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Futuro: edificios calentados por nosotros y coches autónomos

Varias predicciones futuristas se hicieron realidad en 2012. En cambio, infinidad de ideas sencillas con vocación intemporal aguardan en el cajón de inventores románticos, académicos y empresas.

Son las ideas y anhelos que se escurren de la realidad y a menudo no alcanzan siquiera la vitrina de un museo segundón, cuanto más el mercado de masas, en forma de producto o servicio.

La explicación más manida de por qué estas invenciones no llegan: “la tecnología no está preparada”; “su coste no es asumible”; “es una idea peligrosa”; “para qué inventar X, si ya existe Y y funciona la mar de bien”; “sólo un chiflado encontraría utilidad a semejante disparate”; etc.

Grandes y pequeños retos románticos del ser humano

Así, los aviones y helicópteros propulsados por el hombre (por ejemplo, a pedales, o batiendo las extremidades como soñara Leonardo da Vinci, que vaticinó las limitaciones anatómicas humanas para elevarse usando técnicas similares a las aves) son menos que temas de concursos, revistas independientes para aficionados a la ciencia y la tecnología, y alguna que otra clase con alumnos y docentes despiertos. Poco más.

La era de Internet, la robótica (ahora, va en serio) y la ingeniería genética debería desempolvar algunos de estos retos, pequeñas gemas en comparación con los grandes enigmas metafísicos, físicos, matemáticos, a menudo interconectados, pero tan atractivos como éstos.

Entendiendo el secreto de las hornadas de genialidad

Los inventos transformadores han sido comparados con las grandes expediciones geográficas y de las ideas; en momentos y lugares concretos, bastan unas cuantas décadas, a menudo dominadas por la prosperidad material, la paz relativa y la concatenación de varias generaciones con acceso a la educación, para que un puñado de personas avancen en el arte, las ciencias, la filosofía.

Estas hornadas de genialidad se ocupan de los grandes problemas de su época, pero también de anhelos de todos los tiempos, esas ideas insensatas e ingenuas que alumbran con más facilidad niños e inventores chiflados.

(Imagen: fotograma de la película The Time Machine, de George Pal, basada en la novela homónima de H.G. Wells)

Como si se tratara del protagonista del ensayo sobre béisbol y econometría Moneyball, de Michael Lewis, con secuela cinematográfica protagonizada por Brad Pitt, el estadístico David Banks se puso manos a la obra y recabó datos para indagar acerca del fenómeno de los “clústeres de genios”, o generaciones en las que siempre despuntan los inventores más ingenuos, como Leonardo da Vinci (y, por ejemplo, sus máquinas de volar), Nikola Tesla o Steve Jobs.

La idea subyacente en estudios como el de Banks es profundizar en el contexto necesario para que se den períodos de producción intelectual a la altura de la Atenas clásica, la Florencia del Renacimiento o el Londres y el Glasgow de la Ilustración.

Concatenación de genio creativo

En 50 años (de 440 a 380 aC), la Atenas clásica, una ciudad con 150.000 habitantes, alumbró los fundamentos de la cultura occidental que todavía nos rige.

El fenómeno se volvió a repetir en otros momentos de efusividad creativa pero, pese a ello, todavía se agolpan las ideas irrealizables, esos anhelos que Aristóteles no supo cómo clasificar y colocó en el estante de “más allá de la física”, y que con posterioridad han servido de inspiración para el arte, la arquitectura, etc.

En El nombre de la rosa, Umberto Eco da pistas acerca de las artimañas científicas desconocidas por la población capaces de convertir una abadía en el escenario de ingeniosos experimentos descritos en tratados clásicos. La ciencia, desconocida por el espectador, se convertía en magia y superstición.

(Imagen)

Lo mismo ocurría en el interior de templos y catedrales es un tratado de la época de su construcción acerca de cómo usar la arquitectura (orientación, materiales, dimensiones, acústica, filtrado de la luz, etc.).

Sueños y leyendas de todos los tiempos

Pero ni los genios clásicos ni los sabios persas y árabes legaron tratados como el que da pie a El nombre de la rosa (el segundo libro de la poética de Aristóteles, cautivo por la Iglesia debido a su contenido cómico y optimista, peligroso en manos de una población que debía permanecer ignorante y sumisa), ni de alquimia.

Tampoco legaron máquinas de volar que funcionaran, más allá de los intentos e inventos de los precursores de las máquinas de volar de Da Vinci:

  • las cometas humanas de Yuan Huangtou (China, 559 dC);
  • los planeadores del andalusí Abbás Ibn Firnás (Ronda, 810);
  • o los artilugios precursores del ala delta ingeniados por el benedictino inglés Eilmer de Malmesbury (el “monje volador” del siglo XI).

