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Fin del optimismo: el futuro pinta bien (y nadie se lo cree)

Gregg Easterbrook explora en un ensayo lo que considera una paradoja del progreso: mientras los principales indicadores avanzan y cada vez hay más población viviendo más y mejor, el público clama todo lo contrario, votando en consecuencia.

Es la era de los pesimistas, hasta el punto de que Estados Unidos, un país cuya opinión pública se inspiró en las ideas positivistas y utilitaristas de la Ilustración (según las cuales la sociedad mejora cuando sus individuos persiguen su progreso personal), sorprende al mundo con una campaña de primarias dominada por mensajes demagógicos de pesimismo enlatado. 

En un país de inmigrantes y oportunidades, arrasan mensajes como el cierre de fronteras, la imposición de aranceles y fin de acuerdos comerciales.

Cuando la ciudad en la colina deja de brillar

Easterbrook (periodista, autor de The Progress Paradox: How Life Gets Better While People Feel Worse) se pregunta en The New York Times cuándo el optimismo se hizo impopular en un país cuya constitución permitió a politólogos como Alexis de Tocqueville (francés de origen noble que había perdido a familiares durante el Terror de Robespierre) soñar con el progreso de la humanidad. 

A ojos de quienes aspiran a una vida mejor y se comparan con quienes consideran sus inspiradores, Estados Unidos podría pasar en tiempo récord de la “Shining city upon a hill” que evocó John Winthrop a un país desconfiado que renuncia a convencer con valores, negando una lectura de su constitución capaz de inspirar a cualquier ciudadano, sin importar su raza, credo, género o nacionalidad.

La famosa cláusula que convierte la aspiración a la “felicidad” (concepto utilitarista por antonomasia) que conserva la constitución estadounidense está tan devaluada en estos momentos que apelar a ella se consideraría como poco menos que una broma, en un país -aparentemente-tan enfadado y presto a los cambios de humor de una muchedumbre tan enfurecida como la población del sur de Europa al inicio de la crisis de la deuda.

El fenómeno de los votantes agraviados

Los analistas hacen su agosto ante tanto despropósito y semejante falta de escrúpulo intelectual y coherencia política, con líderes de partidos y candidatos presidenciales de distintos países desarrollados apelando a los sentimientos menos nobles de votantes potenciales resentidos. 

Janah Ganesh avisaba hace unas semanas en el Financial Times de que las democracias avanzadas se tendrían que acostumbrar a convivir con una asamblea informal de votantes permanentemente agraviados. 

Poco después, y después de que Donald Trump asegurara su victoria en las primarias republicanas en un proceso más parecido a una opa hostil que a una contienda retórica de ideas y matices políticos, The Economist se preguntaba si no asistimos a algo así como “la muerte de la razón” (en donde “razón” adquiere sus connotaciones ilustradas, decisivas en el germen de las democracias liberales).

Cuando los centristas de Weimar creyeron en el pragmatismo

El debate razonado que nutría al concepto clásico de opinión pública surgido durante la Ilustración, cuyo origen se remonta al diálogo socrático (y a la propia apología del filósofo durante su juicio y condena a muerte, inmortalizada por Platón y Jenofonte), ha sido sustituido por el avasallamiento y anulación del contrario, con una población que pasa de receptora sosegada y crítica de distintos mensajes políticos, a convertirse en parte activa de la maquinaria electoral de su candidato: el debate público evoluciona, sin que sepamos cuándo se cruzó la línea ni si la evolución es reversible, a una competición de agitadores propagandísticos.

Quienes se apresuran por desvincular la insalubre situación del debate político actual (con antagonistas que buscan el K.O. del contrincante apelando a poco menos que el advenimiento del Apocalipsis), de la situación que condujo al ascenso del fascismo en una débil Alemania, deberían revisar la documentación de la época.

