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De «Berlin Alexanderplatz» a hoy: sobre desigualdad y descontento

Berlín, 1930. La República de Weimar no había superado la debilidad económica y crediticia derivada de la hiperinflación del período 1920-1923.

Alfred Döblin lo retratará en el contexto de su novela Berlin Alexanderplatz. La violencia política y el desencantamiento de una clase obrera cada vez más radicalizada se convertirán en caldo de cultivo del ascenso del nazismo, con la victoria en las elecciones de 1933.

Berlín también albergaba a artistas y veteranos de guerra, que influían sobre las esperanzas y aspiraciones políticas de la bohemia de la ciudad, tal y como narra Arthur Solmssen en otra novela situada en el Berlín inmediatamente precedente al ascenso nazi, Una princesa en Berlín (el protagonista, el joven estadounidense Peter Ellis, cambiará París por la capital alemana y allí se cruzará con Walter Rathenau, Max Lieberman, Bertolt Brecht y los arribistas que pasarán del banco socialista revolucionario a los grupos de choque de las SA.

Einstein mostró públicamente su preocupación sobre la deriva de la débil República de Weimar; en 1930, propuso desde Berlín varias soluciones para evitar lo que llegaba

Albert Einstein, figura científica eminente desde su participación en los congresos Solvay previos a la Gran Guerra, habitaba Berlín en 1930, momento de efervescencia en las artes y el teatro, pero también en la percepción de inseguridad y las trifulcas cotidianas.

Es en esta época cuando Einstein advierte a la opinión pública de la época con un escrito aparecido en la prensa, donde teme que la miseria, el paro y la desigualdad extrema pueden traducirse en reacciones a la desesperada: disturbios, conatos de revolución, auge de movimientos populistas que se presenten como paladines de una mano dura necesaria para acabar con la crisis social…

Cuando Einstein escribía desde Berlín

En el momento de escribir sus reflexiones, Einstein carecía del beneficio de la mirada retrospectiva que sólo concede el tiempo. Es fácil predecir una vez ha ocurrido.

«Si hay alguna razón que pueda motivar a un profano en cuestiones económicas como yo a dar su opinión sobre las angustiosas dificultades económicas de nuestra época, se trata sin duda de la confusión exasperante de los diagnósticos promulgados por los especialistas.

«Mi reflexión no es original y apenas representa la convicción de un hombre independiente y honesto, sin prejuicios nacionalistas, sin reflejos de clase, que desearía encarecida y exclusivamente el bien de la humanidad y una organización más harmoniosa de la existencia humana».

En el mismo texto, Einstein pasaba de las grandes palabras, al estilo universalista de Victor Hugo, a las soluciones concretas para tratar de desactivar la bomba de relojería social en que se habían convertido los míseros arrabales de las grandes ciudades alemanas.

Las propuestas de un físico para frenar lo que llegaba

Entre otras medidas de choque para reducir rápidamente la desigualdad extrema, el físico teórico proponía reducir la duración del tiempo de trabajo —para así poder repartirlo entre candidatos con mayor equidad—, regular la cantidad de moneda en circulación y el exceso de crédito —para combatir fenómenos como la devaluación y la deflación—, así como establecer límites al precio de mercancías estratégicas, entonces afectadas por el abuso de los monopolios y carteles sectoriales.

Tres años después de estas reflexiones, los nacionalsocialistas ganaban el voto popular y Adolf Hitler se convertía en canciller de una República de Weimar que se apresuraría a desmembrar para erigir en su lugar el Tercer Reich, la estructura nacionalista y totalitaria temida por quienes habían denunciado los problemas sociales acumulados desde el fin de la Gran Guerra.

¿Qué habría ocurrido en las elecciones alemanas de 1933 si la economía hubiera sido más estable en el país, los empleos mejor repartidos y menos míseros, los salarios más elevados, la moneda más valorada a ojos de las instituciones alemanas y de los organismos internacionales?

Los paralelismos entre el caldo de cultivo de los populismos en los «felices años 20» del siglo XX, y la inestabilidad percibida por la clase media más vulnerable a la precariedad en los países desarrollados en la actualidad, tienen que limitarse al proceso de aprendizaje de las sociedades, cuando son capaces de enfrentarse con madurez a los fantasmas del pasado.

El descontento actual

Un estudio del grupo de interés RAND calcula el coste que el crecimiento de la desigualdad tiene sobre los trabajadores de Estados Unidos. Cada año, una distribución de salarios cada vez más concentrada en los extremos priva a los trabajadores estadounidenses de 2,5 billones (el trillón anglosajón) de compensaciones.