Volar, crear oro, viajar en el tiempo…

Ni qué decir por los intentos infructuosos por indagar en los centros de saber de los monasterios medievales para localizar supuestas fórmulas de la alquimia, la felicidad, la inmortalidad…

Uno de los equivalentes de la era de la Ilustración al anhelo de volar de renacentistas y sus precursores es el deseo de viajar en el tiempo: la máquina del tiempo se convierte en el fetiche de filósofos, científicos avispados y, sobre todo, escritores.

H.G. Wells, Jorge Luis Borges o Isaac Asimov, entre otros, han evocado en sus historias el viaje a través del tiempo, que todavía parece tan irrealizable como nuestra propia inmortalidad.

Pequeñas grandes metas (tecnológicas, filosóficas…)

Bajando a la tierra desde la ensoñación humana de volar, convertir una piedra vulgar en oro, alcanzar la inmortalidad real (no la metafórica, siempre presente en la filosofía y la metafísica), viajar en el tiempo, etc., también hay anhelos en apariencia irrealizables más de andar por casa que, sin embargo, no desmerecen.

Puestos a pedir -imaginaba yo mismo de niño en alguna que otra ocasión, mientras leía tumbado en la cama alguno de los cómics que mi hermano, tres años mayor que yo, traía a casa-, antes de volar sin motor, producir oro a mansalva o plantarse en otro momento del espacio-tiempo, no estaría de más solucionar ciertas “pequeñeces” que harían nuestra vida más sencilla.

Dos ideas ingenuas desempolvadas

Puedo evocar un par de invenciones, las más claras y de actualidad, con que soñaba en la preadolescencia y adolescencia. Por ejemplo:

  • las zapatillas que almacenan energía en una batería para ser utilizada más tarde con nuestros aparatos cotidianos (en aquella época, los dispositivos más sofisticados de la casa de mis padres eran un radiocasete de pletina única, que cambiaríamos con el tiempo por un equipo de doble pletina, y un walkman); era la época posterior a la que los niños comparan sus zapatillas deportivas y discuten acerca de su el diseño de una zapatilla ayuda o no a correr más.
  • los coches con carrocería de espuma, incapaces de hacer daño a los vianantes, en lugar de esa pulsión obsesiva, mostrada en historietas y series televisivas, por la velocidad del vehículo, su capacidad para el habla (“KITT, ven a buscarme”), y la omnipresencia de las lucecitas LED (tecnología que, 2 décadas más tarde, empieza a implantarse en la iluminación doméstica).

Ideas de niños que se creaban sus propios juguetes

Con el paso de los años, estos anhelos infantiles inspirados en la lectura de historietas, alguna que otra película y la inventiva que caracterizaba a las pandillas de chavales antes de que el ocio se trasladara de los talleres de bricolaje paternos y las calles al salón de ocio audiovisual, no son tan descabellados, sobre todo en el contexto tecnológico y medioambiental actual.

La energía cinética promete aprovechar la energía de nuestro cuerpo, tanto generada por nuestro calor como por nuestro movimiento, en electricidad.

Y, en cuanto a los vehículos con carrocería de espuma, lo consideraba un disparate infantil… Hasta que leí esta mañana algunos artículos sobre las predicciones más futuristas hechas realidad en 2012.

Sobre inventos del futuro que se convirtieron en presente

En uno de ellos (publicado en io9) aparece una lista de invenciones “futuras” que ya son presente: atletas paralímpicos con prótesis de cyborg capaces de superar a atletas convencionales; chips para aumentar la inteligencia animal; proyectos de geoingeniería; etc.

Tras leer ese artículo, he tropezado con una entrada que describía un automóvil cuyo chasis, de diseño convencional, está recubierto por una carrocería blanda, que se deforma y absorbe cualquier impacto, lo que convertiría el atropello de un viandante o ciclista en un percance con muchas menos probabilidades de un desenlace fatal.

(Imagen)

Es el tan poco atractivo como ortopédico coche eléctrico Humanix iSave-SC1, proyecto alumbrado por un grupo de estudiantes de la Universidad de Hiroshima, que querían crear un vehículo “amable con los humanos”. Con todos, se entiende, y no sólo con el conductor o los ocupantes del habitáculo.

