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Después de los gigantes: ¿bases para una Internet ciudadana?

Los relatos interiorizados por el público acaban influyendo sobre la propia cultura empresarial. Microsoft, hoy con un valor e influencia muy inferiores a Apple, todavía no se ha resarcido de los estereotipos de la era de la informática personal.

Lejos quedan: las ocurrencias publicitarias del tipo Get a Mac; los bailes testosterónicos de motivación de Steve Ballmer; y la estrategia de gigante segundón que se conforma con popularizar lo iniciado por otros con un producto vulgarizado y asequible.

Hoy, la empresa dirigida por Satya Nadella parece saber lo que hace, olvidando cálculos mezquinos y adoptando una cultura de colaboración con otras empresas y con la comunidad del software de código abierto.

Una prueba de esta transformación: Microsoft adquiere el servicio de control de versiones más popular y prometedor, Github, que había soñado con mantener su autonomía hasta que se impuso la presión de los inversores: las empresas más prometedoras, al aceptar inyecciones de capital riesgo, sólo pueden evitar la adquisición por una empresa mayor generando beneficios cuya proyección acalle cualquier duda.

Cuando la concentración empresarial conduce al estancamiento

Github es hoy el mayor repositorio de código y plataforma de colaboración para desarrolladores e ingenieros. La aplicación alberga, en repositorios públicos o privados, todo tipo de proyectos:

  • desde las aplicaciones que usamos en los mayores servicios;
  • a pequeños trabajos y scripts de fin de semana de ingenieros y estudiantes.

Esta centralidad ha otorgado al servicio el estatus de principal red social y sistema de control de versiones para desarrolladores: muchos de los programas y arquitecturas de código abierto que posibilitan nuestra actividad digital están alojados y son mantenidos en este sistema “social” de gestión de datos, “consolidando” en una única estructura las aportaciones (o “commits”) de diferentes colaboradores, manteniendo un histórico de revisiones y aportaciones.

Hasta la llegada de Github, el control de versiones de un código fuente determinado (de un software, un sitio web, una aplicación, o herramientas en su interior) se mantenía fragmentado y en entornos empresariales. La adquisición de Microsoft acaba con el espíritu autónomo y neutral del servicio, capaz de alojar proyectos de empresas poderosas y desarrolladores independientes.

Los competidores de Microsoft serán los primeros en poner en duda las declaraciones de buenas intenciones y garantías de que el servicio mantendrá su independencia.

La vida de Whatsapp como comparsa y la presión a Telegram

Cuando Facebook adquirió Whatsapp, sus creadores lograron mantener por un tiempo sus tesis sobre arquitectura y privacidad. La reciente dimisión de Jan Koum, cofundador del servicio, así como sus declaraciones, muy críticas con la deriva comercial de la matriz, recuerdan hasta qué punto la concentración empresarial puede poner en riesgo las dinámicas del libre mercado y los intereses de los usuarios.

El otro fundador de Whatsapp, Brian Acton, había dejado la empresa a principios de año para empezar su propia fundación, y en marzo de 2018 invitó a través de su cuenta en Twitter a abandonar Facebook a todo aquél que no lo hubiera hecho ya (usando la etiqueta #deletefacebook).

Manifestantes en Moscú ante la prohibición parcial del uso de la aplicación de mensajería Telegram, al negarse ésta a compartir datos de usuarios con el Kremlin; pulsar sobre la imagen para acceder al documento original

Tanto Acton como Koum, que defienden la arquitectura encriptada de aplicaciones como Telegram, habían chocado con los ejecutivos de Facebook al conocer detalles para debilitar el sistema de cifrado de extremo a extremo integrado en el programa de mensajería, sistema en el que sólo los participantes de una conversación pueden leer los mensajes.

Telegram, servicio de mensajería encriptada cuya popularidad a aumentado a medida que se conocía la vulnerabilidad de redes sociales y aplicaciones de mensajería ante el rastreo publicitario y el espionaje, ha sido bloqueado por el gobierno Chino y parcialmente bloqueado en Rusia, después de que la empresa —creada por un joven empresario de origen ruso, Pavel Durov, pero con sede en el Reino Unido—, se negara a interceptar mensajes de usuarios a petición de Moscú.

