(hey, type here for great stuff)

access to tools for the beginning of infinity

Cómo la economía circular aportará empleos y mejora climática

Los mayores retos de la actualidad permanecen a menudo en tierra de nadie, al demandar una acción coordinada que supera el ámbito de los Estados.

A principios de marzo de 2019, Eurostat publicaba un informe que anunciaba con cierto optimismo el progreso de la UE tanto en reciclaje de desechos como en reutilización de materiales reciclados.

El reciclaje de envases y embalajes plásticos prácticamente se duplicó en la UE de los 28 entre 2005 y 2016, y la tendencia mantiene su progresión. El índice de reciclaje de desechos en la UE —excluyendo desechos de origen mineral— alcanzó en 2016 el 55%, mientras los consistorios lograron reciclar el 46% de la basura recogida en las ciudades.

Asimismo, la UE recupera el 67% de todos los envases recogidos, si bien esta cifra desciende en los tipos de envases y embalajes que presentan mayor riesgo para ríos y océanos: sólo se recupera el 42% de envases de plástico.

Hacia una economía en que el desperdicio sea nutriente

Hasta aquí los desechos que son transformados para su reutilización, al no ser biodegradables pero sí manipulables con un coste económico y medioambiental marginal. Pero, ¿qué ocurre con los desechos no biodegradables que requieren mayores recursos energéticos para que su transformación a gran escala sea viable?

Eurostat asegura que la UE recicla con éxito hasta el 41% de la basura electrónica («e-waste»), si bien investigaciones periodísticas y de organizaciones no gubernamentales cuestionan la exactitud de estas cifras: la regulación europea demanda el reciclaje de desechos electrónicos, pero este proceso se externaliza en países que carecen de recursos y un marco regulatorio que permita la transformación de chatarra electrónica («e-waste») reduciendo al mínimo el riesgo medioambiental y para la salud de población y ecosistemas. Es el caso del vertedero gigantesco de Agbogbloshie, a las afueras de Accra, Ghana.

Participantes en el programa de reparación de ropa usada de la compañía de ropa deportiva californiana Patagonia, fundada por el activista medioambiental Yvon Chouinard, autor de «Let My People Go Surfing»

Eurostat estima que se recupera el 89% del total de desechos procedentes de la construcción y demolición, si bien se trata de estimaciones que no minimizan el impacto de una de las actividades que más contribuyen a las emisiones con efecto invernadero inducidas por la actividad humana: la producción de cemento, responsable de entre el 4% y el 8% de las emisiones mundiales de CO2 (según estimaciones de 2018). The Guardian sitúa en perspectiva la producción y consumo de cemento en el planeta:

«Después del agua, el hormigón es la sustancia más ampliamente usada de la tierra. Si la industria cementera fuera un país, éste sería el tercer mayor emisor mundial de dióxido de carbono, al producir más de 2.800 millones de toneladas de CO2, sólo sobrepasado por China y Estados Unidos.»

La hormigonera global

Las emisiones en toda la UE ascendieron a 3.469 millones de toneladas en 2015, con un impacto por persona inferior al de la población del resto de principales emisores, con excepción de la India (tercer emisor mundial en cómputo total, si bien el impacto medioambiental por habitante (de 1,9 toneladas por habitante y año), está muy lejos de las 16,1 toneladas de Estados Unidos, 7,7 toneladas de China, o 9,9 toneladas de Japón.

La escala a la que el mundo produce, consume (y, también, reprocesar) hormigón, empequeñece cualquier metáfora: The Guardian explica que ya debemos haber pasado el punto en que el cemento usado supera la masa de carbono de toda la vegetación planetaria. Nuestro entorno construido supera en escala al mundo natural.

Como el plástico, el cemento permanece en el medio después de su vida útil y se degrada muy lentamente. Eso sí: mientras todo el plástico producido durante los últimos 60 años asciende a unos 8.000 millones de toneladas, la industria cementera alcanza la misma escala cada dos años, gracias sobre todo al espectacular consumo en China y otros países emergentes (el país asiático consumió más cemento en los tres ejercicios entre 2011 y 2013 que Estados Unidos durante todo el siglo XX).

