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Cínicos auténticos: íntegros, autosuficientes y cosmopolitas

La palabra cinismo adquirió su actual significado preponderante cuando se consolidó el dualismo de su significado, ya en el siglo XIX. Fue entonces cuando los epistemólogos alemanes optaron por su connotación negativa.

Con anterioridad, la escuela cínica había atraído a emperadores, aristócratas, patricios y -se debate desde hace siglos en filosofía, teología e historia- al propio Jesucristo, que podría haber entrado en contacto con cínicos y peripatéticos que deambulaban por Aramea (actual Siria) y Canaán, región con población judía hasta que Roma cambió su nombre por el de Palestina en el siglo II de nuestra era como represalia por su beligerancia.

Alejandro, alumno de Aristóteles, admirador de un “perro callejero”

Tanto el comportamiento como las enseñanzas del Jesús de Nazaret histórico comparten -por influencia directa o prestada- varias ideas cínicas, como el propio rechazo del concepto mediterráneo (tanto griego como hebreo) de núcleo familiar, optando por un concepto más inclusivo y cosmopolita (todo el que quiera es “hermano” o “hermana”), así como la práctica de la vida sencilla, el pacifismo y el respeto hacia cualquiera, incluso los desposeídos.

Siglos antes de que un credo supersticioso y apócrifo de las enseñanzas judías, el cristianismo, enraizara en Palestina y se extendiera rápidamente por el Imperio Romano, un emperador que llevaría a su ejército hasta la India, Alejandro Magno, rey de los toscos macedonios que de niño había sido alumno del ateniense -y muy socrático- Aristóteles, se interesó en muy temprana edad por los cínicos.

Alejandro Magno, convencido de que estaba llamado a probar su “areté” griega en el campo de batalla y pensando tanto en sus coetáneos como, quizá, en la eternidad, sentía -dicen la tradición clásica- un respeto reverencial por la autosuficiencia y falta de envidia hacia la riqueza y el poder de sus coetáneos más prósperos que demostraban esos vagabundos sofistas que la gente llamaba “cínicos”.

Soy Diógenes el perro

La tradición cuenta que el mismísimo Alejandro Magno se acercó a la tinaja donde dormitaba indolente el sabio y provocador Diógenes de Sinope en Corinto.

Así habría ido el encuentro:

– Soy Alejandro Magno.
– Y yo Diógenes el perro [referencia al apelativo de “kínicos” que ya por entonces había arraigado y que la propia escuela menor socrática había abrazado; obsérvese la tranquilidad de la respuesta, que Alejandro Magno no interpretaría como insolencia, sino como autocontrol surgido del conocimiento filosófico, habiendo sido él mismo alumno de Aristóteles].
– ¿Por qué te llaman Diógenes el perro?
– Porque alabo a los que me dan, ladro a los que no me dan y a los malos les muerdo.

Sobre hablar un hombre sensato (sea un emperador o un esclavo)

Entonces, después de esta ocurrencia, tuvo lugar el auténtico duelo de titanes, lo que un estoico muy posterior, el emperador romano Marco Aurelio, habría catalogado como apenas una chispa en la eternidad: la pregunta magistral completada con una respuesta tan magistral como demoledora, así como una declaración de principios.

– Pídeme lo que quieras -habría espetado Alejandro Magno, el mismo que lideraría manadas de elefantes contra ejércitos del Ganges.
– Apártate de donde estás, que me tapas el sol.

El escándalo de los presentes no afectó al autocontrol de Alejandro, ni tampoco el de Diógenes; el uno, enseñado por el mejor filósofo de su tiempo -y seguramente de la historia-; el segundo, tan inspirado en Sócrates como el propio Aristóteles. Así que la conversación siguió por sus derroteros con eco en la eternidad: 

– ¿No me temes? -preguntó Alejandro.
– Gran Alejandro, ¿te consideras un buen o un mal hombre?
– Me considero un buen hombre.
– Entonces… ¿por qué tendría que temerte?

