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El Yukón y Jack London: fue en busca de oro y halló historias

Finales del siglo XIX. Mientras William Randolph Hearst influye sobre la opinión pública de su país con soflamas patrióticas y críticas a España en relación con sus últimas colonias en ultramar, un joven californiano de origen humilde y una visión distinta del periodismo se lanza a la aventura en el remoto Yukón.

En 1897, la prensa de Seattle y San Francisco se había hecho eco del hallazgo de oro, un año antes, en el noroeste canadiense limítrofe con Alaska: la remota región de Klondike, en el territorio del Yukón. Sin experiencia ni recursos, el joven acudirá en busca de una fortuna material; deberá conformarse con infinidad de historias y experiencias que ilustrarán tanto reportajes como novelas, convirtiéndolo en precursor de lo que décadas después se etiquetará como Nuevo Periodismo.

El escritor de Oakland (bahía de San Francisco, California) Jack London (1908)

Estos relatos, surgidos de la experiencia en primera persona, no ocultarán ni punto de vista ni contexto, pero batallarán contra toda injusticia objetivable. Un periodismo y ficción con actitud y armas quijotescas que se prestará con naturalidad a dar voz a personajes de frontera social y geográfica.

Fiebre del oro en el Yukón

Oro. La noticia corrió a la velocidad de los despachos telegráficos por toda Norteamérica, atrayendo a 100.000 buscavidas —hombres, la mayoría sin experiencia previa, la mayoría solteros y con poco o nada que perder— en busca de oro. Muchos de ellos, como Jack London, con 21 años y oriundo de San Francisco, probaron suerte comprando vituallas para una larga travesía y armando una cabaña de troncos al sur de la remota localidad de Dawson City.

El imaginario de la Costa Oeste estadounidense seguía preñado de la fiebre del oro de California. Jack, el hijo ilegítimo de un padre supersticioso y bebedor y de una madre más atenta a la moda pseudo-científica de su época, el espiritismo, que de su entorno inmediato, había heredado de su padrastro tan solo el apellido y empezó a trabajar tan pronto como pudo: en una fábrica de conservas, como marino, pescador de ostras y a bordo de un navío patrullero.

Réplica de la cabaña de troncos erigida por el joven Jack London en el Yukón mientras perseguía el golpe de fortuna de encontrar su Eldorado particular; en la cabaña halló lo que acabaría haciéndolo célebre y acomodado, la escritura sobre la relación entre el ser humano y “lo salvaje”

La dureza de sus primeros empleos inspiraría su novela más autobiográfica, Martin Eden, considerada por la posteridad más obra juvenil que como se merecería: su legado de madurez. En la obra, un joven de los bajos fondos de San Francisco malvive con distintos empleos de poca monta mientras se conjura para convertirse en reportero y escritor, leyendo cuanto puede y enviando tantas historias como puede a todo tipo de publicaciones.

Vida en el Klondike

En la ficción, Martin Eden trata de sorprender a una chica de la alta sociedad de la ciudad, pensando que el único modo de ser merecedor de ella a ojos de la familia pasa por la formación autodidacta y una carrera respetada como autor… pero Eden no es quizá consciente de las penurias que deberá afrontar.

La determinación del personaje, que combina las influencias contradictorias del individualismo acérrimo y darwinismo social de la época (sobre todo a través de la lectura de Herbert Spencer), y de un movimiento obrero que promete resolver las injusticias de una sociedad que pretende evitar la plutocracia, evoca la propia trayectoria errática y quijotesca del autor.

Tras un breve viaje a Japón y coincidiendo con una dura crisis económica en Estados Unidos en 1893, London había participado en movilizaciones obreras: durante el “pánico de 1893”, Oakland viviría duros disturbios laborales. Sin dinero para mantener siquiera un cuchitril y demasiado amor propio para acudir a su madre, el Joven Jack London pasaría un mes en el calabozo por maleante. La experiencia cambiaría su actitud con respecto a los estudios, y a los 17 años completó los estudios equivalentes al bachillerato en un año, matriculándose poco después en la Universidad de California en Berkeley.

La prensa jugó un papel decisivo en la expectación generada en torno al hallazgo de oro en el Yukón en 1896; Jack London dejaría la Universidad de Berkeley para ir a buscar oro a Dawson City (cuando llegó al Yukón en 1897 tenía apenas 21 años)

Allí, London vivió un año formativo clave: más interesado en aprender a toda costa que en el ritmo administrativo y el reconocimiento social, leyó todo lo que le pasó por las manos o le recomendaron profesores y amigos. Poco después, llegaría la noticia que torcería sus perspectivas universitarias: a inicios de 1897 y, con 21 años, Jack London creyó que el filón de Klondike que anunciaba la prensa era la oportunidad de su vida. Oriundo de un Estado que veinte años antes había tenido su propia fiebre del oro, London creyó que los cables de Klondike eran su “llamada de lo salvaje” particular.

