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Del decrecimiento a la economía estacionaria

¿Es el decrecimiento una opción plausible o, por el contrario, contiene en sí mismo una semilla de imposibilidad ontológica? ¿Podemos, por la senda de la contracción de los flujos productivos, responder al conjunto de necesidades perentorias en lo social que el capitalismo imperante nos obliga a confrontar?

Desde que el matemático y economista rumano Nicholas Georgescu-Roegen sentara las bases del moderno desarrollo de la teoría del decrecimiento con su seminal obra La ley de la entropía y el Proceso Económico (1971), este concepto ha realizado un largo viaje desde la periferia a la centralidad del movimiento ecologista

Un tránsito que la evidencia del cambio climático y el incontrovertible proceso de degradación de nuestro entorno natural ha contribuido a acelerar a medida que nuevas y autorizadas voces han ido sumándose al carro de quienes no ven solución de continuidad a un tejido económico sostenido sobre la esperanza en un crecimiento sin límites.

Aportes a la causa decrecentista que en algunos casos abogan por un proceso de transición ordenado y progresivo hacia una economía adaptada a la mengua de los recursos disponibles y, en otros, suponen una suerte de nuevo ludismo que achaca a la industrialización del planeta el grueso de sus males, no solo ecológicos, sino también sociales.

¿Qué fue del desarrollo sostenible?

La capacidad del discurso del decrecimiento para erigirse en pilar de una porción significativa del corpus ideológico central del ecologismo contemporáneo se ha visto aumentada y fortalecida por el creciente descrédito del concepto de desarrollo sostenible como paradigma de futuro. 

Banalizado, desnaturalizado y cercenado en sus acepciones profundas, el término desarrollo sostenible ha sido convenientemente digerido y deglutido por la voracidad capitalista para dar pátina de responsabilidad a sus actuaciones, intentando renovar en el ánimo del conjunto de la población la fe en una perspectiva de crecimiento sin fin compatible, ahora sí, con la evidencia de la finitud de nuestro medio físico.

Por supuesto, no podía ser de otra forma. Crecimiento y capitalismo son sinónimos necesarios desde que los mismísimos padres del libre cambio cayeran en la cuenta que el desarrollo tecnológico conducía inexorablemente a la pérdida del “valor” de lo producido como consecuencia de la sustitución de la actividad humana por la actuación más eficiente y económica de la máquina.

Una reducción del valor que, siguiendo su propia lógica mercantilista, conduce a la rebaja del precio del producto y la consecuente disminución del beneficio obtenido por unidad producida. Todo lo cual comporta la obligación de producir más (y estimular el consumo para seguir encontrando compradores) si se quiere mantener el volumen de beneficios pese a la contracción del vector beneficio-unidad.

La vigencia de La paradoja de Jevons

Incluso dejando al margen la utilización que la gran industria hace del “desarrollo sostenible” como instrumento de mercadotecnia en tiempos de creciente concienciación ecológica, ya desde el siglo XIX existe una opresiva sombra permanentemente cernida sobre el deseo de hacer compatible crecimiento y capacidad del sistema productivo para resultar sostenible –perpetuable- en el tiempo: la paradoja de Jevons.

En 1865, el inglés William Stanley Jevons publicó una obra, La cuestión del carbón, en la que analizaba el aumento en el consumo en territorio británico de este mineral a raíz de la invención por parte de James Watt de su conocida máquina de vapor alimentada por carbón. 

Las innovaciones introducidas por Watt mejoraban de modo más que considerable el anterior diseño de la máquina de vapor, cuya autoría correspondía a Thomas Newcomen, y, lo que era más importante, la hacían mucho más eficiente desde el punto de vista del consumo de carbón que requería para su funcionamiento, con lo cual la nueva máquina de vapor reducía costes y, utilizando una terminología inexistente en la época, resultaba ecoeficiente.

Sin embargo, y hete aquí la paradoja observada por Jevons, la introducción de la máquina de vapor de Watt sirvió para multiplicar la demanda de carbón en lugar de reducirla, tal y como hubiera sido lógico esperar después de la asunción de una tecnología capaz de limitar su propia necesidad de consumo del mineral. 

La propia eficiencia de la máquina aumentó inmensamente su demanda entre los industriales del país hasta el punto que el incremento de las unidades compensó sobradamente el ahorro que cada una de estas máquinas pudiera suponer.

