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El valor de tu información en la economía del rastreo digital

¿Podemos confiar en Internet como herramienta de progreso, capaz de obrar positivamente en el mundo, o los fenómenos más inquietantes derivados de la agitación propagandística y el rastreo de datos ofrecen la prueba de que el sueño libertario de la Red requiere regulación ética?

Conocemos con cada vez más detalle cómo Internet, un medio descentralizado y garante teórico de la transparencia, considerado servicio esencial, se ha convertido en blanco fácil de la propaganda personalizada, la polarización e incluso la limpieza étnica —que relaciona, por ejemplo, las redes sociales con la persecución de los rohinyá en Birmania.

¿Nos preocupa realmente la privacidad, o seguimos pensando que merece la pena sacrificar nuestra privacidad, tranquilidad y sentido crítico a cambio de lo ofrecido por servicios como Facebook?

Provocadora portada de “The Economist”, 6 de mayo de 2017: la imagen constata que el recurso más valioso del mundo ha dejado de ser la extracción de combustibles fósiles; en cotización bursátil y cada vez más en influencia y beneficios, los gigantes de la extracción de datos dominan la economía

En caso de concluir que Internet requiere cierta regulación, ¿cómo podría llevarse a cabo, a cargo de quién y con qué mecanismos para estudiar su evolución? ¿Puede la supervisión humana hacerse cargo de una infraestructura cuyo diseño descentralizado fomentó el uso de algoritmos para tratar de comprender sus tendencias y separar información de ruido?

Confiar datos e historial a empresas que los explotan

Tim Berners-Lee, creador de la World Wide Web —que fue descrito por un ocurrente titulador televisivo como “desarrollador web”, así, a secas—, se ha prodigado en los últimos tiempos con columnas de opinión y entrevistas, alertando sobre los problemas sistémicos que ponen en riesgo su futuro como herramienta de conocimiento y potencial progreso humano.

Berners-Lee nos recuerda tres puntos: hemos perdido —más bien, cedido— el control de nuestra información personal; la desinformación se extiende demasiado fácilmente por Internet; y la publicidad política en Internet necesita mayor transparencia y análisis.

Son problemas de calado. En un hilo reciente, Berners-Lee reiteraba su preocupación:

“Este es un momento serio para el futuro de la Web. Pero quiero que permanezcamos esperanzados. Los problemas que afrontamos hoy son fallos en el sistema. Los fallos pueden causar daños, pero estos errores son creados por la gente, y pueden ser solucionados por la gente.”

Jardines vallados, cajas negras y otros artefactos

El creador del protocolo que usamos para acceder a páginas web nos recuerda que los servicios digitales que usamos a diario y que hemos interiorizado como inevitables fueron diseñados de acuerdo con sólidas convenciones y metáforas de experiencia de usuario que no son infalibles, sino que forman parte de un proceso de mejora constante sometido a los principios de falibilismo.

La rápida evolución de Internet desde sus inicios hasta su versión más comercial y utilitarista ofrece una ventaja: prácticamente todos sus impulsores siguen entre nosotros. Así que es posible consultar sobre los problemas actuales del medio a buena parte de los diseñadores de las convenciones, lenguajes de programación, protocolos técnicos y utensilios que nos asisten en el consumo digital cotidiano.

Estos pioneros consideran que el modo más efectivo de abandonar un debate que permanece en torno a los síntomas preocupantes y a diagnósticos parciales, consiste en acceder a un contexto más amplio, rico y capaz de sugerir soluciones estructurales a la Internet actual: hoy, Internet está dominada por grandes monopolios que acumulan la ventaja competitiva de sus algoritmos, los cuales afinan su puntería acumulando datos y actividad de usuarios, lo que alimenta información diseñada para mantener el interés del usuario (y venderle hasta su madre si es posible), sin que hasta ahora haya importado en qué consistía esta información personalizada y cuáles son sus efectos sobre la población.

