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El riesgo de monopolios sin competencia y fiscalidad a medida

Un nuevo artículo académico indaga sobre el debate más importante de nuestro tiempo: ¿qué responsabilidad tienen las empresas transnacionales en el diseño y supervivencia de argucias contables que obligan a la clase media a financiar una mínima cohesión social?

El artículo, recién publicado en NBER y firmado por los economistas Wen Chen, Bart Los y Marcel P. Timmer, trata de abandonar las polémicas circulares de departamentos de opinión y cámaras de eco en redes sociales, analizando con cierto rigor si nos encontramos en un momento histórico con un comportamiento macroeconómico equiparable a la llamada edad dorada del capitalismo, dominada por magnates en la cúspide reconvertidos, al final de su carrera, en filántropos con aire paternalista.

La figura idealizada del magnate brillante y generoso, capaz de compartir el fruto de su talento y esfuerzo con trabajadores y el resto de la sociedad, permanece viva en la psique estadounidense, o al menos en el imaginario alimentado por los relatos de la cultura popular, si bien se aleja hoy tanto de la realidad como lo hizo en la era de los Andrew Carnegie, John D. Rockefeller y William K. Vanderbilt, entre otros.

Dos modelos, dos mentalidades

En parte debido al prestigio del individualismo y los valores que, como la teoría social de John Stuart Mill, asociaban moral e industriosidad a éxito y felicidad, la respuesta a la desigualdad evolucionó de manera distinta en el mundo anglosajón y la Europa continental.

Esta disociación está todavía presente en el mundo académico, empresarial y político de ambos modelos. Los excesos del capitalismo de patrones y obreros del siglo XIX inspiraron movimientos sociales y corrientes progresistas enfrentadas a un lado y otro del Atlántico, que explican la deriva de los movimientos de izquierda en Estados Unidos y Europa, sus limitaciones y el declive de los últimos años, coincidiendo con el auge populista:

  • en Europa, el socialismo revolucionario del XIX halló consensos con la clase profesional, las pequeñas empresas y el funcionariado para dar forma a la socialdemocracia y al Estado del Bienestar (un modelo que ha demostrado su eficacia y relativa frugalidad en sociedades cohesionadas, con una clase media próspera y afianzada);
  • en Norteamérica, el corporativismo se impuso al modelo de redistribución de riqueza a través del Gobierno (representado por la socialdemocracia), difundiendo la tesis de que el Gobierno podía forzar a las empresas a ocuparse como es debido de sus trabajadores. Este modelo ventea todos sus riesgos y trampas con la dominación de los gigantes de Internet, que ni crean empleos masivos (a diferencia de las empresas del pasado), ni redistribuyen una parte razonable de la riqueza generada.

Cuando los salarios nunca atrapan a los réditos del capital

Según los autores del artículo publicado en NBER,

“…el período desde 2000 debería verse como un lapso excepcional en la economía global durante el cual las empresas multinacionales se beneficiaron de costes laborales en retroceso a través de la deslocalización, al tiempo que capitalizaban intangibles existentes y propios de la empresa, como el valor de marca, a un costo marginal bajo.”

Con esta reflexión de los autores, poco sospechosos de tendencias radicales, no debe extrañarnos que el ensayo sobre economía más citado del nuevo siglo (por si restan dudas: El capital en el siglo XXI, 2013, del francés Thomas Piketty) parta de un departamento de economía de la Europa continental, y no de un mundo anglosajón cuyos vasos comunicantes políticos y académicos dependen de los inversores privados situados en el epicentro de la polémica sobre la desigualdad.

La tesis de Piketty, expuesta en un ensayo cuya edición original, aparecida en Le Seuil, cuenta con 976 páginas, expone el fenómeno de la deslocalización como uno más de los factores que han contribuido a afianzar el problema de fondo, expuesto en una sencilla fórmula: r > g (“r” es, sistemáticamente, mayor que “g”, imponiéndose a largo plazo bajo las circunstancias de un sistema capitalista poco regulado, en donde “r” equivale a los réditos del capital y el retorno de las inversiones, mientras “g” se refiere a las ganancias del trabajo).

La ética de comprar acciones propias para evitar impuestos

Las empresas transnacionales más poderosas no sólo financian y mantienen bien engrasados think tanks y grupos de presión en Estados Unidos, Bruselas y las capitales tanto del mundo emergente como de los flujos financieros, sino que influyen sobre los organismos diseñados tras la II Guerra Mundial para mantener la estabilidad política y económica.

