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Comunicar los grandes retos en tiempos teorías conspirativas

La prensa estadounidense formula una pregunta retórica en nombre de la fragmentada, confundida y exhausta opinión pública de Estados Unidos: «¿Qué será de nosotros sin Donald Trump?».

Pasarse más de cuatro años enganchado a semejante figura de telerrealidad transubstanciada en presidente de Estados Unidos ha sido un narcótico potente y hay mucha gente que ha construido su vida cotidiana en torno a ello, argumenta Frank Bruni en una columna de opinión para el New York Times.

«Es aquí donde estamos en este momento»; ilustración del New Yorker

El presidente tuitero no abandonará la primera línea mediática una vez Joe Biden tome posesión de su cargo, y su influencia sobre el partido republicano podría transformar el partido hasta alejarlo definitivamente de los estándares de un partido político comprometido con el juego democrático.

Hablamos de Estados Unidos y tanto la Corte Suprema como el Senado permanecerán a expensas de un partido empequeñecido por la popularidad de Trump entre los simpatizantes, he aquí la auténtica gravedad de la situación.

Cuando Rupert Murdoch encontró los límites de un periodismo dudoso

Deshacerse de una vez del pronto expresidente tiene un coste que Rupert Murdoch y su emporio televisivo en Estados Unidos en torno a Fox News están comprendiendo en estos momentos por el mero hecho de apelar a una mínima decencia periodística y aceptar los legítimos resultados electorales.

El periodismo y su interesado (y contradictorio) papel como cuarto poder, carece de sustituto. Las redes sociales no han probado que los algoritmos sean capaces de superar el falible código deontológico del periodismo, decisivo para servir de vigilante de las instituciones e intermediario privilegiado entre la esfera pública y la sociedad en las democracias representativas.

La campaña de Donald Trump, que se niega a reconocer al ganador y ha lanzado una chapucera estrategia legal para contestar los resultados en ciudades del Medio Oeste con alcaldía demócrata y mayoría de población negra (y no en suburbios blancos donde ha obtenido peores resultados y ha perdido las elecciones), ha tenido que desautorizar las insinuaciones de uno de los abogados de la estrategia legal coordinada por Rudolph Giuliani, la ex jueza federal Sidney Powell, después de que Powell declarara que los gobernadores republicanos de los Estados que ha ganado Biden habrían sido sobornados por intereses extranjeros para decantar la campaña.

Sidney Powell, hasta hace poco un respetado funcionario público, se encuentra en estos momentos en una posición próxima a la sostenida los entusiastas de la teoría conspirativa QAnon, que han insinuado de manera retroactiva que cualquier alto cargo republicano que acepte los resultados electorales lo hace porque forma parte de una supuesta red de pedofilia orquestada por personajes de peso del partido demócrata.

El descenso dantesco de funcionarios sin escrúpulos

La deriva de Rudolph Giuliani y Sidney Powell hacia el interior de la madriguera de Donald Trump constata, una vez más, que la experiencia y educación no garantiza la integridad de personalidades de primera línea.

Podemos remitirnos a los orígenes de una de las teorías conspirativas más persistentes y fructíferas para quienes se sirven de su esquema una y otra vez: la que estipularía que el mundo está dominado por una oscura cábala.

¿Hasta qué punto nos hemos dejado llevar por el espejismo del contenido personalizado y qué mecanismos usamos para comprobar la credibilidad de la información que amplificamos?

Yuval Noah Harari explica en un artículo (Cuando el mundo parece una gran conspiración; versión en español) por qué debemos tomarnos con seriedad y preocupación el hecho de que, tal y como lo confirman las encuestas con un universo de 26.000 individuos de 25 países, un porcentaje elevado de la población cree que «un único grupo de gente controla secretamente los eventos y gobierna el mundo»:

«Las teorías de la Camarilla Mundial arguyen que debajo de un sinnúmero de sucesos que vemos en la superficie del mundo un solo grupo siniestro está al acecho. La identidad de este grupo puede cambiar: algunos creen que el mundo lo dirigen en secreto los masones, las brujas o los satanistas; otros creen que son extraterrestres, reptilianos o varias otras pandillas».

Uno de los aspectos que complican cualquier intento de desmentir teorías conspirativas que se popularizan es la falta de efectividad del desmentido razonado y provisto de evidencia. Una teoría del complot que se precie de serlo se expande entre sus simpatizantes como lo haría un culto: lo correcto es «creer» en lo que el poder establecido y/o el conocimiento con credibilidad institucional desmienten con un supuestamente desdeñoso sentido de la superioridad, pues si lo desmienten «por algo será».

