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Conócete a ti mismo: soledad y vejez no son enfermedades

Estar solo se ha convertido en la era de los impulsos, la multitarea y la sobrecarga informativa, en poco menos que una enfermedad, una lacra perseguida y aplacada con píldoras mágicas y terapias de distinto pelaje.

Las connotaciones negativas de la soledad y la introspección son tan universales en la cultura de masas como considerar el envejecimiento no como una consecuencia de la transitoriedad de lo que nos rodea, sino como otra enfermedad. ¿Qué puede haber peor que estar solo y envejecer?

Veamos… Bien, según la filosofía de vida (manera consciente de vivir) imperante en la cultura popular de las últimas décadas, sólo habría algo peor que estar solo o envejecer: ambas cosas a la vez. Estar solo Y envejecer.

Premios inmediatos y falsos elixires de juventud

En un artículo para The New York Times sobre fertilidad y modernidad, Ross Douthat esbozaba algunos de los síntomas de una cultura donde predomina el hedonismo inconsciente y el premio inmediato de la gratificación instantánea:

“Es un estado de ánimo que (…) abraza las comodidades y placeres de la modernidad, mientras omite los sacrificios básicos que dieron pie a nuestra civilización”.

Impermanencia y envejecimiento

Ocurre que la soledad y ser consciente, a través del cultivo personal, de la transitoriedad del universo y de que uno envejece, son los dos pilares que han puesto de acuerdo a filosofías de vida clásicas, psicología moderna y neurociencia: el bienestar duradero llega al afrontar el pasado y disfrutar de lo que tenemos, ya que envejecemos, y no pasa nada.

En cambio, recuerdan psicólogos y filósofos contemporáneos como William B. Irvine, quienes han vivido sin una filosofía de vida coherente quieren permanecer jóvenes a toda costa y evitar, cueste lo que cueste, lo inevitable: envejecemos. Y, a veces, estamos solos. Y eso está bien.

(“Heráclito“, de Johannes Moreelse)

Es más, reflexiona Irvine, “alguien que piense vivirá para siempre es más probable que malgaste sus días que alguien que comprenda que sus días están contados, y una manera de avanzar en esta comprensión consiste en contemplar la propia muerte con periodicidad”.

Sobre discurrir por la vida de manera consciente

El estoico Séneca sintetizaba la comprensión de su mortalidad y la impermanencia del universo: “Nos engañamos al considerar que la muerte está lejos de nosotros, cuando su mayor parte ha pasado ya, porque todo el tiempo transcurrido pertenece a la muerte”.

Cuantro siglos antes, Sócrates había exhortado a sus alumnos: “Que cada uno de tus actos, palabras y pensamientos sean los de un hombre que acaso en ese instante, haya de abandonar la vida”.

Eso sí, esta conciencia de la propia mortalidad, asumida a través de la introspección, permite valorar la propia existencia y disfrutar de cada pequeño momento, en vez de convertir la realidad presente en una especie de perpetuo punto muerto previo o posterior a un atracón sensorial.

Ventajas de cada momento de la vida (también la vejez)

La vejez, exponía Séneca, tiene sus ventajas indudables: “apreciemos y amemos la vejez, porque está llena de placer si uno sabe cómo usarlo”, ya que, apuntaba el filósofo cordobés, a medida que uno pierde la habilidad de experimentar ciertos placeres, disminuye el deseo de abandonarse a ellos.

En la primera vejez, reflexionaba, todavía acompañan las fuerzas y la conciencia es más libre para disfrutar de la existencia, al requerir menos energía racional y fuerza de voluntad para controlar los impulsos, ya que nuestro propio reloj biológico hace su trabajo.

Cuando un gracioso preguntó a un Sófocles ya anciano, para hacerlo enfurruñar, si todavía podía hacer el amor a una mujer, el poeta trágico contestó con tranquilidad: “Estoy muy contento de haber escapado de ello, como el esclavo que se ha zafado de un amo loco y cruel”.

Más que haberse convertido en un viejo senil, un ciudadano “no apto”, una sombra de lo que había sido, Sófocles estaba contento de que su raciocinio estuviera perdiendo su dependencia física.

