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El mundo antes que la pantalla: ventajas del juego analógico

Apartemos el solucionismo de la tecnología por un instante. No hay aplicación de móvil que mejore una exploración que no debemos olvidar: nuestra proyección en el mundo. Maravillarnos de nuevo de lo que nos rodea.

Aprovechar una tarde de buen tiempo primaveral después del invierno, o una mañana de fin de semana, para jugar como un niño, o enriquecer el entorno de juego de nuestros hijos, visitando algún paraje natural de proximidad y animando a que exploren el medio como un terreno con posibilidades de juego y aprendizaje inabarcables.

Restos arqueológicos de un conocido juego de mesa popular a lo largo de todo el Imperio Romano: ludus latrunculorum (también “latrunculi” o “latrones”), el “juego de los ladrones” o salteadores de caminos, con reglas y tácticas a medio camino entre las versiones contemporáneas del juego de damas y el ajedrez

Plantas con formas fractales, hojas que han evolucionado para ser transportadas con facilidad por el viento, piedras y tallos que, con su contexto necesario, se pueden convertir en los elementos de un juego.

Un vistazo a un viejo libro de juegos

Emulando a las letras que conforman una palabra, las palabras que forman una frase y las frases que conforman una unidad con sentido completo, es posible convertir montículos de tierra, guijarros, palos, hojas y otros objetos en el material para jugar unas partidas al alquerque —hoy lo llamamos damas—, un juego que estimuló la imaginación de Alfonso X el Sabio, quien encargó el Libro de los juegos en homenaje al ajedrez, los dados y las tablas reales (backgammon).

Al encargar su obra, encuadernada en piel de oveja y rebosante de lujosas ilustraciones, Alfonso X quizá no fuera consciente que el origen de juegos como las tablas se remonta 5.000 años atrás: la tumba de un rey mesopotámico en Ur, actual Irak, incluía un juego de tablero que habría hecho las delicias de una corte olvidada en torno al año 2600 a.C.

Un claro en el bosque o un rato sobre la arena de la playa nos servirán para improvisar no sólo una partida de alquerque o damas, sino un tres en raya, una partida de oware (juego abstracto africano de la familia de los juegos mancalas)…

Juegos que no requieren cargador y pantalla

Si optamos por inspirar la apreciación de formas orgánicas, azarosas o con patrones específicos, podemos improvisar la construcción de estructuras con vegetación, describir espirales con piedras siguiendo una cierta proporcionalidad, optar por una introducción al orden matemático de las formas euclídeas, trazando figuras en dos y tres dimensiones.

¿Por qué no combinar la aritmética básica con la puntería? Es posible, por ejemplo, improvisar una diana de círculos concéntricos, cada uno de los cuales es el cuadrado del círculo concéntrico inmediatamente interior. Luego, bastarán unos proyectiles (unas piñas, unos palos a modo de lanza, lo que haya a mano) para probar la puntería con la diana.

Representación fantástica de una partida de damas en versión del Antiguo Egipto, procedente de un papiro y reproducida como ilustración en un diccionario británico de antigüedades fechado en 1890

Emulando al personaje protagonizado por Viggo Mortensen en Captain Fantastic, quizá también nos interese combinar el contacto con la naturaleza con la exploración de conceptos filosóficos diversos, según la idea de exploración directa de lo circundante que practicaron los presocráticos.

Bastará un palo y algo de elocuencia para tratar de improvisar lo más cercano a la emergencia espontánea del teorema de Pitágoras o el principio de la palanca de Arquímedes (su “dadme un punto de apoyo y moveré el mundo”…).

El sentido de golpear una piedra contra otra

¿Y si pudiéramos incluso jugar a explorar el éxito de nuestra especie? Psicólogos y antropólogos como Leon Festinger y Jacques Tixier han relacionado nuestra destreza para crear herramientas a partir de objetos como piedras, palos y huesos, con la emergencia de la conciencia, relacionada con la función del intérprete cerebral (una zona concreta del hemisferio izquierdo que se habría especializado en urdir un relato a partir de nuestra experiencia cognitiva).

Así que, sin más, podemos improvisar un pequeño taller de industria lítica y, con supervisión adulta, tratar de elaborar alguna herramienta tosca golpeando una piedra contra otra, o usando otros materiales como golpeadores.

