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El aura de lo que evocamos: la importancia del punto de vista

Durante una visita reciente a Grecia (vídeo y fotogalería), contactamos con Takis Yalelis, un arquitecto griego educado en Atenas, dado nuestro interés por visitar una pequeña casa baja encalada y en dos volúmenes que se protege de los vientos del Egeo tras la ladera norte de la isla de Kea, Ceos en la Antigüedad, la más próxima de las Cícladas a Atenas junto a la alargada Makrónisos.

Esta proximidad con la capital ha convertido a Kea en un refugio de fin de semana y escapadas para urbanitas, si bien las exigencias del viaje en ferri, cuyo trayecto matutino parte al amanecer, permite a la isla mantener un influjo de visitantes local y relativamente moderado, a excepción de la temporada veraniega.

La habitación que Friedrich Nietzsche ocupó durante los veranos de 1881 y 1883-1888 (Sils im Engadin, cantón de los Grisones, Suiza)

Takis, que habla —además de griego— inglés y alemán en casa, se presentó con uno de sus hijos —también arquitecto, formado en Alemania— con la naturalidad de quien realiza una excursión con unos viejos amigos; la calidad, vitalismo y riqueza de perspectivas de su discurso evocaban la personalidad curiosa y chispeante de Settembrini, el amigo humanista de Hans Castorp en el sanatorio de Davos, en La montaña mágica de Thomas Mann.

Un esbozo de una isla griega

En Kea, una isla en que el silencio ambiental y una extraña calidad acústica parece invitar a la escucha de conversaciones alejadas, pudimos pasear por el pequeño anfiteatro de bancales desprovistos de vegetación sobre el cual Takis edificó la pequeña casa veraniega para una pareja de conocidos.

La pequeña construcción, simple y mediterránea como una muestra endémica de la moderación ancestral griega (el «meden agan» —μηδὲν ἄγαν—, o «nada en demasía», expresión inscrita en el templo de Apolo de Delfos), nos acogió tan bien como los propietarios y la conversación discurrió con la enérgica dialéctica de los primeros encuentros.

En un momento de la entrevista, Takis, que empieza todos sus proyectos concibiendo la futura construcción con una o diversas acuarelas desde el emplazamiento que acogerá al edificio, reflexionaba sobre la propia idea de esbozar la realidad:

«Una fotografía es exactamente lo que uno ve, mientras el dibujo es lo que ves dentro de lo que ves.»

No fue la primera ni la última reflexión elocuente de la velada, y acabamos despidiéndonos de Giorgos, el propietario, de Takis y de su hijo con un hasta la próxima. Con estos dos últimos pudimos conversar un poco más en el ferri de vuelta hacia Lavrio, puerto desde el que habíamos partido al amanecer. A la vuelta, tanto las suaves colinas de la alargada isla de Makrónisos como el territorio escarpado del sureste de la Ática apenas describían su silueta, iluminadas por la luz de un ocaso a cámara rápida.

Banalización de la experiencia

En ese corto instante, que me apresuré a captar sin éxito con la cámara y a retener —todavía con menos éxito— en la memoria, danzaron en la memoria (como los animales que se prestan a la ofrenda en la Grecia Clásica) los distintos momentos de la jornada: la navegación, el descubrimiento de las laderas desnudas de Kea, la exploración de Takis y su vivienda, los comentarios oportunos de los propietarios de la pequeña casa de “camping”, como ellos mismos la consideran…

El paisaje del fin de la jornada envolvió el día, y cualquier retorno al lugar será similar, pero ya nunca será el mismo. Nuestra edad, la edad de nuestros hijos (y su presencia o ausencia), la identidad y cualidades de nuestros anfitriones (o su ausencia).

Al llegar aquella noche a Atenas —pernoctaríamos varios días en Monastiraki, el barrio descarnado junto al turístico Plaka—, reflexionamos sobre la importancia de acudir a un lugar acompañados de alguien conocedor del lugar: en este tipo de situaciones, se produce una simbiosis digna de un hechizo homérico, pues los forasteros toman prestada la mirada del anfitrión, accediendo a conocimientos vedados al visitante ocasional —siempre desganado y en busca del confort familiarizante de lo postizo—, mientras el anfitrión absorbe con gusto el ingenuo entusiasmo de la primera visita: una línea de tierra que surge del mar, el color pardo de una colina de bancales peinada por el viento marino… todo recobra un significado adormilado por la rutina.