A inicios de los años 30 del siglo pasado, The New York Times publicaba un breve con información de agencias fechada en Berlín en el 25 de abril de 1932, en la que se recogía el convencimiento de la clase política y la facción centrista (la más educada, más cosmopolita y menos gregaria) de la opinión pública alemana de que Adolf Hitler y su partido moderarían su extremismo, una vez se enfrentaran a la realidad cotidiana de gobernar.

Diálogo con las vísceras 

Volviendo a las primarias de 2016 en Estados Unidos, hay momentos, como el protagonizado el 2 de mayo –escribe The Economist– por Ted Cruz y simpatizantes de Donald Trump en Indiana. 

Cruz, increpado con gritos, se acercó e invitó a sus interlocutores a debatir con él; pero sus explicaciones, con detalles sobre la diferencia entre la imagen pública de Trump y su retórica privada, no obtuvieron una contestación razonada, sino cánticos agresivos y apelativos denigrantes como los que Trump había usado contra sus oponentes durante la campaña. Como hablar con la pared.

The Economist: “Cuando los griegos contemplaron la idea de una democracia plena, les preocupó que el atractivo emocional, en lugar de la razón, pudiera camelar a la muchedumbre”. 

El semanario británico cita a Platón, remarcando que la frase parece pensada para Trump: “El clamor popular llegará al hombre que explique a la gente lo que realmente quieren en lugar de lo que en realidad les beneficia”.

Esperando a los expertos nacionalistas y aislacionistas

La diferencia entre las fantasías nacionalistas y aislacionistas de Donald Trump que tanto atractivo han encontrado entre un segmento de la población estadounidense y las ideas polémicas de anteriores candidatos a la presidencia (como Franklin Roosevelt en 1932 abogando por un gobierno más grande y mayor gasto público tras décadas de un republicanismo libertario; o el giro liberalizador de Ronald Reagan en los 80), es que, si las de Roosevelt y Reagan, entre otros, contaban con el apoyo académico y un cierto consenso entre facciones de expertos sobre su viabilidad, las de Trump no pueden ser sustentadas por nadie en su sano juicio.

Mientras deportar a los millones de inmigrantes que viven en Estados Unidos reduciría un 2% del PIB de Estados Unidos, su combinación de bajada de impuestos y tarifas a las importaciones aumentarían la desigualdad a la que el mismo Trump apela.

Su retórica, explica Jonathan Chait en un polémico artículo para NYMag, se nutre de torpes lemas para movilizar a los desesperados, más que dar muestras de un plan sólido para gobernar la principal economía y el principal ejército del mundo.

De tuitero “bully” a potencial presidente 

La retórica del miedo y el pesimismo sobre el futuro no sólo florece sobre un terreno abonado por años de un discurso a la defensiva del partido republicano (materializado por personalidades como el propio Ted Cruz), sino que el espectro progresista del país ha seguido su propia deriva populista:

“En décadas recientes -escribe Gregg Easterbrook-, los progresistas abusaron de su discurso catastrofista. Si sus predicciones se hubieran materializado, hoy en día el petróleo se habría agotado, un gran número de especies importantes se habrían extinguido, las cosechas fallidas estarían causando hambrunas masivas, y la pobreza en el mundo en desarrollo estaría empeorando en vez de declinar rápidamente”. 

La hipérbole catastrofista está presente tanto en medios de tendencia conservadora como en medios progresistas.

Troleo

Quienes se atrevan a contradecir este negativismo prevalente, se exponen al ataque en las redes sociales. El programador, inversor de capital riesgo y cofundador de la incubadora Y Combinator (de donde surge el influyente agregador “techie” Hacker News) lo expone así a través de su cuenta de Twitter: “Ojalá pudiera esfumarme del medio y dejar que la gente troleándome desde la derecha se chocara con los que me trolean desde la izquierda”.

Más allá de si las primarias estadounidenses constituyen una muestra del riesgo de convertirse en oclocracia (gobierno de la muchedumbre, tiranía de la mayoría) contra el que ya advertía Platón, o de si nos encontramos más bien ante una muestra de populismo, el mensaje pesimista exhibido por Donald Trump y Bernie Sanders ha conectado con un público que comparte, sobre todo, su catastrofismo sobre el estado de las cosas y sobre el futuro.

