(hey, type here for great stuff)

access to tools for the beginning of infinity

Entre la amnesia y la apropiación cultural: alpinismo y surf

Su protagonismo ha sido siempre subestimado, cuando no omitido, pese a ser artífices de algunas de domesticaciones decisivas de especies y animales silvestres, hallazgos medicinales, invenciones o técnicas precursoras de lo que hoy pueden considerarse como poco más que eventos de apropiación cultural.

Desde la era de los descubrimientos, los valores eurocéntricos y el humanismo de la Ilustración se promovieron en el relato elaborado en las metrópolis coloniales como una aspiración de progreso para toda la humanidad; con la Revolución Industrial y los eventos traumáticos del siglo XX, los valores eurocéntricos tomaron un acento euroatlántico y anglosajón, poco permeable a introducir en su visión del mundo cualquier aportación ajena a los valores y arquetipos promovidos desde la metrópolis.

Una práctica polinesia que inspiró a los visitantes europeos: el «surf»; ilustración sobre el deporte en las «islas Sandwich» (Hawaii)

¿Hasta qué punto somos herederos de estas circunstancias? Basta con observar la deriva de los últimos hitos de la exploración para constatar hasta qué punto los vencedores acaban imponiendo su relato.

Perdedores y vencedores de la Historia

Se atribuye falsamente a varias personalidades del siglo XIX y el XX la cita según la cual la historia la escriben siempre los vencedores; sea como fuere, quienes pierden influencia son incapaces de hacer prevaler su visión del estado de cosas.

El periodista y novelista uruguayo Eduardo Galeano se refiere así al proceso derivado de la llegada europea a las Américas y la dinámica sanguinaria derivada que conocemos científicamente como «intercambio colombino» (un término inocuo que parece querer disculparse de viejas asperezas y atrocidades entre nativos y esclavos importados de África y Asia):

«En 1492, los nativos descubrieron que eran indios, descubrieron que estaban desnudos, descubrieron que existía el pecado, descubrieron que debían obediencia a un rey y a una reina de otro mundo y a un dios de otro cielo, y que ese dios había inventado la culpa y lo vestido, y había mandado que fuera quemado vivo quien adorara al sol y a la lula y a la tierra y a la lluvia que la moja».

O, todavía más crudamente, el mismo Galeano:

«Vinieron. Ellos tenían la Biblia y nosotros teníamos la tierra. Y nos dijeron: “cierren los ojos y recen”. Y cuando abrimos los ojos, ellos tenían la tierra y nosotros teníamos la Biblia».

Anatomía del K2 en invierno

Teletrasportada a la escena global y al siglo XX, la reflexión de Eduardo Galeano mantiene su vigencia, al observar cómo las barreras y formalismos culturales más o menos invisibles que consolidan el marco de la Historia oficial (recordemos, la que marcha al son del tambor de los vencedores), llevaron a medios y oficialismo cultural a describir una «conquista» del Everest asimétrica: un súbdito británico (el neozelandés Edmund Hillary) había pisado la cima el 29 de mayo de 1953, si bien no se confirmaría hasta el 2 de junio del mismo año.

Sabemos desde el día siguiente del hito de alcanzar el techo del mundo que, en realidad, Hillary no iba solo, sino que había ascendido junto a su ayudante o «sherpa», el nepalés Tensing Norgay.

Imaginamos a un correoso y dócil Norgay avanzar hacia lo desconocido para posibilitar, en el tramo final, la hazaña que sería reconocida, dado el contexto sociocultural de un mundo dominado por descendientes de colonizadores europeos (en el siglo XX, con tono específicamente anglosajón): Edmund Hillary pisaba el Everest. Lo de Norgay era secundario.

