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Contagio de selfies: hipertransparencia y derecho al anonimato

Quienes nos servimos del acceso a la información para analizar la cultura y la actualidad desde nuestro punto de vista, no podemos abandonar los métodos de transmisión de los acontecimientos y creencias de la época en que vivimos.

Hay distintas maneras de tomar el pulso al clima intelectual y cultural de un momento, y la nuestra es especialmente proclive a los malentendidos, pues las redes sociales han amplificado y deformado en concepto de «actualidad».

Inspirados quizá en la cultura del «muévete rápido y rompe cosas» popularizada por los servicios de Internet, las redes sociales han antepuesto la popularidad y el rendimiento económico de la información que retransmiten (y de la cual no se responsabilizan) al más mínimo rigor. Como consecuencia, la investigación computacional ha priorizado algoritmos de aprendizaje automático con objetivos alejados de los consensos del conocimiento (epistemología) de la Ilustración.

Conceptos como el de opinión pública (y su alcance), sentido común, objetividad, ética o incluso «verdad» no surgen de ideas universales infalibles y trascendentales, presentes en el espíritu humano (no son ideas «a priori», siguiendo la reflexión sobre lo universal y lo que deriva de la experiencia de Immanuel Kant), sino que forman parte del sentido común percibido entre los participantes de una sociedad o civilización en una época determinada.

La dificultad para ver con perspectiva

Los códigos dentológicos son consensos frágiles que, para mantener su rigor y utilidad, deben avanzar con la época como lo hace la lengua escrita (el ideal fijado de una lengua, a través del consenso de quienes se postulan como representantes de la comunidad de hablantes) para mantener el vínculo y la proximidad con la lengua hablada, que muta siguiendo un fenómeno similar al que rige las mutaciones en la estructura de organismos vivos o la popularidad del contenido en repositorios de información no taxonómicos. Es la memética de, por ejemplo, los contenidos que logran una —a veces pretendida o fabricada— popularidad orgánica en las redes sociales.

Al tratarse de conceptos adquiridos a partir de una evolución intelectual colectiva y una mentalidad compartida, las construcciones útiles, consensuadas y reconocidas por la mayoría (a través del mecanismo de la opinión compartida, o universales subjetivos: lo que Edmund Husserl llamó «intersubjetividad»), éstos pueden erosionarse o desaparecer con la misma facilidad o deriva más o menos fortuita con que aparecieron.

En sus reflexiones acerca del racionalismo crítico, Karl Popper situó el surgimiento de la mentalidad inquisitiva y crítica en la cultura de algunos filósofos presocráticos, quienes, como Anaximandro, invitaban a sus discípulos a poner en duda los pensamientos del maestro, siempre que pudieran demostrar su punto de vista.

La emergencia del pensamiento crítico nos interesa en la actualidad. Tan alejado en el tiempo como nos parece, rememorar su vigencia es indispensable en sociedades tecnificadas con acceso instantáneo a la información. Karl Popper creyó que la erosión de los consensos sobre el pensamiento científico llegarían con el empobrecimiento de la calidad y con el sesgo en los medios de masas.

El pensador británico de origen austríaco murió sin asistir al auge de un medio instantáneo, bidireccional y con diseño libertario, en el que la información se transmitiría entre personas de todo el mundo sin intermediarios ni filtros, donde las teorías del conocimiento serían simplemente troceadas en la práctica.

Memes y falsas equivalencias

El momento que nos ha tocado («zeitgeist») promete hacer realidad la falsa equivalencia entre «acceso instantáneo a toda la información del mundo» y progreso.

Las teorías evolucionistas aplicadas a las ciencias humanas por pensadores como Herbert Spencer (lectura predilecta del padre de Borges y de Jack London, y autor de la máxima de tintes eugenésicos de «la supervivencia de los más aptos»), demostraron su peligrosidad al ser tergiversadas por las políticas públicas de ingeniería social más atroces.