El gusto de Trump y QAnon por los ataques ad hominem

De ahí que la estrategia de acoso y derribo de Donald Trump tuviera tanto éxito, al basarse en su supuesta indignación ante unas élites «políticamente correctas» que mantienen un poder establecido con la ayuda inestimable de «la prensa», deshumanizada en un grupo sin rostro y tildada de, literalmente, «enemiga del pueblo».

Ni siquiera un manual patibulario de cómo cocinar un movimiento populista de corte totalitario (sea estalinista, fascistoide o de nuevo cuño, un «régimen de espectáculo televisivo» orquestado por una personalidad que parece erigirse en la figura polarizadora —la pesadilla o el sueño húmedo— de la generación baby-boomer).

La obsesión de Donald Trump por la escenificación del poder y no por la responsabilidad —y el trabajo consistente— que conlleva ejercerlo, explica hasta qué punto su idea de la prensa se aleja de cualquier respeto por los hechos y una realidad legítimamente interpretada.

Cuando el periodista de CNN Jim Acosta trató de ejercer su profesión con preguntas incómodas a Donald Trump, éste lo desacreditó in situ con un ataque ad hominem y la orden (no la indicación) de devolver el micrófono moderador en el contexto de una rueda de prensa. Posteriormente, el Gabinete del presidente no sólo no matizó el ataque, sino que revocó al periodista la acreditación de acceso a la sala de prensa de la Casa Blanca. En ese momento, Trump escenificaba su «guerra» contra el supuesto «enemigo» arquetípico.

En el contexto de las teorías conspirativas, las camarillas que ocultan su supuesto poder ante «el pueblo» harán cualquier cosa, por muy inverosímil que sea, para mantenerse en el poder:

«Las teorías de la Camarilla Mundial se deleitan en particular con la unión de los opuestos. Por lo tanto, la teoría conspirativa nazi decía que, en la superficie, el comunismo y el capitalismo lucen como enemigos irreconciliables, ¿no? ¡Error! ¡Eso es precisamente lo que la camarilla judía quiere que pienses! Y tal vez creas que las familias Bush y Clinton son enemigos jurados, pero solo están aparentando: a puerta cerrada, todos van a las mismas fiestas del vecindario».

Los que ven el mundo como una gran conspiración

Cualquier intento de la prensa de resaltar las contradicciones o escándalos de corrupción en los que se haya inmerso un demagogo que mantiene una credibilidad próxima al culto con sus seguidores más irredimibles, es desestimado como un ataque de la cábala para desestabilizar su esfuerzo mesiánico. La instrumentalización de los medios de Hugo Chávez y Nicolás Maduro en Venezuela no es, en este sentido, tan dispar de la escenificada en ocasiones por Donald Trump.

Una vez un porcentaje sustancial de la opinión pública ha sido convencida, cualquier descrédito de la prensa será poco menos que un «acto de justicia», un paso necesario para eliminar a los enemigos del pueblo. Yuval Noah Harari:

«A partir de estas premisas, surge una hipótesis. Los sucesos en las noticias son una cortina de humo diseñada con astucia para engañarnos, y los líderes famosos que distraen nuestra atención son meros títeres a merced de los verdaderos gobernantes».

Esta supuesta «cábala» —expone el historiador y ensayista— sigue un argumentario presente ya en el siglo XIX y habría sido utilizada por, entre otros, el Tercer Reich o gobiernos iliberales como el húngaro (con una particular obsesión de Víctor Orbán con el empresario que, recordemos, George Soros, financió con una beca sus estudios en el Reino Unido al entonces joven contestatario criado tras el Telón de Acero).

Negarse a apoyar teorías conspirativas difundidas a través de una tupida red de tertulias radiofónicas, televisión local por cable, congregaciones religiosas, aplicaciones de mensajería encriptada y redes sociales minoritarias, tiene un precio que Fox no parece (ahora) dispuesta a pagar.

No parecen tan predispuestos a abandonar la desinformación los sitios, canales y emisoras que se conforman con ser altavoz de las diatribas conspirativas de la extrema derecha de Estados Unidos, con conexiones en otras esferas de desinformación que figuras como Steve Bannon han pretendido unir y capitalizar, de momento con escaso éxito.

Poner coto al totalitarismo desde los cimientos epistemológicos

Sin embargo, esta red de difusión de una delirante realidad alternativa, presente en el Congreso de Estados Unidos a través de al menos una candidata republicana que apoya el complot QAnon, es la mera punta del iceberg de lo que puede considerarse como una regresión en los consensos mínimos sobre el conocimiento, sobre lo que es o no verdad, sobre la frontera entre la opinión, el sesgo, la manipulación intolerable y el auténtico delirio.