La polémica entre Telegram y el gobierno ruso repercute de algún modo sobre la tienda de aplicaciones para iOS de Apple, y la empresa con sede en Cupertino deberá explicar el porqué del rechazo de Telegram a colaborar con el gobierno ruso impide que la App Store acepte la nueva versión encriptada del programa de mensajería.

La obstrucción encubierta de Apple con Telegram ha impedido a la compañía adaptar a tiempo su aplicación para los ciudadanos europeos, a los cuales se aplica la nueva legislación sobre protección de datos desde que entró en vigor el pasado 25 de mayo de 2018.

Apple se ha adaptado sin escrúpulos a prerrogativas de otros regímenes que espían la actividad de sus ciudadanos: la empresa de Cupertino ha retirado, por ejemplo, las aplicaciones de red privadas virtuales (VPN en sus siglas en inglés) en China, usadas por ciudadanos que no querían que su actividad electrónica quedara registrada en las aplicaciones de rastreo gubernamentales.

Apple fabrica sus dispositivos en la “ciudad prohibida” de la firma Foxconn en Longhua, a las afueras de Shenzen.

La cultura extractiva: explotando minas de datos

Las tiendas de aplicaciones de iOS y Android guardan paralelismos con el universo estanco que constituye Facebook, esa Internet que promete ofrecer lo esencial y, debido a sus incentivos económicos, acaba sirviendo contenido superficial, adictivo y polarizador en el que brilla la publicidad contextual: como ocurre con Facebook, Apple y Google se reservan el derecho de aceptar o rechazar participantes en su jardín vallado, un mercado que no se rige tanto por las normas de la libre competencia entre iguales como por los intereses del propietario.

Hace un siglo, avances en agitación propagandística influyeron sobre el nacimiento del marketing moderno, en el que influyeron personajes familiarizados con la convulsa política europea de la época y la psiquiatría: Edward Bernays, sobrino de Sigmund Freud, jugó un rol crucial desde su oficina de Nueva York.

Con la fragmentación del medio y el mensaje gracias a Internet, son las técnicas de publicidad personalizada las que inspiraron la agitación propagandística, y las empresas de análisis de datos (o, en los términos extractivos usados por la propia industria “minería de datos“) como Cambridge Analytica o Palantir se inspiraron en la publicidad contextual a partir del rastreo de datos para influir políticamente sobre el electorado.

Más allá del debate sobre la legalidad de las prácticas que permitieron a numerosas empresas y individuos —en ocasiones, funcionando como pantalla de agencias de inteligencia de otros países— diseñar campañas de desinformación a la carta y analizar en tiempo real su efectividad, queda claro la economía basada en el rastreo de datos supera en valor y proyección a la economía extractiva en el mundo físico por antonomasia: las empresas energéticas.

Del celo por la privacidad al exhibicionismo inducido

Despistados en tanto que meros espectadores en un mundo tecnológico edulcorado por las firmas y herramientas de relaciones públicas que han perfeccionado su arte en torno a las principales empresas de Internet (Alphabet, Amazon, Facebook) y a los supervivientes de la era pretérita de la informática personal (Apple, Microsoft), los usuarios se acercan al fin con menos inocencia a las informaciones sobre las empresas que posibilitan su experiencia en la Internet ubicua.

Antes de los escándalos sobre el tratamiento de datos en redes sociales, o sobre la cultura corporativa y laboral de compañías que no dudan en evitar el pago de impuestos donde prestan el servicio, revender la información obtenida de sus usuarios, o servirse de técnicas de subempleo (autónomos encubiertos en empresas “colaborativas”, operarios mal pagados en los almacenes de Amazon, etc.), el público no habría comprendido siquiera la necesidad de reforzar las leyes sobre la gestión de datos de la ciudadanía a cargo de entidades con ánimo de lucro y una sede tan impersonal como lejana e inalcanzable.

