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Demasiado bueno para tirar: conservas y rebaja pre-caducidad

En apenas dos generaciones, hemos perdido la capacidad de usar técnicas que nos permitirían conservar e incluso mejorar el valor nutritivo de muchos alimentos perecederos, más allá de almacenar vegetales y alimentos preparados en el congelador.

Técnicas como la salazón, el envasado al vacío, la refrigeración en despensas bajo tierra y desvanes aireados en zonas de clima seco y fresco, el ahumado, la deshidratación y, sobre todo, la fermentación, permitieron conservar alimentos para mejorar la dieta, gestionar el parón invernal, superar momentos de penuria y malas cosechas, o gestionar la dieta en viajes y grandes grupos (expediciones, hospitales, prisiones, ejército).

La logística contemporánea debe mucho a estas técnicas ancestrales de conservación de alimentos, las cuales preceden la refrigeración contemporánea y técnicas como la ultracongelación y la pasteurización.

Frutos y vegetales fermentados y deshidratados, pescado y derivados de la carne ahumados, salazones de grandes capturas marítimas, conservación con miel y luego azúcar (en la Antigua Grecia, el membrillo se mantenía en buen estado con miel), la fermentación de derivados lácteos, frutas y hortalizas, grano y harina (con la asistencia de levadura), o —sobre todo en la tradición asiática— la germinación de semillas para su siembra o consumo (el proceso que multiplica sus minerales, oligoelementos y enzimas).

Virtudes de la transformación tradicional de alimentos

Todas estas técnicas no sólo transforman los alimentos, sino que confieren nuevas propiedades a la materia prima, que integra una técnica, el germen de una cultura.

Estas técnicas no sólo rescatan los alimentos de su rápida decadencia para garantizar nuestra supervivencia, sino que, de paso, logran la emergencia de una tradición cultural que pioneros como Apicio o Jean Anthelme Brillat-Savarin nos ayudaron a teorizar como gastronomía.

Si Patrick Süskind imaginó una teorización apócrifa de la Revolución Francesa a través de los olores y de su transubstanciación conceptual suprema en forma de perfume, Brillat-Savarin hizo lo propio con la cocina burguesa en el paso desde el Antiguo Régimen a los valores y costumbres del mundo urbano e industrializado, ansioso de celebrar en la mesa lo que había perdido en la vida cotidiana.

Pero la permeabilidad entre las técnicas de conservación propias de la cultura rústica y las nuevas realidades urbanas permitieron que salazones, especias, alimentos fermentados y derivados cárnicos y lácteos llegaran a su clientela en un estado óptimo.

La pasteurización y la refrigeración transformaron para siempre la logística de los alimentos, con transporte marítimo y por carretera capaz de cubrir largas distancias para entregar alimentos frescos en centros de abastos urbanos y a la clientela, que a su vez se permitió la comodidad (y seguridad) de un electrodoméstico que apenas lleva unas décadas entre nosotros y que, sin embargo, tratamos como si siempre hubiera estado con nosotros: la nevera.

Antes de la nevera y el congelador

La historia de la vivienda contemporánea podría explicarse como un proceso de alejamiento del centro neurálgico doméstico de viejas concinas en torno a una chimenea, hacia la sala de estar.

La cocina pasaba de mantener viva la llama del hogar a carecer siquiera de chimenea o cocina a leña, y a contar a su vez con una nevera, que hasta el siglo XX había dependido de la temperatura estable de la tierra, el hielo (conservado en almacenes urbanos) y las estaciones.

En la actualidad, asociamos los alimentos procesados con platos preparados, bebidas carbonatadas y tentempiés que destacan por su cantidad excesiva del azúcar más nocivo para la salud (como el jarabe o sirope de maíz), sal y grasas.

Pero las técnicas mencionadas con anterioridad pertenecen también al grupo de los alimentos «procesados»; a diferencia de los platos preparados y las bebidas carbonatadas, los alimentos conservados con técnicas tradicionales mantienen o incluso mejoran las ventajas nutritivas de todo tipo de alimentos con respecto a su versión fresca.

En el caso de los vegetales, su congelación (un método de procesado que no transforma la composición química del alimento) contribuye a mantener su nivel de nutrientes (o incluso a aumentarlo), fenómeno que no se repite con su mera refrigeración para el consumo inmediato.

La efectividad de las conservas

Los métodos de conservación tradicionales no parten del azar. Remojar legumbres como la alubia durante la noche anterior a su uso, elimina las lectinas, o proteínas que pueden causar vómitos y diarrea.

Asimismo, el procesado tradicional (como la fermentación a través de levaduras y bacterias benignas) libera vitaminas y minerales como la vitamina D, el calcio y el ácido fólico (un complejo de vitamina B esencial durante el embarazo y en una dieta vegetariana saludable); mientras que la fermentación láctea reduce la cantidad de lactosa en derivados lácteos como el yogur y el queso, y reduce la intolerancia a esta sustancia.

La intolerancia de una parte significativa de la población mundial a la lactosa o a determinados tipos de alcohol evoca el carácter relativamente reciente de costumbres que concebimos como inherentes a nuestra especie, cuando no son más que comportamientos adquiridos en los últimos milenios gracias a la domesticación de plantas y animales.

