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Combinar tradición y técnica para mejorar nuestra resiliencia

En su ensayo autobiográfico Vivir solos juntos, el pensador estructuralista franco-búlgaro Tzvetan Todorov explica su fascinación, vital y académica, por la historia de los «outsiders» que, obligados a vivir lejos de su lugar de nacimiento, acaban con la suerte de explicar el mundo con mayor riqueza.

Todorov abandonó la Bulgaria comunista para estudiar en Francia, y nunca abandonó su país de acogida, que le garantizó recursos y tranquilidad para desarrollar sus inquietudes académicas.

Ser de otro lugar nos obliga a integrarnos en nuevas realidades y, a la vez, nos permite evocar nuestra procedencia con perspectiva y tentaciones patriotera.

Tzvetan Todorov (1939-2017)

Ya en Francia, Todorov conectó con las corrientes estructuralistas que tomaban el relevo de Claude Lévi-Strauss y los otros pioneros, pero nunca entró en juegos de corporativismo o silos de pensamiento.

Esta es la razón por la que empezaba el mencionado ensayo con el elogio de un pensador que, si bien estaba influido por otros autores y escuelas, compartía con él la suerte del refugiado académico (el «demandado» por los países que compiten por el talento), así como el gusto por la discusión sustanciosa: el pensador neoyorquino de origen palestino Edward Said, postulador de la cultura de los matices (con el concepto de «orientalismo»), implacable con los intolerantes del conflicto en Oriente Próximo, que tomarían definitivamente el mando a partir del asesinato de Isaac Rabin.

Amistad entre dos inmigrantes universales

Said se consideraba culturalmente tan próximo a los hebreos que bromeaba al autoproclamarse «el último judío intelectual». En el mundo maniqueo y sin matices de unos contra otros, de la otredad, los muros y las desavenencias interesadamente irreconciliables, estos dos pensadores, Todorov y Said, explicaron siempre que tuvieron oportunidad su punto de vista, en nombre de realidades culturalmente «colonizadas» y tuteladas por Estados Unidos y Europa occidental: la Europa del Este bajo tutela de la URSS, y una Palestina condenada a no existir para garantizar la existencia de otro pueblo perseguido.

Con todas las diferencias de biografías, referentes culturales y carreras académicas y ensayísticas, Edward Said y Tzvetan Todorov eran representantes de uno de los mayores esfuerzos silenciosos desde finales de la II Guerra Mundial, el de tratar de pensar más allá del punto de vista de los epicentros económicos y culturales, a modo de recordatorio de la riqueza y la memoria de lugares.

W. G. («Max») Sebald (1944-2001)

Oriente Próximo, Centroeuropa y los Balcanes no han podido permitirse el lujo de delegar en otros el ejercicio humano de aprender a vivir juntos en un contexto de respecto de las diferencias. Ambos sostenían ideas impopulares que, sin embargo, se reivindican como soluciones equilibradas a problemas que podrían dejar de serlo, si las mentalidades e intereses peregrinos cedieran lo suficiente.

Said, por ejemplo, pretendía hacer de Israel un Estado plurinacional y aconfesional, capaz de integrar en igualdad de condiciones a judíos, palestinos y quienes decidieran, por la razón que fuera, instalar allí su proyecto de vida.

Max Sebald y otros prospectores de heridas europeas

Todorov era, como tantos otros europeos (desde Stefan Zweig y Romain Rolland al escritor de las memorias calladas de Europa Central, W.G. Sebald), un académico íntegro y un ensayista agudo que enriquecía y posibilitaba en diálogo entre viejas historias sefardíes, otomanas, búlgaras o austrohúngaras y las construcciones que llegaron después.

Aprendemos del pasado no para confirmar la manida frase de que, así, evitaremos cometer los mismos errores, sino por su carácter imprescindible. Lo que llevó a Tzvetan Todorov a indagar sobre el relato de los primeros europeos llegados a América fue, precisamente, la evocación de un encuentro (o desencuentro, según el punto de vista), así como del carácter asimétrico entre quien «descubre» y aquel que «es descubierto».

Edward Said (1935-2003)

La percepción europea de la diferencia, así como su propio papel de tutor de tierras y pueblos, desembocó en varias tragedias que nos impidieron conocer el punto de vista de los pueblos encontrados por los europeos (de ahí la confusión de nomenclaturas de lugares geográficos y pobladores originarios, esos «indios», que podían haber sido también de «Catay» (la China descrita por los textos vulgarizadores europeos desde Marco Polo), no eran tales, pero conservaron el equívoco en su nomenclatura. Los indios. Las Indias. El comercio de indianas. Los textiles de indianas. Y así.

