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Campo europeo: estructura de la PAC y auge populista en la UE

«La construcción europea no vive uno de sus mejores momentos». Esta frase, manida y repetida en la prensa de los países miembros durante décadas, no ha impedido que la Europa administrativa, económica y política avanzara.

Fracturas actuales, como el Brexit, son vistas por el eje francoalemán como un daño autoinfligido de los británicos, históricamente reacios a avanzar más allá de una unión arancelaria y de mínimos geoestratégicos y principales promotores de la expansión a la UE al Este europeo.

Fotograma de «Au nom de la terre» (Édouard Bergeon, 2019)

La supuesta desafección entre la población de los países miembros y el edificio común no es un fenómeno ni homogéneo ni generalizado, y en el punto de vista de la población se perciben todavía, a grandes rasgos, las grandes heridas de la historia.

A golpe de mapa gráfico de Eurostat, se observan contrastes como el dinamismo de la ciudad, la logística y la gran distribución contra la despoblación y el abandono de los pequeños negocios y explotaciones agropecuarias; o la relativa tolerancia de la Europa de los 15 frente al nativismo en los antiguos miembros del Pacto de Varsovia.

Vigencia de un proyecto de compromiso

En el núcleo fundador de la Comunidad Europea, sólo Italia ha flirteado con un gobierno abiertamente populista en los últimos años, pero el auge y consolidación de partidos nacionalistas de corte esencialista es un fenómeno generalizado, como lo demuestra el ascenso meteórico de Vox en España, que crece entre los desencantados del PP y Ciudadanos.

Vox no es un fenómeno estanco, como tampoco puede comprenderse el fenómeno de los «chalecos amarillos» en Francia, ni el de los autoproclamados CDR en Cataluña, sin la existencia de fracturas a menudo estructurales, que han aumentado con una percepción —casi siempre interesada— de falta de contacto entre centro administrativo y económico y periferias; entre clase política y población; entre pujanza económica urbana y marginación del campo; entre los supuestos ganadores y los supuestos perdedores de la mundialización.

La Comunidad Europea surgió en el contexto de colaboración del núcleo del continente que había quedado bajo auspicio estadounidense al fin de la II Guerra Mundial, en un inicio como mera colaboración para impulsar la industria y la reconstrucción.

La CECA (Comunidad Europea del Carbón y el Acero) impuso su importancia a los otros acuerdos estratégicos derivados de los Tratados de Bruselas (1948), París (1952) y Roma (1957): la Comunidad Europea de Defensa (CED), que continúa tan en ciernes como en sus inicios; y la Comunidad Económica Europea, CEE.

La moda iliberal de atacar a Jean Monnet

Pero la comunidad del carbón y el acero (CECA) prevía mucho más, como lo demostraron los encuentros entre Francia y la RFA iniciados por Konrad Adenauer y Charles De Gaulle, y constituidos en liturgia europea cuando François Mitterrand y Helmut Kohl se mostraron de la mano en Verdún en 1984. En paralelo, las tres comunidades europeas se habían aglutinado en torno a la Comisión Europea y el Consejo de la Unión Europea.

En 1986, coincidiendo con la entrada de los países ibéricos, entraba en vigor el Acta Única Europea. Si alguien tenía alguna duda, el Acta Única dejaba claro que la construcción se llevaría a cabo, en primer lugar, un mercado interior que permitiera la circulación de capitales y servicios. La cultura y el propio sentimiento de pertenencia de la ciudadanía ya llegarían. Esta fue, al menos, la apuesta del momento.

Para lograrlo, la entonces Comunidad Europea, posteriormente Unión Europea, debía ser a la vez un homenaje y un antídoto para la historia, y el único modo de consolidar el edificio común propuesto por Jean Monnet consistía en dar contenido práctico a la futura unión. Pocos se atrevían entonces a mencionar el objetivo de unos Estados Unidos de Europa.

La amalgama de valores universales, lugares comunes de la civilización europea y utilidad económica partió desde el inicio con dificultades para erigir una identidad europea real e inclusiva: el celo de los Estados y la problemática de proximidad de las distintas poblaciones jugaron en contra de un sentimiento de permanencia adscrito a los mejor posicionados para conocer otras lenguas, viajar al resto de países y mantener vínculos transnacionales.

