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Baltasar Gracián: un europeo olvidado precursor de Nietzsche

Antes de que la nación-estado y la lucha de clases sustituyeran, en el contexto del idealismo europeo, al papel que antes había tenido el cristianismo, un autor se adelantó a la crisis de individuos y colectivos sobre el abismo entre lo que somos y lo que queremos ser, e influyó tanto en Schopenhauer como en Nietzsche pese a escribir dos siglos antes que ellos: el aragonés Baltasar Gracián.

Gracián es una figura del siglo XVII, en pleno barroco español, la antesala de la Ilustración y el despotismo ilustrado, cuando el declive de la España de los austrias coincide con el dominio artístico e intelectual de Iberia. 

Schopenhauer y luego Nietzsche convivieron en el convulso siglo XIX, cuando el despotismo ilustrado había roto sus costuras y la idea moderna de “pueblo” se abría paso. 

En el siglo XIX, “el pueblo” aceptó la misión que autores como Friedrich Hegel habían aventurado para éste, y tanto Schopenhauer como Nietzsche, desconfiados del gregarismo, tuvieron que navegar a contracorriente: tanto nacionalismo como marxismo se impusieron entre la intelectualidad desde mediados del XIX a la primera mitad del XX, hasta bien entrado el existencialismo, que recogía los pedazos, individuales y colectivos, de los experimentos idealistas.

Las consecuencias de fórmulas idealistas colectivas

Artísticamente, estos pedazos surgidos del trauma de los maximalismos se materializaron en obras como La tierra baldía (poesía, T.S. Eliot; sobre la pérdida humana y de inocencia de la I Guerra Mundial), Ulysses (novela, James Joyce) o el cubismo (pintura): el perspectivismo reivindicado antes por Nietzsche se abría paso como expresión artística.

Friedrich Nietzsche enloqueció antes de que su hermana -encargada de custodiar y difundir su obra-, tergiversara buena parte de su mensaje y de que los que él había identificado como seguidores de la misma mentalidad de rebaño (o de “esclavo”: del dualismo cristiano, nacionalismo y materialismo dialéctico) que el cristianismo, se apropiaran de muchas de sus ideas y citaran sus obras. 

Nietzsche había comprendido que, con la Ilustración, el cristianismo entraba en su crisis definitiva y sería sustituido por una institución (la Ilustración, representada por el dualismo cartesiano y el idealismo ontológico -con aspiración matemática- de Hegel y sus seguidores, Marx entre ellos): la “misión” del pueblo, en tanto que nación o clase, en función del marco-ideología.

Los relatos que sustituyeron al cristianismo

El filósofo alemán comprendió que Europa, y sobre todo la Europa que él amaba -esa amalgama cultural a medio caballo entre el acervo latino de la Época Clásica y su atomizada deriva hacia culturas romances y germánicas, a través primero del Sacro Imperio y, después, del próspero corolario de la Europa de los Habsburgo (Franco Condado, sur de la actual Alemania, Austria, Suiza, norte de Italia)-, perdería para siempre su aspiración cosmopolita, paneuropea y universal una vez avanzaran:

  • por un lado, la consolidación de una idea fuerte (y, por tanto, rígida, que se toparía con contradicciones y debería perseverar en una noción de “pureza” que encontraría enemigos y chivos expiatorios) de nación-estado, en Alemania e Italia;
  • por otro lado, el ascenso imparable del otro gran idealismo que parte del dualismo cartesiano y del idealismo de Hegel: la lucha de clases y la convicción de que, usando la ciencia, “el pueblo” puede alcanzar una utopía.

El único antídoto a lo que se avecinaba en forma de conflicto para imponer ideas de nación y/o clase (que era, en opinión de Nietzsche, una perversión de la misma moralidad que había cultivado la sociedad cristiana durante dos milenios), era lo que Nietzsche llamó el “buen europeo”.

Perspectivismo y vocación del Siglo de Oro

Esta idea perspectivista, compleja y enriquecedora de europeo como personaje que se cultiva y aspira a abrirse siendo fiel a su naturaleza y a su vocación humanista (a lo que uno es y lo que desea ser), la tomó Nietzsche de un autor que leyó con devoción: el filósofo jesuita aragonés del Siglo de Oro Baltasar Gracián, más conocido y respetado -como suele ocurrir en Iberia- por los académicos europeos expertos en filosofía continental que por los propios pseudo-intelectuales españoles, demasiado acomodaticios en sus pequeñas prebendas como para reivindicar algo con conocimiento de causa, sobre todo si este algo procede del pueblo de al lado.