Pervivencia de un viejo mito de Frontera

Mientras en la era tecnológica algunos célebres alumnos dejaron los estudios para convertir una idea en empresa, Jack London abandonó la Universidad para enfrascarse, una vez más, en un viejo sueño europeo en el Nuevo Hemisferio: lograr un Eldorado particular. Uno de los mitos fundacionales de Estados Unidos —que pasa por la presencia española en La Florida, primero, y por la exploración del Pacífico Norte, después—, se remonta a inicios del siglo XVI, cuando Diego Ponce de León partió desde la actual Puerto Rico hacia La Florida, en busca de una historia que habría escuchado a los nativos de la isla: la fuente de la juventud. Poco después, otro explorador español, Pánfilo de Narváez, se internaría en La Florida sin olvidar la historia mítica de las Siete Ciudades de Cíbola, que los hombres de Narváez (entre ellos, Álvar Núñez Cabeza de Vaca) buscarían en el interior de Norteamérica.

Entre el mito y la realidad, el delirio digno de una novela de Joseph Conrad y la lucidez del positivismo liberal tan influyente entre las clases urbanas estadounidenses del siglo XIX, los grandes magnates de materias primas de Estados Unidos habían crecido oyendo las leyendas y riquezas del Potosí y las minas de plata de Nueva España, que en Norteamérica sustituirían el viejo modelo de concesiones estatales por el individualismo liberal clásico del respeto a la propiedad e iniciativa privadas: la búsqueda de oro, plata o petróleo (basta evocar al personaje protagonizado por Daniel Day-Lewis en el filme There Will be Blood, dirigido por Paul Thomas Anderson en 2008) se convertiría en la industria de generaciones de buscavidas.

Mineros del Klondike haciendo cola para registrar derechos de explotación de filones potenciales

Quizá sin remontar su atracción por una riqueza inmediata a los primeros exploradores europeos, pero animado como el que más con los despachos desde el Yukón que entretenían a los espíritus inquietos, London no se lo pensó dos veces y todavía en 1897, llegaba con sus vituallas a aquel lugar que hasta entonces le había parecido mítico: listo para construir su cabaña al este de la frontera de Alaska, entre los ríos Klondike y Yukón, junto a un riachuelo que probaría su aguante.

Cuando el filón es la voz interior

Allí encontraría su filón, pero éste no se contaría en quilates, sino en material para sus novelas más exitosas. El Klondike le permitiría, si acaso, convertirse en un hombre de acción, que acabaría por otorgar credibilidad a sus personajes más memorables, desde borrachos despiadados a perros que sienten la llamada de su instinto, en una especie de alegato por unas ideas sobre la existencia a medio camino entre el evolucionismo de Herbert Spencer y el vitalismo de Schopenhauer y Nietzsche.

En cuanto a la cabaña de madera, London se serviría de la técnica usada por la cultura de Frontera desde la época de los pioneros: la habitación estaría compuesta por una estructura básica de planta rectangular elaborada con troncos de las inmediaciones.

Herederas de la simbiosis entre las construcciones nativas y la arquitectura de madera importada por los inmigrantes del norte de Europa, las cabañas de madera se habían convertido en el modo más económico y efectivo de iniciar un asentamiento durante la expansión de la Frontera hacia el Oeste.

Victoria, isla de Vancouver (Columbia Británica, Canadá), 21 de febrero de 1898: inmigrantes procedentes de la Península Olímpica (Estado de Washington, Estados Unidos) hacen cola para comprar derechos de minería en el Yukón; poco después, el interés por la región se disiparía y la prensa se centraría en la guerra contra España atizada por el magnate de la prensa William Randolph Hearst

En las zonas remotas de Canadá, comerciantes de pieles, madereros, buhoneros y buscavidas variopintos seguirían buscando los grandes filones mineros que habían alimentado las especulaciones de los viajeros europeos desde la llegada de los españoles al territorio de Oregón, por el sur, de los ingleses y franceses desde el interior de Canadá, por el este, y los rusos, llegados por la costa para extender su cartografía costera del comercio de pieles desde Alaska hasta el norte de California.