Agarramos de nuevo la máquina de teletransportación y nos situamos en enero de 2021, un año después de que el mundo conociera que avanzaba hacia una pandemia que cambiaría muchas cosas, para dejar otras tantas en el lugar de siempre. El 16 de enero se confirmaba que se rompía una de las maldiciones del alpinismo (al menos parcialmente, pues Sergi Mingote moría el mismo día descendiendo de esa montaña): la imposibilidad de ascender el K2, una cima del Himalaya especialmente compleja y peligrosa, en invierno.

A excepción del K2, las otras cimas ya habían sido escaladas en verano e invierno.

Entre la clase ociosa británica y Pierre de Coubertin

La prensa mundial se hizo cierto eco de la hazaña de los montañeros nepaleses, los primeros en hacer cumbre invernal en el K2, y muchos de los titulares eludieron la palabra «alpinistas» o «montañeros» y optaron por un sustantivo más peyorativo: «sherpas», como si la hazaña hubiera consistido en la rebelión de una casta de intocables de la montaña que hubiera decidido abandonar a los «alpinistas» a quienes, implícitamente, parecían deber rendir pleitesía.

El fenómeno no se circunscribe únicamente al alpinismo, cuyas mayores efemérides se adaptan (como ocurre en otros campos de la excelencia humana, desde galardones como los premios Nobel o las medallas Field a los hitos más prosaicos) al relato dominante: el Everest había recalado, como hemos visto, en los remanentes de un Imperio Británico en su largo ocaso, el K2 había recalado en alpinistas italianos, una expedición alemana había sido la primera en ascender el Nanga Parbat, mientras los estadounidenses serían los primeros en tocar techo en el Kangchenjunga.

Duke Kahanamoku en California (1920)

Incapaces de distinguir entre relato y realidad, a menudo somos incapaces de plantearnos por qué habría que esperar al surgimiento de la «leisure class», la burguesía ociosa del Reino Unido y Francia durante el siglo XIX, para que varias aficiones hasta entonces circunscritas a prácticas más bien locales y tradicionales, se convirtieran en deportes modernos como el fútbol, el tenis, el rugby y sus derivados, así como las disciplinas atléticas recuperadas por el fundador de los Juegos Olímpicos modernos, así como el pentatlón: Pierre de Coubertin.

Asimetrías

El deporte moderno no es ajeno al eurocentrismo y la «amnesia asimétrica» del relato oficial de medios y libros de historia con respecto a disciplinas con un origen ajeno. Hawaii, el archipiélago del Pacífico que pasó de lugar recóndito a parada estratégica en el comercio entre Asia y América del Norte, se mantuvo al margen de los intereses europeos tras los primeros viajes de reconocimiento de —posiblemente— expediciones españolas y, a partir del siglo XVIII, británicas.

La expedición de James Cook situaría al archipiélago en el punto de mira de misionarios protestantes, exploradores, comerciantes, balleneros y buscavidas de distinto pelo; en 1820, las enfermedades introducidas por los inmigrantes euroasiáticos habían decimado el 50% la población local.

A inicios del siglo XIX, avances industriales y de navegación impidieron al débil y remoto reino de Hawaii, sujeto a vaivenes pandémicos que decimaban a su población periódicamente a raíz de visitas foráneas, mantuviera su independencia por mucho tiempo, hasta que la diplomacia de cañoneros instaurada por Estados Unidos acabara convertir el archipiélago en un territorio estadounidense más durante un proceso iniciado en 1898, año en que finalizaba la larga influencia española en el tráfico del pacífico, que podía trazarse al monopolio comercial del galeón de Manila.

Entre sus particularidades, la monarquía hawaiiana había contado con un deporte asociado a la cosmogonía de la isla y circunscrito a la realeza y a los guerreros más experimentados: como en otros pueblos polinesios, los más experimentados eran capaces de navegar las olas erguidos sobre tablones, espectáculo que ya habían podido observar los primeros exploradores europeos.