Los números de la imagen son de 2012, cuando Mark Zuckerberg era todavía el simpático emprendedor que había dejado Harvard para dedicarse a su red social (al parecer, el mismo que había catalogado a quienes le confiaban su información privada como “dumbfucks”); hoy, Zuckerberg deberá aprenderse bien el argumentario en los próximos tiempos para explicar coartadas creíbles ante medios y comisiones parlamentarias de todo el mundo, si Facebook continúa sirviéndose de los datos de sus usuarios con la impunidad demostrada hasta ahora (imagen: “Doran” vía Flickr CC); pulsar sobre la imagen para acceder al documento original

La falta de respeto y escrupulosidad con que empresas como Facebook han tratado la información y actividad personal que casi un tercio de la población mundial les ha confiado, firmando un cheque en blanco que muestra hasta qué punto la cultura de transparencia exhibicionista fomentada por Silicon Valley ha sido interiorizada por la cultura popular que estas mismas empresas contribuyen a difundir.

Los últimos detalles sobre el desbarajuste del acceso a datos de usuarios de Facebook ya no sorprenden, y caemos en el riesgo de normalizar actitudes escandalosas con la información personal de ciudadanos de todo el mundo, a la que han accedido desarrolladores de aplicaciones, anunciantes y, ahora se confirma, unos 60 fabricantes de ese ubicuo dispositivo de bolsillo que ya nadie usa para llamar y que, sin hacer ruido ni suscitar sospecha, se ha erigido en nuestro apéndice digital, puerta a glorias y miserias.

Poner coto al rastreo de la actividad de los usuarios

La influencia de estas empresas en el Congreso estadounidense las ha librado hasta ahora de multas cuantiosas o procesos antimonopolio que en el pasado dividieron empresas que acaparaban sus respectivos mercados, como la petrolera Standard Oil (un holding tachado de “abusivo” en la época que la Ley Sherman dividió en 34 empresas independientes en 1911); o la telefónica Bell, dividida en 1984 en las “Baby Bells”, especializadas en distintos servicios y tipos de llamada.

No todos los gigantes tecnológicos supeditan con tanto descaro como Facebook los intereses de los usuarios a sus propios planes; el “muévete rápido y rompe cosas” de Mark Zuckerberg ha dejado de ser la máxima inocua de un joven empresario idealista para describir la capacidad transformadora de la red social en terrenos como el comercio o la política.

Tim Cook ha reiterado que el modelo de Apple no es equiparable al de Facebook: mientras la primera compañía gana dinero vendiendo dispositivos y logra incentivos garantizando la privacidad, la segunda vende a los anunciantes la información y atención de los usuarios; Alphabet, Amazon y Microsoft se hallarían entre ambos modelos.

Apple, además, anuncia que la nueva versión de Safari se alinea con la nueva regulación europea sobre privacidad y limitará al máximo el rastreo de la actividad de los usuarios, limitando la acción de botones sociales del tipo “me gusta” y preguntando al usuario si desea que Facebook y otras redes sociales usen sus “cookies”, o scripts de rastreo, cuando el usuario navega por sitios ajenos a la red social.

El denominado “rastreo pasivo” de la actividad de los usuarios será más difícil en el nuevo Safari. No así en el navegador con mayor cuota de mercado, Google Chrome.

Pero los incentivos de Apple para frenar el intento de rivales de obtener información de usuarios mediante el rastreo, o combatir el afán de la policía e inteligencia estadounidenses por desencriptar teléfonos de sospechosos, se acaba aquí: a la hora de repatriar los beneficios obtenidos en mercados como el europeo, Apple aplaudió la primera la iniciativa de Donald Trump de limitar la imposición fiscal sobre el dinero repatriado, beneficio que no repercutirá sobre los mercados que han contribuido a generarlo.

Aplicaciones que explotan nuestra versión impulsiva

Polarización, evolucionismo del meme, exhibicionismo y otros tantos nuevos modos de vehicular la frustración cotidiana no habrían alcanzado los niveles actuales de atractivo y sofisticación sin el afán de protagonismo de la cultura contemporánea ni, sobre todo, su rentabilidad para el puñado de empresas mencionadas, que acaparan cada vez más valor de la economía de la atención y el rastreo de datos.