La Internet dominada por la “inteligencia” de cajas negras y servicios estanco ha despertado un tribalismo que ni siquiera los ejecutivos de los gigantes de Internet todavía confiados en la supuesta superioridad moral de Silicon Valley (y su solucionismo salva-mundos) podrán justificar como un mero bache en el camino. Los “visionarios de la virtud” hacen frente a la incoherencia del relato de virtud revolucionaria que había funcionado hasta hace poco.

Cuando el “tribalismo digital” era lo más en marketing

Remontándonos unos años atrás, algunos expertos en marketing que supieron canjear optimismo posibilista de la Internet de los años 90 por una carrera entre el marketing, las relaciones públicas y la autoayuda, nos hablaron de “tribalismo” digital como algo intrínsecamente bueno (o lo predicaron como un nuevo culto postmoderno, como Seth Godin y su Tribes, los estertores de cuyo discurso llegan a través del esperpento de vendedores de “agua cruda” y evangelizadores de una “Tierra plana“).

Entonces, gobiernos y empresarios de todo el mundo celebraron el mundo de posibilidades que se abría gracias al tribalismo en Internet. Dos décadas después, sabemos que lo de tribalismo no ayuda simplemente a vestir el ensayo superventas del gurú de turno: el tribalismo que ha acabado por imponerse en Internet es el más peligroso, capaz de influir sobre fenómenos populistas y calentones de distinto tino, en función del momento y el lugar donde se produzca.

La epistemología tribal designa el intento, premeditado o no, por desprestigiar las ciencias sociales y el periodismo, catalogando el conocimiento que surge de su labor como poco menos que charlatanería. Y, cuando la labor del periodismo pierde credibilidad entre la ciudadanía, la opinión pública —base de la sociedad abierta— se pone a merced de modelos de totalitarismo más o menos encubiertos.

¿Cómo hemos llegado hasta aquí? El éxito de la Internet móvil y la penetración social de las redes sociales tiene mucho que ver con el fenómeno de la polarización y la “epistemología tribal”, puesto que el modelo económico que se ha impuesto en los últimos años basa su éxito en el rastreo de la información y la actividad de la ciudadanía (en ocasiones, no hace falta siquiera tener una cuenta en Facebook para que la estructura publicitaria de la red social se beneficie de nuestra actividad).

La inocencia de los inicios

El cajón de sastre de Internet echó a andar a trompicones y con la estructura descentralizada heredada de proyectos militares concebidos para sobrevivir a una guerra atómica. Sus pioneros soñaron a lo grande y la estructura concebida con miles de usuarios en mente se convirtió en ese entorno ubicuo que ha transformado nuestras vidas.

Sobre este esquema de nodos autónomos, un investigador del CERN suizo —de nuevo, la energía atómica— estableció una red de distribución de documentos sobre los que incrustar texto, hipertexto y documentos multimedia a los que cualquiera pudiera acceder.

La WWW de Tim Berners-Lee no sorprendió al principio a empresas e instituciones, y su popularidad permaneció en un reducto minoritario y académico hasta que los primeros navegadores comerciales (aplicaciones para acceder a la WWW) directorios y motores de búsqueda hicieron emerger los primeros recursos útiles.

Pero la red descentralizada de ciudadanos-hacker que habían imaginado teóricos de la cibernética como Ted Nelson, en el que modelos de colaboración descentralizada y altruista harían emerger incontables estructuras orgánicas de conocimiento como Wikipedia, cedió terreno hacia una Internet más comercial, orientada hacia la venta de inventarios inabarcables.

“Tech bros”: máxima rentabilidad, mínima responsabilidad

Mejores ordenadores, navegadores más estables y banda ancha aceleraron la carrera por la digitalización del mundo, iniciando una tensión irresuelta hasta la actualidad: el conflicto entre viejos modelos analógicos de distribución de bienes y contenidos, y su equivalente descentralizado en Internet.

