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El sentido de comer poca comida, sobre todo vegetales

La comida es lo que más nos define como especie. Define nuestra economía, nuestra salud y la estructura de nuestro sistema productivo. También lo que contaminamos. O incluso la sociedad a la que pertenecemos.

En las últimas décadas, un modelo agroalimentario se ha impuesto en los países más ricos, con el argumento de que un mundo donde sigue aumentando la población necesita desarrollar un sistema de producción de alimentos fuertemente mecanizado, en el que fertilizantes, pesticidas y variedades de planta genéticamente modificadas garantizan la abundancia de productos esenciales, como el grano.

Ni el monocultivo es la única solución a la crisis alimentaria ni la sobreabundancia de alimentos como el maíz acabarán con el hambre en el mundo y, en ningún caso, con los problemas coronarios o la obesidad (los derivados del maíz, según numerosos estudios, contribuyen a extender estas dos enfermedades).

Aunque no podemos centrar todo este artículo en uno de los monocultivos más polémicos. De ello se ocupa el recomendable documental King Corn, que muestra cómo la producción de maíz ha reemplazado a pequeñas y medianas granjas estadounidenses por grandes granjas industriales.

Las decisiones sobre qué puñado de cultivos, además del maíz, deben predominar, así como los métodos de cultivo, se basan más en consideraciones económicas que en aspectos como las necesidades locales o el impacto sobre el medio ambiente.

Una situación que ha llevado que el sirope o jarabe de maíz sea un ingrediente básico de la comida rápida y precocinada, pese a su relación con las crecientes tasas de obesidad.

En Estados Unidos, el sirope de maíz se emplea como sustituto del azúcar en todo tipo de alimentos procesados, incluyendo refrescos, yogurt, pan industrial, galletas, aliños para ensaladas o sopas. El sirope de maíz es un aditivo ubicuo, explica The New York Times.

¿Qué mayor de 30 años come lo que comía cuando era niño?

“La mayoría de nosotros ya no come lo mismo que nuestras madres cuando eran niñas o, para el caso, lo que nuestras madres nos daban de comer en nuestra infancia. Esto es, históricamente hablando, un inusual estado de las cosas”.

Michael Pollan incluye esta frase en el prólogo de su último libro, In Defense of Food.

El periodista Michael Pollan se ha convertido en una de las personalidades más reconocidas de Estados Unidos cuando se trata de reflexionar sobre qué comen los estadounidenses y cómo se ha llegado a la actual situación, dominada por los productos procesados y la identificación de los productos frescos y de mercado con un cierto elitismo progresista e intelectual.

El modelo agroindustrial estadounidense tiene ciertas particularidades, como su especialización en las grandes extensiones de monocultivos, dependientes de subsidios federales y del precio del petróleo, al tratarse de una agricultura latifundista totalmente mecanizada.

La industria agraria estadounidense depende del uso de fertilizantes y pesticidas, así como de cultivos genéticamente modificados, para lograr producir la mayor cantidad de grano al mínimo precio.

Sin embargo, las tesis de Michael Pollan también son escuchadas en Europa, donde el modelo agroindustrial es criticado por un grupo ecléctico de personalidades, desde Carlos de Inglaterra hasta el italiano Carlo Petrini, fundador del movimiento Slow Food, cuyas tesis son similares a las defendidas por Pollan en sus libros y conferencias.

La cadena alimentaria industrial ha perdido la conexión con los ciclos naturales de la agricultura, según Pollan, una opinión compartida por el australiano Bill Mollison, impulsor de la permacultura y autor del libro Permaculture One, con quien Kirsten y yo tuvimos oportunidad de charlar en el centro Ceres de Melbourne, Australia.

Asimismo, el movimiento de Transición (Transition Towns), iniciado en Inglaterra por por Louise Rooney y Rob Hopkins, planea recomponer la conexión entre las comunidades locales y los productos agroalimentarios a través de la creación de huertas comunitarias y negocios agrarios locales.

El movimiento de Transición habla de aumentar la variedad cultivada, reintroducir el uso de animales en el trabajo de la tierra, así como sustituir los fertilizantes químicos por abono orgánico procedente de restos vegetales y de los propios animales.

En su anterior libro, El dilema del omnívoro, Pollan describe los cuatro métodos básicos a través de los que las sociedades humanas se han procurado alimentos: el actual sistema industrial actual, la agricultura intensiva orgánica (que no empleada pesticidas ni fertilizantes químicos), la agricultura de subsistencia y las sociedades de cazadores y recolectores.

La tesis de Pollan en The Omnivore’s Dilemma: existe una tensión subyacente entre la lógica de la naturaleza y la lógica de la industria humana, debido a que el modo en que comemos es uno de los rasgos que más nos caracterizan, y la alimentación a base de comida procesada obscurece conexiones y relaciones ecológicas cruciales.