Los ciudadanos, degradados a meros “usuarios” (y desprovistos en el nuevo contexto virtual de muchos de los derechos a los que sí tiene derecho su persona física), han concedido su información y actividad voluntariamente, casi siempre sin más retribución que el refuerzo de mecanismos de gratificación cognitiva asociados con trastornos del comportamiento y adicciones, tal y como han denunciado antiguos trabajadores e inversores de estas compañías.

La “sociedad de la transparencia”, como la apela el filósofo surcoreano afincado en Berlín Byung-Chul Han, ha sabido mantener hasta ahora la creencia de que la divulgación voluntaria de información personal contribuía poco menos que a la autorrealización. La realidad no brilla tanto como la promesa, y el uso intensivo de redes sociales se asocia con el empeoramiento de la salud mental.

A medida que conocemos detalles sobre el diseño de los servicios que compiten por nuestra atención en las pantallas que nos rodean, optimizados para explotar nuestra vulnerabilidad, los analistas constatan lo que ya era obvio, pero nadie se atrevía a admitir: la tecnología que ha entrado en nuestra vida cotidiana no ha evolucionado para estar a nuestro servicio y ayudarnos a actuar de un modo más sensato o tomar decisiones más sabias, sino que pretende extraer el máximo valor posible de nosotros, transformados en un mero “terminal” prescindible con cierto potencial de retorno de la inversión.

El precio de usar monopolios supuestamente gratuitos

Los alarmistas de ayer —aficionados a establecer paralelismos entre la estrategia de las máquinas con la humanidad en la primera entrega de The Matrix y la economía del rastreo de datos de la actualidad—, son los realistas de hoy. Con suficientes salvedades, no obstante, para mantener cierto optimismo sobre la evolución de Internet.

Miles de trabajadores hacen cola en la ciudad china de Zhengzhou para una entrevista de trabajo con Foxconn. Su tarea: fabricar el iPhone (pulsar sobre la imagen para acceder al documento original)

En el lado preocupante de la balanza, se acumulan fenómenos como la concentración empresarial, el declive de la navegación azarosa por la Red (la flânerie de una Internet que no se sucedía en el interior de jardines vallados y aplicaciones de móvil que cuantifican nuestro ritmo cardíaco), y la evolución de un modelo comercial que prioriza comportamientos adictivos (siempre que se puedan traducir en “conversiones” de marketing) sobre el interés de los usuarios.

Algunos críticos con cierto peso público en el debate tecnológico sobre el futuro de la Red —tales como el cofundador de la empresa de Chicago Basecamp, David Heinemeier Hansson, DHH, o el pionero de las bitácoras y consejero delegado de la empresa con sede en Nueva York Fog Creek, Anil Dash, entre otros—, han reiterado su preocupación ante un modelo empresarial que fomenta la concentración: las grandes firmas acaparan talento, adquieren competidores, influyen sobre el mercado regulatorio de Estados Unidos y se establecen como inversores de capital riesgo para observar de cerca innovaciones y empresas prometedoras.

La autorregulación no ha funcionado

La capacidad de influencia, nivel de concentración y polémica sobre el rastreo y uso negligente de datos de los gigantes de Internet ha influido sobre acontecimientos interpretados como mecanismos de defensa del debate público y ese derecho al que parecemos haber renunciado voluntariamente, la privacidad.

El primer cambio se engloba en el importante contexto de la filosofía de la percepción: medios de comunicación y público han perdido la inocencia e ingenuidad ante Silicon Valley y las informaciones que antes se confeccionaban con todo de publirreportaje afinan su sentido crítico. Se acabó el cheque en blanco para los profesionales de relaciones públicas de Silicon Valley.