Todavía hoy, los nombres de Watts, Jevons y el ejemplo del carbón en la Inglaterra de la segunda mitad del XIX se utilizan para poner coto al entusiasmo que en algunos pueden despertar los avances conseguidos en materia de sostenibilidad y adopción de tecnologías ecoeficientes. Unos límites que para los partidarios del decrecimiento señalan, una vez más, a la imperiosa necesidad de abandonar la ilusión del crecimiento para emprender la senda de la disminución efectiva de nuestra actividad económica.

Sin alternativa

Por todo lo comentado y el resto de componentes de un argumentario bastante más extenso y complejo de lo que este artículo nos permite afrontar, quienes abogan por el decrecimiento consideran inevitable la apuesta por una era de postdesarrollo que destierre definitivamente nuestro actual modo de vida y las dinámicas de los modos productivo y de consumo que nos han sido impuestos.

El decrecimiento, ¿una utopía concreta?

En la entrevista que el francés J. M. Palmier realizó al filósofo y teólogo Ernst Bloch y que posteriormente fue publicada bajo el título Un marxista no tiene derecho al pesimismo (1976), el pensador alemán se defendió de la virulencia con que sus ideas eran a menudo atacadas tachándolas de utópicas. 

Reivindicaba Bloch lo que algunos veían como quijotescas cargas contra molinos rechazando todo lo que de irreal conlleva la voz utopía para pasar a definir lo que él denominó utopía concreta. “La utopía –afirmaba Bloch- no es fuga en lo irreal; es excavar para sacar a la luz las posibilidades objetivas inscritas en lo real y lucha para su realización”.

Aceptando la significación de las palabras de Bloch, ¿cabe considerar el ideal del decrecimento como una de esas utopías concretas?

¿Es realista esperar que el mundo sea capaz de embarcarse, a escala global y de motu propio, en el proceso de desandar lo andado?

¿Cómo encaja el decrecimiento con una realidad que para miles de millones de personas alrededor del mundo es de carencia absoluta de lo más básico?

¿Existe algún responsable de la situación actual de cercanía al colapso ecológico más allá de ese 20% de la población mundial que pantagruélicamente devora el 85% de los recursos naturales que a diario se consumen?

Y la que probablemente es la más dolorosa de las cuestiones: ¿quién atesora la autoridad moral para imponer un modelo de reducción del consumo y la producción que a día de hoy no ha dado señales significativas de estar en tránsito de imponerse desde abajo –el conjunto de la sociedad- hacia arriba –dirigentes políticos y estructura macroeconómica?

La necesidad del cambio

Fuera de toda posible discusión queda la imperiosa y perentoria necesidad de modificar un entramado económico que nos aboca a una carrera suicida en pos de nuestra propia destrucción y que sólo mira hacia las personas ante la necesidad de consolidar mercados a través de los cuales perpetuar la riqueza del gran capital.

Igualmente fuera del ámbito del debate queda la evidencia de que nuestros hábitos de consumo y ocupación del territorio son imposibles de asumir y satisfacer a medio y largo plazo por un medio natural que alberga una cantidad finita de recursos.

Tampoco hay margen de controversia a la hora de considerar que nuestra privilegiada existencia de habitantes del primer mundo se sustenta cruelmente sobre la base del expolio de los recursos naturales de los países más empobrecidos e, incluso, de la existencia misma de las personas que habitan esos países, perpetuando una espiral de subdesarrollo, pobreza y degradación que es el telón de fondo sobre el que se desarrolla la vida de la mayor parte de las personas que moran este mundo.

Y, pese a todo lo dicho, ¿puede ser el decrecimiento una solución?

Hacia un estadio estacionario de equilibrio dinámico de la economía

Son muchas las enseñanzas que podemos extraer de las disertaciones que los grandes popes del decrecimiento nos han legado y nos siguen aportando, especialmente en lo que hace referencia a una modificación substancial de nuestros hábitos y de todo aquello (consumo, desplazamientos, gasto energético…) que se circunscribe a nuestra esfera de actuación personal.

Un capítulo, el que engloba todo aquello de lo que somos en exclusiva responsables nosotros mismo, en absoluto desdeñable en lo que respecta a capacidad de impacto sobre el conjunto de la actividad económica o por lo que tiene de posibilidad de dar origen a redes ciudadanas capaces de multiplicar desde la base de la sociedad ese impacto.

Sin embargo, es difícil encontrar el modo de implementar a una escala mayor o macroeconómica los principios fundacionales del decrecimiento sin topar con la terca realidad de que serán muchos más quienes verán con creciente insatisfacción lo que los partidarios del decrecimiento perciben, contrariamente, como una oportunidad de regeneración moral y verdadero disfrute de la vida.

