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Ciencia de la comida adictiva y responsabilidad individual

Un nuevo ensayo, Salt Sugar Fat, completa la historia sobre cómo la falta de responsabilidad individual, el desconocimiento público del carácter adictivo de preparados que apelan a los mecanismos neurológicos de gratificación instantánea, y el abuso de condimentos por parte de la industria, generaron la principal y más costosa epidemia de la actualidad.

De momento, todos subvencionamos -por tanto, padecemos- la cura de las consecuencias más nefastas de esta crisis: obesidad, sobrepeso, diabetes (incluida la infantil), enfermedades cardiovasculares, varios tipos de cáncer, problemas de movilidad, trastornos de conducta, etc.

La secuela de 2 ensayos influyentes: Fast Food Nation y El dilema del omnívoro

Habrá que ver si, en el futuro, quienes se responsabilizan a diario de llevar a cabo un estilo de vida saludable y optan por combatir la peor dieta occidental con fuerza de voluntad y hábitos alimentarios más saludables (menos carne, más legumbres y verduras, menos cantidad de comida, menos picoteo entre comida, no a los snacks), siguen subvencionando la cura de quienes, en igualdad de condiciones, llevan una vida sedentaria y abusan de productos procesados.

10 años después de su primera edición, Fast Food Nation (consultar entrada), el ensayo de Eric Schlosser sobre la cultura de conveniencia sustentada en el vehículo privado, la comida procesada mantiene intacta su vigencia.

El dilema del omnívoro, de Michael Pollan, es otro ensayo sobre el mismo tema, en esta ocasión con apuntes autobiográficos y el objetivo personal de congregar al final de la historia a unos amigos a la mesa, para degustar un menú saludable, local y sostenible, que denuncia la situación de la industria agroalimentaria estadounidense -y, por extensión, occidental-.

A diferencia de Fast Food Nation, El dilema del omnívoro deja al lector el regusto crítico agradable de las veladas gastronómicas comedidas, con alimentos de calidad, fuego lento y sabores primarios, con poco condimento.

El entorno condiciona, no obliga: sobre la fuerza de voluntad

En la velada gastronómica que cierra el libro, Michael Pollan cocina los productos saludables que ha descubierto como alternativa a la dieta dependiente de monocultivos (maíz, soja y derivados, como el polémico jarabe de maíz) fertilizantes derivados del petróleo.

Si, con Fast Food Nation, el lector sospecha del sector agroalimentario e incluso de sus propios gustos, adquiriendo un cierto sentimiento de culpa al formar parte, aunque sea como espectador, de una cultura que consume comida diseñada en laboratorios, El dilema del omnívoro se despide con un canto a los valores que han popularizado la alimentación orgánica y local en Estados Unidos.

Además, El dilema del omnívoro es el único ensayo de los 4 comentados en esta entrada que apela expresamente a la responsabilidad individual en las crisis de salud pública, cultura gastronómica y valores alimentarios, derivadas del empobrecimiento, artificialidad y condimentación excesiva de lo que comenos.

Repartiendo responsabilidades

Por muy grande que sea la presión del marketing, muy presentes las tiendas de snacks y cadenas de comida rápida, o los estantes de platos precocinados en el supermercado, nadie nos obliga a abusar de alimentos precocinados y aparcar los ingredientes saludables y de temporada, a menudo más baratos.

Los críticos a los argumentos expuestos por Eric Schlosser en Fast Food Nation niegan la mayor y arguyen que la comida rápida y precocinada tiene variedades “naturales” (palabra equívoca), “saludables” (otro cajón de sastre semántico) y, sobre todo, “económicas”.

Y es la vertiente del precio la que más ha intentado explotar la industria agroalimentaria. Ello ha llevado a ambivalencias y equívocos presentes hasta hoy en la opinión pública.

Mark Bittman recordaba en The New York Times que una cosa es la rumorología, y otra muy distinta los números. Comer “mejor” -según la definición que implica connotaciones culturales y gastronómicas, no sólo nutricionales, expuesta en El dilema del omnívoro-, dando prioridad a los alimentos frescos y de temporada, no sólo es más saludable, sino que cuesta menos dinero, no más, como se ha intentado difundir.

Revertir un cambio social profundo

La comida rápida, los alimentos procesados y los platos precocinados forman parte de un cambio social profundo, en el que barrios enteros, sobre todo los menos pudientes, carecen de tiendas de proximidad de calidad (en Estados Unidos se habla de “desiertos alimentarios”), la familia no se sienta junta a la mesa y desciende el porcentaje de familias en las que se cocine a diario con productos frescos.

Uno de los estereotipos más extendidos sobre la alimentación saludable, más extendido en Estados Unidos que en Europa Occidental -con una cultura mucho más arraigada de alimentación de proximidad y gastronomía popular, difíciles de erradicar por muy buenas que sean las campañas de marketing-, es la relación subconsciente entre alimentos frescos de calidad y elitismo.