Alejandro pidió silencio. Se acabaron -lo imaginamos- los murmullos de los curiosos (ilustres de Corinto, mercaderes, soldados, esclavos, mujeres y niños, algunos siguiendo la conversación encaramados a árboles o pórticos:

– Silencio… digo a todos, que si no fuera Alejandro me gustaría ser Diógenes.

Un Sócrates loco… o peligrosamente lúcido

Quizá se trate de una historia amoldada por la posteridad, a partir de la deformación de las primeras informaciones orales y subsiguientes crónicas con cierta voluntad de rigor, como las que sobre Diógenes de Sinope escribió más tarde otro Diógenes, en este caso el historiador Diógenes Laercio.

El propio Diógenes Laercio habría situado al cínico tanto en Atenas como en Corinto, refutando la idea de que Diógenes habría vivido sólo en Atenas tras su viaje desde la colonia griega de Sinope, su lugar de nacimiento.

De Diógenes, Platón dijo que era “un Sócrates loco”, pero lo que unos consideraban locura era apenas radicalidad y consecuencia con su propia filosofía de vida.

Los estoicos, muy próximos filosóficamente a cínicos y a aristotélicos (la “eudaimonía“, o felicidad a través de la virtud usando la razón y una existencia según la naturaleza, propugnada por los peripatéticos, se confundía con los postulados cínicos menos polémicos), despreciaban la voluntad de escandalizar de los cínicos, si bien respetaban su espíritu transgresor. 

De la radicalidad de los cínicos griegos al acratismo intelectual de los romanos

De ahí que muchos de los postulados más polémicos de la escuela cínica griega, tales como la pobreza extrema y exhibicionista, la renuncia al decoro social haciendo necesidades y copulando, si era necesario, sin privacidad, fueran descartados por los cínicos romanos, más intelectuales, ponderados y próximos a los estoicos.

El propio Séneca, el estoico romano más capaz -con permiso de Epicteto, Marco Aurelio y el más desconocido en la modernidad Musonio Rufo-, respetó y alabó a su contemporáneo Demetrio el Cínico. En la Roma clásica, los mejores filósofos procedían de las entonces provincias griegas. 

(Imagen: el encuentro entre Alejandro Magno y Diógenes ha sido un motivo recurrente en la pintura)

Demetrio era de Corinto y se consideraba portador de los ecos ya lejanos de Diógenes de Sinope. Quizá jugara de niño en los lugares donde Alejandro Magno y Diógenes habían coincidido cuatro siglos atrás.

Roma: cuando el razonamiento cosmopolita convivió con la superstición 

Si el cinismo atrajo en Grecia y Roma a aristócratas y patricios intelectuales dudosos de que toda dicha estuviera contenida en saciar los impulsos dionisíacos, sus ejemplos y enseñanzas no arraigaron entre la población, más proclive a las enseñanzas supersticiosas y prometedoras de una vida en el más allá: el cristianismo y sus numerosas ramas iniciales (luego llamadas “herejías” por Roma).

Los primeros gnósticos, o místicos con aspiración sofista de los primeros años del cristianismo, fueron influidos por el cinismo. 

No existen documentos históricos que relacionen a Jesús de Nazaret con los cínicos que deambulaban por los caminos de Oriente Próximo, pero sí sabemos que el cinismo se expandió a lo largo del Imperio Romano y tuvo más éxito entre ciudadanos cultivados que entre desposeídos.

El cristiano que, más leído, abrazó el cinismo

La primera evidencia relevante en que coinciden los expertos en la materia (mencionada por los profesores británicos participantes en la mesa redonda de una edición dedicada a la escuela cínica del programa radiofónico sobre filosofía de la BBC Radio 4 “In Our Time”), es la conversión, en el siglo II dC, de un cristiano a la escuela cínica del griego Peregrino Proteo.

Peregrino Proteo escribió que quería ayudar a sus coetáneos preparándose para la muerte como hacían los presocráticos: siendo consciente de su mortalidad y de su vuelta irredimible al éter de la eternidad.

Dos siglos más tarde, cuando las incursiones bárbaras acababan con la unidad del Imperio Romano, gnósticos y sofistas de caminos deambularon entre el cristianismo e interpretaciones de escuelas filosóficas como el estoicismo o el cinismo.