Monje a la orilla del mar (Der Mönch am Meer, 1808-1810), Caspar David Friedrich

En una época en la que es posible viajar con comodidad y a bajo precio a cualquier rincón, o conocer ese mismo lugar a través de una aplicación de mapas desde el ordenador o la pantalla del teléfono móvil, la banalización de la experiencia del viajero y el anfitrión es tan irreversible —y poco concreta, como si se tratara de una moda o un estado de ánimo de una época— como el aumento de las temperaturas o del nivel del mar a causa de las actividades humanas.

Un síndrome heredado de la primera industrialización

Perdemos, decían ya los románticos en el siglo XIX al afrontar las consecuencias de la primera industrialización y del éxodo del campo a la ciudad, el enlace entre la vida pública y la experiencia individual con las dimensiones más trascendentes de la existencia humana. ¿Es posible recuperar la mirada encantada de quien es capaz de emocionarse con un paisaje, sea urbano o real, o el reinado de la utilidad propia de las experiencias cuantificadas ha acabado por imposibilitar el descubrimiento casual y la serendipia?

No podemos achacar todo al postmodernismo, ni encomendarnos sin mantener nuestro propio punto de vista a quienes critican con lucidez el mundo actual, sobre todo si éstos confunden su vida y pensamiento con el nihilismo y el pensamiento reaccionario de sus propios personajes (al parecer, Michel Houellebecq, autor de las novelas premonitorias Las partículas elementales —1998— o Plataforma —2001—, está esperanzado con la actual Administración estadounidense; aunque, tratándose de él, nunca se puede estar seguro de si se trata de un descomunal cachondeo para causar cierto revuelo y atraer a las librerías a un puñado de chavalotes estadounidenses con problemas de autoestima).

Al invocar la banalización del viaje y el fin de la perspectiva, debido al efecto que parece tener la tecnología sobre los conceptos de proximidad y distancia (que se relativizan todavía más con los vuelos baratos, Internet y la pujanza de la nueva clase media en los países emergentes), recurrimos a una crítica ya presente entre quienes presagiaron calamidades cuando la bicicleta, el ferrocarril y el automóvil sustituyeron trayectos a pie y viajes en montura.

La poesía de la tierra

A medida que el positivismo y los valores laicos de inicios de la Ilustración socavaban la autoridad de viejas tradiciones e instituciones, así como del propio orden social, los románticos denunciaron la pérdida de una mirada misteriosa y encantada del paisaje y la relación con éste. El poeta John Keats, uno de los promotores del Grand Tour (junto a otras figuras como el noble libertino escocés James Boswell, lord Byron o el propio Stendhal, inspirador del supuesto síndrome que lleva su nombre), evocaba las reivindicaciones románticas en obras como su poema Sobre la cigarra y el grillo (1816), que empezaba con un aguijón a los racionalistas y a su intención de cuantificar la realidad:

«The Poetry of earth is never dead.»

Jamás la poesía de la tierra se extingue, cantarán los primeros románticos, mientras redescubren la belleza decadente del mediodía europeo: catedrales francesas, olvidadas abadías en los Pirineos y los Alpes, templos italianos, senderos andaluces como los recorridos por Washington Irving.

Medio siglo antes, el filósofo y teórico político Edmund Burke, promotor de una reforma ordenada del Antiguo Régimen que permitiera evitar el ajuste de cuentas de la burguesía y el pueblo contra la nobleza y el clero (lo que le opondrá a Thomas Paine, que sostendrá la emancipación estadounidense argumentando que, en situaciones de injusticia insostenible, sólo cabe la revuelta), criticará con sutilidad las tendencias más radicales del racionalismo, como el ateísmo militante, para él una puerta hacia el nihilismo.

La dialéctica de lo bello y lo sublime

Burke, que presentía la llegada de pensadores como Schopenhauer, publicó en 1757 un tratado sobre estética que influye todavía sobre nuestra manera de observar el paisaje y otorgarle significado. En su indagación, Burke distinguirá la naturaleza de «lo bello», que él asocia a la vitalidad y la pulsión de la vida (la primavera), de un concepto próximo, pero en cierto modo opuesto: «lo sublime» (el gusto mórbido, las tinieblas, los pensamientos sombríos e inconfesable, las actividades ensalzadas porque reafirman la vida al producir un miedo a la muerte).