Con las pantallas móviles, la Internet ubicua se inmiscuyó en los recovecos de nuestro ocio y trabajo, y el modelo descentralizado de usuarios capaces de comprar un dominio, armar una bitácora y mantener su propia dirección en Internet mutó, sin que nadie llorara ninguna pérdida, en la Web 2.0: un entorno dominado por apenas unas decenas de direcciones que atrajeron a una generación de usuarios ávidos de creerse el relato que equiparaba tecnología a progreso.

Se consolidaban las redes sociales, tiendas y directorios que actuaban como monopolios de facto en sus respectivos mercados, ofreciendo un servicio gratuito cuya utilidad —y sostenibilidad económica— dependía de la actividad y atención de sus usuarios. Olvidando la aspiración de “ciudadanía” de Internet (como habían soñado Ted Nelson, Tim Berners-Lee, Richard Stallman, etc.), los ahora “usuarios” a secas renunciaron a su privacidad y autonomía técnica, cediendo su actividad y contenido a los tenedores privados de los gigantes erigidos en repositorios del contenido digital del mundo.

Evolución de la percepción de Facebook desde inicios de 2016 en tres portadas (1/3): la portada del 9 de abril de 2016 constataba el imparable crecimiento de la firma; las elecciones estadounidenses marcarían un cambio de tendencia en la concienciación pública sobre los efectos sociales del rastreo de datos y los contenidos a medida

Mientras tanto, se multiplicaban las ofertas “altruistas” de firmas como Google para digitalizar el conocimiento humano y publicarlo en Internet, si bien las empresas tecnológicas más activas en este proceso de dematerialización del contenido y la economía, aceleraron la copia de libros, obras de arte y archivos de todo tipo con una voluntad más utilitarista que altruista: todo conocimiento susceptible de generar atención y actividad en torno a él es susceptible de ser relacionado con publicidad contextual, productos y servicios.

Un modelo que demanda transparencia al usuario… y oculta sus entresijos

Gracias a la utilidad y la conveniencia de los servicios ofrecidos por el mayor buscador, la mayor tienda electrónica, la mayor red social, las mayores tiendas de aplicaciones para móvil, los mayores repositorios de contenido multimedia, etc., los usuarios más informados sobre el funcionamiento y riesgos potenciales de un sistema de repositorios privado y centralizado miraron hacia otro lado al observar la erección de los auténticos muros de nuestra era: los jardines vallados y cajas negras —algoritmos opacos— que conforman el núcleo de nuestra actividad digital.

Este modelo comercial demanda al usuario el máximo de colaboración y transparencia, rastreando incluso su actividad analógica (adquiriendo, por ejemplo, datos de tarjeta de crédito, establecimientos, etc.), mientras a la vez protege su gestión de datos al público y las autoridades bajo la excusa de la protección intelectual.

Muy atrás queda el sueño de convertir a cada persona en tenedora de su propia infraestructura y propietaria tanto del contenido y la actividad que genera como de la manera de compartirlo.

Pero, si algo había dejado claro Internet en los años 90, había sido la incapacidad o desinterés de millones de usuarios por comprender la infraestructura básica de Internet y los servicios que la componen: al delegar el servidor (y el dominio) del correo electrónico, y renunciar a hospedar páginas y comprender la estructura básica de lenguajes como HTML o Javascript, los usuarios más activos pudieron centrarse en crear cada vez más y mejor contenido, olvidando su autonomía técnica y dejando a pioneros como Ted Nelson o Richard Stallman predicando en el desierto.

La Internet comercial y pragmática, propulsada por el modelo de colaboración de agencias militares, centros académicos y capital privado de Silicon Valley, impuso el dominio de las empresas de datos sobre los gigantes de la informática personal de los 90 y las empresas de infraestructuras: máquinas, software estructural (protocolos, servidores, bases de datos) y redes de telecomunicaciones se convertían en mercancías residuales, mientras las empresas de Internet que se habían situado entre el contenido y la infraestructura acapararon todo el valor económico, al sustituir a viejos intermediarios por un sistema dominado por algoritmos.