Quizá, al alejarnos del bosque, encontremos ornamentos para distinguirnos, tal y como lo habrían hecho nuestros antepasados.

Juegos que surgen de las circunstancias de un momento y lugar

Y así, sin objetivos rígidos ni declaraciones grandilocuentes, volveremos con energía a un mundo que se dematerializa y gana complejidad y riqueza informativa cada vez en menos material. El entorno tecnológico de nuestra vida cotidiana es la última interacción de una tecnología cuyo origen remoto se remonta a la industria lítica.

Usando el mismo principio esencial, la mejora de conjeturas a partir del ensayo y error, seguimos avanzando. Aunque el nivel de actividad y abstracción en la vida cotidiana nos aparte de una mirada amplia a lo que da sentido a nuestro mundo y propulsa nuestra creatividad.

Si nuestro objetivo es observar la riqueza del mundo ante nosotros, una lupa y un cazamariposas nos asistirán en la búsqueda de tesoros del mundo vegetal y el de los animales invertebrados; eso sí, es más fácil explorar el género insecta en continentes como el europeo que en Oceanía, donde hay que convivir con un número tal de arañas venenosas que Bill Bryson argumenta —en algunos pasajes hilarantes de su ensayo In a Sunburned Country— que esta realidad cotidiana ha contribuido a conformar la personalidad de los australianos.

El recorrido de los videojuegos

Este artículo no está dedicado a las supuestas ventajas y peligros del juego electrónico y digital, el cual, nos guste o no, es una institución —y una industria lucrativa— con varias décadas de vida y centenares de millones de participantes.

Nuestra percepción del tiempo podría engañarnos: en la era de la inmediatez, tomar como referencia temporal un intervalo de varias décadas, o incluso la duración de una vida humana, se acerca en nuestro imaginario a una eternidad.

La base filosófica de la cibernética empezó después de la II Guerra Mundial; las consolas de videojuegos y los primeros ordenadores personales (para los que se desarrollaron juegos desde los inicios) datan de la década de los 70.

La consolidación de PC, consolas e Internet como plataformas de juego atraería talento y dinero a las primeras grandes sagas y producciones con éxito global y beneficios superiores a otros gigantes del entretenimiento.

Luego llegarían los primeros clásicos, algunos de los cuales iniciarían su propio género. La sofisticación mutó con cada hito en el camino: mercado masivo para jugadores en PC y videoconsolas, llegada de la opción multijugador por Internet, promesa de la inmersión 3D, evolución portátil y teléfono inteligente, realidad aumentada…

Los juegos “analógicos” olvidados en el fondo del cajón

Sin prestigio ni atención de la prensa seria, los videojuegos —que heredaron del cómic el estatus de subcultura— superaron en beneficios al cine, y la sofisticación gráfica de los juegos de gran presupuesto alimentó una subcultura de entusiastas de viejas glorias.

Desde los primeros juegos de rol usando redes de comunicación a distancia —mero texto transmitido de manera incremental a través de redes de usuarios previas a la propia WWW, como Usenet, o usando terminales Minitel en países como Francia, etc.— hasta el éxito del juego de realidad aumentada usando el teléfono móvil, Pokémon Go, parece haber transcurrido una edad geológica.

En realidad, los adultos de hoy hemos asistido a casi toda —cuando no a toda, si nacimos a principios de los años 70— esta evolución, desde las maquinitas Nintendo con el limitado —y preimpreso— universo Donkey Kong, a los títulos más sofisticados de la actualidad.

Y llega la cuestión esencial: sin ánimos de entrar en el debate sobre la conveniencia de introducir a los niños a los videojuegos a una edad temprana, o acerca del tiempo y entorno en que esta exposición debería llevarse a cabo, ¿a qué jugábamos los días lluviosos cuando teléfono, tableta, ordenador portátil y videoconsola no eran una opción?

Saber jugar

Aparecen, de repente, otros universos tan ricos como el de los videojuegos, y mucho más veteranos: de repente, evocamos sobremesas en torno a distintos tipos de barajas de cartas, y tratamos de recordar las reglas de distintas versiones de juegos populares con naipes españoles y cartas de póquer.