Volviendo al artículo de Gregg Easterbrook en The New York Times, lo sorprendente es que, en términos reales, la situación actual en Estados Unidos no es ni mucho menos catastrófica: atendiendo a numerosos indicadores, los ciudadanos de este país se encuentran en el mejor momento de la historia. 

Sus perspectivas de futuro también, aunque quien sostenga esta posición en público pudiera ser tratado como un lunático. 

En efecto, hay problemas raciales y muchas infraestructuras necesitan una reparación urgente, y muchas familias de clase media apenas llegan a fin de mes o no podrían hacer frente a un imprevisto económico. Pero lo que se está vendiendo es más parecido a un ataque zombie.

En busca del redentor: cuando lo negativo aglutina

“El pesimismo domina ahora el centro del debate, mientras los optimistas son percibidos como idealistas”. Ello explicaría la evolución de la retórica de Sanders y Trump (y sus equivalentes en el resto del mundo desarrollado, empezando por el líder laborista británico Jeremy Corbyn y el antiguo alcalde de Londres, el tory Boris Johnson, campeón del voto anti-europeo).

Donald Trump empezó su campaña a las primarias con un “nuestro país se va al infierno”; siguió con afirmaciones del tipo “nos estamos convirtiendo en un país del tercer mundo”, y últimamente -presionado para moderar su discurso- dice que Estados Unidos “pierde una vez tras otra”.

No importa que el futuro candidato republicano a la Casa Blanca se repita, tenga un discurso desordenado e incoherente y realice afirmaciones que, simplemente, no son ciertas: nada parece hacerle daño en las encuestas. 

Mercado del pesimismo

The Guardian llama a este extraño fenómeno de popularidad de políticos objetivamente tan deficientes como Donald Trump o Boris Johnson “los políticos post-verdad”. No es una broma y el mundo podría pagar sus consecuencias, por mucho que haya analistas y personalidades del mundo financiero (Michael Hintze y otros gestores de fondos de inversión entre ellos, informa el Financial Times) insistiendo en que el sistema democrático estadounidense está preparado para soportar cualquier presidencia. 

Por lo que pudiera pasar, los grandes inversores internacionales se preparan para aprovechar cualquier oportunidad que emergiera de una repentina inestabilidad, aunque ésta provenga del país más poderoso y estable del mundo, cuya legendaria solidez (y palabra) garantizan el atractivo de su deuda soberana. Quizá estos inversores no se muestren tan expectantes ante el cambio “pragmático” que esperan de Trump si éste empieza a amenazar con impagos de deuda.

El mercado del pesimismo, comprobamos, es tan o más suculento que el mercado del optimismo.

Repetir consignas hasta la saciedad

Según Gregg Easterbrook, “la razón principal de la desconexión entre la situación bastante buena del país y la oscura opinión prevalente es que el propio concepto de optimismo ha dejado de ser respetable”. 

Resumiendo: “Si no crees que todo es horrible, ¡no entiendes la situación!” 

Qué más da que, en términos objetivos, el vaso esté significativamente más lleno que vacío: hay datos que afectan a suficiente gente y que pueden amplificarse con rapidez para que cualquier análisis sosegado sea superado con una llamada a defenestrar el supuesto “establishment” (qué más da que tanto Sanders como Trump formen tanta parte de él como Hillary Clinton, si el “sentimiento” es otro).

Y aquí nos encontramos, en un momento histórico donde los sentimientos y la visceralidad pesan más sobre la opinión pública que el pragmatismo razonado, hasta ahora el antídoto del mundo anglosajón contra el idealismo ilustrado de corte más idealista (y conflictivo-revolucionario) de la Europa continental. 

