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De Golding a Gavroche: aprender de dilemas morales infantiles

Tromelin es un diminuto islote bajo y sin apenas vegetación en medio del Índico, entre Madagascar y Reunión. La isla, de 0,8 kilómetros cuadrados y sin apenas vegetación, es territorio francés.

Su forma ovalada recuerda a la de una lágrima. Allí, en ese territorio diminuto y yermo rodeado por aguas inclementes, sucedió una historia que evoca las tropelías del colonialismo europeo, cuando en 1761 llegaron a su orilla un grupo de esclavos supervivientes del naufragio de un barco negrero que los llevaba desde Madagascar hasta Mauricio, entonces territorio francés.

En realidad, la tripulación blanca del navío también había sobrevivido al naufragio, si bien estos decidieron abandonar a los setenta esclavos supervivientes en el islote, con la promesa de regresar.

La operación de rescate no se produjo hasta 1776, dieciséis años más tarde. Siete de los setenta esclavos abandonados habían sobrevivido, así como un bebé nacido allí. Siete mujeres y un bebé. El islote sería nombrado de Tromelin, apellido del oficial de la marina francesa que se había dignado a organizar el regreso.

La bondad humana según Rousseau y Gavroche de «Los miserables»

Hace tiempo que abandonamos la idea de la existencia de una bondad intrínseca en cualquier ser humano al nacer, tal y como Rousseau expusiera en su teoría sobre la educación: instruir debidamente podía alejar cualquier maldad del alma humana.

Esta idea universalista, explorada como nadie por Victor Hugo en Los miserables con personajes infantiles como Gavroche, el mísero pillo de buen fondo y un sentido casi innato del altruismo, la justicia y el heroísmo, es puesta a prueba en sucesivos experimentos filosóficos y literarios. También en la vida real.

Gavroche, el célebre personaje de Victor Hugo («Los miserables», 1862)

El buen fondo del mocoso Gavroche, así como la nobleza natural de sus dos hermanas y el desamparo de sus dos hermanos pequeños, tan inocentes como perdidos en un París que no atiende a la miseria, contrasta con la mezquina maldad de los Thénardier, los padres de la malograda cuadrilla. Los padres no han logrado, con su maltrato, acabar con la llama de la esperanza en la bondad del mundo que mantienen unos hijos castigados por la vida en los arrabales del siglo XIX.

El pesimismo de un hombre atormentado por la guerra

El señor de las moscas, la novela de William Golding, es el origen de un subgénero de la literatura juvenil que culmina en títulos como «Los juegos del hambre», en los que un grupo de jóvenes protagonistas deben sobrevivir en un mundo con adultos ausentes, lo que les obliga a afrontar sin mediación ni experiencia los grandes dilemas de la existencia.

Si Victor Hugo escribía Los miserables en pleno siglo XIX y con una aspiración reformista a la altura de las grandes utopías de la —ya alejada en el tiempo para su generación— Revolución Francesa, la forma y el fondo de «El señor de las moscas» no puede desligarse del cinismo nihilista que siguió a la II Guerra Mundial.

Como había escrito Albert Camus en un editorial para Combat (8 de agosto de 1945), después de la barbarie a escala industrial del Holocausto, Hiroshima y Nagasaki, ya nada podía volver a ser igual y los viejos postulados universalistas aparecían como meros legajos inocentones propios de las grandes declaraciones de principios. Y, sin embargo, el mundo necesitaba volver a creer en el humanismo de la humanidad, Camus el primero (como así intentaría en sus últimos ensayos y su inconclusa novela póstuma, El primer hombre, de carácter autobiográfico).

En El señor de las moscas, William Golding explora los recovecos más oscuros del comportamiento humano al partir de una tesis que le permite abstraer a los protagonistas de cualquier condicionante propio de la socialización: un avión inglés se estrella en una isla desierta con una treintena de adolescentes, por lo que cuentan con la tabla rasa del aislamiento y la edad temprana para eludir una mentalidad de autocontrol propia de las sociedades complejas (tal y como empezaría a explorar en la misma época el filósofo francés Michel Foucault).

Niños que sobreviven sin adultos en una isla desierta

Los adolescentes de Golding no son los seres sin maldad ni mezquindad que Sócrates y Rousseau asociarían al conocimiento y la educación, respectivamente, sino que la ausencia de normas y límites provoca que los nuevos habitantes de la isla desierta olviden viejos códigos.

Poco a poco, se produce un descenso desde los códigos propios de sociedades ilustradas al barbarismo más impulsivo. El racionalismo, la mesura y el diálogo, viejas conquistas de la filosofía clásica, dejan paso a un mundo cuyos códigos superan el pesimismo vitalista de Schopenhauer o el darwinismo social de Herbert Spencer (acuñador, recordemos, de las tesis sobre la supervivencia de los más aptos).