Viejos reyes y «reyes naturales de la tierra»

Esta práctica local permanecería asociada a los nativos hawaiianos durante su reconocimiento por los primeros cronistas de los «beach boys», tales como Mark Twain, quien dejaba claro el distanciamiento entre la cultura que él representaba y la experimentada por los nativos hawaiianos, percibidos ya como perdedores del curso de la Historia y del porvenir del propio archipiélago. Tras una visita en 1866, Twain escribía:

«En un lugar, nos topamos con un gran grupo de nativos desnudos de ambos sexos y todas las edades, divirtiéndose con el pasatiempo nacional de los baños de surf».

El escritor escocés Robert Louis Stevenson (que visitaría Hawaii en 1889), y el californiano Jack London, que visitaría el archipiélago entre 1907 y 1915, también serían testigos de la vitalidad de esta actividad ancestral asociada con la realeza de las islas.

El surf era un deporte considerado ajeno al canon eurocéntrico hasta que un estadounidense, el publicista Alexander Hume Ford lo promoviera como práctica especialmente saludable (en un contexto de auge del higienismo de la época) y creara su primera asociación reconocida por el mundo exterior como tal, el Outrigger Canoe Club, en 1908.

El propio Ford introdujo el deporte a Jack London, que lo acercó al gran público en un relato donde lo describía como «un deporte real para los reyes naturales de la tierra».

Amanecer a orillas del Pacífico

A partir de entonces, el surf empezaría a atraer a visitantes recién llegados de otros lugares de Estados Unidos con intención de aprender una actividad que ya no era nativa, sino parte de un nuevo canon. En cuestión de décadas, los «beach boys» se asociarían más a una nueva búsqueda individualista de la libertad a caballo del oleaje de la juventud californiana que a los pioneros hawaianos que lo habían promocionado.

El surfista y nadador hawaiano Duke Kahanamoku (1912)

La expansión del surf por California no es tan azarosa y contracultural como lo explica el relato asumido y compartido por todos: los notables californianos (un Estado más de la Unión desde mediados del siglo XIX tras la guerra méxico-americana), vieron en el higienismo asociado a la práctica física y deportiva del surf una oportunidad para mostrar las ventajas de la costa y el clima del Pacífico, así como el potencial para atraer a estadounidenses en busca de su versión particular del sueño americano.

En las primeras décadas del siglo XX, el que no era más que un pasatiempo para «insiders» daría pie a una contracultura con mensajes como el de autosuficiencia, libertad y contracultura, con practicantes del deporte que elaboraban sus tablas de manera artesanal y clubs que proliferarían por la Costa Oeste y, pronto, en el resto del mundo.

Surfin’ USA

En 1961, los hermanos Wilson, su primo Mike Love y un amigo, Al Jardine, formaban una banda con un sonido característico que pronto sería mundialmente reconocido: los Beach Boys.

El término se integraba definitivamente en la cultura popular y perdía cualquier raigambre de la cultura hawaiana, y se asociaría con una cultura juvenil propia de la clase media suburbana del sur de California: automóviles personalizados, furgonetas Volkswagen y visitas a la playa para aprovechar el oleaje del amanecer.

Todos asociamos canciones como Good Vibrations y jóvenes blancos tostados por el sol con la cultura surfera desde finales de los años 50 e inicios de los años 60 (Blue Hawaii, la película protagonizada por Elvis Presley data de 1961), pero pocos han oído hablar de surferos legendarios como Duke Kahanamoku, un «beach boy» en toda regla.

Nadador excepcional, Kahanamoku batió barios récords mundiales en 1911, pero sus cronos distaban tanto de los hitos reconocidos hasta ese momento que no serían reconocidos durante años.

Kahanamoku ganaría varias medallas para el equipo olímpico estadounidense entre los juegos de Estocolmo (1912) y Los Ángeles (1932). Sin embargo, su ausencia en el canon cultural deportivo y surfero (en comparación con la celebridad de coetáneos como, por ejemplo, el nadador y actor austrohúngaro nacionalizado estadounidense Johnny Weissmuller), evoca hasta qué punto hemos interiorizado el surf como algo ajeno a su propio origen.