La gestión de las consecuencias de la actividad humana afronta la incapacidad para resolver con éxito la dicotomía entre responsabilidad individual y acción colectiva. Los esfuerzos en concienciación del público para aumentar un comportamiento más frugal y la presión de la industria por promover políticas de «autorregulación» (evitando, de este modo, leyes estrictas y de obligatorio cumplimiento en la UE y otras regiones), han logrado resultados insuficientes.

Tierra inhabitable

La gestión de desechos adolece de la falta de desarrollo de una economía circular con suficiente tracción y escala; en paralelo, el relato público sobre las consecuencias de los vertidos incontrolados (como el plástico que los principales ríos asiáticos vierten a los océanos), genera mayor interés que modelos de producción y comercio que faciliten la reintegración de materiales y componentes.

Ni siquiera el avance a escala regional es suficiente cuando se trata de limitar las emisiones para que los efectos del cambio climático en las próximas décadas limiten su escala: como señala David Wallace-Wells en el New York Times, la sociedad industrial prosperó en un mundo que apenas se calentó un grado Celsius desde 1800 a la actualidad, si bien el ritmo de emisiones actual conduce a un calentamiento de entre 1,5 y 2 grados Celsius.

Como consecuencia, el porcentaje de población mundial expuesto a olas de calor y otros eventos de clima extremo, problemas de abastecimiento de agua potable y desertificación aumenta hasta afectar a la zona templada del hemisferio norte, donde se concentra la mayor parte de la humanidad. En 2040, la temperatura del planeta podría haber aumentado en 1,5 grados Centígrados si la evolución de las emisiones no corrige su curso radicalmente, y a final de siglo el aumento podría alcanzar hasta 4 grados centígrados.

Para evitar el fatalismo, o la sensación entre la población según la cual la acción local o individual no puede incidir sobre los patrones del clima de un modo significativo, expertos como el mencionado David Wallace-Wells, que publica en breve el ensayo The Uninhabitable Earth: Life After Warming, llaman a difundir información precisa sobre las consecuencias del cambio climático y a promover acciones políticas que presionen para limitar las emisiones de un modo efectivo.

Objetivo, transformar el producto de masas

En Estados Unidos, esta transformación sólo puede producirse con un giro electoral radical; la acción en Estados Unidos tendría efectos sobre el resto de grandes emisiones, empezando por China.

Implantar cambios profundos en el estilo de vida y el uso de recursos, en la gestión del territorio o en la manera de producir y reintegrar los bienes que llegan al fin de su vida útil, pasa por regulaciones específicas y métodos responsables de producir, comercializar, consumir y reciclar bienes, así como métodos para almacenar y transmitir información digital que reduzcan radicalmente su consumo energético: el derroche de energía al consumir contenido de alta definición en streaming, así como la validación («minado») de criptomoneda, son el símbolo de tecnologías que han evolucionado sin tener en cuenta el impacto medioambiental de su popularidad.

Pero introducir una economía más circular se topa no sólo con la resistencia de los principales emisores mundiales, sino también de las empresas y de amplias capas de la población, persuadidas de que cualquier preocupación por el devenir de los principales recursos del planeta y de sus patrones climáticos, es una estrategia política relacionada con simpatías políticas específicas.

El semanario liberal británico The Economist, poco sospechoso de promover una agenda ecologista radical, considera que las empresas deberán «ser persuadidas» para aplicar medidas que irán en contra de sus intereses a corto plazo, asumiendo modelos de producción más responsables que eviten estrategias como el empleo indiscrimidado de componentes no biodegradables y difíciles de reutilizar, o la venta por volumen debido a fenómenos como la obsolescencia programada.

La fábula de las bombillas

Asimismo, cada vez más fabricantes de productos de alto valor añadido niegan a los usuarios el derecho a reparar los bienes que han adquirido y, de manera creciente, obligan a usar modelos de pago por licencia que limitan, por ejemplo, la función del software en vehículos y maquinaria agrícola.