La delgada línea entre rastrear y dirigir

Es así cómo no sólo el valor del contenido comercial analógico fue absorbido por los nuevos repositorios, sino que los usuarios de Internet consintieron expresamente (aceptando términos de uso que nadie leería, excepto Richard Stallman y cuatro gatos más, a esas alturas tratados como personajes de Alguien voló sobre el nido del cuco) ceder la propiedad del contenido y la actividad que generarían durante años de actividad en estos servicios.

¿Habíamos puesto en entredicho este sistema económico basado en el rastreo de datos y la vigilancia panóptica si esta nueva economía intrusiva no hubiera traspasado la actividad meramente comercial, para influir sobre decisiones políticas a través de las mismas herramientas?

El potencial tóxico de la propaganda personalizada y la desinformación a través del rastreo de datos preocupó menos a la prensa cuando contribuyó al fenómeno político de las campañas de Barack Obama, si bien la movilización generada por el presidente demócrata optó por mensajes de responsabilidad y coherencia con el puesto que las empresas de extracción de datos detrás de la campaña de Donald Trump o Brexit obviaron.

El fenómeno, no obstante —herramientas de rastreo y análisis para, a continuación, influir con propaganda personalizada-, ya había madurado en los años precedentes a las últimas contiendas electorales en el mundo desarrollado, y la astucia de gobiernos como el ruso para servirse de los puntos débiles de un sistema de comunicación descentralizado y basado en la popularidad (según las leyes del evolucionismo cultural, puro darwinismo digital), no hicieron más que agravar la intoxicación informativa en una opinión pública fragmentada y desorientada.

Usos reales (y con consecuencias) del “big data”

Con una economía dependiente del precio de los carburantes y una población envejecida, Rusia pretende mantener los resortes geopolíticos heredados del desmantelamiento de la Unión Soviética haciendo valer su arsenal militar, así como afinando su servicio de inteligencia y ciberespionaje: provocando la desconfianza de la población occidental con respecto a las instituciones democráticas y sembrando dudas sobre la propia epistemología de la información, se borran las barreras entre punto de vista legítimo y fabricación.

Y una opinión pública vulnerable, polarizada y sumida en la mentalidad de asedio (artículo) es presa fácil para cualquier campaña de desinformación, capaz de asistir en operaciones como ataques especulativos a deudas soberanas, capacidad de influencia en el mercado energético mundial, etc.

Vladímir Putin, que se formó en los últimos años de espionaje tras el Telón de Acero como agente del KGB en la RDA, no ha olvidado las lecciones orwellianas de la inteligencia soviética y apostó con acierto en la maquinaria de agitación propagandística de bajo coste que permite Internet, por diseño un medio descentralizado y reacio a viejos garantes de la sociedad abierta en democracias liberales, desde grandes medios de comunicación a expertos formados en el academicismo tradicional.

Evolución de la percepción de Facebook desde inicios de 2016 en tres portadas (2/3): la portada del 4 de noviembre de 2017, un año después de la elección de Donald Trump y con las consecuencias de Brexit sobre la mesa, el semanario británico no se andó con remilgos al aludir los efectos perniciosos de Facebook en ambos fenómenos

Los repositorios de Silicon Valley desestimaron el impacto del troleo y la agitación propagandística en el contenido alojado en sus redes sociales: beneficiados por la falta de regulación y reacios a asumir la responsabilidad editorial que acompaña a la información, los servicios de Internet sirvieron sus herramientas a empresas de rastreo de datos como Palantir y Cambridge Analytica, así como a las agencias de espionaje de cualquier país interesado, siempre que las transacciones tuvieran sentido económico.

Objetivo, desprestigiar al Cuarto Poder

¿Cuál es el riesgo de este laissez-faire digital en plataformas con acceso a la información de millones de usuarios para influir sobre su opinión —política, de compra, etc.—, posible gracias al rastreo legal —a través de las “api“, o interfaces de programación de aplicaciones para desarrolladores— e ilícito —a través de técnicas ingeniería inversa para hacerse con una información—?