Esta inercia o estado de cosas sería fruto de décadas de trabajo en los despachos políticos y de relaciones públicas, así como de la radicalización de un cierto tecno-capitalismo en Silicon Valley dispuesto a sustituir viejos modelos laborales y fiscales regionales por software controlado en un puñado de despachos y centros de datos). Los beneficios más visibles del auge tecnológico (Internet, telefonía móvil, la cara amable de los denominados servicios “colaborativos”), habrían desactivado cualquier oposición con cierta escala y porte.

“Los comedores de patatas” (1885), pintura al óleo de Vincent van Gogh. Dos años después, Van Gogh escribiría una carta a su hermana en la que consideraba “Los comedores de patatas” como su obra más lograda

Todos, cada uno a su manera, habríamos asistido en la emergencia de nuevos aparatos, servicios y plataformas que venden conveniencia a cambio de erosionar el entorno local donde operan: empresas, empleo e ingresos fiscales se resienten.

Eso sí, los nuevos servicios son útiles, inmediatos, y muchos de ellos tienen un coste inicial en apariencia marginal, lo que explicaría la relativa pasividad con que la población acogería noticias sobre el porcentaje risible de impuestos que asumen, por ejemplo, los gigantes de Internet en los mercados donde operan, mientras a la vez se benefician de argucias fiscales para reducir al mínimo el pago de impuestos en la dirección de la sede social:

  • uso de cuentas en terceros países;
  • asignación de montantes a fines “filantrópicos” cuya ejecución es luego congelada sine die;
  • o recompra de acciones para desgravar el montante en la declaración de impuestos de la sociedad…

La cercana lejanía de las viejas tragedias

A medida que intangibles y producción separaban su camino y otorgaban a las grandes marcas y sus socios estratégicos de la cadena de suministros un rol industrial y comercial preponderante, la cultura se adaptó a esta nueva realidad estructural: los productores de información dependen hoy de fabricantes de dispositivos y, sobre todo, de las plataformas que distribuyen el contenido.

De fondo, lejos del interés de la población, empleo e impuestos se resienten y la clase media asume una factura cada vez mayor, si bien el empleo se ha precarizado en las últimas décadas y la sociedad ha asumido con resignación fenómenos como el ajuste de empleos “innecesarios” a cargo de empresas transnacionales que tratan de acercarse a las expectativas contables y bursátiles de los “analistas”. El pez que se muerde la cola.

La trágica ironía del nuevo siglo es el dominio aplastante de la superficialidad y atomización de la información, hasta el punto de convertir opiniones públicas anteriormente cohesionadas en una acumulación de grupúsculos enfrentados entre sí o desdeñosos del resto.

El auge del regionalismo y los discursos populistas evoca los monstruos del pasado un siglo después de la firma del armisticio de la Gran Guerra (y del inicio del agravio percibido sobre el Tratado de Versalles que conduciría a la hiperinflación alemana y a la tormenta perfecta que cristalizaría en el Tercer Reich).

El patético coleteo de la compostura

Hoy, el dictado de la memética y la fragmentación de mensajes y audiencias convierte a las viejas opiniones públicas en compartimentos difícilmente influenciables a través de los canales informativos personalizados: políticos responsables, estatistas, periodistas y otros “expertos” vilipendiados de nuestra época han perdido la batalla de la explicación de realidades complejas que requieren soluciones complejas y consensuadas.

Es más fácil echar las culpas a un adversario y erigirse en salvapatrias que recomendar la lectura de ensayos como El capital en el siglo XXI.

Los divulgadores que se han mantenido al margen de las grandes polémicas populistas o han tratado de exponer un punto de vista lo suficientemente responsable y ponderado, tratan ahora, una vez más, de explicar por qué es peligroso insuflar fantasías irreales y revanchistas en sociedades que se han beneficiado históricamente de la capacidad para alejarse de populismos e inestabilidades periódicas.

La evolución de la causa del Brexit es una –agotadora y bochornosa para los espectadores– lección de lo que puede ocurrir cuando se difunden escenarios irreales y simplistas de situaciones que no se corresponden con su caricatura. Jugando a revivir la influencia mundial de los años imperiales, el Reino Unido pierde peso efectivo en Europa y en el mundo, y recuerda tristemente a aquella España que pensó, en 1898, que iba dar una lección a Estados Unidos y retener a sus últimas colonias para siempre.