Los que se atrevieron a buscar a Dios sin intermediarios

El propio Prisciliano de Ávila, primer “hereje” ajusticiado por Roma -le cortaron la cabeza-, interpretaba el cristianismo de un modo más próximo a Jesús de Nazaret que la Iglesia de su época, y buena parte de su ideario (ausencia de liturgia, interpretación directa de Dios, fin al celibato, panteísmo, igualdad de hombres y mujeres en la vida y en el culto) está más próximo al cinismo o, ya en la época moderna, en la interpretación trascendentalista del cristianismo (Whitman, Thoreau, Emerson), que en la liturgia oriental (Bizancio seguiría siendo “Roma”) y occidental.

Los herejes milenaristas mencionados por Umberto Eco en El nombre de la rosa, tales como los dulcinianos, así como el ideario de Francisco de Asís o, en la Iglesia ortodoxa, la práctica cercana a la herejía de los místicos con voto de soledad y pobreza, los stárets (como Zosima, que aparece en Los hermanos Karamázov), se asemejan más a los cínicos romanos que al cristianismo propugnado por católicos y ortodoxos.

Y de cristianos convertidos al cinismo, gnósticos, herejes como Prisciliano, dulcinianos, Francisco de Asís o los stárets rusos, a los bohemios y anarquistas del siglo XIX que, como el anarquista cristiano Lev Tolstói, interpretaron el trascendentalismo de los poetas y buhoneros americanos… ¿o es la sapiencia de los cínicos y los peripatéticos, todavía de un modo u otro en el recuerdo de nuestros caminos?

Defensores de la autosuficiencia y vida sencilla

Cuando personas en apariencia dichosas y prósperas reconocen que la prosperidad material y el premio a los impulsos no aumentan su bienestar o felicidad interior, no descubren nada nuevo: privilegiados materiales y sensoriales de todos los tiempos han reconocido el espejismo ante ellos y explorado lo que otros tenían que decir al respecto.

En la Antigua Grecia, y coincidiendo con una época de dicha y prosperidad, mientras se erigían el Partenón y otros monumentos atenienses, un grupo de vagabundos practicaba una filosofía de autosuficiencia, vida sencilla y de acuerdo con la naturaleza, atención por el conocimiento y desdén por las convenciones sociales y tanto bienes materiales como sus obligaciones sociales asociadas.

Entre este grupo de provocadores proto-libertarios, a quienes no importaba ser comparados con los perros que campaban por entonces por la ciudad -y que, rayando la provocación, provocaban la convención cumpliendo con sus necesidades fisiológicas sin importar lo que ocurriera a su alrededor-, partía de la profunda convicción que relacionaba autorrealización con conocimiento interior e independencia con respecto a las opiniones, dinero o influencia de terceros.

De los cínicos a los ácratas taoístas

Recogiendo satíricamente el guante de sus conciudadanos, escandalizados por su comportamiento autónomo y ajeno a las convenciones sobre el decoro o a las posesiones materiales, estos filósofos no tuvieron reparo en ser llamados “kínicos” (perro blanco o merodeador), aunque no se desvincularon en los primeros años de la escuela socrática.

En una época casi coetánea al surgimiento de los socráticos “vagabundos” y autosuficientes, el proto-anarquismo introspectivo y espiritual, igualmente ligado a la vida sencilla y acorde con el “flujo” de la naturaleza, enraizó a miles de kilómetros de distancia: en China, Lao Tsé y, más tarde, Zhuangzi, criticaron los excesos y arbitrariedades de aristócratas y dirigentes, optando por una filosofía escéptica y ligada al cultivo interior, contrastado con la apreciación panteísta del universo.

Ahora, supongamos que nos encontramos en un momento similar al de los ciudadanos prósperos (en la Atenas de Pericles, habría que reducirlo a hombres libres y reconocidos como ciudadanos de la polis) de la Atenas de Pericles, con la salvedad de ser millones, y no un puñado de miles como en la capital de la Ática durante el siglo V aC. O quizá en la China de Lao Tsé y Zhuang Zhou, ilustre anarquista avant la lettre.

