a las que se refiere Heródoto en el siglo V a.C. se mantiene hoy, si bien el tamaño y la sofisticación de las ciudades más dinámicas de hoy se aleja de la escala mucho más modesta de las mayores ciudades del pasado.

Futuro

Otro investigador británico, Robert Wiblin, pregunta lo siguiente:

«¿Cuál crees que es la probabilidad de que la humanidad cree en el futuro un mundo en el que:

—la pobreza sea inferior al 1% del promedio actual;
—la industria agropecuaria sea inferior al 10% de la actividad actual;
—los gases con efecto invernadero se estabilicen en la atmósfera o empiecen a decrecer;
—desaparezca la deforestación neta;
—la población siga siendo al menos superior a 3.000 millones de personas;
—y la esperanza de vida sea superior a 100 años globalmente?»

Para avanzar hacia futuros plausibles, es necesario formular preguntas, elaborar escenarios, tratar de alcanzar metas. En ocasiones, basta observar el complejo diseño de una célula humana al microscopio para reflejarnos en modelos posibles de organización humana.

El pasado remoto y el futuro tienen la ventaja de asistir el presente de un modo más constructivo que la premura del momento presente.

Los diseños fractales en urbanismo estudiados por el académico estadounidense Ron Eglash

Al referirse a la «magia» de la ciudad en A Pattern Language, Christopher Alexander destaca la importancia de un diseño de lugares concéntricos que se extienden por la ciudad y permiten la permeabilidad entre generaciones, clases sociales y subculturas presentes en un sistema de «tentáculos» que conectan una ciudad con su centro neurálgico y, a su vez, crean otros puntos concéntricos con mayor intercambio que una mera zona residencial o comercial homogéneas.

Christopher Alexander cita a Luis Racionero (que había completado sus estudios en California a través de una beca Fulbright, tras cursar la carrera en Barcelona). Quizá debiéramos volver a los artículos de Racionero en El Ciervo y El Viejo Topo. Allí asistiríamos a reflexiones sobre autoorganización y urbanismo desde la base.