Sobre campañas de intoxicación pública y “estampidas”

En 1867, apenas 30 años antes de que London pusiera sus pies en el Yukón, William H. Seward, secretario de Estado de Estados Unidos, había comprado a Rusia el territorio de Alaska por 7,2 millones de dólares. Las cosas habían cambiado poco en el territorio estadounidense más septentrional cuando algunos avezados pioneros de la fiebre del oro de Klondike pusieron sus pies en el interior del entonces territorio asociado a la Unión. Pero ningún pionero encontraría en los riachuelos y hondonadas en torno a la frontera entre Alaska y el Yukón, una cantidad esperanzadora como la que había servido de llamada a los pioneros norteamericanos: el filón de Bonanza Creek, hallado el 16 de agosto de 1896.

Y mientras Estados Unidos se preparaba para la guerra con España, haciendo valer la Doctrina Monroe ante una potencia europea que usaría la gloria o el desastre de la conservación o pérdida de sus últimas colonias como el enésimo ensayo de un comienzo regenerador, un joven aspirante a reportero y escritor acababa su primera cabaña en medio del territorio salvaje del remoto Noroeste canadiense, un lugar que —descubriría rápidamente— regalaba los veranos cálidos y efímeros de los territorios boreales, exigiendo a cambio el aguante heroico ante temperaturas glaciales durante el resto del año.

Aunque experimentado y preparado para cuidar de sí mismo, la experiencia de London en Klondike marcaría su vida y escritura: Dawson City había crecido desde una población de 500 habitantes en 1896 a una localidad vibrante de 30.000 habitantes en 1898, la mayoría hombres: bares, locales de alterne, restaurantes y tiendas con género de todo tipo animaban a los suertudos a despilfarrar el dinero canjeado por el oro encontrado la misma jornada.

Un espejismo de juventud

London se habituó a trabajar para algunos de los prospectores afortunados, que contrataban a ayudantes para proteger el trabajo y asegurar las vituallas. El Klondike sólo era accesible por los “stampeders” (los participantes en la “estampida”, o “fiebre”) navegando por el río Yukón: bien a contracorriente desde su delta, en Alaska; o bien desde su origen en la Columbia Británica, una vez atravesaban en grupo el peligroso paso montañoso de Chilkoot.

Al joven de San Francisco le impactaron más los bosques boreales y la crudeza de la vida en lugares remotos: riachuelos destruidos, nativos desplazados. Los hän, habitantes ancestrales de la región, padecieron persecuciones y cayeron tanto en abusos como en adicciones; los supervivientes fueron trasladados a una reserva.

El río Yukón durante los meses cálidos

Pero en 1898 los periódicos habían olvidado los despachos llegados desde Dawson City. El plan de William Randolph Hearst había surtido sus efectos y todo el interés de la prensa y la opinión pública se había volcado en la guerra contra España. London no se haría rico en su aventura, ni tampoco seguiría a muchos de los buscadores de oro de la zona, que poco después viajaron hacia el Oeste a probar suerte en un nuevo filón avistado en Nome, en la costa de Alaska.

La condición humana en situaciones extremas

La dureza de la aventura y la inspiración de la naturaleza en los confines salvajes de Norteamérica inspirarían las historias y novelas más célebres de London, que no olvidaría ni la travesía, ni su convivencia con los elementos, ni la relación entre “stampeders”, visitantes sin escrúpulos y animales salvajes, ni el lujo de guarecerse en una casa de troncos hecha por él mismo.

London había iniciado la travesía al Klondike como cualquier otro participante: las autoridades canadienses exigían que cada participante llevara consigo una tonelada de vituallas —pagada y declarada—, para evitar casos desesperados de supervivencia a la intemperie bajo condiciones extremas: las historias de Frontera del Oeste canadiense y estadounidense mantenían frescas historias de supervivencia durante el crudo invierno en zonas alejadas de la civilización: entre julio de 1846 y abril de 1847, la expedición Donner, una caravana de pioneros que se dirigía a California había sido sorprendida por el invierno en la Sierra Nevada.

Último tramo de la portilla del paso de Chilkoot, frontera natural entre el sur de Alaska y la zona septentrional de la Columbia Británica canadiense

Las tormentas de nieve y la desesperación condujeron a la expedición a recurrir incluso al canibalismo para la supervivencia, una historia que alcanzaría en el imaginario del continente el estatus de amenaza de lo salvaje a la civilización que en Francia y Europa había ostentado el naufragio de la Medusa (que inspiraría La balsa de la Medusa, óleo de Théodore Géricault).