Desde los románticos, la asociación de «lo bello» al eros clásico y de «lo sublime» al tánatos alcanzará el imaginario cultivado y finalmente popular gracias a la literatura, la poesía, la música. La polaridad de la experiencia humana y de su vertiente estética pasará de Edmund Burke a los enciclopedistas (empezando por Denis Diderot) y al propio Immanuel Kant, que inoculará la idea tanto entre los idealistas como entre quienes reaccionan a sus aspiraciones mecanicistas y matemáticas, como Schopenhauer, Kierkegaard (quien, como Burke, tratará de otorgar un significado renovado al pensamiento cristiano con una «humanización» de la idea de Cristo: lo esencial del personaje, dirá, está en la persona, y no en su idealización institucional), o Nietzsche.

Las tres edades (Die Lebensstufen, 1834), del pintor paisajista romántico alemán Caspar David Friedrich

Hoy, como en el pasado, nos cuesta reconocer la artificialidad de pensamientos que hemos interiorizado con la naturalidad de lo que siempre ha estado ahí, como si formaran parte de los elementos y no de una construcción conceptual fruto de una cultura y un tiempo. Es el caso de lo bello y lo sublime, la apreciación del paisaje natural y tanto sus versiones más aceptables para la sociedad («lo bello», lo adaptado a la moral imperante, como el realismo pictórico o el turismo familiar de masas) como de sus tendencias más peligrosas y tenebrosas, propias de «lo sublime»: el miedo a la muerte, las cimas pintadas por Caspar David Friedrich o los rapapolvos a la debilidad inherente de nuestra personalidad y contexto que nos gusta saborear en los aforismos de Nietzsche.

Percepciones que heredamos sin saberlo

Incluso la percepción moderna de «lo pintoresco» surge de la Ilustración, y no ha habido movimiento de reacción o vanguardia que haya podido superar el concepto. Es otra figura influyente para los románticos, el clérigo anglicano y aficionado al arte William Gilpin, quien hablará —inspirado quizá por el idealismo subjetivo de un obispo católico, George Berkeley— de la «mirada del pintor». Lo pintoresco se convierte, desde Gilpin, en un punto de vista que deberán compartir el artista y su público.

Gilpin escribirá sobre la belleza intrínseca de paisajes lejanos e inanimados, a menudo ajenos a los intereses o pensamientos del observador: lo pintoresco será esencial para ensalzar el paisaje romántico, su vegetación y sus ruinas. El sustrato gótico y céltico empezarían a aparecer con frecuencia en la pintura y la literatura, mientras la visión panteísta del mundo y la existencia, iniciada por Spinoza, tomará una nueva estatura en Estados Unidos. Allí, Emerson asociará la introspección (la mirada interior) con el universo, Thoreau explorará la vida sencilla y solitaria en el bosque, y Whitman cantará el vigor de esta nueva sociedad paseando su bondad auténtica por senderos repletos de buhoneros.

En El mundo de ayer, el ensayo retrospectivo sobre el mundo cosmopolita centroeuropeo que se esfuma a inicios del siglo XX con el auge maximalista del idealismo (por un lado, el nacionalismo extremista; por el otro, los movimientos revolucionarios que antepondrán el fin a los medios), Stefan Zweig explica sus primeras decisiones de gran calado durante los inicios formativos como escritor.

Después de una estancia en el Berlín cosmopolita de inicios de siglo, todavía de moral prusiana y una austeridad protestante que contrasta con la Viena natal del autor, Zweig seguirá su periplo formativo en Bélgica antes de pasar por París. En Bélgica, le fascinará uno de los autores según él más interesantes del momento en Europa, el hoy olvidado a escala internacional Émile Verhaeren, poeta modernista flamenco en lengua francesa, que se interesará por el movimiento tremendista español a través de Darío de Regoyos.

El mundo de Stefan Zweig

De Verhaeren, a quien Zweig traducirá al alemán, el autor de El mundo de ayer destaca su mirada e interpretación de un supuesto pálpito europeo, una reinterpretación de la tensión entre lo bello y lo sublime, entre la vitalidad del «eros» y el miedo a la belleza decadente del «tánatos». Pero Verhaeren encontrará esta alma europea en la cultura humanista y la vida en las villas, como el belga hubiera tratado de convertir en europeo el amor por el divagar urbano de Baudelaire, Verlaine o Rimbaud:

«Verhaeren es el primero de todos los poetas de lengua francesa que trató de dar a Europa lo que dio Walt Whitman a los Estados Unidos: una profesión de fe en su tiempo, una profesión de fe en el futuro».