Cuando los empresarios son adulados

Conscientes de la necesidad de expertos relajados (sin ambiciones, prebendas ni afán de protagonismo en medios y redes sociales) que puedan divulgar con cierta capacidad de sugestión mensajes difíciles y responsables sobre cuestiones complejas, llegan al rescate ensayistas y articulistas para quien quiera leer sus textos cortos (ellos saben que serán pocos los que lean sus ensayos).

Es el caso del profesor de historia y británico Edward T. O’Donnell, autor de un ensayo sobre la desigualdad social en la época dorada de los magnates de finales del XIX (Henry George and the Crisis of Inequality: Progress and Poverty in the Gilded Age) que ha pasado desapercibido para el gran público; no lo ha hecho, sin embargo, un artículo que firma para History Magazine, en el que explora los paralelismos entre el capitalismo salvaje de entonces y la creciente desigualdad entre la cúpula y la clase media en la actualidad.

O’Donnell nos recuerda que la propia expresión “Gilded Age” contiene la crítica a esta era a cargo de uno de los escritores célebres de la época, Mark Twain, quien en efecto la consideraba una época “chapada en oro“: con la estridencia de esas baratijas cuyo aspecto superficial áureo contrasta con un interior de hierro colado… o de hojalata.

El entusiasmo de los años dorados del capitalismo decimonónico se fundamentó, explica O’Donnell, tanto en el crecimiento de la economía como en el auge del sector más moderno y pujante de entonces: la industria pesada en torno al acero, un material que permitió el diseño vertical de los nuevos centros urbanos y conectó ambas costas con varias vías férreas financiadas por el sector privado.

La vida de los otros

El gran entusiasmo de los magnates contrastó en la época con la creciente ansiedad y la miseria entre los trabajadores: Nueva York, la ciudad más poblada y próspera de la época, hacinaba a dos tercios de sus residentes en los infames “tenements” de la época, edificios residenciales cuya realidad cotidiana fue expuesta por Jacob Riis en sus fotografías de denuncia social (Cómo vive la otra mitad, 1888; consultar íntegro). Son imágenes que, por su composición, recuerdan a pinturas como Los comedores de patatas de Van Gogh: dominan el hacinamiento y la penuria en cuartuchos tan mal ventilados como abarrotados.

La pobreza de la época dio paso a la prosperidad de otras industrias, si bien los movimientos sociales mantuvieron hasta bien entrado el siglo XX una capacidad movilizadora entre los trabajadores estadounidenses similar a la de los movimientos sociales europeos.

En 1890, en la cúspide de la “época chapada en oro” (más que época dorada), el 1% de la población de Estados Unidos acumulaba el 51% de la riqueza, mientras el 12% más rico concentraba el 86% de la riqueza. El 44% más pobre, casi la mitad de la población, poseía el 1,2% de la riqueza. Las diferencias sociales se agrandaron hasta el punto de inspirar protestas laborales de costa a costa, así como protestas contra trabajadores inmigrantes y minorías raciales.

Las reformas entre 1900 y 1920 aliviaron la pobreza e impulsaron las ventas de viviendas, los primeros automóviles y electrodomésticos, además de inspirar una nueva economía en torno al entretenimiento y al consumo superficial, a menudo realizado por deseo mimético (para seguir el ritmo de vecinos y familiares), tal y como había teorizado el sociólogo Thorstein Veblen en su Teoría de la clase ociosa (1899).

El caro regalo de un plutócrata

Edward T. O’Donnell concluye su artículo para History Magazine estableciendo ciertos paralelismos entre los excesos de la plutocracia de finales del XIX y el comportamiento actual de algunas empresas y dirigentes:

  • Mark Zuckerberg anteponiendo los objetivos de Facebook a la propia viabilidad de una opinión pública dependiente de una conversación con puntos de vista diversos sobre un fondo compartido;
  • Jeff Bezos rifando una supuesta segunda sede de Amazon en Estados Unidos (ahora dos) para iniciar una esperpéntica carrera de incentivos entre ciudades tratando de atraer la firma;
  • Apple dedicando sus colosales beneficios a comprar acciones propias, logrando de paso desgravar impuestos…

Apple, Alphabet, Amazon, Facebook y Microsoft han amasado en beneficios fuera de Estados Unidos un montante estimado de 457.000 millones de dólares; la Administración de Donald Trump ha facilitado que estas empresas repatríen estos beneficios sin prácticamente pagar impuestos en mercados como el europeo, al reducir la tasa fiscal sobre éstos desde el 35% hasta el 21%.