Surge también el recuerdo del juego de etiqueta. La seriedad del ajedrez, cuya curva de aprendizaje y sofisticación potencial lo convierten en algo así como las matemáticas del mundo de los juegos, intimidando al principio y desplegando la recompensa de su sabiduría a medida que se le pierde respeto, como si pasar tiempo ante su tablero cuadriculado equivaliera al aprendizaje de un instrumento musical.

Durante la adolescencia, las subculturas de los juegos de mesa —con subgéneros como la estrategia o el rol— actúan como código entre los conocedores y quienes permanecen ajenos a su nivel de complejidad y sofisticación, un hermetismo próximo al de las hermandades secretas, las escuelas de magia y otras aventuras imaginarias que tienden la miríada de lazos entre literatura, cómic y cine, por un lado; y juegos tradicionales, de mesa y videojuegos, por otro.

Sumergirse en la lectura de un libro de aventuras, o explorar tramas de acción en un género como el cómic, a medio camino entre lo visual simbólico y lo literario —y, para muchos, más cinemático que el propio cine—, es adentrarse en la madriguera de conejo que, señalándola a Alicia, Lewis Carroll nos mostró a todos.

El recorrido ancestral de los juegos

A diferencia de la literatura, el cómic o el cine, el juego no sólo demanda nuestra inmersión en un relato, sino nuestra participación directa en una representación y, a menudo, nos invita a compartir la experiencia con otros en un lugar y un momento determinados.

Qué mejor manera de celebrar nuestra presencia en el espacio-tiempo que reivindicando este “ser-en-el-mundo” con algún juego, alguno de los cuales nos enlazará con tradiciones que se remontan a la prehistoria.

Cuando lanzamos los dados, emulamos a niños y adultos romanos lanzando un puñado de huesos contra el suelo o el tablero en el juego de las tabas; y los niños y adolescentes romanos, a su vez, conectaban con sus antepasados sirviéndose con este juego de azar.

Evocamos sin esfuerzo los paralelismos y lógica evolutiva de la labor chamánica de lanzar los dados —tarea metafísica y a veces crucial en culturas ancestrales— con juegos de azar como las tabas y los dados. Desde los dados, es necesario trazar un puente hacia los juegos que evolucionan desde la suerte y la destreza psicomotriz a la habilidad intelectual: de la aleatoriedad metafísica de los dados a la muy humana —demasiado humana, diría Nietzsche— tacticidad de juegos como el dominó —o su equivalente oriental, el mahjong.

El emergentismo de los juegos

Y, sorteando de nuevo el puente evolutivo de la historia universal de los juegos, pasamos de la casilla ocupada por el dominó a la casilla de los juegos tácticos que cambian las formas orgánicas y azarosas de la ausencia de tablero a la conciencia matemática del tablero: un marco y unas normas humanas, para recrearse con la complejidad de la matriz lógica alumbrada.

Surge, así, el ajedrez, pero también el xiangqi (China), el go (también en China) el shōgi (que nos conduce al Japón del neolítico Jōmon), el janggi de Corea…

Y, si bien es cierto que algunos de los humanos más diestros en ajedrez y go han perdido en ambos juegos contra una máquina, hay que recordar que estos cerebros artificiales reclamaron la victoria sirviéndose de un cálculo probabilístico que cualquier humano —por no hablar de otros mamíferos inteligentes— interpretaría como un razonamiento primitivo, consistente en emular todas las opciones posibles y optar la matemáticamente más ventajosa a cada momento.

Lo que llamamos destreza —o, de manera peyorativa, intuición— implica a menudo recurrir a la capacidad emergente de nuestro cerebro: no necesitamos realizar todos los cálculos posibles para decidirnos sobre la siguiente jugada, sino que optaremos por opciones aproximadas que implican improvisación, riesgo, brillantez. Y algo tan humano como aprender a partir del ensayo y error: la base del juego, pero también de ese edificio que hemos erigido llamado ciencia.

Juego simbólico y socialización

Lanzar los huesos y estudiar su posición, algo tan antiguo como la música o la representación pictórica, que es lo mismo que decir cultura, metafísica… conciencia. Quizá los primeros juegos de azar nos precedan como especie, aunque nos cueste hallar muestras arqueológicas inequívocas sobre ello: en la muestra inerte y polvorienta, tendremos que imaginar la propia esencia del juego. La expectación, la sorpresa, el jolgorio súbito, la concentración, la destreza, la sorpresa…

Medio siglo de juego electrónico, toda la historia de juego simbólico, entendido como actividad de entretenimiento entre dos o más individuos que integra variables como la suerte y la destreza.

