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Cuando todo el mundo aspira a influenciar, gana el algoritmo

Hace unos días, alguien compartía un vídeo que condensa muchos de los clichés de la versión que parecemos haber merecido de la post-postmodernidad. El zeitgeist que viene lo hace en forma de vídeo-ocurrencia en TikTok, o quizá de mensaje efímero en plataformas de la competencia.

En él se observa una conversación con la cámara del móvil, al más puro estilo «influencer» (modo vertical ocupado por el rostro del conductor) de quien nos invita a un rápido recorrido (preparado y editado, faltaría más) por una casa compartida para «influencers adultos de TikTok».

El cicerón de este pequeño vídeo, él mismo micro-personalidad de la mencionada plataforma en boga de muchos adolescentes, nos va presentando a los supuestos habitantes de este experimento en «co-housing».

Hace unos años, habríamos esperado que el vídeo formara parte de un gag visual de Monty Python o, en su defecto, de algún imitador regional (en el caso de Estados Unidos, podría haberse tratado de un gag visual de Saturday Night Live à la John Belushi).

Objetivo: gustar a Mr Algoritmo

No es este el caso y quien lo comparte, el humorista estadounidense Jack Wagner, nos avisa en su tuit: «sinceramente lo peor que he visto». Lo que garantiza lo contrario: máxima difusión del supuesto vídeo de TikTok. Nuestro cicerón pasa rápidamente a mostrar la frenética actividad de esta casa ocupada por «influecers adultos» (la necesidad del adjetivo calificativo no nos sorprenderá, al conocer de sobras el perfil social de, por ejemplo, el presidente de Estados Unidos).

Sobre el césped artificial de la terraza, tiene lugar la grabación de una serie de ejercicios (dos chicas atractivas con mallas ajustadas poniéndose de cuclillas e incorporándose a continuación) para el canal de YouTube de uno de estos «influencers».

A continuación, se nos presentan los otros habitantes de la casa en una acción supuestamente espontánea: un creativo discutiendo por teléfono, una entrenadora personal especializada en meditación, una asesora de marcas, un entrenador de fitness que come, se ejercita, lee un documento y sonríe a la cámara recién acicalado, un «coach de motivación», una pareja de modelos y entrenadores de fitness que, para variar, se ejercitan ante la cámara. Y, finalmente, el presentador se revela.

Los comentarios suscitados por el vídeo revelan las distintas dinámicas en las redes sociales. Determinados círculos en Twitter, más próximos a la crítica periodística, no pasan la oportunidad de mofarse del espectáculo.

Sin embargo, tanto el presentador como los habitantes de esta «casa TitTok para adultos llamada Honey House» habrán logrado lo que se proponían, al adaptar la democratización de los 15 minutos de fama anunciados por Andy Warhol, pregonero de la banalidad del culto posmoderno a uno mismo, a los segundos de fama relativa en una era cibernética dominada por el agotamiento digital expuesto por el filósofo surcoreano afincado en Alemania Byung-Chul Han.

Sin autoridad reconocida, no hay crítica cultural (sólo «viralidad»)

El ejemplo nos sitúa ante la encarnación más reciente de un fenómeno en el que todos hemos participado —y muchos lo seguimos haciendo, aunque sea en ocasiones con mayores escrúpulos que los aquí expuestos— en los últimos años ante el ascenso imparable de un contenido creado (o unos servicios prestados, en el caso de la economía mal llamada «colaborativa») por la porción más activa de la propia audiencia.

La eliminación de barreras entre creadores y audiencia, acompañada de medios de producción cada vez más sofisticados, asequibles y fáciles de usar, ha transformado la industria del entretenimiento desde que, en diciembre de 2006, la revista Time anunciara que su personalidad del año era el usuario de Internet, a la vez creador y consumidor.

En la imagen aparecía un monitor que hoy nos parece algo desfasado, dominado por un reproductor de YouTube y, en el centro, una única palabra: «You». Unos más que otros. Todos, al fin y al cabo. Desde el mayor youtuber (a estas alturas, «youtuber» será una palabra de facto) al trol más insufrible del canal más oscuro.

Los profesores estadounidenses Naomi Oreskes y Erik M. Conway firman un artículo en Scientific American donde explican cuáles son las implicaciones de la transformación de nuestra manera de consumir información desde la era de los medios de masas (unidireccionales y bajo control epistemológico) al panorama actual, inabarcable y bidireccional.

Hemos asistido a la sustitución meteórica de los intermediarios (con su formación y sus intereses, su sesgo y sus aciertos: su humanidad, en definitiva), asociados al viejo orden cultural y político, por un panorama controlado por algoritmos donde el contenido abandona su carácter estratégico, que se convierte de repente en una mercancía con un valor percibido marginal. Las empresas tecnológicas que controlan la nueva distribución no sólo han logrado captar la atención de personas que se transforman en «usuarios» que se convierten en las cobayas humanas de nuestra época.