El segundo cambio llega desde las políticas públicas de un mercado que acapara consumidores, pero no la sede de estas empresas: la Unión Europea. A juzgar por el clima de acogida del nuevo Reglamento General de Protección de Datos (GDPR en sus siglas en inglés), la ciudadanía europea, tan crítica con todo lo que pueda interpretarse como burocracia tecnócrata de Bruselas, ha comprendido que la regulación pública de datos es el modo más efectivo y estructurado de evitar prácticas abusivas.

“Mind Camp”, obra de John Ledger vía Flickr (todos los derechos reservados); pulsar sobre la imagen para acceder al documento original

La comisaria europea de la competencia, danesa Margrethe Vestager, es acaso el único político realmente temido en Silicon Valley: Vestager ha supervisado personalmente los detalles tras el nuevo reglamento de protección de datos, tras estudiar durante los últimos cuatro años tanto la recolección de datos personales a cargo de las grandes firmas tecnológicas como los mecanismos fiscales que emplean para reducir al máximo su responsabilidad impositiva en los distintos países europeos donde prestan su servicio.

Empresarios estadounidenses a favor de la protección de datos europea

GDPR, el nuevo reglamento europeo, acabará influyendo sobre los derechos de usuarios de servicios digitales en todo el mundo, o esa es, al menos, la intención de Vestager. Irónicamente, empresarios preocupados por el dominio monopolístico de los gigantes tecnológicos y su influencia sobre los reguladores estadounidenses —el New York Times cita a Jeremy Stoppelman, consejero delegado de Yelp—, creen que la Comisión Europea prioriza los intereses de usuarios y pequeñas empresas con intención de competir con sus productos en igualdad de condiciones.

En un mundo multipolar y sometido a las tensiones del populismo y el auge chino, el “poder blando”, o percepción del poder real a través de medios culturales e ideológicos, ya no puede ser almacenado con un cheque en blanco adjunto por los repositorios de Silicon Valley: la Unión Europea trata de encontrar su propia voz entre la retórica proteccionista y ajena a los valores de la Ilustración de Donald Trump, y el capitalismo autoritario de China.

Gracias a expertos en Internet y a reguladores dispuestos a establecer límites en el uso de datos y actividad de usuarios, la UE empieza por devolver a sus ciudadanos al menos una parte del control sobre sus propios datos personales y actividad en Internet. Y, de paso, los cambios acabarán afectando la política interna de los principales servicios de Internet que no quieran arriesgar su posición o imagen en el mercado europeo.

La labor olvidada (y degradada) del funcionariado responsable

Para Vestager,

“Hay un clima real en estos momentos de gente diciendo: Europa tiene una oportunidad de reconectar y servir realmente a nuestros ciudadanos.”

¿No es este el discurso del regulador tecnófobo? La comisaria europea de la competencia defiende, de hecho, su tecnofilia y se pregunta por qué las empresas más importantes de Internet controlan, emulan, compran o desestabilizan a cualquier competidor con potencial en mercados análogos.

Vestager se declara usuaria de Apple, y no pretende renunciar a herramientas como una búsqueda de Google. Simplemente —explica Tim Adams en su perfil sobre la comisaria en The Guardian—, “quiere un mercado y un sistema fiscal que se desarrolle según las reglas establecidas y retribuya lo que toca.”

Hace poco que las tesis libertarias y comunitaristas de Silicon Valley, que apostaban por la autorregulación de propias empresas para evitar abusos, son apenas un mantra adecuado para las relaciones públicas, pero nada más. El “Don’t be evil” de Google se ha transformado en tensiones entre trabajadores y la compañía por el contrato con el Pentágono para asistir en el desarrollo de drones militares.

Comprar la competencia del futuro en vez de competir

Más allá de los símbolos, siempre importantes en un sector que se ha beneficiado de relatos utópicos y contraculturales, lo que debería preocupar —argumentan The Economist y The New York Times en sendos artículos— es la concentración de poder y talento a manos de cinco empresas y un puñado de exitosas firmas segundonas.

Entre estas últimas, las que no logren beneficios suficientes para garantizar su autonomía de decisión, acabarán absorbidas o desmembradas por las cinco grandes y su ecosistema de inversiones e influencia en la Administración, la prensa y las relaciones públicas, etc.