Dicho de otro modo, si los salarios desde los años 80 hubieran tenido la misma distribución que en los 70, el trabajador medio estadounidense por tiempo completo habría obtenido un salario de 92.000 dólares anuales, y no los 50.000 dólares anuales de la actualidad.

Portada de la primera edición de «Berlin Alexanderplatz», la influyente novela de Alfred Döblin sobre los años turbulentos de la República de Weimar, observados desde los bajos fondos de Berlín

Pero la desigualdad extrema no sólo afecta al bolsillo de la población, sino que incide sobre todas las facetas sociales y de la existencia, desde la salud a las perspectivas de recibir una educación de calidad o de ascender socialmente.

Descontento, extrema desigualdad, precariedad laboral, exclusión económica de la clase media vulnerable debido a la Gran Recesión y a la crisis del coronavirus… Si a estos síntomas, añadimos los propios de un clima cambiante, así como las manifestaciones (en ocasiones derivadas en disturbios) tras la muerte de George Floyd, parecemos asistir a una tormenta perfecta que la situación política de Estados Unidos podría amplificar.

¿Qué escribiría Albert Einstein sobre el momento que vive su país de acogida y, por extensión, los países llamados desarrollados, en los que amplias capas de la clase media no se sienten partícipes del progreso económico de las últimas décadas?

Comportamiento de las élites y descontento social

Dos sociólogos especializados en evolución cultural, Jack A. Goldstone, también historiador de la George Mason University, y Peter Turchin, firman en Noema Magazine un provocador artículo, Bienvenidos a los turbulentos años 20.

El artículo de Goldstone y Turchin abre mencionando el modelo creado por el primero hace 3 décadas, que exploraba la correlación entre cambios de población y la transformación del comportamiento de un territorio, su clase gobernante y la sociedad en su conjunto.

En el trabajo, Goldstone argumentaba que, en el siglo XXI, los cambios económicos y demográficos aumentaban las posibilidades de tener un presidente populista, aislacionista y nacionalista, que apoyara sin remilgos el supremacismo blanco y la doctrina del «America First». Transformaciones, todas ellas, alejadas del rol geopolítico del país desde finales de la II Guerra Mundial.

Hace una década, el otro firmante del artículo, Peter Turchin, aplicó el modelo de Goldstone a la sociedad estadounidense del momento:

«Lo que emergió era alarmante: Estados Unidos se dirigía hacia el momento de mayor vulnerabilidad y crisis política que el país había vivido en más de cien años. Antes incluso de que Trump fuera elegido, Turchin publicó su predicción según la cual el país iba derecho a los “turbulentos años 20”, y aventuró un período de creciente inestabilidad en Estados Unidos y Europa Occidental».

El modelo de Goldstone y Turchin se basa, explican, en la asunción de que, a lo largo de la historia, lo que genera inestabilidad política es el comportamiento de las élites, las cuales cometen a menudo el error de reaccionar a fenómenos como el aumento de la población a largo plazo con tres comportamientos erráticos fundamentales.

Un paseo por las raíces del populismo

En primer lugar, cuando un aumento de la mano de obra reduce los salarios y la productividad, las élites optan por acaparar una porción mayor de las ganancias para sí, lo que conduce a fenómenos como la galopante desigualdad en Estados Unidos en la actualidad.

En segundo lugar, un aumento del número de nuevos aspirantes a amasar riqueza y prestigio conduce al mayor celo de las viejas élites, que dificultan la movilidad social en favor de sus propias relaciones, lo que erosiona la confianza en las instituciones, incapaces de reconocer la meritocracia con premios concretos.

Alexanderplatz a pie de calle, 1928

Finalmente, las élites, ansiosas de conservar su fortuna, impiden leyes que corrijan esta tendencia a la acumulación de riqueza entre los más favorecidos a través de una fiscalidad redistributiva o proporcional. Esta negativa a participar en la fiscalidad de una manera proporcional conduce a una erosión del erario, que se traduce en el empeoramiento de los servicios públicos, el mantenimiento de las infraestructuras, etc. Según los autores,

«Semejantes élites egoístas allanan el camino a las revoluciones. Éstas crean el caldo de cultivo de mayor desigualdad y debilitan tanto la eficacia como el prestigio de la gobernanza. Pero sus acciones, por sí solas, no son suficientes. La urbanización y una mayor educación son necesarias para que emerjan grupos organizados y conscientes entre la población, capaces de movilizarse y promover el cambio».