(Inesperadas) herramientas de bienestar: el fatalismo de la existencia

No sólo se puede ser feliz siendo consciente de que el tiempo pasa y uno envejece, sino que el fatalismo de la existencia es algo así como el combustible de nuestra dicha.

Filosofía clásica y psicología contemporánea coinciden en que, para lograr la anhelada autorrealización (se le llame bienestar duradero, felicidad, etc.), no hay píldora ni pseudoterapia que valgan.

Basta con optar por una filosofía de vida coherente, aplicada con consistencia, y ejercitar la fuerza de voluntad, que opera como un músculo (y, por tanto, puede tonificarse con la práctica o atrofiarse con la ausencia de ésta), decían los fundadores de las distintas escuelas filosóficas cuando impartían la asignatura que consideraban más importante, la del arte de vivir. Los jóvenes no sólo aprendían sobre el mundo -física, matemáticas, metafísica-, sino sobre el propio individuo.

La técnica estoica de la “visualización negativa”

Una manera de valorar la existencia y lo que ya se tiene es recordarnos a diario que podríamos perderlo, técnica usada por los estoicos para sacar partido de la cotidianeidad: la “visualización negativa” o, en la terminología de la psicología moderna, “pensamiento negativo”.

La temática se populariza y ha traspasado los círculos académicos, donde el ensayo Guide to the Good Life, del profesor William B. Irvine, había alcanzado notoriedad, al argumentar con solidez por qué el estoicismo es una filosofía de vida racional y efectiva, una especie de versión occidental (eso sí, poco popular y olvidada, sepultada en oscuros departamentos de filosofía de universidades segundonas) del budismo zen.

Recuperando a los estoicos desde la psicoterapia

Psicoterapeutas como el neoyorquino Albert Ellis –explica Oliver Burkeman en The Wall Street Journal-, que murió en 2007, redescubrieron una técnica clave, por su efectividad, usada por los filósofos estoicos de la Grecia y Roma clásicas: en ocasiones, la mejor manera de afrontar un futuro incierto consiste en centrarse no en el mejor escenario, sino en el peor.

Tanto el estoicismo como los psicólogos que han proseguido con su redescubrimiento para la ciencia actual han comprobado, cada uno a su manera (los estoicos, aplicando las técnicas a su propia existencia, usando la introspección; los psicólogos, mediante estudios), que exponerse a pensamientos negativos -de pérdida de lo que tenemos, por ejemplo-, nos hace más conscientes de la dicha cotidiana y, por tanto, más felices a largo plazo.

Riesgos del pensamiento positivo a ultranza

El artículo en The Wall Street Journal es más revolucionario de lo que cabría suponer. Como recuerda Oliver Burkeman, psicólogos y escuelas de negocio han celebrado en las últimas décadas ensayos como El poder del pensamiento positivo de Norman Vincent Peale. Recuperar técnicas como el “pensamiento negativo” eudemónico y estoico dinamita esta visión.

El influyente ensayo de Norman Vincent Peale es fruto de una época en que los dependientes de tiendas y restaurantes tenían que hablar con una -forzada- sonrisa en su rostro, los anuncios mostraban caras simétricas y sonrientes y las familias tenían que sucumbir al poder positivo de historias para todos los públicos como Sonrisas y lágrimas. Buena como espectáculo cinematográfico, irreal como modelo vital.

A veces, lo que genera bienestar duradero no nos hace sonreír

Seis décadas después, todos hemos llegado a la conclusión de que, llevado al extremo, el “positive thinking” representa un mundo distópico, de cartón piedra, un híbrido entre Pleasantville y The Truman Show, tan poco racional como cualquier entorno donde se sugiera al individuo que todo es fácil, que no debe esforzarse ni perseverar, sino consumir y sonreír.

O que la jornada laboral semanal debe reducirse a 4 horas (como sugiere algún joven autor superventas, que invita a sus lectores a “unirse a los nuevos ricos”) y otras muestras de un mundo aparentemente ideal, sin sufrimiento ni tiempo para la introspección.

En este mundo del pensamiento positivo a ultranza, la soledad y la vejez son tratadas como dolencias crónicas, cuanto más sentimientos humanos como la tristeza o el saboreo consciente de un fracaso.