Actualidad: bienestar material, desorientación filosófica

Al fin y al cabo, nunca tanta gente había logrado los niveles de confort material en el mundo actual: el -muy relativo- deterioro de la prosperidad de las clases medias en los países ricos queda eclipsado con el ascenso de las nuevas clases medias en los países emergentes.

También, jamás como hasta ahora los conceptos de “bienestar” o “felicidad” habían tenido una connotación tan material en el imaginario colectivo: los mercados emergentes importan productos manufacturados -alto valor añadido, lujo, alimentación- de Occidente, mientras, de paso, fabrican buena parte de los productos antes producidos en los países desarrollados.

A cambio del desarrollo industrial y comercial en un mundo interconectado, más gente que nunca antes accede a sistemas de saneamiento, asistencia sanitaria y productos de consumo de todo tipo.

En un mundo interconectado, materialista, predominantemente agnóstico y con una cultura popular que promueve un consumo hedonista y globalizado, una empresa de productos tecnológicos de consumo, Apple, es la firma con más valor bursátil del mundo y culturas milenarias con dietas frugales y prácticas filosóficas enraizadas en el sentido común son sustituidas por alimentos e ideas populares, transmitidas distintas pantallas.

Vigencia de las filosofías de vida

Ello explicaría fenómenos como el aumento de la obesidad y el sobrepeso en sociedades con una tradicional cultura frugal.

La globalización homogeneizadora y de impulsos constantes, caracterizada por la búsqueda de la gratificación instantánea, contrasta con un cosmopolitismo que, como en la actualidad, explora maneras de lograr “bienestar” o “felicidad” por derroteros distintos a la carrera por saciar impulsos en alimentación, moda, acontecimientos gregarios o productos de ocio.

El interés por filosofías ancestrales con atención por el bienestar introspectivo y no material criba referencias occidentales y orientales en busca de ideas que combinen cosmopolitismo, cultivo intelectual y físico y equilibrio con la naturaleza.

Orígenes del “arte de vivir” razonado

A diferencia de lo que ocurre en la actualidad, cuando la enseñanza superior no considera una asignatura que “enseñe a vivir”, los jóvenes de la Grecia y Roma clásicas aprendían filosofía en distintas escuelas, según filias familiares, del contexto o de la época; no obstante, todas las escuelas filosóficas compartían una asignatura: cómo vivir.

El cultivo de filosofías de vida, lo que el estoico Epicteto, un esclavo liberto de origen griego residente en Roma durante su apogeo, llamaba el “arte de vivir”, descendió con el ocaso de la filosofía clásica y su sofismo racional, en favor de una práctica que, a ojos de los romanos educados, influidos por el estoicismo y el cinismo, era populista y supersticiosa: el cristianismo.

(Imagen: ¿Filósofo de la Antigüedad o bohemino decimonónico?; Diógenes, visto por Jules Bastien-Lepage, 1873)

El “arte de vivir” occidental, o el cultivo consciente de filosofías de vida transmitidas de manera coherente de maestros a discípulos, parte, como tantas otras cosas, del maestro de Platón y Jenofonte: Sócrates.

Lo que surgió del filósofo que vivió (y murió) consecuentemente

Sócrates, brillante conocedor de los filósofos que le precedían -según sus discípulos mencionados y discípulos de éstos, ya que él mismo no legó ningún escrito-, decidió que había llegado el momento de, además de interesarse por el mundo circundante (tarea de sus predecesores, que por algo adquirieron el apelativo de presocráticos) y centrarse, al fin, en el propio ser humano y su interior.

A Sócrates le preocupaba la vida diluida y sin propósito que, según observaba, había anidado en los años de paz bélica y prosperidad económica de la Atenas de Pericles.

Sócrates, enseñó que el individuo, para autorrealizarse, debe avanzar en el conocimiento usando su raciocinio, así como llevar una vida virtuosa: algo así como seguir la máxima griega de sentido común inscrita en Delfos, “meden agan” (moderación, o “nada en demasía“).