Sólo los populistas realizan una campaña paneuropea

El Tratado de Maastrich, firmado en 1992 y en vigor desde 1993, suponía el camino de no retorno de la UE: los miembros debían aceptar la superestructura europea, lo que imposibilitaría el uso a la carta de las herramientas europeas (intención estratégica del Reino Unido desde mucho desde mucho antes de los excesos de forma y fondo del Brexit).

En Maastrich, nacía una Unión Europea en la que ni el imaginario británico ni la clase política del país se sintieron cómodos, al considerar que la «unión» iba demasiado lejos, al olvidar el pragmatismo y dar supuestamente alas a una burocracia supranacional con efectos retroactivos.

Hoy, justo tres décadas después de la caída del Muro de Berlín en 1989, la percepción de los alemanes del Este (y de la ciudadanía del resto de países de la UE que pertenecieron al Pacto de Varsovia) con respecto a lo ocurrido desde entonces es un síntoma más de las complejidades entre logros europeos a gran escala y percepción de la ciudadanía. Europa ya no es la misma, como tampoco lo es la relación con Estados Unidos, ni el rol de China en el mundo, ni la relación ambivalente con el proveedor de gas de Europa Central, Rusia.

Los representantes de proximidad europeos actúan como electos locales en sus respectivos territorios, mientras su lealtad a los grupos ideológicos a los que pertenecen a escala europea se supedita a la dinámica regional o estatal. El ensayista italo-suizo Giuliano da Empoli explica en su ensayo Les ingénieurs du chaos la gran paradoja del desafecto de muchos ciudadanos europeos con respecto a la UE:

«Sólo los populistas hacen una campaña a escala europea».

Maquiavelo en Silicon Valley

La UE es el chivo expiatorio ideal para canalizar políticamente los agravios que se acumulan en los territorios olvidados de la UE, carentes del dinamismo de las grandes ciudades y de los flujos de talento, capital y comercio que vertebran la Europa que mejor funciona.

La historia de la construcción europea es también una larga concatenación de acuerdos y compromisos diseñados para no contentar a nadie del todo, sino para equilibrar las principales fuerzas en el seno de la UE; sin embargo, esta Europa de los Estados que debía transformarse paulatinamente en una unión política y social.

En el contexto de la geopolítica actual, con Estados Unidos mirándose al espejo de Narciso y China fortaleciendo su presencia estratégica en el mundo, la Unión Europea se comprende mejor que nunca. Las tensiones comerciales entre Estados Unidos y China debilitan las perspectivas de los productos europeos en el mundo y de su principal exportador, Alemania.

Cartel promocional de «Au nom de la terre» (En el nombre de la tierra), película de Édouard Bergeon (2019) inspirada en su vida personal y en la biografía de su padre, agricultor malogrado que no soportó las presiones de un oficio en transformación

La macroeconomía y la geopolítica no llegan ni importan, sin embargo, al territorio europeo alejado de la prosperidad de las urbes, regiones y rutas más prósperas y mejor interconectadas. La única estrategia paneuropea que se escucha en el territorio menos denso y dinámico de la UE es —argumenta Giuliano da Empoli—, la de los partidos populistas, que aprovechan las nuevas herramientas de Internet para expandir mensajes de agravios que encuentran el terreno fertilizado.

Orígenes y deriva de la PAC

Da Empoli explica quiénes son esos «ingenieros del caos» que saben perfectamente lo que hacen cuando pescan en río revuelto, gracias a la demonización de sospechosos habituales (y chivos expiatorios de libro, tales como las empresas transnacionales, las élites políticas, económicas y culturales, o «internacionalistas en la sombra» como George Soros). Un pensamiento maquiavélico con herramientas de Silicon Valley, titula Le Monde en la reseña del libro de Da Empoli.