Fin del sosiego político anglosajón

Edmund Burke (Ilustración continuista y pragmática británica, inspirador de la derecha democrática anglosajona) y Thomas Paine (modelo revolucionario ilustrado y utilitarista de Estados Unidos; inspirador del progresivismo liberal anglosajón) ya no son paradigmas que inspiren a los líderes estadounidenses de hoy, que se asemejan más (argumenta Martin Wolf en el Financial Times) a caricaturas populistas de la -más idealista- Europa continental y sus deformaciones (desde los caudillos europeos a los latinoamericanos), que a los grandes presidentes de Estados Unidos.

La última encuesta de Gallup (abril de 2016) muestra que sólo el 26% de los estadounidenses está satisfecho con la marcha de su país: la última vez que la mayoría de los estadounidenses estaba satisfecha con la situación data de enero de 2004, durante el mandato de George W. Bush.

Estados Unidos es más seguro que en ningún momento de las últimas décadas, el país roza el pleno empleo y han aumentado los principales indicadores de bienestar en todas las clases sociales y grupos étnicos; problemáticas como el terrorismo, pese a su riesgo, tienen una incidencia muy relativa: en los últimos 15 años (contando los atentados del 11S), “un estadounidense tiene 5 veces más posibilidades de ser atravesado por un rayo que de morir en un ataque terrorista”.

El vaso medio lleno que nadie quiere ver

Pero una cosa es la realidad objetiva y otra -como saben bien asesores de imagen y clase política- la percepción pública de ésta. No importa que, como recuerda Easterbrook citando un estudio de Gary Burtless para Brookings Institution, cuando se tienen en cuenta los impuestos (más bajos que en el pasado) y beneficios (más elevados que durante mandatos anteriores), el poder de compra de la clase media ha crecido un 36% en la generación actual.

Qué más da que incluso la producción industrial esté próxima en términos absolutos al récord de todos los tiempos en Estados Unidos (y doble a la registrada durante la presidencia Reagan, supuestamente una de las eras doradas de las últimas décadas), o que el empleo en tecnologías de la información se haya acelerado pese al riesgo de automatización.

O que, desde 1990, se han sumado un 50% más de empleos profesionales que los empleos industriales perdidos en el mismo período. 

De uno a cero

Cuando optimistas por oficio como el emprendedor e inversor de capital riesgo Peter Thiel (autor del ensayo Zero to One, ampliamente comentado en *faircompanies) deciden pasar del “optimismo determinado” por el que aboga en su libro al “pesimismo indeterminado” que encarna Donald Trump, a quien ha concedido su apoyo como delegado, ni siquiera el legendario optimismo en el progreso razonado de Silicon Valley están a salvo de una retórica difícil de defender razonando, dada su inconsistencia y peligrosidad.

Peter Thiel se tapa la nariz y se va con Trump a ver si lo taima, los directivos de los fondos de inversión más importantes aguardan ya a la llegada de un Trump “pragmático” (un incontinente con la piel fina seguirá siendo un incontinente con la piel fina, pragmático o no), pero otras personalidades que conocen tanto las vicisitudes del largo plazo como los mencionados, prefieren mantenerse alejados de semejante fantoche.

Un anciano que cree en el futuro

Es el caso del inversor Warren Buffett, que se ha pasado la vida sin deber nada a nadie y no parece tan ilusionado con Trump como los que se agolpan en sus convenciones, gritando o incluso echando a quienes no comparten el discurso agresivo de un showman que, dado lo visto y leído, carece de la estatura (intelectual, estratégica) de, por ejemplo, Silvio Berlusconi.

Por eso Gregg Easterbrook acaba su artículo con el optimismo de un inversor en el ocaso de su vida, que se niega a legar a la sociedad odio y resentimiento.

Buffett: “Muchos estadounidenses ahora creen que sus hijos no vivirán tan bien como ellos mismos. Esta opinión es simplemente errónea: los bebés que nacen en Estados Unidos hoy son la generación más afortunada de la historia”. 

Y esto no es, como Easterbrook apunta, sabiduría popular de Nebraska (el Estado del que procede el inversor), sino análisis sofisticado, ya que la afirmación se sustenta como hipótesis.