Adentrándonos en la madriguera

Edward Bernays, el sobrino de Sigmund Freud a quien debemos la adaptación de la propaganda totalitaria de los medios de masas a la publicidad y relaciones públicas de posguerra, se habría maravillado ante la posibilidad actual de Alphabet o Facebook para personalizar el contenido de los usuarios en función de sus intereses (o debilidades) que ha expuesto (y que no hay que confundir con los declarados), y cómo la publicidad presentada en esta madriguera de Alicia de contenido digital tiene una conversión muy superior a cualquier otro modelo publicitario del pasado.

Observamos cómo los propios cimientos de nuestro sistema de valores y conocimientos compartidos ceden ante el peso de la producción independiente de contenido, pero también del sesgo y la desinformación. Hoy, cada vez más usuarios se encomiendan al criterio de algoritmos que eluden cualquier responsabilidad editorial sobre la calidad o el contenido de la información difundida.

El nuevo escenario de producción y consumo de contenido de entretenimiento se adapta con facilidad —y bajo presupuesto— a distintos perfiles: desde los escuetos y resultones clips de TikTok al cajón de sastre —en calidad de producción y de contenido— en que se ha convertido YouTube, pasando por la transformación de los nuevos distribuidores de producciones televisivas y cinematográficas, con Netflix en cabeza, en productores de su propio contenido.

Amazon y Apple (a través de Apple TV) también tratan de reducir su dependencia con respecto a productoras asociadas a los círculos de distribución de Nueva York y Hollywood, e integran tanto proyectos con espíritu independiente de productores, directores y actores consolidados, como producciones que hasta hace poco habrían tenido el reducido recorrido de los festivales independientes y la distribución «indie».

Del tocadiscos al walkman

En Internet, todo cabe, y esa es la gran ventaja —y maldición— de nuestra época, que banaliza el oficio artesanal y siempre subjetivo de producir una historia audiovisual.

Según Naomi Oreskes y Erik M. Conway, apenas hemos empezado a comprender las implicaciones de un contenido ilimitado que sometemos a un único filtrado, el de los algoritmos. Sin línea editorial ni consenso epistemológico posibles, el contenido «consumido» explora nuevas fronteras cognitivas, asociadas a fenómenos como el déficit de atención, el adoctrinamiento y la radicalización, o la dependencia.

Esta transformación tecnológica se diferencia de otras grandes transformaciones de los últimos 150 años en su impacto cognitivo: la sociedad del conocimiento no sólo ha desmaterializado productos y servicios, sino que ha logrado, gracias a su ubicuidad, ocupar los puntos muertos de nuestra vida cotidiana. Sin tiempo ni predisposición para relajarnos, meditar, divagar o, simplemente, bregar con el ritmo pausado —o el hastío ocasional— del devenir cotidiano.

Años 50: cuando la televisión prometía ocio en familia sin necesidad de saber tocar el piano o ir al teatro; el Walkman empezó a consolidar la fragmentación de la experiencia mediática que caracteriza nuestra relación actual con los medios (una pantalla —con contenido personalizado— por persona); debemos preguntarnos si conceder la llave a empresas para que personalicen nuestra experiencia no es dar luz verde a nuestro adoctrinamiento

Los medios de comunicación de masas habían evolucionado en el contexto de la sala de estar doméstica durante los años de prosperidad que siguieron a la II Guerra Mundial; como había ocurrido con el fonógrafo (luego, su versión electrificada, el tocadiscos) y la radio, el televisor ostentaría un lugar central en el entretenimiento compartido de la familia. A diferencia del piano, los medios de masas no requerían una cierta posición económica y sociocultural y entretenían a toda la familia.

La era pop, asociada primero al tocadiscos, se transformó con la popularización de los equipos de alta fidelidad a precios asequibles fabricados en Japón y, luego, en otros países asiáticos. El casete y su primera versión portátil, el Walkman de Sony (1 de julio de 1979) inauguraron el entretenimiento individualizado que marcaría el postmodernismo hasta nuestros días. Diez años más tarde, aparecía la primera Nintendo Game Boy, la primera videoconsola portátil de cartucho en convertirse en fenómeno global.

Discman, Minidisc, iPod y otros dispositivos análogos fueron meros hitos en el camino hasta la auténtica transformación, que haría converger la experiencia del reproductor de medios, el teléfono móvil y el ordenador con acceso a Internet.

El último hombre tiene un iPhone 11 Pro (que cambiará en breve)

Han pasado apenas 13 años desde el lanzamiento del primer iPhone, aunque muchos tengamos la sensación de que el acontecimiento pertenezca a una era lejana y nebulosa, cuando la tecnología giraba más en torno a la especulación sobre sus posibilidades que a propósito de los efectos irresistiblemente adictivos de su inabarcable contenido cotidiano, como ocurre en la actividad. Componentes internos, procesadores y ofertas competitivas de datos móviles han convertido el móvil en un apédice de la población, con las derivadas socioculturales que el fenómeno conlleva.

¿Hasta qué punto dependemos —para el trabajo, el ocio y el confort psicológico— de las pantallas que absorben nuestra energía del mundo físico y atención y nos guían con insistencia a que sigamos desviviéndonos con nuestro perfil digital? Alimentar nuestro avatar implica desvestir nuestra identidad convencional e inflar un perfil de cartón piedra donde filtramos las aspiraciones, carencias —reales o percibidas— e inseguridades.