La intermediación de las redes sociales en nuestra dieta informativa ha aumentado la desinformación y fenómenos que muestran una polarización patente entre la opinión pública de cualquier país donde la penetración de estos medios haya desbancado a otros canales.

Comisiones parlamentarias y medios de comunicación tratan de medir el impacto de mensajes extremistas y teorías conspirativas que alimentan sentimientos de nacionalismo excluyente, eugenismo social, proteccionismo económico y desprestigio de las instituciones que han actuado históricamente como vigilantes del poder, como el periodismo de investigación o las agencias regulatorias (desde organismos oficiales constituidos por expertos ajenos a la lógica política de corto plazo —Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos, EPA, Agencia Europea de Medio Ambiente, AEMA—, a organizadores de consumidores y usuarios).

Sin embargo, pese a este esfuerzo por analizar la raíz del problema, la intangibilidad, capilaridad y descentralización del fenómeno impiden cuantificar de manera fehaciente la influencia real de este nuevo contexto. El problema tiene tantas raíces como nodos en Internet, si bien actores como el afán meramente transaccional —atención del usuario traducida en ingresos publicitarios y suscripciones— de las redes sociales, y el interés de países como Rusia por desestabilizar las democracias occidentales intoxicando a su opinión pública, juegan un rol proporcionalmente ineludible.

Los eufemismos de la “economía colaborativa”

Los pioneros de Internet imaginaron un medio descentralizado y abierto a todos, donde instituciones, empresas y poderosos no partieran con ventaja con respecto a cualquier individuo interesado en participar en el medio, independientemente de sus circunstancias personales. La primera WWW apenas había digitalizado el contenido analógico que seguía dictando el ritmo de una sociedad todavía jerarquizada y, en Europa, con una economía dominada todavía por grandes monopolios estatales desde finales de la II Guerra Mundial.

En un mundo todavía rígido y dependiente de una geopolítica con lógica de la Guerra Fría, la Caída del Muro de Berlín implicaba una oportunidad el intercambio desregulado de la información; eran los años en que Francis Fukuyama vendía como churros su ensayo El fin de la Historia y el último hombre, e Internet prometía hacer con los datos lo que los contenedores logísticos estaban obrando con la industria y el comercio.

La lógica de las economías de escala y la rentabilidad se impuso a cualquier intento de regulación de un medio cuyo carácter libertario implantaba una supuesta meritocracia de productos y servicios: empezaba el dominio del relato instigado por empresas de Silicon Valley sobre el progreso tecnológico, cuya supuesta bondad intrínseca debía acelerar la supuesta obsolescencia de viejos sectores sobre los que campaba la sospecha del corporativismo.

Y este relato condujo al elogio de términos que deberían ser considerados eufemísticos en la mayor parte del mundo, al no haber respondido a las expectativas. El pluriempleo en régimen de freelance para empresas de un supuesto “consumo colaborativo” creó, más que una red mundial de “emprendedores”, una superestructura de servicios que operan en régimen de competencia desleal con sectores tradicionales —los cuales tienden, en efecto, al corporativismo y a corruptelas— cuyos trabajadores y empresas cotizan fiscalmente en el lugar donde se presta el servicio.

Trump: servicios subvencionados de Silicon Valley (pero no de China)

Si el negocio de los principales repositorios gira en torno a la actividad de sus usuarios, cuyo rastreo es luego vendido a terceros, la economía colaborativa intenta trasladar un modelo similar al mundo físico. Si la intoxicación de la opinión pública ha alcanzado nuevas cotas con la dinámica de las redes sociales (y sus “jardines vallados” y algoritmos vendidos como “cajas negras”, hasta ahora ocultos a los reguladores), la economía colaborativa tiene su propio subproducto: la tensión con los reductos de la economía de servicios que habían sobrevivido a procesos de concentración empresarial y desregulación.