Introspección como herramienta de bienestar y progreso

Sócrates y los herederos de la práctica de la virtud para lograr el bienestar duradero, desde los más moderados -eudemonistas, estoicos- a los más ascéticos -cínicos-, basan los métodos de sus filosofías de vida en un consejo presocrático, presente en los primeros filósofos griegos, así como en los orientales: cultivar la introspección para alcanzar un nuevo estadio de desarrollo personal.

Para aprender a vivir y tener una mirada propia y virtuosa hacia el exterior, el individuo debía conocerse a sí mismo y, para lograrlo, las distintas escuelas coincidían a grandes rasgos en la receta:

  • cultivo de la razón y aprendizaje continuo para evitar el peor mal para Sócrates, la ignorancia (Aristóteles: “Como la vista es al cuerpo, la razón es al alma”);
  • control los impulsos para depender cuanto menos mejor de lo ajeno a la propia persona, porque no depende de ella y a la larga causa desazón (Aristóteles: “Considero más valiente al que conquista sus deseos que al que conquista a sus enemigos, ya que la victoria más dura es la victoria sobre uno mismo”);
  • regirse en la vida cotidiana por el uso de la razón y la vida sencilla, priorizando las recompensas sosegadas, fruto del esfuerzo y la perseverancia -gratificación aplazada- (Aristóteles: “Somos lo que hacemos día a día; de modo que la excelencia no es un acto, sino un hábito”); no conocemos nuestros propios límites, ni lo que somos capaces de lograr;
  • avanzar en cualquier proyecto o quehacer cotidiano de acuerdo con la naturaleza, o tal y como ha previsto la naturaleza (un concepto similar al “tao”, o flujo natural descrito por el taoísmo);
  • apreciar lo que uno ya tiene, realizando ejercicios cotidianos dominados por el raciocinio y la introspección, tales como el consejo estoico de los ejercicios cotidianos de “visualización negativa”, consistentes en pensar qué ocurriría si perdiéramos nuestra pareja, alguno de nuestros hijos, la salud física y psíquica, nuestro hogar (por humilde que sea), etc.

Apreciar lo que uno tiene, porque puede perderlo

El método de la visualización negativa promovido por los estoicos fue recuperado por teólogos abrahámicos (la tradición aristotélica y eudemónica fue recuperado por augustinianos –Agustín de Hipona y discípulos- y averroístas –Averroes y discípulos-), así como filósofos y pensadores del Renacimiento y la Ilustración, pero su valía en el ejercicio de la introspección ha sido también ratificada por la filosofía y psicología contemporáneas.

Pese a que las distintas escuelas filosóficas competían entre sí en Grecia y Roma y trataban de atraer a los discípulos más brillantes para, entre otras materias, enseñarles a vivir (filosofía de vida eudemónica o “arte de vivir“, según el estoico Epicteto, un esclavo liberto conocido por sus consejos sobre cómo alcanzar la “tranquilidad” o bienestar duradero).

Si bien nos ha llegado la obra parcial de autores que pertenecían a las distintas escuelas, muchas de sus enseñanzas sobre el cultivo de la introspección según los cánones clásicos occidentales aparecen, a lo sumo, en fragmentos, entre menciones cruzadas de otros filósofos e historiadores clásicos, o la posterior traducción de sabios medievales árabes, hebreos y cristianos.

Compilación deshilachada de valiosos consejos para la vida

Por ejemplo, se conserva de Sócrates lo que sus discípulos escribieron de él, o se han acumulado pistas sobre la filosofía de vida estoica por los consejos y prácticas que aparecen en las obras, epistolario y memorias de los estoicos clásicos y los teólogos que los interpretaron cuando avanzó la cristianización.

Por ejemplo, el cristianismo adoptó muchas de las ideas estoicas, tildando a Séneca y Marco Aurelio como “uno de los nuestros”.

Ello no evitó que los consejos introspectivos ofrecidos por el estoicismo para autorrealizarse perdieran popularidad entre los ciudadanos educados de Roma ante el avance de la interpretación abrahámica del mundo.