Fotograma de la adaptación cinematográfica de 1963 de «El señor de las moscas»

Es como si la historia de Golding pretendiera ilustrar el texto del grabado de los caprichos de Goya (1799), donde leemos El sueño de la razón produce monstruos. Sin sociedad, se imponen la locura y la lucha a muerte por la única prevalencia reconocida, la de la fuerza bruta.

El tribalismo no se adscribe a sociedades que no abandonaron la autoorganización en pequeños grupos que luchan por la mera supervivencia, sino que cualquier sociedad compleja y supuestamente humanista puede experimentar una regresión repentina si se dan las condiciones.

«El señor de las moscas» en el mundo real

Es la exploración de Pierre Boulle en La Planète des singes (1963), que inspiraría la adaptación cinematográfica de Franklin J. Schaffner protagonizada por Charlton Heston (1968); o la deriva delirante del hombre fuerte que crea una sociedad a medida en lo más profundo de la selva, como el misterioso Kurtz de El corazón de las tinieblas, la novela corta de Joseph Conrad, o su alter ego pasado por la mentalidad febril de una generación de posguerra estadounidense traumatizada por Vietnam (el coronel Kurtz de Apocalypse Now, papel a la altura del Marlon Brando dirigido por Coppola.

Pero el experimento literario de William Golding exploraría más el propio pesimismo del autor que la sociología-ficción, pues la deriva distópica de la pseudo-sociedad infantil en la isla desierta no tendría por qué corresponderse con la realidad.

No hace falta quedarse en los supuestos: Rutger Bregman (el ensayista holandés que alcanzó cierto reconocimiento global al servirse de su turno en Davos para denunciar la impunidad con que los más ricos eluden el pago al que sí se somete al resto de la población) citaba en The Guardian un caso real que tituló: «El auténtico Señor de las moscas: qué ocurrió cuando seis niños sufrieron un naufragio de 15 meses».

Portada de la edición original de «El señor de las moscas» (Faber and Faber, Londres, 1954)

Bregman reconoce haberse sentido desilusionado sobre la deriva de la novela de Golding, que parece descartar cualquier capacidad humana por superar las constricciones propias de una situación extrema en un lugar remoto, donde ni recompensa ni castigo tienen mucho sentido.

Sin embargo, explica, hay historias reales que explican una deriva muy distinta. En 1966, seis niños de Tonga habían naufragado en una isla desierta, para ser luego rescatados por un navío australiano. Los niños explicarían la clave del éxito de su supervivencia: la capacidad para cooperar y resolver conflictos sin llegar a extremos autodestructivos.

Sobre naufragios y comportamiento humano

La historia narrada por Bregman contrasta con otras tragedias de las que también tenemos constancia histórica que no fueron tan bien, en las cuales no se cumplen las condiciones del accidente de avión ficticio de Golding o el naufragio real en la inmensidad del Pacífico de los niños tongoneses: son historias protagonizadas por adultos.

Algunas de ellas son consistentes con las tesis de Bregman y reviven una cierta confianza en la capacidad humana para cooperar en situaciones extremas, como la supervivencia en la Antártida de Ernest Schackleton y su la tripulación del RRS Discovery, una vez su navío quedara atrapado y destruido por el avance del hielo en la costa antártica.

En otras, sin embargo, preferimos no reflejarnos, debido a una dudosa gestión de los dilemas morales que cualquier ser humano se plantea incluso en las situaciones más extraordinarias.

Hablamos de expediciones que recurrieron al canibalismo (no siembre de fallecidos por muerte natural) de compañeros de tragedia para sobrevivir, como ocurrió en la trágica historia del XIX sobre el naufragio de la fragata francesa Méduse en la costa de Mauritania y la depravación de sus desesperados supervivientes a bordo de una balsa (que inspiraría la célebre pintura de Théodore Géricault, una de las cumbres del romanticismo francés).

«La balsa de la Medusa» (1819), pintura alegórica de Théodore Géricault basada en hechos reales

Y a qué lector de García Márquez no relaciona inconscientemente el desastre de la Medusa y la depravación de lo acontecido (con episodios de ebriedad, robo, asesinato a sangre fría, canibalismo) con otra marcha a la deriva en una balsa renqueante, en esta ocasión con una historia que contar mucho más optimista y acorde con lo que esperamos de un cierto humanismo universal: García Márquez escribió el reportaje novelado Relato de un náufrago, una de las pocas lecturas que avivaron en mí la llama de un tipo de periodismo que debería tener cabida en nuestra actualidad histérica.

Dilemas morales en situaciones límite

Eso sí, de estar presente, la actualidad sería menos histérica, menos al segundo. Y el miedo se vende bien. Dada la extensión del mencionado reportaje, prefiero dejar al lector la tarea de (re)descubrirlo. Estamos en fechas en las que no va mal una de esas lecturas.