Este comportamiento de las élites establecidas y las tensiones derivadas propulsaron revueltas con importantes consecuencias, como la emancipación estadounidense o la Revolución Francesa, así como períodos de inestabilidad como las revoluciones europeas de 1848 (Primavera de los Pueblos) y la Guerra Civil estadounidense.

Cuando la debilidad de percibe como pérdida de legitimidad

¿Cómo calcular el bienestar entre la población de una sociedad en un momento histórico determinado y extrapolarlo de tal modo que sea comparativo con otros momentos y lugares? Los autores se sirven de indicadores de bienestar y marcadores de desigualdad y polarización política: salario medio en comparación con el PIB per cápita del país, esperanza de vida, número de millonarios e influencia política, lealtad al voto de partido en el Parlamento, así como la incidencia de disturbios, terrorismo y asesinatos políticos.

Estados Unidos se encontró en otros momentos —argumentan Goldstone y Turchin— en situaciones arriesgadas. Mientras Einstein advertía en Berlín sobre la deriva de la República de Weimar, Estados Unidos padecía las consecuencias más crudas del crac bursátil de 1929 y lugares tan emblemáticos como Central Park contaban con poblados de viviendas informales habitadas por los más míseros de entre los nuevos desposeídos. La prensa llamó a los asentamientos «hoovervilles», en referencia al controvertido presidente Herbert Hoover.

Cuando parecía que el país se encontraba al borde de una revuelta popular (o, quizá, de una nueva Guerra Civil), los votantes estadounidenses decidieron votar en 1933 por Franklin D. Roosevelt, cuyas políticas estatistas iniciaron un proceso de redistribución efectiva de la riqueza que sentaría las bases de la próspera posguerra en Estados Unidos.

Economistas como Thomas Piketty o, más recientemente, Branko Milanovic (autor del ensayo Capitalismo, nada más), han argumentado que sólo unas reformas que logren reducir la desigualdad y proteger a quienes perciben sus perspectivas como un recorrido sin fin hacia la precarización, podrán suplantar otros mecanismos de ajuste históricos que llegan tarde o temprano en sociedades disfuncionales donde la desigualdad se percibe como insostenible.

Cuando la clase media se siente relegada

Los analistas franceses Jean-Marc Siroën y Pierre Bentata debaten en Atlantico.fr acerca del nexo entre la deriva de la mundialización, que ha perjudicado a las clases medias populares en los países desarrollados, y los descontentos que se traducen de distinto modo en cada país.

En Francia, se trataría según ellos del caldo de cultivo ideal para sostener el pupurrí de consignas populistas de los «chalecos amarillos».

El desencanto de la clase media que se percibe perdedora de la mundialización no parte, según los analistas, de que su prosperidad se haya reducido en las últimas décadas, sino del hecho de que ésta ha crecido con mucha menos rapidez que la prosperidad meteórica de la clase media en China y, en menor medida, otros países emergentes.

Alexanderplatz (Berlín) en 1930

Este estancamiento percibido es, a la vez externo (en el contexto de la mundialización) e interno, pues los empleos cualificados ajenos a la competencia encarnizada de la mundialización han mejorado sus perspectivas y, por tanto, propulsado una mayor desigualdad en el interior de la sociedad. Quienes empeoras sus perspectivas sienten hacerlo con respecto a sus vecinos mejor adaptados y a los centros de producción que han atraído los empleos deslocalizados. Según Jean-Marc Siroën,

«Los efectos políticos y sociales de la mundialización comercial han sido sin duda más importantes que sus efectos macroeconómicos. En Francia, al menos hasta la crisis de la Covid-19, la mundialización ha beneficiado en efecto a determinados territorios (Midi, Rhône-Alpes, …) pero desertizado a otros».

Qué exigir y con qué fines

El efecto amplificador de la desinformación en las redes sociales devolverá las movilizaciones masivas a Francia y a otros países cuando la pandemia lo permita.

De fondo, es difícil no reconocer la incapacidad, a escala individual y colectiva, para demandar una visión vertebradora a largo plazo que evite la polarización y permita distribuir la riqueza de un modo menos peligroso.

Evitemos, al menos, los 3 errores de bulto que llevan a los países a la confrontación, según Jack Goldstone y Peter Turchin: aprovechar la competencia en la base para acaparar más ganancias en la cúspide; bloquear cualquier contribución fiscal equitativa; y cerrar el paso a quienes, por mérito, demandan legítimamente beneficiarse de la meritocracia.

En estos momentos, sociedades como la estadounidense flirtean con la tensión producida por estos tres factores.