Con más apego por la realidad que la que demuestra la teoría del decrecimiento encontramos la tesis, formulada en primera instancia por el economista norteamericano Herman Daly, de una economía sujeta a un estado estacionario en permanente equilibrio con las posibilidades de la biosfera.

Para Daly y sus seguidores –criticados muy a menudo por partidarios del decrecimiento como el ilustre Serge Latouche que considera su propuesta una imposibilidad entrópica-, es posible evitar la tabula rasa del decrecimiento rediseñando en profundidad nuestro entramado socioeconómico y, especialmente, manteniendo el flujo productivo de la industria por debajo de la capacidad del medio para proveer y regenerar sus recursos.

Un desarrollo, en definitiva, que persiga un ideal cualitativo antes que cuantitativo y que desvincule de un modo cada vez mayor sus expectativas de crecimiento de lo estrictamente material para pasar a concentrarse en ámbitos como la generación de conocimientos, información o bienestar social, con capacidad para generar empleos y, sin embargo, desligada de la depreciación voraz de recursos y del consumo superfluo. O como diría el conocido ecologista Barry Commoner, una economía capaz de permitirnos “hacer las paces con la Naturaleza”.

Otra economía (también) es posible

Sin duda, podemos crear una utopía concreta buceando en nuestra realidad existente y extrayendo de ella, como aconsejaba Bloch, sus plenas potencialidades. Es posible disminuir el impacto de nuestra actividad económica desligándola de la productividad más burda y procediendo a escala global a una relocalización de esa actividad (la producción y el consumo) que no tome el mundo como un inmenso escenario donde a unos les corresponde el rol de explotados y a otros el de beneficiarios descerebrados de esa misma explotación.

Podemos, con el necesario concurso de los poderes políticos, emprender un nuevo camino hacia el desarrollo que vaya en paralelo hacia la preservación del medio, diseñando un aparato productivo capaz de someterse a la lógica de un mundo finito y que desdeñe definitivamente la vana ilusión de la Tierra como despensa sin límites.

Es posible generalizar formas de asociación en lo económico que comporten mayores dosis de justicia social como sería el fomento del cooperativismo y otras formas de libre asociación que hagan posible la superación del capitalismo y permita hacer compatibles los conceptos de desarrollo económico y justicia social.

Está en manos de nuestros gobernantes la introducción de una política fiscal que tome en consideración, ahora sí de un modo sincero y efectivo, las consecuencias sobre el medio de determinadas actividades económicas. Y, sin abandonar el campo de los gravámenes, contribuir con eficacia a la necesaria redistribución de la riqueza mediante la creación de figuras como la renta universal o la imposición de topes máximos a las retribuciones del trabajo.

Podríamos comprobar qué impacto tiene sobre el conjunto de la riqueza mundial asegurar el acceso de toda la población de nuestro planeta a una sanidad adecuada y la creación de industrias públicas dedicadas a la investigación y fabricación de medicamentos al margen de las cortapisas que representan patentes e intereses comerciales.

O recuperar bancos e instituciones públicas de crédito que contribuyeran a aportar fluidez al tránsito del crédito y, con él, a la creación de empresas que desde una multiplicidad de sectores contribuyeran a lo que para una inmensa mayoría de nosotros constituye, guste o no, una aspiración y una necesidad básicas: el empleo.

Dejar de considerar los alimentos como un eslabón más en la cadena de posibilidades de enriquecimiento de la industria y tender a la imprescindible soberanía alimentaria de los diferentes territorios, reservando porciones mínimas y bien justificadas del territorio fértil de los distintos países para la actividad agrícola destinada a la explotación.

Limitar la volatilidad de mercados y su insultante facilidad para ignorar fronteras contribuyendo de este modo a los mismos procesos de relocalización de la producción y el consumo que ya antes mencionábamos.

Entre modelos y voluntades

Y así podríamos seguir largamente indicando puertas más o menos grandes que, de un modo u otro, conducen a una perspectiva de desarrollo posible y viable. Puertas existentes y no por inventar capaces de otorgar esperanzas de cambio para una inmensa mayoría de países para los que el término decrecimiento probablemente suene a día de hoy a cruel ironía. 

Y centrándonos en nuestro entorno más inmediato, puertas que suponen vías de acceso mucho más directas a un escenario de disminución del impacto medioambiental y social de nuestra actividad económica que las que representa la apuesta por un decrecimiento que, queramos o no, sigue estando inmensamente lejos de los anhelos de una gran mayoría de las personas que nos rodean.