Mientras continuamos abusando de la narrativa de la escasez alimentaria, el desperdicio de los alimentos se ha convertido en uno de los problemas de nuestro tiempo. Cerca de una quinta parte de los alimentos acaba en la basura, o el equivalente a un desperdicio anual (no equitativo) de 75 kilogramos por hogar en el mundo, según un informe del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (Pnuma).

Mientras una parte de la población mundial abusa de alimentos que requieren mayores recursos para su producción (como la carne roja, en aumento radical entre las nuevas clases medias de los países emergentes), 690 millones de personas, o cerca del 10% de la población mundial, tiene dificultades para alimentarse.

Un problema a gran escala: el desperdicio de alimentos

Las hambrunas empiezan a ser un fenómeno del pasado, si bien azotan de manera cíclica varias de las zonas rurales más vulnerables a sequías cíclicas y fenómenos extremos (como la gigantesca plaga de langostas que azotó recientemente la región del cuerno de África y destruyó sus cosechas).

En paralelo, los hogares, restaurantes y comercios del mundo urbanizado contribuyen tanto al aumento de los desperdicios como a su descorazonador tratamiento: los alimentos descartados todavía en buen estado no son aprovechados por los más necesitados o por quienes estarían interesados en pagar menos por ellos, ni acaban en centros de compostaje que eviten daños ulteriores, sino que pasan a formar parte del tratamiento convencional de desechos.

Como consecuencia, las emisiones de los alimentos desperdiciados han alcanzado niveles preocupantes. Si estos desechos fueran un país, se trataría del tercer mayor emisor de gases con efecto invernadero, únicamente tras China y Estados Unidos; Inger Andersen, directora de Pnuma, abre así el informe sobre desperdicios alimentarios presentado en mayo de 2021.

Si dividimos los desperdicios por origen, el 61% de ellos ocurrieron en el hogar, el 26% tuvo lugar en la restauración y el 13% en la venta y distribución. En Estados Unidos, se desperdician anualmente 133.000 millones de libras (66 millones de toneladas) de alimentos, lo que genera el 21% de todos los desechos en vertederos.

Orígenes plausibles del yogur

Recuperar la tradición de conservar alimentos puede convertirse en un método de ahorro familiar, así como una estrategia medioambiental con efectos agregados y un posible método para mejorar incluso la calidad nutritiva de algunos alimentos (por ejemplo, en el caso de las verduras congeladas) o los alimentos sometidos a una fermentación láctica (repollo, pepinillos, aceitunas, col, derivados lácteos como el yogur, etc.).

Los primeros derivados lácteos surgieron con el propio transporte de la leche fresca de los primeros animales domesticados, realizada en pieles de animal (por ejemplo, piel de cabra); el calor y el contacto con las bacterias ácidas del propio contenedor fermentaba y coagulaba; preparados como el yogur o el kéfir tenían la ventaja de preservar las propiedades nutritivas de la leche durante travesías por zonas áridas.

Pero la propia historia de la conservación de alimentos se remonta todavía más atrás: se han hallado restos de alimentos deshidratados que se remontan al 12.000 a.C. en el Creciente Fértil.

En el Mediterráneo, los encurtidos o vegetales marinados en una solución de agua y sal (salmuera) fermentan de manera autónoma gracias a microorganismos inocuos que regulan el pH de la solución y permiten controlar su acidez, lo que prolonga la conservación.

La simple salazón de alimentos (como el pescado), una técnica ancestral que propulsó el comercio de la sal desde el Sahel y el África subsahariana hasta los puertos del Mediterráneo y de Arabia, inhibe el crecimiento de organismos patógenos durante largos períodos, al deshidratarlos y controlar su grado de humedad y acidez.

Too good to go

La trazabilidad de los alimentos contemporánea permite realizar un seguimiento de su fecha de caducidad y estado en tiempo. Si las aplicaciones de logística y de reparto a domicilio han demostrado la viabilidad de servicios que dependen del tratamiento de productos perecederos que en ocasiones pasan de un estado óptimo a otro invendible en cuestión de horas o incluso minutos, otras aplicaciones podrían hacer lo propio con la gestión de alimentos descartados para que éstos acaben en la basura y el vertedero.

Estas aplicaciones ya existen. Kate Yoder escribe en Grist que ya hay 38 millones de personas optan por comprar «bolsas misteriosas», o paquetes de alimentos perecederos en perfecto estado que sin embargo ya no cuentan con el estado demandado por la gran distribución.

Es el caso de Too Good To Go, una aplicación que asiste a panaderías, restaurantes y supermercados a vender sus excedentes en buen estado por un precio más ajustado en lo que la aplicación llama «bolsas sorpresa» (estas bolsas de alimentos pueden reservarse en la aplicación por un precio de entre 4 y 6 dólares.

La impulsora de la aplicación, Lue Basch, la define como «dumpster diving» (la acción de rebuscar alimentos en los contenedores de panaderías, supermercados y restaurantes) a través del teléfono. La aplicación ha sido descargada por millones de personas en todo el mundo.

La aplicación de Basch no sólo asiste a combatir el malgasto de los alimentos (y su impacto), sino que conecta a clientes potenciales concienciados o en estado de necesidad (o ambas cosas) con alimentos en buen estado y a un precio ajustado.