La amistad entre Zweig y Verhaeren no sobrevivirá a los achaques nacionalistas y revolucionarios que empezarán con la Gran Guerra y acabarán por transformar para siempre la Europa cosmopolita que los autores habían conocido. La amistad entre Zweig y otro poeta en lengua francesa, Romain Rolland, durará hasta el final trágico de Zweig en Brasil. Por carta, Rolland escribe al autor austríaco:

«No me sorprende que simpaticemos … es Ud. un europeo. Yo lo soy también, de corazón.»

Mientras la idea de la mirada pintoresca, de la mirada compartida entre el artista y el público, de la tensión entre lo bello y lo sublime, permanecerá en Europa cerca de los bajos fondos de las ciudades más palpitantes, Estados Unidos logrará —sobre todo a través de Walt Whitman— dar al paisaje el sentido panteísta y presocrático con el que nos enfrentamos Kirsten y yo un buen día, entre un puerto de la Ática y la isla de Kea.

Tomarse un tiempo y abrir todos los sentidos

Poco a poco, la subjetividad aparece no sólo en las obras literarias y pictóricas, sino también en la percepción del espectador: el paisaje idealizado y rígido de realistas, simbolistas o modernistas toma la perspectiva multisensorial del observador, y la naturaleza inanimada de William Gilpin, Edmund Burke o Kant adquiere el vitalismo de la sinestesia: el paisaje es también observado con los poros de la piel, el aroma e incluso el regusto de aceites y tonalidades gustativas en el ambiente.

El paisaje se convierte también en parte de la experiencia, y la simbiosis entre el observador y lo observado provocan un nuevo significado emergente de la experiencia, que acerca cualquier paseo contemplativo o reflexión elocuente en una experiencia con silueta metafísica.

Lo bello y lo sublime: una discusión imaginaria entre el filósofo pre-existencialista Arthur Schopenhauer y el originador de esta supuesta dialéctica de la estética y el paisajismo, el filósofo liberal conservador británico del siglo XVIII Edmund Burke (autor de «Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y de lo bello», 1757)

A diferencia de las experiencias enlatadas contra las que advertía Walter Benjamin, que se caracterizan por reproducir sin matices un holograma idealizado de la realidad, similar a esos panoramas móviles, cicloramas y dioramas tan celebrados en las primeras Exposiciones Universales del siglo XIX, las evocaciones personales conservan el aura metafísica descrita por Emerson, Thoreau y el auténtico rapsoda de su tiempo, Whitman.

Al otro lado del Atlántico, Nietzsche creará un evangelio apócrifo para anunciar el aura del fin de los evangelios: entre Aurora y Así habló Zaratustra hay una madurez metafísica alimentada por paseos de alta montaña en Sils Maria, Suiza.

Un paseo sensorial con Walt Whitman

En Song of Myself, Walt Whitman nos invita continuamente a recuperar todos los sentidos y a evocar, a través de él, las maravillas de lo cotidiano.

Creo que una hoja de hierba no es menos que el camino recorrido por las estrellas,
Y que la hormiga es perfecta, y que también lo son el grano de
arena y el huevo del mirlo,
Y que la rana es una obra maestra, digna de las más altas,
Y que la zarzamora podría adornar los salones del cielo,
Y que la menor articulación de mi mano puede humillar a todas las máquinas,
Y que la vaca paciendo con la cabeza baja supera a todas las estatuas,
Y que un ratón es un milagro capaz de confundir a millones de incrédulos.

Siento que en mi ser se incorporan el gneis, el carbón, el musgo de
largos filamentos, las frutas, los granos, las raíces comestibles,
Y que estoy hecho de cuadrúpedos y de pájaros,
Y que puedo recuperar cuanto he dejado atrás,
Pero que puedo hacerlo volver cuando se me antoje.

En vano la timidez o la prisa,
En vano las rocas incandescentes arrojan sobre mí su antiguo calor,
En vano el mastodonte se oculta detrás del polvo de sus huesos,
En vano los objetos se alejan leguas y leguas y toman muchas formas,
En vano el mar se oculta en las cavernas donde tienen su guarida los monstruos,
En vano el buitre tiene por morada el cielo,
En vano la serpiente se desliza entre las lianas y los troncos,
En vano el alce busca las honduras recónditas de la selva,
En vano el cuervo marino tiende el vuelo hacia el norte,
hacia el Labrador,
Lo sigo velozmente, trepo al nido que está en la grieta del peñasco.

(Song of MyselfCanto a mí mismo—, sección 31; Hojas de hierbaversión original de la obra—)