Francia, país históricamente vertebrado en torno a su propia percepción de país de agricultores y ganaderos asentados en un territorio que cuidan y promueven (como no han logrado los otros pesos pesados de la UE), fue el principal garante del contrapeso que debía nivelar las distintas almas de la construcción paneuropea: ante el industrialismo alemán (también: el favor por los conglomerados de pequeñas empresas italiano; y la deriva financiera del Reino Unido), Francia insistió en la ayuda al campo.

Con Francia como impulsora y garantista de las ayudas a los agricultores y ganaderos de la organización europea, la Política Agraria Común (PAC) se convirtió en el gasto estratégico de los presupuestos europeos… y el precio a pagar de la RFA (y de la Alemania unificada después) por el apoyo francés a una construcción europea a medida de los flujos industriales y comerciales en el continente, bajo el auspicio de la fortaleza monetaria del marco alemán y —como se vería en la política común durante la crisis de la deuda de la pasada década—, del rigor fiscal inherente a ella.

Pese a fundarse en 1962, la PAC tiene sus orígenes en la posguerra y constituía una reivindicación de los productores y ganaderos de entonces, que criticaban la prioridad concedida a la reconstrucción de industria e infraestructuras cuando el campo europeo, entonces apenas mecanizado, debía alimentar a la población.

El relato del campo olvidado en el pensamiento reaccionario

La ayuda, concebida desde los inicios, pretendía favorecer la libre circulación interior de los productos agropecuarios de los países miembros, proteger esta protección de competidores ajenos a la Comunidad Europea, y establecer un sistema de créditos y ayudas. Pronto, los agricultores europeos (y, en particular, el campo francés), se beneficiaron de una política generosa y proteccionista, que acaparó pronto la mitad del presupuesto total europeo.

Con las sucesivas ampliaciones (Reino Unido, España y Portugal, etc.), los efectos colaterales de la PAC quedaron patentes, tales como la financiación indirecta de algunos de los mayores propietarios de terrenos de cultivo (incluyendo a la realeza británica y los terratenientes del sur europeo). En paralelo, los productores franceses se aliaban para bloquear la libre circulación de productos agropecuarios procedentes de la península ibérica.

Todavía en los 80, los agricultores y ganaderos franceses fueron los primeros en denunciar el fenómeno de la sobreproducción en agricultura, ganadería y pesca. En los 90, llegaron las cuotas y una mayor regulación de la producción que no contentó a nadie.

En paralelo, mientras la UE preparaba en 1999 una PAC para el siglo XXI que debía contentar a todos (reducir su peso en el presupuesto comunitario, proteger los productos regionales, garantizar la viabilidad de las explotaciones asentadas en territorios productores tradicionales y, a la vez, aumentar la competitividad), el campo francés mostraba su descontento a través de figuras locales y alguna capaz de cruzar las fronteras gracias a las redes mediáticas alternativas, como la de José Bové.

Política de esperanzas vs. política de agravios

Pronto, sin embargo, PAC se topó con la crítica abierta de los partidos alemanes y, sobre todo, del Reino Unido al unísono, que atacó las ayudas al campo europeo como poco menos que una concesión a la fortaleza organizativa de los sindicatos agropecuarios franceses.

Hoy, el dominio de la gran distribución y la transformación hacia productos biológicos monopolizan el interés mediático por el sector entre la opinión pública francesa y europea, pero fenómenos como el auge de la extrema derecha (en ocasiones, donde lo habían hecho los verdes) y los «chalecos amarillos» explican otra historia, compuesta por agravios reales e imaginarios, por constataciones y por percepciones.

El presupuesto europeo dedica en 2019 el 36,1% de sus recursos a la PAC, que se distribuye por el territorio de los países miembros de manera desigual, si bien real: los pagos directos al sector constituyen el 25% del presupuesto europeo (40.500 millones de euros), mientras las partidas destinadas al desarrollo rural y los gastos suplementarios de la Política Agraria Común representaron el 9,1% y el 3,2% del presupuesto comunitario, respectivamente.

Los grandes números no se traducen en soluciones o prosperidad inmediata. La financiación de la PAC es apenas mencionada, pese a su importancia estratégica, por los actores relevantes de lugares que concentran un amplio sentimiento de agravio, como el campo francés, cuyo protagonismo en el imaginario francés es muy superior a su importancia real en población y peso económico.