El conocimiento era luz y aproximación al bienestar o felicidad, mientras la ignorancia -sobre todo la perseguida a propósito- era una fuente de oscuridad, supersticiones, maldad. Como Rousseau, Sócrates creyó en la bondad intrínseca del hombre, idea descartada en el siglo XIX por los filósofos pre-existencialistas, empezando por el escritor ruso Fiódor Dostoyevski.

Cómo vivir

La prosperidad de Atenas duró lo suficiente para concatenar los tres filósofos que inician tradiciones todavía vigentes hoy, y los más influyentes de la historia: Sócrates (racionalismo/epistemología, filosofías de vida), Platón (idealismo, estética) y Aristóteles (lógica, ética).

En esta tríada filosófica, los extremos, aspirantes a la racionalidad, se tocan, mientras Platón crea su propia escuela de pensamiento, distanciada de la realidad percibida por los sentidos y, por tanto, tendente al idealismo, el misticismo y su interpretación dogmática (como demostraría su influencia en el cristianismo a través de los neoplatónicos y, más adelante, en el idealismo, germen del nacionalismo y el marxismo).

Paralelamente al interés de Sócrates por el estudio del ser humano y su florecimiento intelectual, físico y espiritual (su autorrealización, siguiendo el ideal griego de cultivo multidisciplinar para lograr la excelencia, o “areté”), su filosofía de vida inspiró a varias escuelas que, sin compartir su brillantez teórica, exploraron con mayor ahínco las ideas que Sócrates había esbozado sobre “cómo vivir”.

Los amigos de Zenón de Citio

Contemporáneo a Sócrates, Antístenes y, ya en el siglo IV aC, Diógenes, practicaron en su día a día lo que habían escuchado a Sócrates en sus discursos. Antes de que arraigara el nombre de escuela cínica, Antístenes y sus discípulos se hacían llamar escuela socrática menor, en honor a la personalidad íntegra y consecuente Sócrates, que el filósofo pondría en práctica incluso durante el juicio que le sentenciaría a muerte, evocado años después por Platón y Jenofonte.

Los estoicos de Zenón de Citio, también interesados en la filosofía de vida razonada, sencilla y según la naturaleza expuesta por Sócrates, elaboraron una filosofía de vida con mayor contenido teórico y evitaron posiciones extremas que interpretaran autosuficiencia con el punto de vista de los primeros cínicos, que les condujo a tildar de radicales a los cínicos.

Y así, los cínicos, la filosofía de los elegidos, los emperadores y los aristócratas con ascedencia intelectual, como el joven Alejandro que escuchó filosofía del mismísimo Aristóteles, se perdieron en los caminos de la historia, apedreados como perros.

Lo auténticamente transgresor

El destino de gnósticos, priscilianistas, dulcinianos, primeros franciscanos, stárets, anarquistas decimonónicos, trascendentalistas y bohemios no ha sido muy distinto: filosofías loables, admirables… a las que se combate cuando trascienden a un único individuo.

Quizá por ello los ecos anarquistas universales resuenen un poco en las grandes personas de todos los tiempos: lo suficiente para contribuir a su entereza… Sin llegar a convertirlos en quijotes de la historia.

Según las crónicas posteriores, un ministro del emperador pasó junto a Diógenes y le espetó:

– Ay, Diógenes! Si aprendieras a ser más sumiso y a adular más al emperador, no tendrías que comer tantas lentejas.
– Si tú aprendieras a comer lentejas no tendrías que ser sumiso y adular tanto al emperador -contestó Diógenes.

La dificultad de rechazar un dulce con conocimiento de causa

Al otro lado del mundo, en la antigua China, otro anarquista avant la lettre, el discípulo taoísta Zhuangzi, recibió un cargo suntuoso en el reino de Chú, pues su tirano pensó que, de esta manera, acababa con la libertad de comportamiento y pensamiento del sabio.

Zhuangzi, que defendía la libertad individual antes que cualquier otro personaje histórico, contestó que no le interesaba vivir como un buey cebado y engalanado que, después de un tiempo de ambrosías, sería sacrificado en el Gran Templo. 

Los bueyes cebados, explicó Zhuangzi, quieren cambiarse antes de la hora del sacrificio hasta por el más solitario de los cerdos.