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Futuro alimentario: de semillas ancestrales a comida impresa

Las teorías maltusianistas han errado una y otra vez en sus predicciones al realizar modelos matemáticos que no tenían en cuenta un factor que siempre acaba decantando la balanza: la invención humana.

En el siglo XX y tras las dos devastadoras guerras mundiales, los fertilizantes y plaguicidas químicos incrementaron dramáticamente las cosechas durante la llamada Revolución Agraria.

Este dramático incremento de la productividad agrícola transformó la industria agroalimentaria, el paisaje rural y la alimentación de buena parte de la población mundial.

Consecuencias indeseadas de la Revolución Agraria

Con los beneficios -mayor productividad- llegaron los riesgos: la dramática reducción de la diversidad del policultivo produjo nuevos fenómenos de dispersión acelerada de patologías, para cuyo tratamiento se requerían mayores cantidades de plaguicidas químicos.

Cuando los productores independientes dieron paso al monocultivo latifundista, se redujo dramáticamente la variedad de cosechas y especies, a la par que aumentaba la dependencia con respecto a un puñado de especies.

En los últimos años, la agricultura orgánica y local trata de contrarrestar en Estados Unidos y Europa las consecuencias más controvertidas de la Revolución Agraria: mayor uso de agua, fertilizantes y plaguicidas, mayor erosión del suelo y pérdida de biodiversidad en las cosechas, lo que repercute sobre la dieta de buena parte del mundo.

Cuando los animales dejan de convivir con las cosechas

Menos variedad de cultivos implica mayores riesgos de pérdida masiva de cosechas con epidemias que afecten al puñado de variedades que han sustituido a sus alternativas locales casi por completo en apenas unas décadas.

Asimismo, el monocultivo acabó con el ciclo tradicional agropecuario y su integración holística de procesos, donde el gasto de una actividad -ganadería- se convierte en nutriente para la otra -agricultura-, y a la inversa.

También existen implicaciones nutritivas, con variedades más antiguas (próximas, por tanto, a los inicios de la domesticación de plantas en el neolítico) acumulando a menudo más sustancias beneficiosas, expone Jo Robinson en su ensayo Eating on the Wild Side (por ejemplo, la cantidad de fitonutrientes o nutrientes moleculares tales como polifenoles.

Sentados en una boma de relojería: riesgos de depender de 30 plantas

The Economist recuerda en un artículo que, detrás de la dieta en buena parte del mundo, desde las variedades de pan industrial a los derivados del maíz que aparecen en la lista de ingredientes de la mayoría de alimentos precocinados, hay apenas 30 variedades de planta.

Reducir la riqueza genética de las especies de planta mejoradas desde los inicios de su domesticación hace miles de años aumenta el riesgo de fenómenos como la plaga de la filoxera, que a finales del siglo XIX destruyó el cultivo de la vid en Europa, sólo revivido a partir de la hibridación con otras especies resistentes al ataque.

Los rápidos cambios en los patrones climáticos, así como sequías prolongadas (por ejemplo, en California en la actualidad) y conflictos de acceso al agua (por ejemplo, en las cuencas hidrográficas del Suroeste de Estados Unidos o en el Mediterráneo europeo), aumentarían el impacto de una gran epidemia que afectara a uno o varios del puñado de monocultivos de los que depende la nutrición humana.

Biotecnología y diversidad alimenticia

A medida que Norteamérica y Eurasia padezcan sequías más intensas, los agentes infecciosos de distintas fitopatologías seguirán avanzando hacia el norte; según The Economist, desde los años 60 las enfermedades en plantas (producidas por hongos, virus y bacterias, a las que se añaden los daños causados por insectos herbívoros), han avanzado hacia el polo a una velocidad de 3 kilómetros anuales.

La solución ante el riesgo de pérdida global de monocultivos por plagas implica la hibridación con otras variedades descartadas en los monocultivos, así como mayor biodiversidad; no es posible abastecer a toda la población mundial con cultivos orgánicos que reducirían la producción agrícola cuando aumenta la demanda, pero sí se pueden diversificar los cultivos, mientras a la par crecen nichos como el orgánico y la agricultura tradicional de raigambre local, interesada tanto en la variedad de cultivos como en fertilizantes y plaguicidas de origen animal y vegetal, evitando el uso de derivados del petróleo.

Los gobiernos, dice The Economist, deberían asegurarse de que se preserva la biodiversidad de las principales familias de alimentos vegetales, ya que “las firmas biotecnológicas se centran en apenas un puñado de cosechas comerciales, controlando la distribución de sus semillas”.

En el mercado de semillas y variedades de plantas alimentarias se observa un fenómeno análogo al de la investigación farmacéutica: del mismo modo que las dolencias raras y de escasa incidencia carecen de fondos que bloquean el desarrollo de fármacos paliativos, las variedades locales de las principales cosechas pierden el favor de la agroindustria.