Un ejemplo: la emisora pública cultural francesa, France Culture, dedica esta semana a profundizar en la filosofía española, preguntándose primero si existe tal cosa (una “filosofía española” que pudiera compararse a las grandes tradiciones europeas continentales: la italiana, la francesa y la alemana).

Acto seguido, el programa Les nouveaux chemins de la connaisance ha dedicado un programa de una hora para cada uno de los filósofos que considera más influyentes en el pensamiento francés y europeo: Juan Luis Vives, el mencionado Baltasar Gracián y Miguel de Unamuno (se quedan fuera dos gigantes que deberían haber tenido su espacio: en el extremo ancestral Ramon Llull, como precedente de Giordano Bruno y Gottfried Leibniz; y en el extremo contemporáneo José Ortega y Gasset, alumno de Husserl y autor sobre el que se sostiene el pensamiento Martin Heidegger).

La modernidad que surgió del barroco

Recordemos que se trata de la radio pública francesa, no la española, la que rinde homenaje a estos autores. Por fortuna, el -excelente- episodio dedicado a Baltasar Gracián, clave en el Siglo de Oro, es el experto en Nietzsche y Gracián -dedicó su tesis a la profunda influencia del español sobre el alemán- Benito Pelegrín, autor de Éthique et esthétique du baroque. L’espace jésuitique de Baltasar Gracián.

Pelegrín ha sabido explicar la sutil filosofía de Gracián, forjadora del perspectivismo de Nietzsche (y del concepto de autenticidad e inautenticidad de la fenomenología de Heidegger y Sartre): la retórica juega un papel esencial en el individuo, y la aspiración real de la persona, si bien alejada del ser interior de ésta, acaba inspirando una “transformación”. 

Nos acercamos, en definitiva, a lo que queremos parecer, siempre y cuando la relación entre lo que somos en realidad y la persona “exterior” o apariencia (la persona que queremos proyectar ante los otros) es sana y determinada.

Los aforismos que forjaron a Schopenhauer

Estas reflexiones de Baltasar Gracián, reconociendo que lo que aparentamos o proyectamos no es siempre lo real, inspiraron con sutileza las ideas de Schopenhauer y Nietzsche sobre nuestra intención o voluntad (en el caso de Schopenhauer, es una voluntad de vivir; en Nietzsche, se trata de una afirmación sobre nuestra proyección en el mundo, nuestra fuerza para crear, “dominar”: voluntad de poder o dominio).

Martin Heidegger y Jean-Paul Sartre hablarán de lo auténtico y lo inauténtico (o, en terminología de Sartre, la “mala fe”). Lo auténtico es nuestro potencial, la que debería ser nuestra proyección en el mundo, mientras lo inauténtico implicaría que no nos comportamos de acuerdo con el propio carácter, espíritu, personalidad.

Lo que Schopenhauer y Nietzsche admiraban de obras como Oráculo manual y arte de prudencia de Gracián es la profunda comprensión de la condición humana que muestra un autor que conocía, además del canon cristiano, a los clásicos -desde los sofistas a los estoicos romanos-, pasando por la literatura en romance que florecía en España y el resto de Europa en su época. 

Las aventuras de “El criticón”

Schopenhauer tradujo al alemán el mencionado Oráculo manual, pero fue su obra alegórica sobre la existencia, El criticón, la que le reportó problemas con la Iglesia (firmaba como Lorenzo Gracián para saltarse la censura del Colegio de los jesuitas), fue tan leída en Francia y posteriormente en Alemania como El Quijote: en El criticón, el comportamiento autocrítico de Critilo y el hedonismo inconsciente de Andrenio, sus dos protagonistas, exponen las sutilezas y contradicciones de la virtud, la doble moral, la inocencia o el comportamiento impulsivo, según cada situación.

El criticón es un manual sobre el comportamiento humano que inicia el perspectivismo moderno, filosofía atribuida a Schopenhauer y Nietzsche, olvidando a su fuente en el Siglo de Oro. 