El ataque al periodismo como institución indispensable en una democracia representativa, podría retroceder su asalto a la opinión pública y al más mínimo decoro epistemológico tras la marcha de Trump, pero tanto él como su entorno podrían estar preparando una alternativa pseudo-mediática a Fox, ya sea sobre la infraestructura de canales de noticas ya existentes como Newsmax, o a partir de una nueva marca.

La capacidad memética de las redes sociales nos ha legado una interpretación de la hiper-personalidad de Trump y su relación con el hecho periodístico o con la propia idea de periodismo sujeto a un código ético y a una idea de fidelidad universalista (pseudo-objetiva, si partimos de nuestra incapacidasd de definir lo objetivo de manera inequívoca).

En relación con sus salidas de tono, hemos leído las reflexiones de la filósofa Hannah Arendt sobre los consensos básicos en una sociedad abierta, la distinción entre realidad y ficción:

«El sujeto ideal del dominio totalitario no es el nazi o el comunista convencidos, sino personas para quienes, la distinción entre hecho y ficción (es decir, la realidad de la experiencia), y la distinción entre lo verdadero y lo falso (es decir, las normas del pensamiento), ya no existen».

Steve Bannon y la estrategia del ruido ensordecedor

Desde el ascenso del iliberalismo y las posiciones políticas extremas, muchos han asociado el fenómeno Brexit y Trump con precedentes de la política de telerrealidad en los países desarrollados, lo que llevó al ensayista italiano Giuliano da Empoli a considerar a Italia, medio en broma medio en serio, como «la Silicon Valley del populismo».

Muchos creyeron que era demasiado evocar a Hannah Arendt y a George Orwell, releer cómo se extiende la deriva fascistoide en una sociedad en la obra de Primo Levi, recuperar las novelas del comunista arrepentido Arthur Koestler, acordarse del periodista soviético Vasily Grossman.

El comportamiento de Donald Trump desde el día de las elecciones, así como la docilidad con que el aparato republicano cierra filas con él, anteponiendo intereses mezquinos a cualquier lectura ética del momento, nos anima a no perder de vista las reflexiones de Hannah Arendt sobre el fenómeno de la quiebra epistemológica:

«Si todo el mundo empieza a mentir, la consecuencia no es que cada uno empezará a creerse las mentiras, sino más bien que nadie creerá nada más».

Steve Bannon, aprendiz de técnicas de agitación propagandística que preceden Internet en varias décadas, expresó la misma idea en 2018 de una manera menos elegante, pero más acorde con el estado de ánimo que parece mantener su audiencia:

«Los demócratas no importan. La verdadera oposición son los medios. Y la manera de lidiar con ellos es anegar la zona de mierda».

Sean Illing explica en qué consistiría esta estrategia:

«Para la mayoría en nuestros días, el objetivo de la propaganda sería reforzar una narrativa consistente. Pero la estrategia de anegar la zona adopta un enfoque distinto: busca desorientar al público con una avalancha de relatos que compiten entre sí».

La telerrealidad desde el espejo retrovisor

Esta es la estrategia que Donald Trump habría seguido en el segundo debate televisado con Donald Trump, al limitarse al ataque ad hominem y a una incongruente diatriba de palabras clave capaces de adoptar un sentido simbólico, más que acarrear un significado concreto. Fueron una diatriba de agresividad y determinación extremista, una señal a su electorado para reafirmarse (pese a ser él mismo el presidente) como el supuesto candidato anti-establishment.

El patriotismo de telerrealidad del que Donald Trump y Boris Johnson habían pretendido servirse para resolver retos globales desde un aislacionismo aglutinador es, según exponía el propio Yuval Noah Harari en 2018 en The Guardian, una peligrosa ficción que costará muy caro a la ciudadanía estadounidense y británica. Estados Unidos tiene nuevo presidente. Boris Johnson quizá se convierta en una víctima más del despropósito británico contemporáneo, que Harari considera «una distracción»:

«Además, todo eso de ser independiente no es más que una fantasía. Es que ya no hay países independientes en el mundo. No importa lo que haya escrito en el documento que sea».

Vamos, que la situación contemporánea no está para poses ni para marear la perdiz, dada la emergencia de algunos retos colectivos.

Y, de no ser por la elevada participación de los votantes que el Partido Republicano se había esforzado por apartar de las elecciones con argucias administrativas de todo tipo, la estrategia habría funcionado una segunda vez.