El autor estadounidense critica a la industria agraria moderna de su país por la producción excesiva de monocultivos como el maíz, que concentran buena parte de los subsidios de la Administración.

Los efectos de la sobreproducción de maíz se extienden al resto de la industria agroalimentaria: el maíz se emplea como pienso para el ganado y la producción masiva de aceite, sirope de maíz y derivados hidrogenados de la planta, que son luego incluidos alimentos procesados. La grasa vegetal hidrogenada procedente de cultivos como el maíz ha sido relacionada con un problemas cardiovasculares y obesidad.

Agroindustria: malos hábitos difíciles de revertir

En el libro The End of Food, Paul Roberts explica cómo el mundo desarrollado ha vivido en las últimas décadas “un casi milagroso período durante el cual las cosas que comíamos parecían crecer sólo con mayor abundancia, seguridad, más nutritivas, y simplemente mejores”.

En la segunda mitad del siglo XX, la producción mundial de maíz, trigo y otros cereales se multiplicó por tres. Roberts arguye que el negocio agrario moderno es insostenible.

La industria ha basado su progreso en los combustibles baratos. El petróleo impulsa el transporte y maquinaria agrícola, y el gas natural es la base de la producción de nitrógeno sintético, base de los fertilizantes químicos (los precios de este producto se han más que triplicado desde 2002).

Además del uso de grandes cantidades de subsidios para pagar combustibles y nitrógeno para fertilizantes, el uso de agua potable sigue aumentando. La agricultura emplea tres cuartas partes del uso de agua dulce, mientras el agua se convierte aceleradamente en un recurso cada vez más escaso y caro.

Sin olvidar que los mismos fertilizantes sintetizados a partir del gas natural y el nitrógeno, crean catástrofes marinas como la “zona muerta” del delta del Misisipi, a donde van a parar los restos de fertilizantes de las grandes explotaciones agrarias estadounidenses.

Se trata de un proceso que se paga, en parte, con el dinero de los contribuyentes estadounidenses. Parte de su dinero es empleado en comprar maquinaria dependiente de combustibles cada vez más caros para mantener la “competitividad” del sistema; consolidar los monocultivos; emplear cada vez más agua dulce cuando ésta se convierte en un bien escaso; y emplear fertilizantes que, tras ser usados, extienden la zona rica en nitrógeno del delta del Misisipi, donde la vida marina es imposible.

Se necesitan 1.000 toneladas de agua para producir una tonelada de grano. Si ese grano ha sido producido en una gran explotación de Estados Unidos, hay muchas posibilidades de que sea una modalidad genéticamente modificada. Su producción habrá sido igualmente subsidiada.

Subsidiar la maquinaria de los alimentos elaborados

Como explica Paul Roberts en The End of Food, los subsidios para la producción de grano se han traducido en el precio final de los alimentos elaborados.

Los estadounidenses han crecido tan acostumbrados a contar con alimentos baratos en los supermercados que se ha extendido la cultura de la compra de muchos productos y en un tamaño cada vez mayor.

Ya a finales del siglo XIX, los europeos pensaban que los norteamericanos comían 3 o 4 veces más de lo necesario, según expone Roberts en el libro.

La consecuencia más desastrosa de la omnipresencia del grano barato es su uso en buena parte de los alimentos preparados. En 2000, el 31% de los adultos de Estados Unidos era obeso, mientras otro 16% padecía de sobrepeso.

Las aerolíneas estadounidenses gastan 275 millones de dólares más al año en combustible simplemente por contar con pasajeros más pesados.

Más datos: se estima que en 2002 morían anualmente de manera prematura 400.000 personas en Estados Unidos debido al sobrepeso. “La comida resulta tan mortífera como el tabaco“, explica The Economist en su recensión sobre el libro de Paul Roberts.

El peso de la industria

En 1977, año en que quien escribe este artículo (y ha fundado este sitio web) nació en una clínica cercana a Barcelona (todavía entonces “territorio mediterráneo” en cuanto a alimentación se refiere, aunque actualmente se esté perdiendo esta condición), el Senado de Estados Unidos asistió a un pequeño suceso, insignificante para los medios de comunicación de entonces. Desempolvado ahora por personas como Michael Pollan.

El acontecimiento: un comité del Senado liderado por George McGovern fue presionado por los poderosos grupos de presión alimentarios para “reescribir” una recomendación dirigida a la sociedad estadounidense. De la inicial advertencia para “reduzca el consumo de carne”, se pasó a la frase sucedánea “elija carnes, aves y pescado que reduzcan el consumo de grasas saturadas”.

Una frase, nunca mejor dicho, procesada.

El auge de la comida rápida no es más que una de las puntas de lanza de una sociedad más dependiente que nunca antes de los productos alimentarios procesados, aunque sean comercializados bajo las etiquetas de “saludable”, “light”, “natural”, “preparado con ingredientes orgánicos” y términos con connotaciones similares.