Una cura de humildad: compartimos con muchos vertebrados la capacidad de aprender jugando, y nuestra predisposición innata para extraer enseñanzas de los juegos simbólicos y de socialización nos reconectan con un mundo de aprendizaje y diversión que ha contribuido a lo que somos.

Basta con jugar al escondite con un bebé de unos meses para redescubrir nuestra capacidad innata para gestionar el asombro, la expectativa, la improvisación. Con apenas unos meses de vida, somos capaces de comprender las reglas de un juego… y de saltárnoslas cuando sea necesario.

La capacidad terapéutica de compartir un juego

Otra manera de asomarse hacia el incalculable poder de sugestión del juego consiste en observar los resultados transformadores que los niños y adultos con graves trastornos nerviosos y del comportamiento, desde el autismo a la parálisis cerebral, experimentan con el juego, tanto con otras personas como con animales o, en las últimas décadas, con asistentes digitales.

El ámbito de la recuperación de lesiones cerebrales también se ha servido de la capacidad socializadora y regeneradora del sistema nervioso del juego, y desde la Antigüedad hemos usado con éxito remarcable la terapia con animales (zooterapia) para retrazar los vínculos ancestrales entre nuestro cuerpo y la representación que hacemos del mundo (cada vez que nos proyectamos “más allá de nosotros” para conocer, sentir y comunicarnos con otros).

El juego nos permite, en definitiva, no caer en el absurdo del solipsismo, o encerrarse en el mundo creado por la conciencia de uno mismo hasta considerar el mundo una creación de la propia mente.

Nuestra proyección en el mundo

A medida que aumentan las exigencias educativas y las jornadas de los niños compiten en exigencia y duración con las de sus padres, se reducen las oportunidades para explorar el mundo sin la urgencia de traducir cada actividad en provecho inmediato.

En este contexto, el juego no estructurado que nos sitúa a niños y a adultos en el mundo sin nuestro apéndice digital ni obligaciones aumenta su importancia para bienestar físico y mental: no hay que subestimar los efectos sobre estado de ánimo y frescura intelectual de compartir una velada jugando con otros según las reglas perennes de algún pasatiempo analógico.

Sin recuperar la oportunidad de aburrirse, explorar, entender el proceso de ensayo y error, practicar deporte con los amigos sin convertirlo en una competición entre padres, o redescubrir la naturaleza (y el juego en la naturaleza), nuestro rendimiento intelectual y salud física y mental se resienten.

Sin tiempo para explorar y jugar en un contexto que no se circunscriba a una pantalla, la relación de niños y adultos con el mundo perderá resortes y riqueza que nos acercan a una manera universal de explorar el medio, estar en el mundo, reconocer patrones, urdir estrategias, improvisar, madurar.

Reencantamiento

Si el mundo es percibido como un lugar inhóspito y ajeno a nosotros, ahondamos en lo que Max Weber llamó desencantamiento del mundo, el fenómeno de desarraigo de la naturaleza propio de sociedades seculares con entornos cada vez más asépticos y estructurados.

Si lo que queremos es, por el contrario, proyectar nuestra conciencia hacia lo circundante, el juego nos puede ayudar. Hay juegos tan sencillos y ancestrales como darse un paseo por el entorno natural más cercano a casa, buscar cantos rodados y guijarros en el entorno del lugar que elijamos y depositar una piedra sobre la otra, improvisando un juego de equilibrio de formas orgánicas.

Compensemos el proceso de desencantamiento del entorno físico, social y natural al que nos empuja la sociedad del conocimiento, con un retorno consciente a la sorpresa del juego analógico y el “reencantamiento” a través de la exploración del mundo usando el ensayo y error.

Con un poco de juego y tiempo libre desestructurado, respiraremos algo de aire fresco al margen del corsé postmoderno: la tendencia a encuadrar la realidad en el marco del cálculo, la previsión, la norma, la expectativa, los artefactos de la “gubernamentalidad”.

Así, quizá, recordemos —o descubramos— la función de nuestras variables biológicas y su relación con nuestro bienestar, desentumeciendo de paso nuestra creatividad, al desasociarla de su utilidad potencial. El juego es un fin en sí mismo.