Además del supuesto precio más elevado, puesto en tela de juicio por estudios y artículos como el de Mark Bittman en The New York Times, la alimentación saludable requiere, dicen los estereotipos, un tiempo precioso que hemos dejado de tener.

No comemos mejor por comodidad (y no porque nos engañen)

La realidad es mucho más compleja que una idea preconcebida, sugerida en anuncios, bitácoras o conversaciones informales: según la profesora de la Universidad de California en Santa Cruz Julie Guthman, las percepciones importan. 

Tanto, que la cocinar es visto por nuestro contexto cultural, dominado por la “conveniencia”, como algo engorroso, una “obligación” que requiere “trabajo”, mientras la comida rápida utiliza los mismos mecanismos de placer inmediato que las adicciones: los impulsos químicos cerebrales que compartimos con el resto de vertebrados (gratificación instantánea). 

Fuerza cataclísmica de los estereotipos: el supuesto “elitismo” de la comida sana

Los propios Eric Schlosser y Michael Pollan son vistos por muchos como snobs urbanitas y representantes de las clases liberales mejor educadas del país, aglutinadas especialmente en las ciudades más dinámicas de las costas Este y Oeste, con Nueva York y San Francisco como epicentros, respectivamente.

Los mismos que, según reza el estereotipo, habrían ido a una universidad elitista y vestirían de manera desenfadada prendas de marcas deportivas como Patagonia (“Pradagonia“, dice el estereotipo) y conducirían un Volvo familiar, un Toyota Prius (“Toyonda Pious“, según una célebre parodia) o un Subaru Impreza familiar. 

Para acabar con el mito perverso que relaciona alimentos saludables y de temporada con las manías de unos pocos privilegiados, y condena al estereotipo del elitismo a los productos orgánicos y los mercados de proximidad, medios de comunicación, agencias gubernamentales y líderes de opinión explican lo que los estudios ratifican.

El fin del atracón

Según David A. Kessler, antiguo director de la FDA estadounidense (Administración de Alimentos y Medicamentos) y autor del ensayo The End of Overeating, sobre el fin de lo que él considera un atracón colectivo, el éxito de la comida procesada es consecuencia de medio siglo de esfuerzo de comunicación de la industria alimentaria.

El ensayo de David A. Kessler no es comparable, en quilates de periodismo, a los mencionados sobre la industria agroalimentaria de Eric Schlosser y Michael Pollan, pero actúa como complementario, al explicar con detalle los procedimientos, de marketing e ingeniería alimentaria, usados por las grandes compañías para imponerse a los productos frescos.

La vertiente del marketing: sólo en 2009, las empresas de comida rápida habían gastado 4.200 millones de dólares. Una inversión sólo comparable a la realizada para aumentar la apetencia (el carácter adictivo, sin alambiques semánticos) de sus productos estrella.

El chute alimentario definitivo

Según David A. Kessler, los laboratorios de ingeniería alimentaria llevan décadas perfeccionando su oferta, con alimentos que aumentan: densidad energética, carácter estimulante y facilidad de digestión. 

Además, ha aumentado su disponibilidad con más establecimientos de conveniencia (crecen los desiertos alimentarios, pero nacen tiendas de “chucherías”, como las que acompañan a gasolineras y pequeños establecimientos urbanos), haciendo socialmente aceptable el picar entre comidas y hacerlo, además, en cualquier lugar y a cualquier hora.

Cuando no ha sido posible aliarse con pequeños establecimientos de snacks, la industria agroalimentaria y de distribución ha fomentado la proliferación de máquinas expendedoras. En Estados Unidos, las más polémicas son las situadas en el interior de escuelas, institutos, universidades y bibliotecas públicas.

Según David A. Kessler, se ha fomentado un carnaval alimentario, donde vivimos ahora. “Y, si estás acostumbrado a autoestimularte cada 15 minutos, siempre puedes correr a satisfacer esa necesidad”. A la cocina, a la tienda de snacks y chucherías, a la gasolinera, a la máquina expendedora. La ruleta hedónica se puso en marcha tras la II Guerra Mundial y será difícil desactivarla.

Sal, azúcar y grasas a tutiplén

Tras Fast Food Nation, El dilema del Omnívoro y The End of Overeating, el periodista de The New York Times y Pulitzer de investigación Michael Moss trata, con el ensayo Salt Sugar Fat (leer extracto en The New York Times), de armar el cuarto pilar de la sólida silla de la crítica a lo que comemos, cómo lo hacemos y por qué.

Salt Sugar Fat ahonda en una tesis refrendada por estudios durante décadas: la relación entre el aumento de la industria de la alimentación procesada y la epidemia de obesidad de zota a los países ricos (con Estados Unidos y el resto de países anglosajones en cabeza) y a los países emergentes (con México en cabeza, aunque el problema se agrava en Turquía, Irán, etc.).