En el nombre de la tierra: la Francia agraria

La radio pública francesa dedica estos días una serie de reportajes donde los periodistas acuden a bares de pueblo de esa Francia supuestamente olvidada, para escuchar las reflexiones de los habitantes en el contexto donde se nutren.

Del mismo modo, la publicación de análisis Le 1, fundado por, entre otros, por el veterano periodista de Le Monde Éric Fottorino, dedica su edición semanal 271 (el 6 de noviembre de 2019) a una de las cuestiones quijotescas preferidas por el imaginario del Hexágono: «cómo salvar a los agricultores».

En este especial, asistimos al estado de la cuestión: a la relación entre el destino del mundo agrario y el estado de ánimo de amplios territorios, a la manera en que los urbanitas perciben de manera contradictoria —y con el necesario cinismo— una conexión con el campo y los productos ecológicos (en la UE, englobados en torno la normativa de prácticas y etiquetado «bio») sin voluntad de pagar más o perder un ápice de la conveniencia impuesta por la gran distribución.

El periodista y realizador Édouard Bergeon, que firma Au nom de la terre, largometraje con más éxito en las pequeñas ciudades del interior francés que en la capital, firma la columna de portada del especial de Le 1. En ella, realiza un alegato a favor de los agricultores y ganaderos franceses, sometidos —dice— al «agribashing».

París y el resto

En 2012, Bergeon había dirigido Les fils de la terre, documental premonitorio sobre el deplorable estado de ánimo de la Francia rural, la presión a la que un sistema que empuja a una carrera por la productividad y un modelo de consolidación de pequeñas explotaciones somete a los agricultores, y derivas como el voto de la extrema derecha o, últimamente, el fenómeno de los «chalecos amarillos».

No hay una solución mágica para problemas complejos, en los que hay pequeñas tragedias (y pequeñas victorias) humanas siempre dignas de mención. También en lugares periurbanos y urbanos, donde la población está sometida a otras presiones, pero igualmente descontenta.

Edición del semanario francés «Le 1» sobre la crisis (hoy, percibida como perpetua) en el mundo rural

Quizá, el interés por la opinión paisana suponga el inicio de un interés de legisladores y opinión pública sobre un problema de nuestro tiempo que debemos solventar entre todos: ¿cómo y a qué nivel participar, para que los gobiernos locales, regionales y estatales respondan a las necesidades del mayor número de personas?

La desconexión con la realidad de las grandes tendencias es patente al contrastar algunos datos. En Francia —especifica el especial de Le 1—, las ciudades medianas y grandes crean el empleo y la riqueza (el 61% del PIB). Si circunscribimos los datos a la región parisina, casi un tercio de la economía francesa estaría circunscrita a su capital y zona de influencia inmediata.

Ratón de campo y ratón de ciudad

Sin embargo, crear el empleo y la riqueza no equivale a inspirar el «deseo de vivir en ellas», incluso con los esfuerzos de oxigenación urbana que, en Francia y en el resto de Europa, realizan las ciudades. Eso sí:

«Estos signos que muestran que uno se vuelve a interesar por la naturaleza en la gran ciudad son positivos, salvo que llegan de la mano de un imaginario según el cual los urbanitas prescindirían de los agricultores».

El relato antagónico entre el ratón de campo y el ratón de ciudad persiste. Quizá sea el momento de redefinirlo.

El encantamiento de nuestra civilización procedería de la naturaleza; sobre todo, del campo trabajado y habitado, ya presente en las Geórgicas de Virgilio.

El epitafio elegido por el poeta avanza nuestra profunda relación con el campo de proximidad, inspirador y a la vez desbravado por el mundo agrario:

«Mantua me genuit; Calabri rapuere; tenet nunc
Parthenope. Cecini pascua, rura, duces».

(«Mantua me engendró; los calabreses me llevaron; hoy me tiene
Parténope (Nápoles). Canté a los pastos, a los campos, a los caudillos»)