Sobre la práctica, el evolucionismo social de Spencer no permitió el reinado de la meritocracia, sino la perpetuación de los modelos que se imponen por su peso o atractivo (y no por su superioridad práctica y ética): la ley del más fuerte y no la opinión más ponderada, el reinado de lo popular —a menudo, superfluo y chocante— y no de lo veraz y necesario, el éxito de lo ruidoso y tendencioso, y no de lo conveniente.

Asistimos a las consecuencias del despliegue de un modelo de comunicación global volcado en transmitir información sin filtros ni consenso ético de mínimos (por ejemplo, la aspiración a la veracidad y a determinados valores universales que la mayoría compartimos, a través de los «universales subjetivos» que contribuimos a sostener y a hacer evolucionar).

Este evolucionismo cultural alérgico al oficio humano de los frutos más preciados de la subjetividad compartida (la mejora de conjeturas a través del ensayo y error, la ética, la aspiración a la veracidad y el respeto de los derechos fundamentales, etc.), se convierte a menudo en una atroz maquinaria automatizada que nos exhorta a cada uno de nosotros con contenido personalizado, a que persistamos en nuestras percepciones y sesgos.

El espejo donde no deberíamos reflejarnos

Los algoritmos de las redes sociales nos ofrecen una madriguera como la de Alicia para adentrarnos en un mundo mágico a la carta en el que nuestras filias habitan en el paraíso, mientras las fobias, que también consultamos con fruición, lo hacen en los círculos concéntricos del infierno dantesco. Y, a tenor de la crisis epistemológica en la que nos adentramos, el modelo informativo puramente evolucionista confirma los temores de Karl Popper o Hannah Arendt, entre otros: hay que empezar a preocuparse cuando la separación entre lo veraz y el sesgo interesado ha desaparecido.

La posverdad emerge con el consenso de los cultos postmodernos y se aleja de la aspiración a los hechos o a las hipótesis científicas del momento. En este clima de contenido popular, los principales servicios privados de la Red han promovido de manera casi siempre interesada el exhibicionismo personal, que se ha traducido en la pérdida efectiva de la privacidad del avatar personal que nos sustituye en el mundo digital, cada vez más decisivo en nuestra vida cotidiana.

El aprendizaje automático de las herramientas para gestionar datos a gran escala, «big data», se servirá de cuantos más vectores de información sea posible para medir nuestra vida en el mundo real y el virtual (al fin y al cabo, construimos una «realidad espejo» de la que será difícil escapar, un «mirrorworld » que ilusiona a las empresas del sector y cuya deriva deberíamos ser capaces de controlar, para evitar el fenómeno inverso).

Este conocimiento de nuestra propensión a determinadas filias y fobias, o a reacciones relevantes ante determinados contenidos, podría crear perfiles sobre nuestra existencia que no controlamos y que atentarían con nuestros intereses.

Registros privados atentarían contra nuestros intereses y derechos cuando la publicidad contextual aumenta su agresividad y explota las debilidades de un internauta de manera personalizada, cuando empresas e instituciones obtienen información sobre nosotros sin nuestro consentimiento; cuando la hipertransparencia en la Red y la tendencia de la información a colarse por cualquier resquicio («la información quiere ser libre», se proclamó desde Silicon Valley) persiga a los internautas en el futuro; cuando perdamos, en definitiva, rasgos humanos esenciales para cultivar y mantener nuestra integridad y aspiración humanista, como nuestras imperfecciones, contradicciones y carácter falible.

El aprendizaje automático no hace humanos

Están en juego no sólo la calidad del debate social y democrático, la fragmentación e involución de los valores compartidos (a través de los «universales subjetivos» o «intersubjetividad») o la propia validez de las teorías del conocimiento (epistemología) que permiten un avance científico respetuoso con los valores humanistas, sino nuestro propio derecho a la privacidad.

Sin el respeto de la privacidad no puede existir la introspección, ni la discreción, ni los matices y contradicciones que hacen que todos compartamos determinados valores y aspiraciones pero que, a la vez, seamos también diferente. La música, el arte o la literatura nos ayudan a celebrar la multiplicidad y el carácter único del punto de vista y de la mirada propia: no hay dos fotógrafos preciados que enmarquen sus imágenes de una manera predecible o fácilmente replicable por un algoritmo.

