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Genealogía de los prejuicios: de metecos a inmigrantes/expats

La semántica de las palabras no es neutra. Si algo debemos conceder a la filosofía analítica y a la semiótica es su constatación de que, a menudo, las palabras albergan más que un significado neutro e inequívoco.

Los discursos arrastran una impresión, incluso un prejuicio, una visión de las cosas, un objetivo velado o inconsciente.

Propagandistas, ideólogos, publicistas, periodistas y escritores se cuentan entre los profesionales de la sutilidad semántica de lenguajes, expresiones y palabras. País no es lo mismo que Estado, región no equivale a nación, turista o expatriado no son sinónimos de migrante, y así.

La falsa inocencia de las palabras

Un ejemplo ilustrativo reciente, que se encuentra entre los numerosos casos de «semiótica para doomies» que he recopilado con los años (y que, quizá, darían para librillo al más puro estilo de las compilaciones de aforismos, o acaso las —odiadas y amadas por igual— greguerías de Gómez de la Serna): el título de un artículo poco sospechoso de ser torpe con el lenguaje, el New York Times.

El título, traducido, del artículo: Cómo ser un expatriado en 2020. El contenido se presta poco a la ambigüedad e incluye lo que esperábamos en una noticia ligera, fresca, poco divisiva y de actualidad perenne.

«Diógenes» (Jules Bastien-Lepage, 1873)

A saber, la experiencia de individuos y parejas que deciden vivir en el extranjero debido a alguna condición ventajosa, por distintos motivos y a distintas edades. Hasta aquí, nada que resaltar. Sin embargo, si analizamos un poco el titular, notamos el significado implícito del término «expat», expatriado.

¿Por qué «expatriado» y no migrante (o e/in-migrante)? ¿Qué distingue a un «expat» de un migrante? ¿Por qué el primer grupo cuenta con la legitimidad social implícita para decidir una vida en el extranjero en sus propios términos, y el migrante apenas trata de «sobrevivir»?

Ciudadano del cosmos

Sea como fuere, la escritora y colaboradora del New Yorker no pasó por alto la sutilidad y nos provoca con un comentario que envía Lana Bortolot, firmante del artículo:

«Piensa por qué usas la palabra “expat” y no “inmigrante”».

El lenguaje, como los algoritmos, nunca es neutro ni destila una transparencia bienintencionada. De lo contrario, ningún pueblo europeo habría llevado jamás apelativos denigrantes contra poblaciones perseguidas y a menudo expulsadas.

Las heridas y accidentes de la historia y el presente, así como los prejuicios, viven en el lenguaje.

Tampoco es casual que quienes han propugnado una tolerancia inclusiva y basada en el conocimiento mutuo, como los primeros filósofos griegos que usaron el término «cosmopolita» para definir su pertenencia percibida, han acabado maltratados por la historia. Les ha perseguido el mismo reguero de prejuicios oculto en la semántica de palabras en apariencia inocuas.

Estatua en el centro de Kalamia Corinto, que rememora el gesto de Diógenes con Alejandro III de Macedonia: «Aparta, que me tapas el sol».

Por qué usamos «expat» y no «inmigrante». Por qué instalarse en un país es percibido poco menos como un acto de altruismo y el mismo fenómeno inverso conduce a teorías conspirativas como la del «gran reemplazo», tan apreciadas por la extrema derecha en la Europa continental y el mundo anglosajón (en eso, hay poca controversia o cisma a un lado y otro del Atlántico y el canal de la Mancha).

Herederos de los prejuicios de Platón

Un comentario que debería perseguirnos hasta lograr nuestro sonrojo. Cuestión de fondo que define el mundo en la actualidad, con una minoría (mayoritariamente blanca, casi siempre con pasaporte europeo o norteamericano) que puede beneficiarse de una movilidad sin precedentes gracias a viajes más baratos, mayor poder adquisitivo e Internet; y una mayoría que, en el mejor de los casos, debe batallar por su visado para viajar, y casi siempre carece del derecho y los recursos para acceder a las ventajas del cosmopolitismo «low cost».

Expats e inmigrantes. Inmigrantes y expats. Por qué no remontar a la filosofía griega para explorar percepciones sobre forasteros cargadas por el prejuicio.