La importancia de salvaguardar un esfuerzo humano ancestral: su semillero

Ya existen varios bancos de semillas para conservar tanto variedades comestibles como biodiversidad vegetal en general: el Millenium Seed Bank de Sussex, cerca de Londres (Reino Unido), o el banco de semillas global de Svalbard, en Noruega, planean almacenar variedades de todo el mundo a lo largo de las próximas décadas.

Mientras el Banco de Semillas del Milenio, coordinado por el Real Jardín Botánico de Kew, planea albergar el 25% de las plantas y hongos del mundo en 2020, la Reserva Global de Semillas de Svalbard, es la mayor despensa de semillas del mundo especializada en almacenar plantas de cultivo de todo el mundo. 

Se conoce al almacén noruego como la “Reserva del fin del mundo”, al haber sido diseñado para resistir terremotos, bombas nucleares y cualquier acontecimiento de clima extremo.

Un trabajo crucial que no interesa ni a políticos ni al gran público

De momento, estos bancos de semillas tienen en su inventario 7,4 millones de muestras, una esperanza para el futuro de la nutrición y medicina humanas, que tanto dependen del descubrimiento, redescubrimiento e hibridación de cosechas. 

El biólogo y divulgador E.O. Wilson extiende esta necesidad de catalogar y conservar la biodiversidad a todos los organismos vivos, ya que muchos desaparecerán antes de que su descubrimiento abriera puertas para mejorar alimentos y crear nuevos antibióticos.

The Economist alerta contra la falta de inversión en bancos de semillas; con la excepción de las instalaciones mencionadas de Sussex y Svalbard, el resto de instalaciones datan de la década de los 70 y 80, algunas de las cuales han sucumbido a conflictos (Afganistán) y catástrofes (Filipinas).

Mantener en buen estado un banco de semillas es más complejo y costoso que abrir una biblioteca pública; requiere que las muestras continúen germinando para evitar riesgos con las técnicas de deshidratación y congelación. 

Burocracia y biopiratería

Y, mientras la biblioteca rinde electoralmente, es difícil explicar al gran público la necesidad de mantener a buen recaudo la riqueza agropecuaria de un pequeño territorio, cuanto más querer guardar todas las semillas del mundo.

No obstante, los riesgos de no conservar la extraordinaria variedad de granos, frutos y hortalizas comestibles son demasiado elevados y se requieren mayores avances que los tratados, las declaraciones de buenas intenciones y los programas sin apenas fondos de Universidades y centros de investigación.

En 2004, 135 países firmaron el Tratado Internacional de Semillas, ratificado también por la Unión Europea; el tratado es apenas un comienzo, aunque al menos identifica 35 cosechas alimentarias como “tan esenciales para la seguridad alimentaria global que su diversidad genética debería compartirse ampliamente”, comenta el artículo de The Economist

Como siempre, los tratados internacionales se escriben con las mejores intenciones y adolecen de aplicación práctica, al ser olvidados una y otra vez por países e organismos supranacionales. En este caso, las regulaciones sobre “biopiratería” en algunos países han frenado el desarrollo de semilleros debidamente financiados y mantenidos.

Herederos de las políticas del caucho

Los tratados y regulaciones sobre biopiratería son un remanente de la Revolución Industrial, cuando la innovación tecnológica avanzó de la mano del control de patentes.

La industria brasileña del caucho, con epicentro en Manaos, perdió su monopolio cuando exploradores como el británico Henry Wickham cruzaron la aduana con más de 70.000 semillas de la planta, lo que supuso el inicio de las plantaciones asiáticas que globalizarían la producción de caucho.

Desde entonces, la legislación y disposiciones bioéticas sobre si una variedad de planta puede o no ser patentada y comercializada con uso restringido, inspiran un debate de intereses multimillonarios. De momento, científicos de países como India, beneficiada con la importación de plantas de caucho a finales del XIX, afrontan interminables trabas burocráticas para exportar e importar muestras de plantas.

El listado de plantas comestibles consideradas esenciales para la seguridad alimentaria mundial es eso: de momento, apenas un listado que, además, no incluye especies como la soja o el cacahuete.

La mejor póliza de seguro

Por pocos réditos electoralistas que reporte un banco de semillas, la inversión en este tipo de infraestructuras es cada vez más estratégica. Eso sí, las actuales y futuras instalaciones de este tipo no podrán revertir la pérdida de biodiversidad acelerada desde Revolución Agraria: se calcula que en el último siglo han desaparecido tres cuartos de la diversidad genética de las cosechas.