Creer que los algoritmos tienen todas las respuestas es dar la razón al pensamiento totalitario que aspira a eliminar los matices percibidos, el carácter imprevisible —a veces sublime, a veces mezquino— de la condición humana, o la propia belleza de la celebración de un momento en el universo desde un rincón y con un punto de vista determinados.

El Tercer Reich se apresuró a tildar de «arte degenerado» a todo arte atrevido que aspiraba a retar el pensamiento de una época, a la vez que celebraba los pastiches preciosistas de familias-arquetipo con una prole tan sana y hermosa como lo son los animales que ilustran el empaquetado de la leche y los alimentos que encontramos en el supermercado.

¿Dejaremos a una máquina decidir qué es «arte válido» y qué es «arte degenerado»? ¿Puede entender un algoritmo que la belleza de las canciones de Dylan está también en la voz carraspeante y el timbre de esparto del propio Dylan? ¿Que la evolución pictórica de Picasso o de Goya son patrimonio de todos, y no el capricho de alguien que empezó pintando «bien» y acabó pintando peor?

Los modelos antropomórficos de Auguste Rodin y de Alberto Giacometti carecen de la aspiración realista de los modelos clásicos y renacentistas. ¿Son por ello inferiores?

El qué dirán

La pérdida del componente humano en lo compartido y lo privado acerca a los fundamentalistas de los modelos del «Yo cuantificado» al peligroso reduccionismo de los ideales mecanicistas de la Ilustración, que trataron de construir modelos sociales e ideales humanos «exactos», intachables, aburridos y —para totalitarismos modernos como el comunismo de Estado y el fascismo— prescindibles.

Cuando todo es susceptible de ser rastreado e introducido como información en modelos que tratan de cuantificar la realidad, no importa lo discretos que pensemos ser en la Red: el valor de la actividad agregada de «usuarios» (nunca «ciudadanos», porque un ciudadano implica un individuo con derechos inalienables) es demasiado valioso para el modelo de negocio de la Internet comercial como para caer en el «olvido».

En los modelos entrópicos de la información digital, parece no haber cabida para el componente humano de los seres humanos. El filósofo francés afincado en California René Girard se sirvió del efecto de red que explica el contagio de opiniones y prejuicios (y que ha conducido a lo largo de la historia a los comportamientos gregarios más atroces), y que él llamó «deseo mimético», para explicar fenómenos contagiosos como el consumo conspicuo: no deseamos algo de manera intrínseca y aislada de lo que nos rodea, sino que el deseo de otros sobre lo mismo sirve de marcador de valor y supuesta «necesidad» inducida.

De este modo, y como había constatado a principios del siglo XX el sociólogo estadounidense Thorstein Veblen, el motor de la sociedad de consumo se erigiría no ya alrededor de lo que en realidad necesitamos para una vida dichosa, sino como respuesta competitiva a lo que el entorno considera valioso: un vehículo igual o mejor que el vecino o los familiares, una vivienda igual o más grande, una educación igual o más prestigiosa (importa el aspecto social, y no su valor auténtico), etc.

La importancia de la privacidad

El deseo mimético explica, al menos en parte, fenómenos contemporáneos como la cultura de las grabaciones en el móvil de espectáculos en directo (nuestra imposibilidad de disfrutar en profundidad de lo experimentado en tiempo real queda anulada con la sensación de estar grabando y «compartiendo» lo experimentado con otros a través de nuestro avatar digital)… o como la última —e inquietante— moda de recurrir al retrato de vanidad de nuestro tiempo, el selfie, ante un lugar memorable azotado recientemente por una catástrofe.

Los autorretratos con el móvil frente a la catedral de Notre-Dame de París, o junto a lugares azotados por catástrofes que han merecido el interés mediático y memético, nos recuerdan hasta qué punto nos dejamos contagiar por las modas pasajeras de nuestro tiempo.