Nietzsche tiene presente la idea de que el juicio y la verdad dependen de cada situación y estado del individuo o individuos involucrados en una acción dada, iniciando la crítica al objetivismo de los escolásticos (y luego de la Ilustración) y renunciando a los absolutos que llevarán al subjetivismo moderno, tanto en el arte como en la filosofía y la propia ciencia: el existencialismo reivindicará la importancia del observador, y la ciencia reconocerá este nuevo paradigma a través de Ernst Mach (crítico del dualismo cartesiano y los absolutos de Newton, influyendo sobre el joven Einstein), Albert Einstein (relatividad) y Heisenberg-Schrödinger (física cuántica).

En animalario que tanto encandiló a Nietzsche

En El criticón, el hombre de mundo Critilo (una especie de Cervantes o de “buen europeo” de su época, curtido en mil batallas y asuntos), naufraga en la isla de Santa Elena, donde conoce a Andrenio, un hombre simplón que vive ignorante de la civilización y es víctima de los impulsos. 

Ambos realizarán un viaje alegórico por la “primavera de la niñez”, el “otoño de la varonil edad”, el “invierno de la vejez”, trayecto existencial que les hará viajar por Santa Elena y la Corte española (primera parte); Aragón y Francia (segunda parte); Alemania y Roma (tercera parte), encontrando a seres auténticos pero fatalistas, a hipócritas y lunáticos, y a personas inventivas.

Para el filósofo español, “a los veinte años un hombre es un pavo real, a los treinta un león, a los cuarenta un camello, a los cincuenta una serpiente, a los sesenta un perro, a los setenta un mono, a los ochenta nada”. Y también: “Pensar bien es fruto de la racionalidad. A los veinte años reina la voluntad, a los treinta el ingenio, a los cuarenta el juicio”.

Iberia sumergida

El viaje de ambos personajes es una aproximación a un potencial, a una idea de lo que el individuo aspira a ser, que contrasta con las pequeñas victorias y derrotas cotidianas: desde las inconsistencias -por el cinismo, maquiavelismo, mala fe en una situación determinada- a los destellos de la lucidez y virtud a las que se aspira.

La filosofía de Gracián es práctica, un manual para vivir a la manera de las “filosofías de vida” de la Antigüedad: cuenta con el pragmatismo jesuita, pero también con la profundidad de Séneca, Musonio Rufo, etc. Los aforismos del autor del Siglo de Oro están dirigidos al lector, que tiene en sus manos aprender de ellos, ya que el jesuita se olvida de pregonar por los cielos y se centra en hacer de su compendio el manual de bolsillo más práctico posible. 

Con el Oráculo manual de Gracián y El Quijote, España aspira a una centralidad europea de la que se alejará después, con su descomunal dentellada en el romanticismo deformado (fuerismo, carlismo, idealismo hegeliano, tensiones entre tendencias centrífugas y centrípetas) todavía presente. 

El arte de conocer nuestra mejor cualidad (y cultivarla)

El individuo, dice Gracián, debe aspirar a una calidad o excelencia que se sitúa en lo que quiere ser: el ser humano es contradictorio y en él abundan los claroscuros (ecos de Agustín de Hipona), pero existe un optimismo afirmador del poder personal, que se obtiene con el discernimiento de cada situación, una idea ya presente en los clásicos (actuar razonando y según la propia naturaleza) que influirá sobre la afirmación nietzscheana

El concepto de calidad de Gracián es similar a la idea de “areté” de los sofistas griegos (aspiración a la excelencia a través del discernimiento y la propia naturaleza), o del concepto de metafísica de la calidad de Robert M. Pirsig. 

Nuestra voluntad nos hace libres, pero esta libertad no se convierte en Gracián en una losa (que lleva al nihilismo de Schopenhauer o Camus), sino en una oportunidad de florecimiento y aproximación a lo que uno puede ser (convertirse en algo: Übermensch).

Prudencia, ese atributo olvidado por gente con piel fina y manos diminutas

No es fácil conocer el potencial de cada persona, pero Gracián cree que detectarlo y cultivarlo es crucial para que una persona florezca:

“Conocer su mejor cualidad. Hay que cultivar la cualidad más relevante y ayudar a las demás. Cualquiera habría triunfado si hubiera conocido su mejor cualidad. Obsérvese la cualidad reina y redóblese su uso: En unos domina la inteligencia, en otros el valor. La mayoría violenta su capacidad y por eso no destaca en nada. Lo que la pasión exalta con rapidez, tarde lo desengaña el tiempo.”