Una de las paradojas del presente es la ensordecedora falta de sintonía entre el éxito de la infraestructura y los servicios que han permitido el éxito de la Internet social —fruto de la aceleración de una economía del conocimiento mundializada—, y los efectos que este fenómeno produce entre muchos de sus participantes (y no sólo entre los más vulnerables de la sociedad): triunfa el discurso de ideario nacionalista y económicamente proteccionista, que se alimenta de una nostalgia prefabricada y auspiciada por expertos en análisis de datos que, literalmente, testearon mensajes maniqueos para influir sobre la opinión pública.

Informaciones recientes sugieren la relación inequívoca entre Cambridge Analytica y las campañas de Donald Trump y Brexit; firmas como Palantir, cofundada por Peter Thiel y de cuya información se habría servido Steve Bannon para asesorar a Trump, o Quid —firma desconocida para el gran público— han permanecido ajenas al escándalo, demostrando hasta qué punto han aprendido a hacer el trabajo para el que fueron diseñadas sin suscitar el escrutinio público.

Nadie habla de Palantir (todavía)

A medida que aumenta el escrutinio sobre la actividad de Facebook y sus efectos, será difícil para Palantir mantenerse ajena a la crisis en Facebook, cuyo rastreo de información alimenta no sólo modelos predictivos de comportamiento y opinión, para influir así sobre compras, voto o decisiones administrativas.

Un artículo en The Intercept cita a fuentes del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos (ICE), según las cuales el organismo estaría usando datos de Facebook analizados por Palantir para identificar y rastrear el paradero de indocumentados.

La desconfianza que envuelve de momento la actividad y código ético de Facebook, que ha producido la dimisión de su jefe de seguridad, instigará a los usuarios que comparten su información a través de ella, a preguntarse por qué la burbuja que el servicio crea para complacerlos se vuelve contra ellos.

Evolución de la percepción de Facebook desde inicios de 2016 en tres portadas (3/3): el 24 de marzo de 2018, The Economist presentaba la primera portada sobre Facebook después del escándalo de Cambridge Analytica (la empresa de análisis de datos extrajo información de 50 millones de personas a través de Facebook para influir sobre las elecciones estadounidenses)

¿Cómo recuperar la confianza en las ventajas de Internet y minimizar sus desventajas, muchas de las cuales se acercan demasiado a la vigilancia panóptica y el clima de desconfianza de opiniones públicas en descomposición, según Hannah Arendt la antesala de las sociedades totalitarias?

Cuidar de nuestra información y actividad electrónica

Si para Tim Berners-Lee los errores sistémicos en servicios de Internet han sido originados por gente y pueden repararse a partir de ésta, muchas de las tensiones actuales son de difícil solución, sobre todo si los datos de los usuarios son cedidos, aunque sea parcialmente, a empresas de análisis y organizaciones todavía más oscuras.

De ahí que el creador de la WWW coincida con el pionero de la blogosfera y actual consejero delegado de Fog Creek, Anil Dash, en que toda mejora en la relación entre usuarios y empresas que comercian con la atención de los primeros, pasa por un reequilibrio de fuerzas: el uso de Internet se concentra en un puñado de servicios cuya estructura estanco impide a cada ciudadano conservar sus datos e información.

A la espera de que la Comisión Europea presente regulaciones más concretas sobre el uso de datos y consentimiento explícito, de momento hay evidencia de que los gigantes de Internet usan el derecho a usar datos personales para servicios concretos en propósitos que el usuario desconoce, sean comerciales, administrativos o políticos.

¿Qué pueden hacer los usuarios? Tim Berners-Lee:

“Involúcrate. Cuida tu información. Ésta te pertenece. Si todos nosotros dedicamos un poco del tiempo que empleamos en línea a luchar por la Web, creo que todo irá bien. Recuerda a las empresas y a tus representantes gubernamentales que tu información e Internet importan.”

En cuanto a las propuestas para transformar la actual Internet, con los servicios populares concentrados en un puñado de empresas y modelos de negocio que dependen del rastreo de datos personales, se van definiendo las estrategias de trabajo para los próximos años: alfabetización, regulación o uso de otras tecnologías que conviertan en obsoletas a las actuales.