El profesor de derecho y ciencia computacional Woodrow Hartzog y el profesor de filosofía Evan Selinger firman una columna de opinión conjunta en el New York Times, en la que confunden el derecho a la privacidad con una supuesta necesidad por «ser oscuro». Quizá ambos se refieran a los beneficios de una aspiración tan ajena a la cacofonía de influencers actual como el cultivo celoso del anonimato y de la esfera privada de nuestra vida.

A medida que la técnica reduce el concepto de espacio y elimina marcadores propios de otras épocas, ya no hay nada de exclusivo en visitar Notre-Dame o acudir a cualquier paraje remoto que despierte de repente en deseo mimético de la marabunta. Hartzog y Selinger:

«Sin la penumbra, no tendríamos la libertad de tomar riesgos, fracasar y resarcirnos después. Nos bloquearíamos por miedo a ser señalados como fracasados por un sistema que nunca olvida».

Surgen fenómenos tan absurdos como la muerte fortuita sobrevenida mientras la víctima asumía riesgos para aumentar la espectacularidad de un selfie.

Lo que los anunciantes saben de nosotros

El reinado de la Web social ha derribado la aspiración a sentirnos parte del contexto en que estemos inmersos sin la pulsión de «publicarlo» en las redes sociales (para que otros señalen la importancia relativa del evento anodino). En este exhibicionismo ubicuo dominado por los marcadores miméticos y las apariencias, sólo quienes reivindican su derecho a no seguir la nueva pulsión logran conceder cierta importancia a experiencias cotidianas sin tratar de sustituirlas por su idealización postiza en el espacio de su avatar digital.

«¿Crees que eres discreto en línea?», nos exhorta la profesora de ciencias de la información turca afincada en Estados Unidos Zeynep Tufekci en un artículo publicado también en el New York Times. «Piénsalo otra vez». La tecnología de «inferencia de datos» conecta las trazas que dejamos en acontecimientos cotidianos registrados (compras con tarjetas de crédito, gestiones administrativas a través de terceros, viajes en transporte público y supuestamente «privado», etc.) y en nuestra actividad digital.

Por mucho que tratemos minimizar el seguimiento de nuestro comportamiento, la tecnología que permite a empresas e instituciones anotar patrones de conducta de los que ni siquiera nosotros somos del todo conscientes, se afianza y ya forma parte de la realidad menos confesable de la deriva comercial y desinteresada del humanismo de la sociedad de la información.

El Washington Post nos confirma en un artículo del 22 de abril cómo la Internet comercial antepone un modelo de negocio basado en la hipertransparencia (el rastreo de datos y actividad: la vigilancia panóptica) a nuestros intereses personales: aprendemos que las aplicaciones de móvil diseñadas para ayudar a fumadores y a víctimas de trastornos como la depresión comparten los datos recabados con plataformas publicitarias que tratan de explotar las debilidades detectadas.

Panoptismo

Quienes se animan incluso a pagar dinero por el próximo paso de este experimento panóptico de alcance global (en el que, en calidad de primeros usuarios absorbemos los excesos sin que existan todavía las regulaciones pertinentes para protegernos), un test de ADN, quizá harían mejor en dedicar un rato a estudiar, aunque sea de manera superficial, las reflexiones de pensadores como Michel Foucault (que, como Popper, murió antes de la aceleración exhibicionista en que estamos inmersos) sobre la sociedad contemporánea.

Quizá baste con ver la película Gattaca, estrenada en 1997 pero, como ocurre con The Matrix (1999), más pertinente hoy que en el momento de su estreno.

O, si la ciencia ficción no es lo nuestro, siempre hay filmes como La vida de los otros (2007). No hace falta haber nacido y crecido en la RDA para comprender, a través del fenómeno de la «intersubjetividad», que todos perdemos en cuando se materializa una distopía panóptica capaz de moldear su propia realidad al más puro estilo del Ministerio de la Verdad.

Cuando creímos que el panoptismo y la eugenesia —intoxicación informativa y «biopolítica» (un concepto de Foucault)— habían perdido en la historia, despertamos con la sensación de que la eterna recurrencia no es sólo una metáfora usada por Nietzsche.