Los términos del intercambio colombino

La negación de la autonomía cultural y metafísica de los pueblos subyugados (y, a menudo, forzosamente convertidos a la lengua, la religión y las costumbres de los colonos europeos) no es un fenómeno exclusivo de la brutalidad de las primeras incursiones europeas en las Américas, la costa africana y las islas de las especias, sino que se extendió hasta bien entrado el siglo XX con políticas discriminatorias de lenguajes nativos y prácticas culturales consideradas primitivas o contraproducentes, por no hablar de políticas de planificación familiar, esterilización, eugenesia, adopción forzosa, etc.

La independencia de las colonias, inspirada primero por la Ilustración (la emancipación de los esclavos de Haití, la independencia promovida en América Latina por criollos —americanos de origen peninsular— como Simón Bolívar) y luego por los movimientos de liberación inspirados en el nacionalismo y el materialismo dialéctico, no mejoró la situación y las culturas nativas prosiguieron con su extinción inexorable, apenas matizada por el sincretismo entre prácticas tradicionales y préstamos culturales con origen en la metrópolis o en Roma.

Cuando Claude Lévi-Strauss aprovechó las dificultades personales que empezaba a sentir en Francia y Europa debido a su origen judío para acudir a la Amazonia en los años 30, descubrió en el interior del país un mundo que nativo que se extinguía (en ocasiones, literalmente, debido a las epidemias introducidas por las incursiones de la «civilización»), pero que todavía acumulaba un acervo propio que ofrecía pistas sobre el mundo precolombino, pero también sobre otros pueblos nativos de otras partes del mundo.

Las reflexiones de su experiencia en la Amazonia, recogidas en el libro Tristes trópicos (1955), a la vez ensayo antropológico y libro de memorias, son el testimonio de un europeo que muestra a los herederos de la metrópolis una mirada respetuosa a un mundo que ha desaparecido en nombre de principios de civilización más o menos confesables.

Espacio-tiempo Thaayorre: una cultura atenta al ritmo circadiano

Pero las viejas culturas se resisten a morir. Entre las costuras del oficialismo procedente de la vieja metrópolis y de las instituciones creadas y conservadas a medida de sus descendientes, los pueblos tradicionales continúan transmitiendo su manera particular de observar el mundo.

Mitos y parábolas ocultan ventajas culturales intergeneracionales, o incluso la clave para reaccionar ante eventos y catástrofes que ocurren una vez cada varias generaciones.

Sabemos que, por ejemplo, los Thaayorre de Queensland, en Australia, se manejan en la realidad en completa sincronización con los ciclos naturales, al ser conscientes de su orientación en todo momento.

La flota de embarcaciones polinesias, con su doble quilla característica, que la fundación Okeanos recupera en Micronesia

Así, en su lengua pama, se refieren al tiempo y al espacio de manera interrelacionada y en función de su orientación con respecto al sol y la tierra.

Pedir a un individuo Thaayorre que ordene unas cartas implica observar que el orden tendrá que ver con la orientación de la persona con respecto a la tierra, y no con la propia persona (y convenciones como la ordenación de derecha a izquierda, o de izquierda a derecha): más que un antropocentrismo, en algunos pueblos se observa una intuición por la conexión entre ser humano y naturaleza olvidada hace tiempo.

Los Thaayorre aventajan a los europeos en su capacidad para sincronizar su ritmo circadiano.

La ola que engulle a la gente

Otros pueblos tradicionales, como los moken de las Islas Andamán (archipiélago del Índico y territorio administrativo de la India), se explican la historia de Labún, «la ola que engulle a la gente», y gracias a esa historia conocen cómo actuar cuando la tierra tiembla y Labún se acerca en el horizonte. La historia explica que es necesario acudir hacia terrenos elevados en el interior de la isla.

Asimismo, algunos pueblos nativos de Alaska tienen apreciaciones que enseñar a los científicos que estudian fenómenos climáticos y de migraciones animales en el Ártico.

Así lo han demostrado, con apreciaciones ancestrales como la comprobada relación entre eventos en apariencia inconexos: por ejemplo, la salud de la población de unos incansables constructores de presas en ríos y estuarios, los castores, y la presencia de ballenas en la costa. Al crecer, la población de castores repercute sobre la cría del salmón y otros peces especialmente preciados por las belugas. La «etnosfera» empieza a abandonar su marginación.