Los cínicos no fueron premiados por la historia por la coherencia entre su filosofía y su estilo de vida, ni por la legendaria —y a menudo hiriente— honestidad de sus mayores exponentes, sino por la opinión ambigua y malintencionada de quienes, gracias a su autoridad y prestigio, sustituyeron hechos por interpretaciones con segundas intenciones.

«Diógenes en busca de un hombre honesto» (Giovanni Benedetto Castiglione, 1640)

Así, la animadversión entre Platón y Diógenes el cínico, que había criticado la filosofía del fundador de la Academia, a quien acusó de interpretar el pensamiento socrático con licencias que habrían escandalizado al propio Sócrates. Empezando por la propia consideración de Sócrates como filósofo por antonomasia, si bien éste vivió como un sofista y reconoció su deuda con el sofismo.

Un cínico y un perro

No hay nada más negativo para la imagen póstuma de una persona o idea que ser conocido a partir de apelativos creados por críticos o enemigos con la intención de denigrar.

La escuela cínica acabó asociándose al carácter peyorativo que el término sintetiza en la actualidad a partir del Renacimiento. No obstante, la escuela fue menospreciada ya en la Antigüedad, al tomar un apelativo ambiguo y a menudo peyorativo: «κύων» (kión), perro, o «κυνικός» (kinikós), parecido a un perro.

En la Grecia del siglo V a.C., época en que algunos filósofos tomaron la frugalidad material y la autosuficiencia como rasgos fundamentales de su filosofía de vida, la mendicidad no era un fenómeno equiparable al que tomaría en la doctrina judeocristiana, y los ciudadanos libres que optaban por una vida sin obligaciones materiales no tenían por qué caer en el ostracismo ni perdían sus privilegios.

«Diógenes» (John William Waterhouse, 1882)

Sin embargo, los comentarios del historiador Diógenes Laercio a partir de fuentes que no han sobrevivido, así como fragmentos que han sobrevivido en forma de comentarios en árabe, dejan entrever la percepción peyorativa de los cínicos. Su vida sencilla y próxima a las necesidades básicas de la existencia fue equiparada a la de los perros callejeros, y a la de mendigos y pedigüeños que se acumulaban en los puertos mercantes de las polis.

Una deuda no saldada con sofistas y cínicos

Antístenes, uno de los alumnos destacados de Sócrates (junto a otros tantos, entre los cuales Platón y Jenofonte), decidió proseguir con las reflexiones socráticas sobre la relación entre la bondad, la razón y nuestra manera de vivir. Para Antístenes, la ética socrática merecía una aplicación práctica, una exploración en profundidad.

Su condición de «meteco» (extranjero) marcaron una actitud que hoy llamaríamos de «insider-outsider» (¿«expat»? ¿«inmigrante?»): mientras sus contemporáneos trataban de peseteros a los sofistas por su éxito económico en la tutoría de hijos de ilustres atenienses, Antístenes reconoció la relación entre sofistas Gorgias y Sócrates (este último nunca escribió y, como los sofistas, centró sus enseñanzas en la improvisación retórica y la emergencia de la razón en el diálogo).

La figura ambigua del meteco en la Grecia clásica: busto del cínico Antístenes (copia romana —encontrada en Tívoli— a partir de un modelo griego original)

Otros, como Platón, se interesaron por el mundo de las definiciones y el supuesto origen ideal de las cosas, y abandonaron la naturaleza concreta que existe ante nosotros por una actitud orientada hacia la abstracción: el «meta», el más allá, temática que Aristóteles, discípulo crítico de Platón, transformará en la metafísica.

La brillantez de Platón, la dimensión de su obra y su conservación e influencia en el dualismo del pensamiento occidental (idealismo, separación entre cuerpo y espíritu, etc.), hizo que sus palabras y juicios marcaran el destino póstumo de pensadores y corrientes (posteriormente «escuelas»): los sofistas serían arrinconados en tanto que supuestos charlatanes y peseteros, debido a su éxito entre la ciudadanía más próspera; y la frugalidad de los cínicos sería tachada de equívoca, falsa, excesiva. Acaso como el comportamiento desvergonzado de un perro.

El meteco Antístenes, «insider-outsider»

La capa y el báculo del meteco Antístenes se convertirían en la vestimenta de sus discípulos, si bien los cínicos alcanzaron su fama —y posterior influencia sobre escuelas como la estoica— con el comportamiento, los escritos, discursos y proclamas de Diógenes.