La Méduse, una fragata francesa, había encallado en un banco de arena frente a la costa mauritana, y los 150 supervivientes se hacinaron en una balsa de 15 x 8 metros donde la lucha por el escaso espacio y vituallas derivó en un improvisado estudio antropológico para la posteridad: incompetencia de los mandos (hasta el punto de perder vituallas por rencillas, que provocarían su hundimiento o corrupción por el agua del mar), narcosis, depravación, locura, asesinato, canibalismo…

Dos camisas de franela y los tejanos más resistentes

Además de la tonelada de vituallas requerida por las autoridades canadienses, los “stampeders” del Klondike tenían que declarar 1.000 libras (453 kilogramos) de equipamiento especializado para sus prospecciones. Los preparativos se tomaban con tanta seriedad que muchos buscavidas permanecían retenidos en origen tratando de amasar el equipaje requerido, pues quien fuera incapaz de proveerse de una manta impermeable, 6 pares de calcetines de lana, 2 camisas de franela, un botiquín, pantalones y botas, difícilmente harían algo más que sobrevivir una vez en la remota confluencia del Yukón con el Klondike: una vez allí, los pioneros debían pasar al menos un largo invierno antes de cualquier idea de retorno.

En los lugares más complejos de la travesía, como Chilkoot Pass, el mencionado paso de montaña entre el territorio costero del sur de Alaska y la Columbia Británica que precedía a la travesía navegable por la ruta de descenso del Yukón, los futuros buscadores de oro debían realizar varios trayectos de alta montaña —a menudo con raquetas, para no hundirse en la nieve— transportando todo el equipaje durante varias jornadas, en bultos de entre 50 y 60 libras (la ruta era demasiado dura estrecha para realizarla con animales de tiro o vagones).

Mineros en Bonanza Creek (arroyo de Bonanza): campo minero en plena fiebre del oro en la confluencia entre los ríos Yukón y Klondike, en la remota región boreal del noroeste canadiense fronteriza con el interior de Alaska

Jack London usará sus recuerdos y evocaciones sobre el paso de Chilkoot, así como las peripecias de otro de los pioneros célebres en el Klondike oriundo de la bahía de San Francisco, el empresario minero de Oakland Francis M. Smith, alias “el rey Borax“, para escribir una década más tarde la novela de aventuras Burning Daylight, ambientada en el territorio del Yukón en 1893. Pese a ser adaptada al cine hasta en cuatro ocasiones, Aurora espléndida es considerada una obra secundaria del autor californiano.

En vida del autor, sin embargo, Burning Daylight vendió más que cualquier otro de sus títulos y salvó al autor en momentos de estrecheces económicas: su embarcación —el Snark, un yate de 43 pies y un coste de 30.000 dólares— y el viaje al Pacífico Sur; la mansión construida al norte de San Francisco y destruida poco después por el fuego…

Portando bultos a través del paso de Chilkoot

Trabajador infatigable, London admitía servirse de fórmulas para maximizar el volumen de trabajo realizado cada jornada y multiplicar así las posibilidades de publicación a los inicios, una voluntad a prueba de dolencias e infortunios cotidianos, como se puede extrapolar de su relato más autobiográfico, la mencionada obra Martin Eden (injustamente considerada, todavía hoy, “novela juvenil”).

Los futuros mineros, la mayoría de ellos buscavidas y urbanitas sin experiencia de la Costa Oeste de Estados Unidos, aunque también de procedencias tan alejadas como Reino Unido y Australia, debían hacer varios viajes en Chilkoot Pass para transportar a cuestas la tonelada de vituallas y la media tonelada de herramientas que el Gobierno canadiense exigía a los futuros mineros del Klondike

Un pequeño diálogo de Burning Daylight rememora las conversaciones que se oían en torno al paso Chilkoot durante la fiebre del oro:

“—Vuelve a jurarlo, Daylight —gritó la misma voz.
—Lo haré sin duda. Vine por vez primera, cruzando el Chilkoot, en el ochenta y tres. Atravesé el paso en plena ventisca, con una camisa hecha jirones y una taza de harina por todo alimento. En Juneau conseguí equipo y provisiones para el invierno, y en primavera crucé de nuevo el paso. Una vez más, el hambre me hizo salir de allí. En la primavera siguiente volvía al paso, y juré que no me volvería a marchar hasta no haber hecho fortuna. Aún no la he hecho, y aquí estoy de nuevo. Y no me marcho. Llevaré el correo y regresaré, sin detenerme en Dyea ni una sola noche. Atravesaré el Chilkoot en cuanto haya cambiado de perros y recogido el correo y las provisiones. Y juro de nuevo por las puertas del infierno y por la cabeza del diablo que no me marcharé hasta que sea rico. Y os aseguro que no me contentaré con poca cosa. Tendrá que ser una fortuna muy respetable.
—¿Cuánto necesitas para considerarte rico? —preguntó Bettles desde el suelo; abrazaba con cómico candor las piernas de Daylight.
—Sí, ¿cuánto? ¿A qué llamas una fortuna? —gritaron otros.
Daylight se detuvo a considerar la respuesta.”