El periodista Eric Schlosser explora el paralelismo evolutivo de algunos fenómenos que han sucedido más pronunciadamente en Estados Unidos que en cualquier otro país occidental en su libro Fast Food Nation: el desmantelamiento del transporte público y el impulso de unas comunicaciones dependientes del automóvil, la expansión de los suburbios residenciales y el aumento del tiempo destinado para acudir al trabajo.

Los eficientes, rápidos, limpios e “igualitarios” restaurantes de comida rápida, situados estratégicamente a lo largo de los principales nudos de comunicación, permitían comer al instante una comida popular que también evolucionó, como ingeniería alimentaria, desde los años 50, cuando irrumpieron estas cadenas de establecimientos.

El resto de la industria alimentaria no se mantuvo totalmente al margen de la evolución de la comida rápida, y la comida procesada, en ocasiones ya precocinada e ideada para ser recalentada en el microondas, ahorraba tiempo al estadounidense medio. Al fin y al cabo, lo iba a necesitar para acudir al trabajo.

Pollan ha sido criticado por elitista e impulsor de ideas irreales que no podrían satisfacer las necesidades alimentarias estadounidenses y mucho menos las mundiales. Su defensa de la agricultura orgánica y una dieta basada en alimentos no procesados ha sido puesta en entredicho por granjeros del Medio Oeste, todavía dependientes de explotaciones basadas en el monocultivo, la mecanización y el uso de fertilizantes, pese a los cuales necesitan ayudas de Washington para poder vender sus cosechas de grano a precios a menudo por debajo de su coste real de producción.

En defensa de la comida

“Eat food. Not too much. Mostly plants.” (Michael Pollan, inicio del libro In Defense of Food: An Eater’s Manifesto).

Si El dilema del omnívoro iniciaba una conversación sobre el modelo alimentario estadounidense, In Defense of Food intenta mostrar cómo cambiarlo, como dice Pollan, “comida a comida”.

El periodista y escritor de Nueva York, aunque afincado en San Francisco, prosigue en este libro con su tesis sobre los riesgos que entraña la desconexión entre la producción de alimentos procesados y los consumidores, quienes pese a destinar cada vez menos tiempo a cocinar y a comer, emplean más tiempo que nunca en ver programas televisivos dedicados a la cocina y la gastronomía. Cómico.

El libro explora la relación entre el nutricionismo -o atención casi obsesiva por fórmulas dietéticas e ingredientes en productos alimentarios procesados, etc.-, y la dieta occidental contemporánea, que se ha consolidado conviviendo con el consejo de la comunidad científica y dietistas, cuyos “consejos” han aumentado su presencia en medios de comunicación y supermercados en las últimas décadas.

¿El resultado? Más nutricionismo y menos cultura gastronómica e integración social y cultural de lo que comemos, que nos define como personas junto con otros rasgos fundamentales, tales como nuestra procedencia, educación o creencias.

De la recensión del libro: “Porque la mayor parte de lo que consumimos hoy no es comida, y cómo lo consumimos -en el coche, en frente del televisor y, cada vez más, solos- no es realmente comer. En lugar de comida, consumimos ‘sustancias alimentarias comestibles’; no ya los productos de la naturaleza, sino los de la ciencia alimentaria. La mayor parte de estos productos vienen empaquetados con supuestos beneficios para la salud, lo que debería ser nuestra primera pista para corroborar que son cualquier cosa menos saludables”.

Janet Maslin mencionaba en 2008 algunos de los estudios científicos que supuestamente dan la razón a las grandes compañías de alimentos procesados, en un artículo del New York Times a propósito del último libro de Pollan:

  • Científicos de Mars Corporation han encontrado evidencias de que el cacao tiene efectos beneficiosos sobre el corazón; aprovechando tal “hallazgo”, Mars se permitió la libertad de comercializar productos como “saludables”.
  • El nutricionismo más o menos oficial ha ayudado a justificar la Coca-Cola “de dieta”, o Diet Coke.
  • Productos de panificación industrial de todo tipo que, además de incluir toda suerte de ingredientes procesados, incorporan estratégicamente ácidos grasos Omega-3, que se encuentran en grandes cantidades en determinados tipos de pescado y frutos secos como nueces.

No es de extrañar que Michael Pollan bromee sobre la situación y hable del “material tangible antes conocido como comida”. La rama de la ciencia nutricional financiada directa o indirectamente por la propia industria alimentaria es “remarcablemente fiable a la hora de encontrar algún beneficio para la salud cualquier alimento sobre el que se le haya encargado un estudio”.