(“Heráclito llorando“, de Hendrick ter Brugghen)

Se impuso una visión del mundo más dogmática y maniquea, menos racional, obsesionada en culpabilizar al ser humano por las miserias de sus impulsos, en lugar de enseñarle una “filosofía de vida” coherente que le otorgara autonomía y libertad para autorrealizarse, optando racionalmente por evitar los impulsos en beneficio del cultivo personal virtuoso.

La caja de herramientas clásica del “arte de vivir”

El individuo había perdido la libertad para practicar una filosofía de vida basada en el cultivo introspectivo y con el único tutelaje del análisis racional perseverante y optar por una existencia sencilla, acorde con la naturaleza.

Sólo teólogos y pensadores con acceso al saber clásico pudieron aprender y transmitir a los pensadores del Renacimiento y la Ilustración la “caja de herramientas” clásica del arte de vivir, los consejos para ser feliz, más allá de las “notas al pie” metafísicas, en las que lo que no tenía explicación plausible era concedido a los dioses en la Antigüedad, y a Dios en la Alta Edad Media.

Tal y como compila William B. Irvine en Guide to the Good Life, los estoicos creían que era posible autorrealizarse usando las siguientes herramientas introspectivas:

  • practicar la visualización negativa (apreciar lo que tenemos, porque es transitorio, según el concepto presocrático -también oriental- de impermanencia);
  • más vida interior e introspección para no depender de lo externo;
  • conocer el fatalismo de la existencia (ir contra la naturaleza -el “tao” oriental- es contraproductivo): es imposible modificar el pasado, pero sí es posible ajustar a los eventos e incidir sobre el resultado de los eventos futuros;
  • aceptar y dominar el placer, ya que de su control cotidiano dependerá el bienestar duradero (Sócrates: “Las verdaderas batallas se libran en el interior”;
  • reflexionar sobre la propia existencia (el equivalente a la “meditación” oriental, o la vida ascética gnóstica, etc.);
  • escoger bien a los allegados para evitar las malas influencias, ya que (como ha refrendado la ciencia) la negatividad se transmite con la rapidez y facilidad de un virus;
  • relacionarnos con otros manteniendo la “tranquilidad” o racionalidad, evitando los instintos, impredecibles y a menudo devastadores;
  • reaccionar ante situaciones explosivas (insultos, dolor, rabia) con indolencia e incluso compasión;
  • evitar superficialidades como la vanidad o la “fama” que aumentan la dependencia del individuo de fenómenos externos (y, por tanto, reducen su libertad);
  • prepararse para saborear la mesura (hay términos medios entre la vida lujosa y superficial, ajena a la introspección; y la ortodoxia ascética de los cínicos, contrarios a cualquier comodidad. Aristóteles: “La virtud es una disposición voluntaria adquirida, que consiste en un término medio entre dos extremos malos, el uno por exceso y el otro por defecto”);
  • aprender a envejecer (y a morir, ya que no es una enfermedad, sino el fin de la vida).

Adaptación hedónica

La psicología moderna y neurología han refrendado los mecanismos por los cuales los comportamientos impulsivos -gratificación instantánea- nos causan placer, debido al fenómeno de la adaptación hedónica, término acuñado por Shane Frederick y George Loewenstein.

Según la psicología positiva, la adaptación hedónica, o “rueda hedónica“, es el fenómeno mediante el cual nuestro ánimo vuelve a la casilla de salida después del subidón producido por la obtención del último “premio”. Una vez caemos en la trampa del hedonismo impulsivo, no hay compra o método de gratificación que sea suficiente para saciar nuestro apetito, que actúa como en cualquier otra adicción.

La introspección invita a hablar con uno mismo, escucharse a uno mismo, indagar en uno mismo, abandonando el confort del premio fácil y la ausencia de autocrítica. No es un camino de rosas e implica ser consciente de la ignorancia, fragilidad y mortalidad de uno mismo, y erigir a partir de aquí una fortaleza racional, cocinada a fuego lento, que permita al individuo disfrutar de la voz interior, la soledad.

El precio de la racionalidad

A través del cultivo personal, nace la conciencia de que los premios no nos mejoran ni nos hacen más felices. Esta dura indagación toma forma, según el momento y la persona, de soledad voluntaria -no confundir con la forzada, por circunstancias ajenas al individuo tales como enfermedades mentales, confinamiento forzado, etc.- divagación, contemplación, experiencia de flujo, meditación o cualquier otra actividad usada para avanzar en el conocimiento interior.