Diógenes de Sinope o «el cínico», quien —tal y como nos explicará siglos después el historiador y filósofo homónimo, Diógenes Laercio, a partir de fuentes hoy perdidas— vivía rodeado de perros en el interior de una tinaja junto al «Κράνειον» (kráneion), el gimnasio junto a un bosque de cipreses a las afueras de la polis de Corinto.

Corinto, situada en el istmo con el mismo nombre, única vía de acceso terrestre al Peloponeso desde la Ática y a medio camino entre Atenas y Esparta, recibía a visitantes ilustres cuyos intereses y alianzas en el mundo griego clásico variaban en función de si las refriegas tenían lugar entre polis, o bien se trataba de crear confederaciones para derrotar a enemigos externos como el Imperio Persa.

«Diógenes sentado en su tinaja» (Jean-Léon Gérôme, 1860)

Diógenes era oriundo de la colonia jonia de Sinope, en la costa sur del Mar Negro, de donde su padre había sido desterrado por fabricar moneda falsa. Este hecho condicionó la existencia del joven filósofo, que tuvo que convivir con el estigma de ser percibido con recelo y prejuicio por los ciudadanos de otras polis, como el meteco Antístenes.

Como «insider-outsider» avant la lettre, Diógenes despreció la vida material hasta el punto de escribir un tratado sobre economía que, de haber sobrevivido, quizá nos habría deparado algún precedente interesante de un tipo de existencia acorde con necesidades vitales y recursos al alcance.

Vida de Diógenes

En Atenas, Diógenes evitó toda concesión a la existencia superflua y licenciosa, y promovió modelos de intercambio de bienes a partir de una moneda totalmente fiduciaria, cuyo valor simbólico fuera totalmente ajeno al valor intrínseco del metal que las polis empleaban al acuñar su moneda.

Corinto, sede de los Juegos Ístmicos, espectáculo que atraía a participantes de todo el mundo griego, se convirtió también en lugar de Diógenes. Junto al lugar donde se celebraban los juegos, Diógenes pasaba el tiempo e impartía lecciones sobre su filosofía de vida a quien quisiera escucharlo.

La plaza central de la ciudad moderna de Corinto está presidida por una escultura que evoca el legendario encuentro entre el macedonio Alejandro Magno, de paso por la ciudad en 336 a.C. (año en que empezó su legendario reinado de conquistas hasta su muerte en 323 a.C.) y el filósofo cínico.

En la estatua, se observa al filósofo, ya anciano, reclinado contra su tinaja y con la mano izquierda en el aire, en su gesto legendario al que se convertiría poco después en monarca legendario, capaz de llevar sus tropas hasta el valle del Indo.

El joven Alejandro (que tenía a Aristóteles de tutor) se habría acercado a un Diógenes absorto en su pensamiento. Se presentaron. «¿Por qué te llaman Diógenes el perro?». La respuesta de Diógenes —siempre según la tradición griega— es digna de un viajero cosmopolita, un ilustre meteco: «Porque alabo a los que me dan, ladro a los que no me dan y a los malos muerdo».

«Avec ma gueule de métèque», cantaba Moustaki

Alejandro trató de probar la estatura de su persona ante semejante desharrapado: «Pídeme lo que quieras».

Diógenes sólo pudo encontrar una necesidad a la altura de las circunstancias, que fuera a la vez honesta y que mostrara hasta qué punto la grandeza de un individuo no se encuentra en la percepción material que otros realicen sobre él, sino en la consideración que él tenga de sí mismo:

«Apártate de donde estás, que me tapas el sol».

Quizá, en cuanto a Diógenes de Sinope, alias el cínico, alias el perro, debamos quedarnos no sólo con su apología del cosmopolitismo, sino con una actitud irreverente hacia la moral establecida.

«Alejandro y Diógenes» (Caspar de Crayer, 1650)

Siglos más tarde, Séneca recordaría todo lo que los estoicos habían aprendido de los cínicos:

«Importa mucho más lo que tú piensas de ti mismo que lo que los otros opinen de ti».

Y también:

«Nada de lo que poseemos es necesario, hay que volver a las leyes de la Naturaleza».

Quizá, la mayor lección de Diógenes sea la constatación de que nadie puede privarnos de nuestra propia dignidad, pues ésta se basa en el respeto y la estima hacia uno mismo, con independencia de la lectura perceptiva de terceros.

Propongo una canción (y su letra) como acompañamiento a la lectura.