La cuestión es saber si esta apreciación académica por el acervo de los pueblos tradicionales llega o no demasiado tarde. El Conocimiento Ecológico Tradicional, TEK, gana adeptos en diversos campos científicos.

Perdidos en el Pacífico

Gracias al trabajo pionero de estructuralistas como el propio Lévi-Strauss, la ciencia occidental se interesa en la actualidad por la relación entre el acervo de los pueblos tradicionales —compuesto por la transmisión expresiones artísticas, festividades, mitos y parábolas (a menudo en forma de canciones)—, y la propia resiliencia del grupo. Los patrones de resiliencia se transmiten con la cultura oral.

Tras el reconocimiento y la apreciación del conocimiento de los pueblos indígenas, sirva o no para constatar o completar hipótesis científicas como en los ejemplos mencionados, el siguiente paso se encuentre, quizá, en combinar patrones de sabiduría ancestral con conocimiento científico y tecnología punta.

Una embarcación vaka desde cubierta en Yap (uno de los Estados Federados de Micronesia)

En el siglo XVI, el explorador español Álvaro de Mendaña partía desde el Perú en una expedición hacia los mares del Sur. Desde el descubrimiento de América, los europeos habían especulado, por una mera cuestión de «equilibrio», sobre la existencia de un continente o gran isla en el Pacífico, la Terra Australis Incognita.

El explorador dio media vuelta antes de alcanzar Australia, pero visitó varias islas de la Micronesia. Precisamente allí, en Yap, remoto país insular de 11.000 habitantes perteneciente a los Estados Federados de Micronesia, las autoridades tuvieron que resolver una crisis de salud pública con una efectiva combinación de sentido común ancestral, conocimientos científicos y tecnología al alcance.

Debido a su proximidad al ecuador, las elevadas temperaturas del verano crearon una epidemia de fiebre dengue que amenazaba a un porcentaje alarmante de la población. La epidemia se expandía con rapidez y no existían medios para importar vituallas médicas a tiempo desde el hospital hasta las distintas poblaciones desperdigadas por numerosas islas y atolones. La embarcación diésel que realiza esta tarea había dejado de funcionar.

Reivindicando el acervo de las culturas maltratadas

En septiembre, un equipo del hospital preparó dos «vaka motu» embarcaciones tradicionales, similares a las canoas de balancín que los pueblos de la zona han empleado desde su expansión por el Pacífico, para acometer la tarea. Para acelerar las prestaciones de las embarcaciones, acoplaron velamen y dos pequeños motores, que hicieron funcionar con aceite de coco.

Mientras tanto, los aparatos de comunicación permanecieron en funcionamiento gracias al uso de pequeños paneles solares. El supervisor de la operación, Peia Patai, explicaba más tarde el éxito logrado gracias a una estrategia de emergencia que nos evoca situaciones propias de escenarios catastróficos o de ciencia ficción.

Patai es el responsable de una pequeña flota de vakas, promovidas por la ONG local Okeanos, interesada en recuperar la capacidad de los isleños para construir y mantener sus propias embarcaciones, y evitar así tanto la dependencia exterior como la fragilidad operacional en situaciones de extrema gravedad.

Recordar la vieja resiliencia (y combinarla con la nueva)

Poco a poco, las poblaciones del mundo, tradicionales o no, reconocen la importancia de los mecanismos que garantizan la transmisión de un acervo y, con éste, de conocimientos que ayudan a mantener sistemas complejos e infraestructuras.

A bordo de una embarcación vaka en Yap, un pequeño país de atolones e islotes con 11.000 habitantes, perteneciente a los Estados Federados de Micronesia

Hilda Heine, presidenta de las Islas Marshall, se dirigía a los delegados de la ONU en los siguientes términos, durante la reciente conferencia del clima celebrada en Madrid:

«Probablemente, las naciones-atolón más vulnerables, como la mía, se enfrentan al riesgo de desaparición como consecuencia del aumento del nivel de los océanos y tormentas.

«Es un combate por la supervivencia para todos los que no estén dispuestos a marcharse. Como nación, nos negamos a abandonar. Sin embargo, adicionalmente nos negamos a desaparecer».

Para los ciudadanos de micronesia, revivir la tradición de la construcción de canoas es también una manera práctica y enriquecedora de trabajar en su resiliencia y autosuficiencia incluso en las condiciones más extremas e impredecibles.

Una manera de negarse a desaparecer.