¿Qué ocurriría si, como decide Albert Camus en su ensayo de madurez El hombre rebelde, decidimos decir «no»? ¿De dónde procede la ansiedad, el miedo a perderse algo (fenómeno que tiene sus siglas en inglés, FOMO), la autodfustigación para sonreír cuando no apetece, fotografiar un supuesto momento idílico cuando en realidad ha suscitado ansiedad, el trabajo no remunerado de mantener al día el perfil en LinkedIn, Facebook, Instagram, etc.?

«¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice no. Pero negar no es renunciar: es también un hombre que dice sí desde su primer movimiento. (…) El rebelde (es decir, el que se vuelve o revuelve contra algo) da media vuelta. Marchaba bajo el látigo del amo y he aquí que hace frente. Opone lo que es preferible a lo que no lo es».

¿Y si, como sugieren Nietzsche —con la alegoría del «último hombre», un ser debilitado por la toxicidad de la conveniencia y el conformismo— y Aldous Huxley —en la sociedad embotada en contenido de entretenimiento de la novela premonitoria Un mundo feliz, avanzadilla de lo que estaba por llegar en la ola New Age a cuyos orígenes él mismo contribuyó—, hubiéramos confundido sentimiento de pertenencia con el uso desaforado de los servicios digitales?

En la penumbra

Tom Lamont evoca en un reportaje para la revista 1848 editada por The Economist la historia de Sam Winston, un artista visual independiente del Reino Unido que, saturado por el alud de información sobre Brexit, Donald Trum y el resto del muy tóxico zeitgeist de la recta final de 2016, decidió realizar el gesto contemporáneo que podría equivaler a la huelga de hambre por motivos políticos o éticos: se encerró en casa sin dejar entrar la luz ni acceder a cualquier pantalla o servicio tecnológico.

Winston quería conocer la reacción de sus sentidos a la ausencia prolongada de estímulos como la luz, las pantallas y servicios digitales, los sonidos artificiales que nos distraen, el contacto humano. Antes de empezar el experimento, realizó una rápida pesquisa y dio con un experimento de los años 50 en la univeresidad canadiense de Manitoba, en el que se pidió a cientos de participantes que permanecieran en solitario y en una habitación a oscuras durante tanto tiempo como pudieran soportar.

Primer Walkman (1979)

Un tercio de los participantes del experimento abandonó en cuestión de días, si bien Winston se dispuso a entrar en «hibernación sensorial» ni contacto digital o humano durante un mes, 672 horas en solitario y sin niñera digital. Cuatro semanas completas.

En consonancia con el resultado de otros estudios sobre privación sensorial, la falta de uso de la vista se trasladó en una patente agudización del resto de los sentidos. Más que aumentar, los otros sentidos se hacen más prevalentes ante la ausencia del sentido que ha tomado la iniciativa en una sociedad más visual que nunca.

La psicología experimental constata que, cuando somos expuestos a permanecer en la penumbra de manera prolongada, ritmo circadiano (y sus efectos sobre descanso, alimentación, apetito sexual, etc.), sentido del devenir del tiempo y estado anímico se transforman para garantizar la supervivencia en la nueva situación. Asimismo, los enormes recursos que nuestro cerebro dedica a la percepción visual son reusados en otras tareas.

Días extraños

Semejante experimento podría acabar por desestabilizar un estado anímico que debe copar con las derivadas sociales y económicas de la pandemia que, recordemos, seguirá afectándonos al menos durante dos años, según los expertos.

Charles Spence, miembro del departamento de psicología experimental de la universidad de Oxford, explica qué ocurre cuando dejamos de someternos al ritmo normal de impulsos visuales en nuestra vida cotidiana (transporte público, vehículo privado, interacciones, pantallas digitales):

«Cuando uno desactiva la percepción entrando en la oscuridad, las imágenes mentales no tienen nada con qué competir. Este hecho las convierte en el fenómeno más intenso al abasto. De ahí que se puedan padecer alucinaciones y haya gente que confunda la realidad con sus imágenes mentales, la imagen mental con la realidad».

Ningún delirio derivado del fenómeno expuesto alcanzará la intensidad de algunos de los hilos y memes de motivación y entretenimiento que pueden encontrarse (y consumirse con total libertad, como un nuevo opio para nuestra corteza cerebral al estilo del delicioso filme de ciencia ficción de 1995 Días extraños, firmado por Kathryn Bigelow a partir de un guión de su entonces pareja James Cameron, y protagonizado por Ralph Fiennes).

Desde el interior de un cambio al que contribuimos, quizá no seamos conscientes de que, cuando todos aspiramos a influenciar, a negar cualquier autoridad experta y a invertir en una parroquia propia, perjudicamos cualquier proyecto sólido de prosperidad compartida o de sociedad.

En un contexto de competición encarnizada por una atención que no entiende de calidades ni criterios de selección basados en baremos culturales, quien gana es el algoritmo, beneficiario de los frutos de repartir el «soma» personalizado a cada «ciudadano», que desciende al estatuto de «usuario». Un «downgrade» en toda regla.