Pero tanto los filósofos clásicos como los psicólogos y neurocientíficos contemporáneos destacan que disfrutar del tiempo para indagar en uno mismo no está al alcance de cualquiera; requiere estar preparado, ejercitarse, ser consciente de lo sencillo que es perder el sosiego y la fortaleza abandonando la racionalidad en favor de cualquier impulso a corto plazo.

¿Por qué es tan difícil conocerse a uno mismo? Porque, para ello, decían Sócrates y sus discípulos (los de su teoría mística -Platón-; teoría racional -el discípulo de Platón, Aristóteles-; y los de su filosofía de vida -estoicos, cínicos-), no hay atajos ni premios azucarados para saciar los sentidos, sino virtud, estudio, ejercicio físico, perseverancia, autocrítica, fuerza de voluntad.

Abandonarse a los sentidos, dicen eudemonistas y estoicos, supone dar a nuestros instintos ancestrales de supervivencia lo que quieren, con las consecuencias desastrosas de la insaciabilidad.

Controlar, no reprimir

Controlar los placeres (no reprimirlos, sino regularlos de manera racional), convierten un mendrugo de pan y una manzana en un festín para los sentidos. El estoico Musonio Rufo, uno de los grandes olvidados de la filosofía clásica, desempolvado ahora por profesores como el “estoico practicante” y autor de Guide to the Good Life, William B. Irvine, abandonaba con regularidad y de manera voluntaria las comodidades cotidianas, para así apreciar hasta lo más sencillo y humilde.

El poder ancestral del “pensamiento negativo”, refrendado por la psicoterapia contemporánea, se origina en el período filosófico anterior a Sócrates, dominado por la observación de la naturaleza o panteísmo. Los presocráticos se esforzaban por buscar el origen de las cosas, el sustrato del universo.

Los presocráticos indagaron en la impermanencia del universo y la incapacidad para comprender algunas grandes cuestiones, pero Sócrates bajó la discusión a la tierra y centró su interés en el ser humano y su autorrealización, ya que conocerse más a uno mismo conducía a una mayor comprensión del universo (usar la razón, vivir según la naturaleza).

Platón -estética, misticismo- y Aristóteles -lógica, racionalidad- continuaron la enseñanza más teórica de Sócrates, mientras las escuelas del período helenístico desarrollaron sus técnicas de introspección, recuperando el concepto presocrático de conocerse a uno mismo.

Conociéndonos a nosotros mismos

De entre estas escuelas, entre las que destacaban peripatéticos, cínicos, epicúreos o estoicos, entre otras, los estoicos ganaron el favor de la ciudadanía educada; el avance de las religiones abrahámicas y el fin del Imperio Romano diluyeron la popularidad de las técnicas estoicas para lograr el bienestar duradero.

Estas técnicas fueron, sin embargo, “tomadas” por teólogos cristianos (a menudo desmereciendo o dogmatizando consejos asumibles por cualquiera, sin el tutelaje de ninguna institución), alabadas y usadas por pensadores posteriores.

A lo largo de los siglos, el “conócete a ti mismo” (en griego, γνῶθι σεαυτόν -gnóthi seautón-; “temet nosce” o bien “nosce te ipsum” en latín) inscrito en el templo de Apolo en Delfos fue reivindicado por Heráclito, Sócrates, Pitágoras o Tales de Mileto.

Pero también por Thomas Hobbes, Alexander Pope, Benjamin Franklin, Ralph Waldo Emerson o Samuel T. Coleridge. O por los directores de cine Larry y Andy Wachowski, que incluyeron el aforismo latino “temet nosce” sobre la puerta del Oráculo, en su película The Matrix (1999).

Las filosofías de vida posteriores a Sócrates prosiguieron con la tarea presocrática de buscar el común denominador (la raíz, sustancia, materia o elemento primigenio, el “arché“) de la conducta humana, ya que comprenderse a uno mismo significaba indagar en la comprensión de los demás y a la inversa.

Seguimos en ello, o deberíamos.