El regalo era de esperar: Apple, por ejemplo, había gastado 1.400 millones de dólares en grupos de presión para lograr la nueva ley, denominada con mucha fanfarria (y firmada por Trump con no menos pose) Tax Cut and Jobs Act.

De momento, el regalo impositivo a los gigantes tecnológicos ha enriquecido sólo a las empresas y sus principales accionistas (sólo Apple ahorra 49.000 millones de dólares y acaba pagando 38.000, una ganga en comparación con la imposición que afrontan los asalariados de mayor renta); queda por ver cómo la medida beneficiará a los estadounidenses, al privar al sector público de recursos de gran calado.

El New York Times y China

Existe, por tanto, el interés partidista en los grupos de presión que apoyan la industria tecnológica de que perdure el modelo social corporativista, según el cual son las empresas quienes deben asistir a sus trabajadores; en Europa Occidental, incluyendo el Reino Unido, perdura el apoyo a la idea socialdemócrata del Estado providencia, que decide sobre servicios básicos y redistributivos (evitando, de paso, la inestabilidad derivada de la búsqueda de alternativas liberales o de extrema izquierda).

Ahora, casi un año después de que los gigantes de Internet que actúan como monopolios de facto lograran luz verde para repatriar sus beneficios transnacionales en condiciones ventajosas, los estadounidenses pueden hacerse una idea de por dónde irá la tendencia, explica Drew Hansen en Forbes: Apple triplica la compra de acciones propias, evitando de momento grandes gestos de contratación laboral o esfuerzos filantrópicos al más puro estilo Gilded Age.

Con las ideas de Estado providencia y Estado corporativista en crisis permanente, se manifiesta la urgencia de redefinir la tensión política entre políticas liberales y socialdemócratas; de lo contrario, el “solucionismo” tecnológico, ideal según el cual cualquier utopía es posible siguiendo el esquema de los negocios de Internet, influirá sobre un “solucionismo” político demasiado próximo a una caricatura del viejo fascismo.

Cuando The New York Times titula que El sueño americano está vivo… en China, olvida que la población estadounidense no aspira únicamente a un ideal de prosperidad puesto en entredicho, sino que se interesaría también en mantener unos ideales democráticos y humanistas.

Anatomía de los gallos de corral

De manera peligrosa, crecen las voces que demandan en Estados Unidos un modelo de prosperidad de corte autoritario, al estilo de Singapur o China. La sociedad civil estadounidense y británica no pasan por su momento más brillante, si bien hay una sólida corriente de disidencia en todos los ámbitos, a excepción quizá de entre la clase política establecida hoy en ambos países (gracias al uso partidista de una retórica antisistema, tan popular en momentos revueltos).

De fondo, es difícil obviar el elefante en la cacharrería que nos ha señalado Thomas Piketty en su estudio de 15 años, incluyendo referencias que se remontan a tres siglos y datos de varias décadas; por muy puntillosos que seamos con el uso de datos y su interpretación, tanto de cifras como de interpretaciones, es imposible negar la disparidad histórica entre el crecimiento de una economía (rendimiento del trabajo y la actividad económica en un período determinado) y relación con el rendimiento del capital y las inversiones: inversores, especuladores y rentistas incrementan el retorno de su ahorro con mucha mayor rapidez de lo que crece la prosperidad de la clase media, asociada sobre todo a la evolución de salarios y mercado de trabajo.

“Leñadores en el ‘tenement’ barato de la calle Bayard: a 5 céntimos el sitio”, fotografía de denuncia social de Jacob Riis (1889); parte de la serie de fotografías para su obra “Cómo vive la otra mitad” (1890)

Si la política requiere propuestas frescas y responsables en los campos liberal y socialdemócrata para así evitar el histrionismo de los “hombres fuertes” y la erosión que sus aparatos produce a la economía y a la marcha de las instituciones democráticas, el Estado del Bienestar necesita acabar con la auténtica permisividad fiscal: la inmunidad de que disfrutan los gigantes tecnológicos.