En paralelo, cada vez más ciudadanos reivindican el derecho a adquirir productos que limiten su impacto medioambiental, sean duraderos y puedan ser reparados sin penalización.

El artículo de The Economist sobre las dificultades para generalizar una economía circular abre con el recordatorio de que, a menudo, conocemos la manera de lograr productos con materiales y consumo energéticos más responsables, así como más duraderos y fáciles de reparar:

«Una única bombilla desnuda ayuda a iluminar parte del departamento de protección contra incendios de Livermore-Pleasanton, en el extremo oriental de la bahía de San Francisco. No parece fuera de lugar, aunque [su luz] sea un poco tenue. Pero no se trata de una pieza cualquiera de equipamiento eléctrico, pues la Centennial Light, como se la conoce, ha permanecido en uso prácticamente continuo desde 1901.»

La bombilla es un recordatorio simbólico de una era industrial en que los productos eran producidos para durar. Poco después, ya en 1924, los principales fabricantes de bombillas acordaron en cártel, limitar la duración de sus productos a unas 1.000 horas, si bien los modelos anteriores alcanzaban un mínimo de 2.500 horas de uso. El objetivo: vender más.

Cuando reutilizar es un beneficioso para (casi) todos

Una producción de bienes más responsable podría aumentar la vida útil de los productos que nos rodean, además de garantizar su reparabilidad; el Programa de la ONU para el Medio Ambiente estima que este tipo de medidas podrían recuperar el equivalente a 2 billones de dólares (2 trillones anglosajones), en 2050, un importe equivalente al PIB de Italia.

Asimismo, varios informes del Club de Roma estiman que cambios regulatorios que garantizaran la prolongación del ciclo de vida de los productos, así como el reemplazo de los materiales vírgenes usados hoy por materiales reciclados, generarían en torno a 200.000 empleos en España y 300.000 empleos en Francia. Con una expansión generalizada de industrias de la economía circular en regiones como la UE, el número de empleos generados podría alcanzar entre 9 y 25 millones en todo el mundo.

Más allá de los beneficios utilitarios, contabilizados en valor económico y potencial para generar empleos, el medio ambiente se beneficiaría de las medidas al reducir el impacto de métodos de gestión de desechos como vertederos incontrolados e incineradoras: reciclar aluminio ahorra un 95% de la energía necesaria para crearlo nuevo, una cifra que alcanza el 88% en plástico, un 60% en acero y papel, y un 38% cuando se trata de vidrio:

«Según Sitra, el fondo de innovación estatal finlandés, aumentar la tasa de reciclaje de aluminio, acero y plástico entre un 50% y un 80% reduciría las emisiones industriales europeas, que representan una décima parte de las emisiones totales del continente, en un tercio.»

El auténtico inicio de la economía circular a gran escala

Las acciones concretas a la escala debida pueden, por tanto, lograr resultados efectivos a medio plazo. No obstante, muchas de estas medidas se toparán con el rechazo frontal de empresas (y grupos de presión asociados) cuyo modelo de negocio depende del actual estado de las cosas.

No hay una fórmula inequívoca para globalizar la economía circular, pero el proceso pasa, según Nature, por métodos efectivos para convertir los desechos globales en recursos de la economía circular para crear nuevos bienes, así como en procesos de eficiencia energética.

Surgen nuevos mercados y modelos de negocio, que sólo lograrán la aceleración necesaria con la actuación decidida de mercados reguladores: los desechos municipales, por ejemplo, pueden ser la fuente principal de materias primas para la industria, aunque haya que asumir el coste adicional inicial de adaptar la política de gestión de recursos: cambiar la mentalidad del vertedero por un sistema de reducción, reutilización y reciclaje de eficiencia radical se enfrentará a duras campañas de oposición y desinformación.

A raíz del rechazo de China a aceptar el plástico desechado por países como Estados Unidos, Alana Semuels se pregunta en The Atlantic si asistimos al fin del reciclaje, con consecuencias nefastas para ríos y océanos.

Todo lo contrario, más que al final, asistimos al auténtico inicio de la economía circular a gran escala, un cambio producido por necesidad.