Si la comida ha sido sustituida por nutrientes, secundados por la presencia mediática de una pseudo-ciencia nutricional y alimentaria, el sentido común que generaciones anteriores de estadounidenses, o que la generación anterior en el caso de los países donde la dieta mediterránea se ha practicado con mayor arraigo, ha dado paso a la confusión.

Nutrientes en lugar de comida. Sentido común y productos frescos, de temporada y orgánicos por confusión alimentada por estudios y científicos. El resultado de estas tendencias observadas en Occidente en las últimas décadas, según Michael Pollan: “cuanto más nos preocupamos por la nutrición, nos convertimos en personas menos saludables”.

Pollan ha llamado a este fenómeno la “paradoja americana”. El consumo tradicional de alimentos no procesados, dominante hasta las últimas décadas, incorpora abundante grasa animal y vegetal en la dieta, aunque ello no se transforma automáticamente en un aumento de las enfermedades coronarias, como se ha promocionado desde la industria e incluso desde algunos estamentos científicos.

¿Tienes abuela? Si respondes afirmativamente, entenderás a Pollan

El periodista y escritor, requerido continuamente desde que Barack Obama ganara las últimas elecciones, da algunos consejos, tan sencillos y contundentes que entronca con el sentido común mostrado en los últimos años por muchos de nuestros mayores:

  • No comer cosas que nuestra bisabuela no reconocería.
  • Evitar cualquier cosa que proclame ser “saludable”.
  • Estar tan informado sobre las vitaminas y su presencia en los alimentos como quienes obsesivamente toman complejos vitamínicos, pero evitar estos compuestos y centrarse en comer vitaminas en productos no procesados.
  • Comer “comida”. No demasiada. Sobre todo vegetales. (Frases con que las Pollan inicia In Defense of Food).

La dieta mediterránea, puesta como ejemplo de un modo recurrente de dieta equilibrada, incorpora grasas vegetales y animales y muchos ingredientes que cualquier nutricionista catalogaría como perjudiciales para la salud.  

Analizar la comida a partir de los principios nutricionales de sus ingredientes es, en opinión del autor, una estrategia totalmente equivocada. Relacionar nuestro modo de comer con la promoción de la salud no es una actitud universal, según Pollan; las culturas que relacionan la cocina con la identidad, la sociabilidad, y el placer pueden acabar con una mejor salud que la mostrada por el pueblo estadounidense, bombardeado con dietas, alternativas nutricionales y todo tipo de productos procesados supuestamente “saludables”.

“La profesionalización de la comida ha fracasado en hacer a los americanos más saludables. Treinta años de consejo nutricional oficial sólo nos ha hecho más enfermos y más gordos, además de arruinar innumerables cantidades de comidas”.

A diferencia de El dilema del omnívoro, el último libro de Pollan no se limita únicamente a analizar una situación, sino que aporta pistas sobre cómo afrontar un cambio que afectará a consumidores, productores y distribuidores de alimentos.

Tomar decisiones críticas en el supermercado moderno, reaprender -preguntar a los mayores, si se tiene esa suerte- qué alimentos son saludables, desarrollar maneras sencillas de moderar nuestro apetito, así como devolver la comida a su contexto adecuado: desde el sofá o el coche hasta la mesa.

Consejos esenciales de Pollan a los estadounidenses:

  • Invertir más en comida: no sólo dinero, sino tiempo. Comer está relacionado con ir al mercado o incluso tener un propio huerto; reconocer y conocer los productos de temporada; experimentar con productos frescos; sentarse en la mesa y acompañar la comida con su contexto, como experiencia.
  • Comer comida: mucho de lo que comemos, según Pollan, no es comida. En los supermercados occidentales existen productos procesados que todavía siguen siendo catalogados como yogur o cereales, “pero son de hecho intrincados productos de la ciencia alimentaria que constituyen imitaciones de comida”.
  • No demasiado: una gran parte de la constante conversación sobre comida en la opinión pública de lugares como Estados Unidos se centra en la diferencia, propiedades y supuestas ventajas de las dietas bajas en grasas, en comparación con las que son bajas en carbohidratos, y no en la cantidad de comida que ingerimos. Pollan cree que hay que evitar comer “demasiado” y basar nuestras preferencias más en la cultura que en la ciencia, que “nos ha fallado, cuando se trata comida, de un modo estrepitoso”. El ejemplo eterno, revisitado por Pollan: “los franceses se las apañan para comer comida extravagantemente rica, pero no engordan, y la razón es que lo comen en pequeños platos, no repiten y no pican entre comidas”. En Okinawa, Japón, se enseña a la gente a comer hasta que se sienten más o menos llenos al 80%.
  • Sobre todo vegetales: “hay pruebas tan irrefutables como aburridas que constatan que comer frutas y verduras es probablemente la mejor cosa que puedes hacer para prevenir el cáncer, la diabetes y el resto de las enfermedades occidentales que nos afligen”.