El atractivo conspirativo de los charlatanes y milenarismo al por mayor

Este artículo se centra, sin embargo, en el daño epistemológico que esta estrategia ha causado en una ya de por sí disfuncional relación entre medios de comunicación muy debilitados debido a Internet, y una opinión pública acostumbrada a la desinformación a la carta. Costará explicar que la la información tergiversada para amoldarse a determinados prejuicios preexistentes no es periodismo.

Pero este gusto orwelliano por dotarse de su propia neolengua y sustituir el frágil —y disfuncional— equilibrio entre instituciones, periodismo e interés general por el equivalente a un Ministerio de la Verdad (un «si no gano las elecciones, es que la cábala me las ha robado»), ni nace con Donald Trump ni se circunscribe a su papel de Deus ex machina de la disfunción institucional en una potencia incapaz de dotarse de un relato vertebrador en el que se reconozca una mayoría suficiente. Tampoco es un fenómeno limitado a la extrema derecha estadounidense o siquiera a la esfera política.

En el contexto de la pandemia, asistimos a un flujo de desinformación que dificulta las tareas de concienciación de la opinión pública o siquiera el reconocimiento del riesgo de contagio y proliferación.

Desde marzo de 2020, han surgido mensajes virales que se ajustan al patrón conspirativo que identifica Harari en su artículo, entre ellos la sensación viral identificada como «plandemia», pero también teorías sobre complots del Gobierno chino para desestabilizar a Estados Unidos y a Occidente en general, o incluso campañas fabricadas para tratar de demostrar que Covid-19 escapó de un laboratorio chino y no tendría, por tanto, un origen zoonótico, tal y como han demostrado varios estudios.

La vieja tentación de explicar el mundo con una teoría del complot

Steve Bannon y miembros de la diáspora china en Estados Unidos interesados en desacreditar el régimen de Xi Jinping convergieron en su interés por sembrar dudas sobre el origen del virus, y trataron de amplificar las tesis de la doctora Li-Meng Yan, investigadora en Hong Kong, acerca del origen de Covid-19, un «arma biológica» que el Gobierno chino no quería confesar. Con ayuda económica y asesoramiento de personas próximas a Steve Bannon y a la diáspora china en Estados Unidos, la doctora Yan viajó a Estados Unidos, donde fue entrevistada por los programas de mayor audiencia de Fox News.

La historia de la investigadora tiene graves lagunas sobre el origen del virus, su supuesta secuenciación o incluso sobre su estatuto de «perseguida» por el régimen chino, en efecto totalitario: Danny Hakim, Vivian Wang y Amy Qin han expuesto en un reportaje para el New York Times que la denuncia de la investigadora según la cual su madre estaría siendo torturada por la policía secreta china es, simple y llanamente, falsa (en realidad, su madre se queja de que su hija no contacte con ella y le anima a llamar para explicar cómo va todo).

La desinformación puede influir sobre la opinión política y condicionar votos. También puede costar muchas vidas. En estos momentos, cuando la pandemia se acerca (si todo se desarrolla según lo esperado por gobiernos y autoridades sanitarias) a su recta final antes de la llegada de vacunas y amplios programas de vacunación, preocupa el daño que la desinformación podría hacer entre la población.

QAnon trata de rizar el rizo y ofrece el confort que buscan sus seguidores de esta delirante teoría complotista: una historia simple e interconectada que empaqueta fenómenos y problemas complejos en un relato con gancho.

La supuesta camarilla estaría controlando a la población con medidas de todo tipo, desde vacunaciones químicas forzosas («chemtrails» de los aviones), a través de supuestas sustancias en el agua corriente, con la tecnología de telefonía celular 5G, así como con la pandemia y sus supuestas incongruencias, tales como el titubeo inicial de la OMS sobre el uso de la mascarilla entre la población que hoy usan los seguidores de QAnon como muestra de «su» teoría completa del mundo.

Explicar en redes sociales la necesidad de inmunizarse contra una pandemia

El fenómeno «anti-vaxxer» es una teoría conspirativa de los antivacunas que ha proliferado gracias a la memética y las redes sociales, pero también con la ayuda de líderes de opinión que han amplificado este relato complotista sin base científica (entre ellos, Jill Stein, la política —y doctora— del partido verde estadounidense, el también político Robert F. Kennedy Jr., el actor Robert de Niro, la actriz Gwyneth Paltrow, el cantante español Miguel Bosé, etc.). No debería sorprender a estas alturas: Donald Trump muestra también sus dudas con respecto a la vacunación.

En medio de ataques de personalidades iliberales (Trump, Bolsonaro, Johnson —él mismo antiguo periodista—, Erdoğan, Orbán, Putin —experto él mismo, como veterano del FSB, en una rica tradición de desinformación—), entre el descrédito hacia los medios que fomentan las plataformas tecnológicas y el contenido que difunden, el papel del cuarto poder será más decisivo que nunca para eliminar dudas sobre la futura vacunación frente a la pandemia de coronavirus.