El viaje narrado en El criticón conducirá a Critilo y Andrenio a conclusiones similares a las socráticas o las de los estoicos, tales como aprender a respetarse a uno mismo, si uno quiere ser respetado por los otros, mientras los 300 aforismos comentados del Oráculo manual y arte de prudencia, si bien han sido olvidados por académicos y gran público (a diferencia de los aforismos de, por ejemplo, los Pensamientos de Pascal), son un sólido compendio de filosofía moral reivindicado por los proto-existencialistas del siglo XIX porque aventuraba la modernidad perspectivista a la que se encaminaba Occidente.

De dónde viene la teoría del subconsciente de Freud

En este sentido, Baltasar Gracián es un “buen europeo”, según la definición de su admirador Friedrich Nietzsche. Mucho antes que los existencialistas, Gracián -sí, un jesuita del Siglo de Oro- entiende las debilidades y el potencial destructor de las pasiones personales y la atracción de las sociedades con sustrato cristiano por la redención colectiva (chivo expiatorio, idealismos redentores del siglo XIX). 

A Gracián lo acusan de cínico o maquiavélico al reconocer la diferencia entre el fondo de una persona y lo que ésta quiere aparentar, pero para Schopenhauer y Nietzsche el autor de Oráculo manual y arte de prudencia es un fino y honesto comentarista del ser humano, adelantándose a la separación entre conciencia interior y exterior, o lo que es velado y lo que no: la filosofía del siglo XX (autenticidad de Heidegger/Sartre, subconsciente de Freud/Jung, etc.). 

En consonancia con este reconocimiento entre intenciones reales y apariencia que se quiere proyectar, el autor considera que “la verdadera libertad consiste en poder hacer lo que se debe hacer”: esto es, ser auténtico con uno mismo, vivir según el propio potencial.

El “buen europeo” según Nietzsche

Para Nietzsche, el concepto de buen ciudadano europeo de la Europa barroca no era tan distinto del anhelo de cualquier persona que aspirara a mantener un cierto cosmopolitismo continental en el siglo XIX, cuando las ideas de reunificar Alemania e Italia daban pie a rígidos relatos legendarios sobre misiones nacionales, extinguiendo la riqueza de matices en el crisol de Europa central (donde francés, alemán, italiano e incluso latín convivían en conversaciones, correspondencia y trabajos académicos, y Viena era un hervidero de ideas y multiculturalismo).

Nietzsche creía que las mayorías “nacionales” impondrían una idea insular y homogeneizadora en cada estado-nación, y el único contrapeso a esta moral de rebaño (o de esclavo) consistía en evitar lo que él creía que se impondría como una tiranía de la mayoría. 

Nietzsche creía en una aristocracia de quienes eran capaces de crear, afirmarse, mejorar, inventar una realidad que superara el dualismo cristiano y cartesiano, reconectando cuerpo y mente, aspirando al propio potencial.

Antídoto contra el ascenso de los Cantamañanas

Las reflexiones de Gracián sobre la falsedad entre el espíritu y las acciones, la calidad de la existencia o el relativismo de lo percibido, sujeto a las interpretaciones de distintas perspectivas, inspiraron a Nietzsche para relevarse ante ideas como el nacionalismo, el espíritu racial, el exclusivismo étnico o de clase y todos cuantos experimentos -predijo- acabarían con los totalitarismos del siglo XX:

“El próximo siglo traerá la lucha por el dominio de la tierra, la coerción de la gran política”. La idea de “buen europeo” sostenida por Nietzsche sirve para lo que llamamos Occidente, donde resurgen -una vez más- el esencialismo, el nacionalismo, el aislacionismo, incluso en países cuya idea fundacional reconoce el crisol de culturas que conforma su acervo, como es el caso de Estados Unidos y el fenómeno Trump. 

Un recordatorio de lo débiles que son concepciones como el cosmopolitismo y el atractivo que el nacionalismo y la oclocracia logran en tiempos revueltos: todo por una idea de pueblo (sin escala de grises posible) o todo por una idea de clase.

En tiempos revueltos, nada mejor que recurrir a textos y aforismos que constituyen la mejor brújula de quienes no se conforman con el gregarismo y el liderazgo mesiánico de cualquier cantamañanas; optando por, como recomienda Baltasar Gracián, mejorar uno mismo ejercitando la propia voluntad, para que así el claroscuro de nuestra existencia alcance los matices a los que aspiramos.