Cuando pensábamos que KITT era un “invento” lejano y trasnochado

El Humanix iSave-SC1 es apenas un prototipo. Su elevada dosis de ingenuidad no debería ser subestimada. Aunque, puestos a hacer de la conducción una tarea mucho más segura para todos, entre la compilación de io9 sobre las predicciones del futuro que llegaron en 2012, aparece la versión actualizada del vehículo sin conductor más kitch de la historia de la televisión (rememoro aquí la intro de la serie).

KITT no es, faltaría más, el primer vehículo autónomo concebido por la cultura popular y la prospectiva. Ni siquiera el primer automóvil: el pabellón Futurama promovido por General Motors para la Exposición Universal de 1939, incluía -ahora entrañables y extraños- autos sin motor del diseñador industrial Norman Bel Geddes.

La versión actual y rebajada de laca ochentera de KITT, el “coche fantástico” (según el título de la serie en España; el original era Night Rider), fue realidad el año pasado; no sólo por la madurez de la tecnología de conducción sin piloto mostrada por el vehículo de Google o su contrapartida europea, sino por el hecho de que la “conducción autónoma” (coches sin conductor, o auto-conducidos), sin ser humano al volante, es legal en varios lugares de Estados Unidos desde 2012.

Más sobre el coche del futuro

El coche del futuro (consultar reportaje) marcará cierta equidistancia entre el Humanix iSave de los estudiantes de Hiroshima y el Toyota Prius modificado que Google ha enseñado a conducir… sin conductor.

Varias marcas indagan en sistemas de seguridad que evitarían el accidente, además de permitir al conductor convertirse en espectador pasivo en cuanto deseara.

Reconozco que esta última idea -usar la tecnología para evitar un accidente- supera la que yo mismo ensoñaba en la adolescencia, ahora convertida en realidad por un grupo de estudiantes japoneses: suavizar el impacto sin evitarlo.

Malgastamos la energía más próxima: nuestro calor y movimiento

Retornando a la primera idea de bombero evocada de mis años mozos (zapatillas deportivas o prendas de ropa para almacenar energía que uno podría usar luego en sus dispositivos), he indagado acerca de la madurez de esta tecnología en varias ocasiones en los últimos tiempos, con artículos sobre:

El interés no es sólo personal. No se trata de la máquina del tiempo, pero muchos soñamos con salir a correr por la mañana y, con el movimiento y el calor acumulados, poder usar nuestros aparatos sin recurrir a la red eléctrica convencional.

Calentando un edificio de oficinas con calor corporal

Mientras seguimos divagando o soñando despiertos con grandes y pequeños retos sin resolver de la humanidad, a la vez que preguntamos a otros sobre libros que nos pudieran hacer mejores (u otorgar, en lenguaje de cómic, ciertos superpoderes), el futuro converge con el presente también en tecnologías que convierten nuestra actividad (movimiento, calor) en electricidad.

Por ejemplo, ya hay aplicaciones para capturar el calor ambiental que genera nuestro cuerpo y convertirlo en energia que puede ser luego usada para recargar dispositivos, etc.

(Imagen: qué mal pasan los años para las lucecitas LED)

Diane Ackerman describe en The New York Times cómo arquitectos y constructores usan la energía disipada en forma de calor corporal en cantidades suficientes por las personas de un edificio o estancia para accionar la calefacción.

Tecnología puntero-ancestral

En la estación central de Estocolmo, por ejemplo, los ingenieros recolectan el calor corporal de los 250.000 pasajeros diarios para calentar un edificio de oficinas de 13 plantas, Kungsbrohuset, a 100 metros de la estación.

El mecanismo es tan sencillo como ancestral:

  • el sistema de ventilación de la estación captura el calor;
  • este calor es usado para calentar agua en tanques subterráneos;
  • el agua caliente es conducida, a través de tuberías, hasta el edificio de oficinas, donde el calor adicional contribuye a reducir la factura eléctrica en un 25%.

Alta tecnología de la época clásica

La alta tecnología data, en ocasiones, de la época de la Atenas de Sócrates.

Hasta hace unas décadas, amplias zonas rurales españolas y europeas usaban el calor animal para calentar estancias y hogares enteros. Claro que, a eso, le llamamos “atraso”.

Muchas ideas más intemporales, autónomas e inocuas para el entorno, son difíciles de aplicar a gran escala. En eso deberíamos aplicarnos, ya que cualquier niño o anciano nos explicaría más de una “tecnología puntera” que podría servir de germen de una tecnología verde con un futuro prometedor.

O, quizá, podría resolver algún pequeño sueño humano.