Personajes memorables, borrachines de medio pelo que sólo se atreven a mostrar su genio con animales y personas indefensas, perros de tiro que desean recuperar la libertad para celebrar su vitalismo… Durante los largos días de invierno, London concebiría sus primeras historias de lo salvaje. Podemos imaginarlo sentado al tablón sin pulir que usa como escritorio, sentado sobre un banco sobre el que descansa la piel de un animal cazado unas semanas atrás.

La vieja cabaña olvidada

Allí, junto al fuego, London dio forma a los primeros relatos cortos sobre el Klondike, así como la estructura preliminar de libros como La llamada de lo salvaje y Colmillo blanco y relatos cortos como Encender una hoguera, Una odisea en el norte y Amor a la vida. Allí, experimentando la dureza que el viajero de un trineo comparte con sus perros, surgirían también sus reflexiones más lúcidas sobre la condición humana:

“Un hueso para el perro no es caridad. Caridad es el hueso que uno comparte con el perro cuando uno está tan hambriento como el perro.”

Sin suerte ni recursos y trabajando para otros prospectores para garantizar la supervivencia, Jack London volvería a San Francisco a la primera oportunidad.

La cabaña de troncos que había erigido en la vertiente norte de Henderson Creek, 120 kilómetros al sur de Dawson City, abandonada por el autor, sería olvidada pese a la popularidad y vigencia de la obra de London, que hallaría una legión de jóvenes y no tan jóvenes admiradores en cada generación.

Chilkoot pass era el único puerto de montaña transitable entre el territorio costero al sur de Alaska y la Columbia Británica canadiense, hacia donde se dirigían los buscadores de oro para descender el río Yukón hasta Dawson City

La cabaña fue redescubierta por cazadores de pieles en 1936. Los visitantes, acostumbrados a hallar cabañas y chozas en la zona remontándose a pioneros y buscadores de oro, recalcaron que la cabaña en cuestión incluía la firma de su constructor y morador en uno de sus troncos: Jack London. La noticia alimentaría el espíritu aventurero de un admirador de la obra de London, el escritor canadiense Dick North, que en 1965 se lanzó a buscar la humilde construcción.

Vitalismo

North desmanteló la cabaña y usó los troncos originales para difundir la obra del autor creando dos réplicas exactas de la construcción. La primera se integró en un museo y centro de interpretación dedicado al autor en Dawson City (proyecto coordinado por el propio North).

La segunda réplica de la cabaña de pionero de Jack London se erigiría en la plaza que lleva el nombre del autor en su localidad natal, Oakland, en el extremo industrial de la bahía de San Francisco.

En 1900, poco tiempo después de volver de Alaska, Jack London publicó su primer compendio de relatos, El hijo del lobo. Tres años más tarde, llegó su primera obra con relativo impacto entre el público, La llamada de lo salvaje. Al rememorar algunos pasajes de Martin Eden o La llamada de lo salvaje, cabe la pena preguntarse adónde ha ido a parar el carácter a la vez realista y espiritualista, con la bondad sincera de los poemas de Walt Whitman, que tanto han celebrado como propio los lectores estadounidenses.

Paso fronterizo de Chilkoot (Alska, Estados Unidos, con Columbia Británica, Canadá)

A la vez interesado por ideales ilustrados como la justicia humana y, como buen buscavidas “hobo” de la Costa Oeste, desconfiado de toda autoridad, Jack London rechazó el marxismo organizado al comprender en dónde desembocaba. Sin embargo, su defensa del individualismo no le impedía criticar la deriva plutocrática de un sistema liberal sin límites a los más poderosos para evitar la concentración de poder y riqueza.

El final de Martin Eden alberga el mismo misterio que la desaparición del propio autor, gravemente enfermo, en 1916. Tenía 40 años. La extensión y originalidad de su obra (50 libros y ensayos en 17 años) y un estilo realista y honesto a prueba del paso del tiempo, convierten su trabajo en un Eldorado que no defrauda, tan digno de recomendar a quienes entran en el mundo adulto como a quienes se asoman al ocaso de una larga vida.