Desempolvando viejos sueños

En referencia a la alternativa de la alfabetización, ésta requeriría a ciudadanos que conocen e interpretan medio y mensaje con el sentido crítico e informado que Hannah Arendt demandaba para los individuos que conforman una sociedad abierta y vibrante. Expertos como Ted Nelson y Anil Dash abogan por una vuelta a lo que considera la esencia de Internet: un medio compuesto por usuarios que conocen tanto la vertiente técnica como epistemológica de las herramientas que usan, capaces de crear y mantener su propia página, así como de proteger su información personal.

La segunda alternativa de futuro para superar el monopolio actual de los gigantes del rastreo de datos demanda una regulación más estricta y específica: ya hay voces que llaman a campañas que impulsen la nacionalización de servicios como Facebook, al considerar que se trata de herramientas esenciales que no deberían estar en manos de una compañía cuyo principal objetivo es maximizar beneficios, y no proteger los derechos de sus usuarios.

Asimismo, surgen las primeras columnas de opinión en medios de gran tirada que instigan incluso en Estados Unidos a crear una agencia de protección digital, con potestad para arbitrar y evitar el abuso de los repositorios de Internet en el uso de datos personales.

Futuro de las bases de datos distribuidas

La UE ultima un Reglamento General de Protección de Datos (GDPR), una nueva directiva que restringirá, por ejemplo, el uso de datos personales y actividad rastreada en diferentes productos de una misma compañía, evitando que, por ejemplo, un texto privado de Whatsapp (propiedad de Facebook) no acabe nutriendo el perfil publicitario de un usuario. Si funciona con la publicidad… lo haría también con la agitación propagandística.

La tercera estrategia que toma forma para evitar los abusos de la economía nutrida con el rastreo de información y actividad de los usuarios combina la intención de las dos otras líneas de trabajo (un retorno a la autonomía de los usuarios; y mayor protección de los datos y actividad de éstos). Esta transformación se lograría con una tecnología más adecuada.

En vez de esperar a que los usuarios mejor informados y los reguladores logren cambios sustantivos sobre la situación actual, crece el interés por usar bases de datos distribuidas para que cada usuario controle su información de manera efectiva, decidiendo qué compartir y bajo qué circunstancias.

Esta alternativa tecnológica se serviría de un esquema distribuido y a prueba de manipulaciones, denominado cadena de bloques (“blockchain”), que hasta ahora ha causado más interés por sus aplicaciones pecuniarias que por su auténtico potencial: servir de base de una red social tan grande como la propia Internet, donde cada participante tenga potestad sobre su actividad, contenido y proyección digital.

Una publicidad de 1974

El ensayista Steven Johnson especula en The New York Times sobre las posibilidades de este grafo social encriptado, capaz de otorgar a cada persona la potestad de decidir qué compartir y en qué condiciones negociar el fruto de su actividad electrónica, creación artística o intelectual, etc.

En un provocador artículo, Jon Evans invita a los usuarios y desarrolladores pioneros en blockchain a que abandonen la enésima versión de Bitcoin o dejen de mejorar tokens de videojuegos para “descentralizar todas las cosas”. Luego se excusa y dice que bromea. “Por ahora”, añade.

Hace 43 años, un anuncio de IBM (!), titulado “Cuatro principios de la privacidad”, resaltando cuatro principios: los ciudadanos deberían tener acceso a la información sobre ellos en bases de datos, así como un mecanismo que determine cómo la información está siendo usada; debería haber un modo de que cada individuo pudiera corregir o mejorar un registro inexacto; cualquiera debería poder evitar que una información sea revelada indebidamente o usada para propósitos ajenos a su consentimiento explícito; y el custodio de estos datos debería tomar precauciones para garantizar los puntos anteriores.

Cuando la publicidad de una empresa como IBM (cuya “adaptable” moral explicaría por qué el Tercer Reich usó sus tarjetas perforadas para, literalmente, planear el Holocausto), expresa en una publicidad de hace 4 décadas mayor celo por la información personal que las redes sociales de hoy, quizá los usuarios estemos haciendo algo mal.