Ahora, sentencia The Economist, “conservar lo que queda es un una póliza de seguro contra los efectos del cambio climático”. El mencionado Banco de Semillas del Milenio en Sussex, Reino Unido, requirió una inversión de 73 millones de libras. Hay que poner su importancia en la perspectiva adecuada: los daños económicos causados por un único insecto, el saltamontes marrón, ascienden a 1.000 millones de dólares actuales.

Quienes se oponen a liberalizar el almacenaje de la biodiversidad de cosechas y el uso de su riqueza genética deberían explicar el porqué de su posición, ya que conservar y compartir especies sin trabas burocráticas reduciría el riesgo de epidemias, grandes fluctuaciones en producción y precios, así como posibles hambrunas.

Mirada a largo plazo

No todos los laboratorios y empresas que desarrollan plantas genéticamente modificadas patentan sus variedades (tal y como ocurre con el mercado estadounidense del maíz, por ejemplo), sino que también se abren paso las variedades genéricas código abierto).

Entre los expertos que apoyan el desarrollo de plantas genéticamente modificadas y adaptadas a un clima más duro e impredecible, destaca el ecologista de la contracultura californiana Stewart Brand, fundador de Whole Earth Catalog, The Well y The Long Now Foundation.

En su ensayo Whole Earth Discipline, Stewart Brand defiende la idoneidad de plantas que produzcan más nutrientes con menos agua y recursos, y cree que el modo más rápido de lograrlo es acelerar la hibridación de cosechas en el laboratorio ya que, recuerda, lo que el ser humano ha hecho desde inicios del neolítico es modificar genéticamente los cultivos (eso sí, con mayor lentitud).

La comida del futuro

Históricamente, las razones esgrimidas por las personas y organizaciones críticas con los cultivos genéticamente modificados son biológicas y comerciales:

  • por un lado, se argumenta que los cultivos transgénicos fomentan el monocultivo, reduciendo la biodiversidad y aumentando el riesgo de que especies de laboratorio se extiendan en zonas naturales; 
  • además, se teme que empresas y organismos controlen cultivos y fomenten la dependencia comercial entre productores y propietarios de los “derechos intelectuales” de una semilla.

Hay otras corrientes críticas con la comercialización tradicional de alimentos genéticamente modificados, pero no tanto con la vertiente biotecnológica y bioética como con la comercial: a juicio de expertos como Stewart Brand o inversores de capital riesgo como Peter Thiel, la biotecnología debería centrarse en crear los mejores alimentos con los mínimos recursos posibles y, de paso, lograr beneficios en el proceso.

Esta corriente crítica con el sistema de regulaciones y patentes sobre cultivos genéticamente modificados aboga por una desregulación que fomente tanto la protección de la biodiversidad de los cultivos tradicionales, y facilite la creación de nuevas hibridaciones.

¿Alimento sin cultura humana que lo sustente? 

Silicon Valley se convierte en terreno experimental sobre alimentos del futuro; Solylent pretende reducir la dieta alimentaria a sus nutrientes y ofrece una bebida en polvo con todo lo necesario para nuestro organismo. 

El concepto investigado por Soylent y sus competidores, obvia tradiciones con tanta raigambre humana como la intersección entre la cultura y la gastronomía, al convertir la actividad de alimentarse en una merca “ingesta” de nutrientes; pero, al mismo tiempo, nos recuerda que el ser humano ha “modificado” sus alimentos desde antes del neolítico, con las primeras pseudo-domesticaciones e hibridaciones de frutos silvestres.

Lo que expone una pregunta sin respuesta de los críticos a cualquier uso de transgénicos: ¿por qué una hibridación de una cosecha realizado a lo largo de generaciones debe ser conservada y fomentada, cuando a la par se defiende regular e incluso prohibir nuevas hibridaciones, que se adaptarían al nuevo clima e incluirían nuevos atributos, desde sustancias que actuasen como antibióticos a fitonutrientes?

La futura cultura de la alimentación: entre orgánicos y “techies”

Con permiso de la inversión pública y privada, los bancos de semillas, la regulación sobre el comercio y derechos intelectuales de nuevas plantas, o incluso el nacimiento de alimentos de laboratorio como Soylent, el futuro de la alimentación combinará granos, frutos y hortalizas ancestrales con sustancias reducidas al valor nutritivo de su contenido molecular.

Quizá contemos con un huerto doméstico donde convivan la producción tradicional con modalidades “aceleradas” y optimizadas en combinación o no con proteína animal. Y quizá surjan nuevos electrodomésticos, tales como impresoras de alimentos que habría que recargar con compuestos esenciales que hoy día resultan sólo familiares en la jerga de laboratorio.

En tanto que parte de la cultura humana, la gastronomía aceptará el reto de casar lo ancestral con lo reciente y lo futuro, a la vez que florecerán mercados nicho cada vez más importantes, como el orgánico y local.