El título del ensayo es una declaración de principios: desde la Antigüedad, el azúcar y la sal han sido tan preciados que su posesión o acceso comercial condicionaron tantas rutas, alianzas y conflictos como las especias orientales. En África, por ejemplo, el comercio de la sal extendió el islamismo desde la orilla mediterránea hasta más allá de Tombuctú.

Con los cinco sentidos

El poder de sugestión de ambas sustancias afecta, por tanto, a todos nuestros sentidos, y no sólo al gusto, y apela más a nuestros instintos (necesitamos azúcares para el funcionamiento de nuestro cerebro, y sal para facilitar la ingesta y conservar los alimentos).

Ambos productos activan los dos sabores básicos más importantes, y contamos con receptores específicos en la lengua para su detección. En El dilema del omnívoro, Michael Pollan rememora la chocante experiencia personal de observar la expresión del rostro de su hijo, todavía bebé, al probar el azúcar por primera vez: éxtasis, felicidad instantánea.

Todos los padres hemos apercibido el mismo fenómeno de gratificación instantánea en nuestros hijos. El azúcar, y la sal, usados con mesura, son condimentos básicos. Ocurre, tal y como explica Michael Moss en Salt Sugar Fat, que la industria agroalimentaria ha abusado de su uso para lograr el efecto buscado: apelar al instinto gustativo primario de la gratificación instantánea.

Y qué mejor que conseguirlo añadiendo cantidades desmesuradas de edulcorante (como el polémico y perjudicial jarabe de maíz), sal y grasa. Tanto el edulcorante como la grasa empleadas dependen del uso de maíz y soja, que a su vez dependen del uso de fertilizantes químicos.

32 kilos de azúcar al año (sin saberlo)

Salt Sugar Fat no tiene la estatura argumental de Fast Food Nation o El dilema del omnívoro, pero su labor completa las principales obras periodísticas sobre la industria alimentaria y su conexión con los problemas de salud que marcarán el siglo XXI.

El abuso de sal, edulcorantes y grasas para aumentar su apetencia entre los consumidores con menor fuerza de voluntad repercutirá (en forma de impuestos directos e indirectos) sobre toda la sociedad, que deberá pagar la factura médica de prácticas industriales poco éticas y la falta de mesura de los consumidores.

Cada año, cada estadounidense ingiere el equivalente a 1,5 kilogramos de queso (3 libras, el triple que en 1970) y 32 kilos de azúcar (70 libras, o el equivalente a 22 cucharadas al día). Asimismo, el ciudadano ingiere de media 8.500 miligramos diarios, el doble de la cantidad recomendada.

Lo chocante y peligroso para todos, expone Michael Moss, es que prácticamente la totalidad de este azúcar y sal no proceden de los dispensadores de mesa, sino de su uso excesivo en bollería industrial, alimentos precocinados, comida rápida y bebidas carbonatadas.

Ética empresarial, salud pública y grupos de presión

Sin desmerecer el papel de la responsabilidad y la autodisciplina del individuo, sobre todo el adulto e informado, quien decide en última instancia lo qué come, cuándo, cómo, con qué frecuencia y por qué, el abuso de condimentos en la alimentación industrial incide directamente sobre los datos alarmantes de obesidad y sobrepeso en los países desarrollados y emergentes.

En Estados Unidos, 1 de cada 3 adultos, y 1 de cada 5 niños, es clínicamente obeso; 26 millones de estadounidenses padecen diabetes. Otro gran número aportado por Moss: la industria de alimentos procesados genera en Estados Unidos 1 billón de dólares (1 trillón anglosajón) anuales en ventas, mientras el coste de la crisis sanitaria que contribuye a causar se aproxima a los 300.000 millones de dólares anuales, cerca de un tercio de estas ventas.

El problema tiene, por tanto, tantas implicaciones sociales y económicas que protagonizará una parte central de las políticas de salud pública en este siglo.

Mesura

El sentido de comer con moderación, sobre todo vegetales y a poder ser de temporada, nunca ha tenido más vigencia.

Mientras tanto, zonas del mundo desarrollado que se habían mantenido al margen de las peores consecuencias de esta epidemia, como el Mediterráneo europeo, padecen de pleno sus consecuencias.

En esto también, deberemos apreciar lo que hemos tenido para poder conservarlo (o evitar que desaparezca el poso de lo que queda).

Lo que nunca nos fue mal… ¿hasta ahora?

Siempre podremos ir a leer e informarnos afuera para apreciar lo de dentro. Por ejemplo, el diario británico The Guardian recogía el 5 de marzo que España tiene la esperanza de vida saludable más alta de Europa.

En este indicador, España bate a Australia, Canadá, Noruega, Estados Unidos, etc. The Guardian recuerda la calidad de nuestro sistema sanitario, y menciona la riqueza de [lo-que-quede-de] la dieta mediterránea como posibles motivos de una esperanza de vida “saludable” tan elevada.

Algunas cosas no se habrán hecho tan mal.