O el canibalismo de expediciones atrapadas en remotas cumbres nevadas: la expedición Donner-Reed de pioneros estadounidenses entrando a California por las montañas Sierra Nevada; y los supervivientes de un accidente aéreo en los Andes el 13 de octubre de 1972, miembros del equipo de rugby uruguayo Old Christians Club, cuya única manera de subsistir durante semanas consistió en la ingesta de carne humana helada.

Esta última experiencia, especialmente traumática para los supervivientes, inspiró la novela llevada al cine ¡Viven!

El crítico estadounidense Roger Ebert se refirió al éxito de la película y la reacción del público ante esa nueva representación de la vieja tragedia de Frontera protagonizada por la Donner Party de la siguiente manera:

«Hay algunas historias que simplemente no se pueden contar. La historia de los sobrevivientes de los Andes es quizá una de ellas».

Los demonios de Aristóteles

Los dilemas morales planteados en situaciones extremas no ponen a prueba sólo a los más jóvenes, sino a cualquier individuo o grupo, sin importar su preparación o fondo. Sobre las contradicciones y dificultades que suscitan los conflictos morales de calado, la psicología social explora últimamente los derroteros prácticos de las decisiones tomadas al límite, y por qué es tan conveniente (y difícil) tomar decisiones comedidas, alejadas del tribalismo. Jonathan Haidt tiene algunas cosas que decir al respecto.

Goya, «El sueño de la razón produce monstruos» (grabado 43 de los «Caprichos»)

Las situaciones extremas despiertan nuestra capacidad de supervivencia y activan la voluntad de superar nuestros instintos para, aunque sólo sea en ocasiones, elevarnos por encima de los gestos mezquinos, algunos de los cuales son tristemente celebrados por la sociedad contemporánea.

El mocoso Gavroche, personaje tan complejo y lleno de vida como los mejores que creó Victor Hugo, contiene él solo todos los «demonios» (del griego «daemon», divinidad indeterminada que puede decantarse por la gesto más grande y generoso imaginable o la mezquindad más débil y potencialmente compartida por todos nosotros) que Aristóteles integró en su concepto de felicidad, o eudaimonía (donde «eu» es «bueno, bondad» y «daimon» puede traducirse como «espíritu»).

La luz de Gavroche

No hay mejor manera de recuperar cierta confianza en lo que somos capaces de hacer, que puede ser también justo, altruista y magnánimo cuando es necesario, que leyendo a Victor Hugo. Si no puede ser con Los miserables, dado el tamaño en frío del ladrillo, quedémonos aunque sea con la introducción que Hugo hace de nuestro pillo Gavroche; mejor dicho, no de él, sino de todos los niños necesitados que campan por una ciudad inclemente (y que deberían evocarnos situaciones injustas de hoy, a menudo en lugares próximos a nosotros):

«París tiene un hijo y el bosque un pájaro. El pájaro se llama gorrión, y el hijo pilluelo. Asociad estas dos ideas, París y la infancia, que contienen la una todo el fuego, la otra toda la aurora; haced que choquen estas dos chispas, y el resultado es un pequeño ser.

«Este pequeño ser es muy alegre. No come todos los días, pero va a los espectáculos todas las noches, si se le da la gana. No tiene camisa sobre su pecho, ni zapatos en los pies, ni techo sobre la cabeza, igual que las aves del cielo. Tiene entre siete y trece años; vive en bandadas; callejea todo el día, vive al aire libre; viste un viejo pantalón de su padre que le llega a los talones, un agujereado sombrero de quién sabe quién que se le hunde hasta las orejas, y un solo tirante amarillo. Corre, espía, pregunta, pierde el tiempo, sabe curar pipas, jura como un condenado, frecuenta las tabernas, es amigo de ladrones, tutea a las prostitutas, habla la jerga de los bajos fondos, canta canciones obscenas, y no tiene ni una gota de maldad en su corazón. Es que tiene en el alma una perla, la inocencia; y las perlas no se disuelven en el fango. Mientras el hombre es niño, Dios quiere que sea inocente.

Victor Hugo acaba su pequeña descripción de la miseria de los niños de la calle parisinos de mediados del XIX con la responsabilidad de la sociedad con este carácter reconocido y respetado, al formar parte integrante de la sociedad pese a sus faltas, procedentes en su mayoría de las circunstancias (y no de limitaciones innatas):

«El pilluelo parisino es casi una casta. Pudiera decirse que se nace pilluelo, que no cualquiera, sólo por desearlo, es un pilluelo de París. ¿De qué arcilla está hecho? Del primer fango que se encuentre a mano. Un puñado de barro, un soplo, y he aquí a Adán. Sólo basta que Dios pase. Siempre ha pasado Dios junto al pilluelo.

«El pilluelo es una gracia de la nación, y al mismo tiempo una enfermedad; una enfermedad que es preciso curar con la luz».