Todos los beneficios, ninguna responsabilidad

Los servicios que debían hacernos participar y transformar nuestro estatus desde receptores pasivos de información en creadores, han acabado por ofrecernos una cantidad inabarcable del contenido superfluo más adecuado a nuestro perfil; como consecuencia, el discurso público se ha fragmentado hasta hacerlo ininteligible; Ian Bremmer, analista de la consultora de riesgo Eurasia Group, explica las consecuencias de la desconexión entre grupos estanco en una sociedad diversa:

“La tecnología moderna está haciendo que la diversidad [en la sociedad] tienda a la segregación que a la comunidad. Todavía no hemos descubierto herramientas adecuadas para contrarrestar este fenómeno.”

John Harris, columnista de The Guardian, considera que la solución pasa por un toque de atención a los mismos repositorios cuyos algoritmos han acelerado esta fragmentación de audiencias, así como fenómenos próximos a la propaganda personalizada: ha llegado, dice Harris, el momento de evitar las prácticas más abusivas y/o peligrosas con regulación, así como demandar una mayor contribución fiscal a estas empresas.

En la Unión Europea, España y Francia han presentado propuestas regulatorias que impondrían tasas sobre las empresas tecnológicas, a las que se oponen, de momento, Dinamarca, Suecia e Irlanda.

Sin olvidar los beneficios derivados del uso responsable de las nuevas pantallas y servicios que han transformado nuestra manera de divertirnos y trabajar, Edward T. O’Donnell nos invita, desde el país que padece las consecuencias del uso torticero de estas mismas herramientas con el fenómeno del Brexit, cómo Amazon, Facebook o Google, entre otras firmas, constituyen hoy…

“…monopolios injustificables, análogos digitales de los conglomerados ferroviarios de la Edad Dorada del capitalismo.”

Pagarse la influencia para lograr impuestos a medida

Más que la desaparición de los nuevos servicios o de las empresas que los proporcionan, con el interés indudable de una población mundial que ha explorado los beneficios (en comunicación, transmisión del conocimiento, acceso y asignación eficiente de recursos distribuidos de manera desigual, etc.), y no sólo los excesos, gobiernos y sociedad civil se apresuran a demandar una participación fiscal y social de estas empresas equiparable a su influencia y beneficios.

Antes de caer en la tentación de comprar el discurso público preponderante en Silicon Valley, según el cual estas firmas participarían ya con suficientes recursos y supondrían un bien per se para la humanidad, merece la pena revisar algo la contabilidad básica.

Entre 2007 (inicio de la autoproclamada “economía colaborativa”, asistida por el capital riesgo de inversores institucionales como el Gobierno de Arabia Saudí, a través de Softbank) y 2015 (pico de influencia de los gigantes GAFA, antes de la crisis de confianza abierta con el Brexit y la elección de Donald Trump), las 500 mayores empresas de Estados Unidos por capitalización asumieron una imposición fiscal efectiva del 27%.

En este mismo período, Apple pagó el 17% de sus beneficios en Estados Unidos, Alphabet pagó el 16%, Amazon el 13%… y Facebook el 3,8%. En 2017, Amazon logró unos beneficios en Estados Unidos de 5.600 millones de dólares, pero no pagó ningún impuesto federal gracias a la recompra de acciones propias (“deducciones de compensación por exceso de stock”), un mecanismo diseñado a la medida de los principales accionistas de estas compañías.

“¡Extra, extra!”

Ha llegado el momento de que opciones políticas y actores sociales demanden a estas firmas una exigencia fiscal y ética como mínimo equiparable a la que soportan pequeñas empresas, profesionales y trabajadores. Está en juego el auténtico interés general, y no el interés de industrias y grupos de presión que se comportan con la magnanimidad paternalista de los conglomerados de antaño.

De lo contrario, nos acostumbraremos a reflexiones como la que nos deja el ensayista y analista político Anand Giridharadas:

“Bloomberg arreglando cuestiones de educación. Amazon jugando al ‘soltero de oro’ con las ciudades. Facebook aprovechándose de la erosión de la democracia. Apple haciendo donaciones a los bomberos pero esquivando impuestos. Bomberos privados. Google liberando a todo el mundo menos a sus propias trabajadoras.

“He aquí el aspecto de las noticias en una oligarquía.”