Hasta el momento, las empresas responsables de 3 vacunas han confirmado su inocuidad para la salud y su efectividad frente a placebos: un 90% de efectividad para la última vacuna anunciada por AstraZeneca en el Reino Unido, por un 95% de efectividad en los otros dos candidatos confirmados, la vacuna de la alemana BioNTec y la estadounidense Pfizer, y la de la estadounidense Moderna.

Cuando los responsables de coordinar la lucha contra la pandemia tendrían que esforzarse por recordar que la vacuna todavía no ha llegado y, por tanto, es necesario mantener el esfuerzo de prevención para evitar estragos a partir de focos de contagio exponencial, la opinión pública trata de acelerar el paso y situar la discusión en torno a los planes de vacunación, con lo que el gusto por las teorías del complot está servido para los próximos meses, más allá de la salida de Donald Trump de la Casa Blanca.

Un encargado de seguridad cansado de pamplinas

Como recordatorio del daño que podrían hacer las teorías conspirativas, este fin de semana se congregaron en el centro de Berlín miles de personas para protestar contra las medidas de la Administración de Angela Merkel en la lucha contra el coronavirus —consideradas las más efectivas entre los principales países occidentales—.

En el acto no faltaron discursos extremistas, entre ellos el de una simpatizante «Querdenker» (escéptica del Covid) de la dudosa causa que comparó la supuesta «falta de libertad» debido al uso obligatorio de mascarilla en determinados supuestos con la persecución Nazi sufrida por Sophie-Scholl. Estos comentarios condujeron a uno de los miembros de seguridad del evento a acercarse al púlpito y denunciar a la responsable del discurso por su demagogia y banalización explícita del Holocausto.

El directivo de medios y analista estratégico alemán afincado en Reino Unido Wolfgang Blau avanza el reto que tienen por delante autoridades sanitarias y medios de comunicación, que deberán exponer a la población la necesidad de vacunarse para un retorno con garantías a la normalidad.

A diferencia de otros programas públicos, las vacunaciones masivas sólo alcanzan su objetivo si pueden aplicarse sobre la mayor parte de la población, y el fenómeno del escepticismo contra las vacunas (como el existente contra el cambio climático) se une a otras teorías de la conspiración que, en 2020, convergen siempre en el iliberalismo, los supuestos planes siniestros de pretendidas élites mundiales en la sombra (y, claro, la supuesta «injusticia» contra Trump y sus acólitos).

El delirio conspirativo contra las vacunas y otros retos colectivos candentes no se circunscribe a la población peor educada o más vulnerable, sino que cultiva a menudo su apoyo entre una población tradicionalista y educada que a menudo esconde públicamente sus posturas menos confesables, tal y como demuestra el desfase entre las encuestas y los resultados electorales del Brexit y las dos elecciones estadounidenses con Donald Trump como candidato republicano.

Retos de nuestro tiempo: combatir el delirio conspirativo

En estos días nos llegan ejemplos como el de Thomas E. Brennan, un profesor universitario en Ferris State University (Big Rapids, Michigan), que había sido interpelado por docentes del centro debido a charlas sucesivas donde negaba la gravedad de la pandemia de Covid-19 y la asociaba a una conspiración con todas las características expuestas por Yuval Noah Harari (añadiendo, de paso, un versículo de la Biblia como prueba del origen demoníaco de la empanada mental expuesta).

De paso, el mencionado profesor universitario había asociado este discurso con tesis racistas y pretendidos desmentidos de supuestas cortinas de humo históricas del Gobierno federal, tales como una supuesta falsedad de la energía nuclear (enormes bombas de mero TNT, según él) o del alunizaje del Apollo 11 (según él, efectos especiales). Por supuesto, entre las personas para él siniestras que planean las siete plagas se encuentra el experto sanitario Anthony Fauci (a quien, según Steve Bannon, había que cortar la cabeza y ponerla en una pica a puestas de la Casa Blanca).

Este supuesto cruzado contra «las élites» expone tesis sospechosamente similares a las de QAnon, y demuestra hasta qué punto los mensajes difundidos en las redes sociales y la desinformación asisten a una parte de la población a abstraerse peligrosamente de la realidad.

La campaña de vacunaciones contra la pandemia del coronavirus expondrá no sólo el grado de preparación y ejecución de las autoridades sanitarias de cada país, sino hasta qué punto las distintas opiniones públicas han caído en el juego de la desinformación.