El dominio aplastante de Google, Facebook, Apple, Amazon o Microsoft sobre sus respectivos mercados principales genera un nuevo tipo de perversión que repercute sobre innovadores y usuarios: estas compañías cuentan con recursos, información, prestigio y redes de influencia suficientes para controlar las nuevas firmas más prometedoras y aplacar su evolución, a menudo usando los ingentes beneficios libres de impuestos acumulados y no reinvertidos en la sociedad, para comprarlas al contado.

Qué manera más incontestable de controlar y aprender de los competidores que adquiriéndolos y optando por su florecimiento en el nuevo ecosistema… o por su negligencia y lenta desaparición.

El riesgo para el mercado de ahogar el nuevo talento

Albert Wenger, inversor en la firma de capital riesgo Union Square Ventures, habla de un “coto vedado” alrededor de los gigantes tecnológicos: una vez una firma prometedora a entrado en el punto de mira, el contexto a su alrededor se hará tan hostil que será difícil sobrevivir manteniendo cierta autonomía.

Aspirantes a un trabajo fabricando iPhones en la factoría de Foxconn (Zhengzhou, China). Pulsar sobre la imagen para acceder al original

Ha ocurrido con varias empresas, la última de las cuales es Github. Si en 2014, The Economist hablaba de una “explosión cámbrica” en referencia a lo fácil y económico que era crear una compañía tecnológica, menos de un lustro después las tornas se han girado y es difícil abrirse paso como joven empresa en mercados demasiado próximos a aquellos controlados por Amazon, Facebook o Google: las ideas en ámbitos como redes sociales, motores de búsqueda, aplicaciones móviles o comercio electrónico carecen del atractivo o el recorrido de hace unos años.

The Economist ilustra este fenómenos con algunos ejemplos: tras rechazar la adquisición a cargo de Facebook en 2013, la red social Snap apenas ha crecido; entre los motivos, destaca el esfuerzo de Facebook por emular sus particularidades más populares. Si no puedes absorber una empresa brillante, acorrálala y copia sus ventajas percibidas.

Los ejemplos abundan. Meerkat perdió su potencial cuando Twitter copió la idea con Periscope, su aplicación de vídeo en tiempo real. La plataforma de servicios de computación en la nube de Amazon, AWS, integra los servicios de empresas innovadoras en el sector promocionándolas como “partners”, si bien a medio plazo las funciones ofrecidas por estas firmas se incorporan a la propia oferta listada en el panel de usuarios, AWS Console.

Las jóvenes empresas más exitosas (en la jerga, “unicornios“), parecen emular la estrategia de las cinco grandes, absorbiendo o arrinconando competidores potenciales antes de que apenas hayan empezado a rodar. Como consecuencia, la cultura empresarial traslada los incentivos desde la ambición de competir con los gigantes establecidos hasta ideas apetecibles para ser adquiridas por éstos.

Después de Silicon Valley: un nuevo escenario empresarial

Si las grandes empresas de Internet están destruyendo competidores potenciales antes de que siquiera hayan empezado a rodar, ¿qué posibilidades tiene jóvenes ajenos a Silicon Valley de crear servicios viables con capacidad de competir con las empresas ya establecidas? ¿Se han convertido las empresas “jóvenes” y “amables” del mundo tecnológico, garantes de la transformación por oposición a viejos modelos corporativos, en las nuevas compañías hereditarias?

El juego de malabares de muchas empresas tecnológicas, que sostienen la bandera pirata de sus inicios con una mano mientras actúan con la arrogancia de los monopolios de facto, llega a su fase de agotamiento.

Quizá la necesidad de una Internet ética y ciudadana, en la que navegar con la posibilidad de descubrir nuevas ideas recupere la ingenua energía de los inicios, sea un pálpito real.

Regulaciones como GDPR, cursos de ética computacional en las universidades, y tecnologías que prometen proteger y devolver a los usuarios la soberanía de sus datos y acciones digitales, son el síntoma de un comienzo.