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¿Geoingeniería para suplir la inacción en emisiones de CO2?

La disonancia cognitiva es un mecanismo psicológico de autodefensa que emerge cuando alguien es incapaz de alinear comportamiento y percepciones de la realidad o valores. A menudo, este conflicto se salda con un reajuste de la percepción de la propia realidad.

En una fábula de Esopo, una zorra ve un racimo de uvas que intenta alcanzar. Cuando su intento de alcanzar las uvas fracasa, la zorra controla su decepción y sensación de impotencia y finge su indiferencia ante el festín inalcanzable, que de repente se convierte en un puñado de uvas verdes que todavía deben madurar.

Algo similar nos ocurre al consultar información sobre el aumento de las temperaturas en el planeta y sus posibles consecuencias. El planeta ha aumentado 1 grado su temperatura media desde el siglo XIX, pero la inercia actual podría añadir más de un grado en las próximas décadas a ese aumento si no conseguimos evitarlo.

Mensaje lleno de esperanza. Atribuido a Bansky

La mayoría constatamos la amenaza con la serie histórica de datos sobre aumento de CO2 atmosférico, aumento global de temperaturas, incremento de frecuencia y agudeza de eventos de clima extremo, acidificación de los océanos, etc.; en paralelo, somos conscientes de que las buenas intenciones no se traducen en el cambio necesario para reducir la tendencia.

Lo que decimos que nos preocupa vs. lo que hacemos

La disonancia ocurre, en este caso, a título individual y colectivo. Desde la esfera particular, la lucidez conduce a la impotencia, puesto que cualquier esfuerzo a pequeña escala no afectará el cómputo del fenómeno; desde la esfera colectiva, las declaraciones de buenas intenciones —en forma de acuerdos, mercados sobre emisiones y declaraciones grandilocuentes con el tono y vacuidad de los manuales de relaciones públicas— se contradicen con lo que ocurre en realidad.

Por un lado, la relativa preocupación ante un problema abstracto, asociado a la burocracia y que se percibe en la lejanía es postergada sine die debido a las preocupaciones cotidianas y a polémicas coyunturales mucho más próximas al devenir cotidiano y con réditos políticos a corto plazo.

Compilación gráfica de soluciones de geoingeniería plausibles en la actualidad

Por otro, los estudios que confirman el cambio climático y los acuerdos para minimizar los daños en las próximas décadas contrastan con el aumento de las emisiones (debido, sobre todo, al mayor consumo energético en los países emergentes).

Las emisiones de CO2 relacionadas con la generación energética alcanzaron su máximo histórico en 2018 según la AIE, con 33,1 gigatones de dióxido de carbono emitido, lo que relativiza el avance de la movilidad eléctrica y de las energías renovables.

Las emisiones totales también alcanzaron su máximo histórico en 2018, con aumentos en China (4,7%), Estados Unidos (2,5%) e India (6,3%), los tres mayores emisores.

El escaso poder de movilización de acuerdos y declaraciones

La tensión entre creencias y realidad que caracteriza a la disonancia cognitiva alcanza niveles insostenibles cuando contrastamos el comportamiento real de individuos y sociedades con su escala de valores. El rechazo a una energía de comprobada eficacia y que no produce emisiones de CO2, la nuclear, no es compensado por el incremento necesario de las fuentes renovables, que mantienen su aportación testimonial en el mix energético global.

Mientras tanto, la generación energética que más contribuye al efecto invernadero, procedente de plantas de carbón, aumentó en 2018 debido a las necesidades energéticas de las economías china e india. El consumo de fósiles por la industria también aumentó, y ni siquiera la mayor eficiencia del parque automovilístico contrarrestó las emisiones derivadas del aumento de vehículos en las economías emergentes.

El Acuerdo de París de 2015 es la constatación de esta disonancia cognitiva: entonces, la mayoría de países (incluyendo Estados Unidos —que luego se retiraría del acuerdo—, China e India) se comprometieron a hacer todo lo necesario para que la temperatura media del planeta no superara los 2 grados Celsius con respecto a las temperaturas de inicios de la industrialización, si bien los objetivos iniciales se situaban en un aumento de 1,5 grados.

Hoy, incluso el objetivo de un aumento de 2 grados es más delirante que realista si nos centramos en lo que hacemos a título individual y colectivo, y no en lo que creemos o fingimos hacer, tanto personalmente como en sociedad. Las acciones necesarias para contener el aumento de las temperaturas a 2 grados Celsius (un escenario extremo pero gestionable) no se llevan a cabo ni siquiera en la Unión Europea (donde las emisiones han dejado de crecer, pero mantienen una obstinada estabilidad).

El escenario catastrófico de antes es el «menos malo» de ahora

Si descartamos la llegada de revulsivos tecnológicos, los escenarios que permitirían mantener el aumento de temperaturas por encima de 1,5 grados Celsius pero por debajo de 2 grados son tan simples como desalentadores, ya que incluyen acciones de reducción drástica y de compensación de emisiones a través de la eliminación de CO2 atmosférico.

Un grupo de investigadores europeos publicó en Science hace más de dos años un artículo (A roadmap for rapid decarbonization) que describe la manera de alinear nuestro deseo de contener el aumento de temperaturas con nuestras acciones. El plan incluye acciones detalladas que deberían aplicarse en las 3 próximas décadas.

En primer lugar, las emisiones de CO2 de industria y energía deberían reducirse la mitad en cada una de las 3 décadas (algo así como encontrar un equivalente en reducción exponencial y sostenida de emisiones a la Ley de Moore —que describe el dramático aumento de la densidad de transistores en microprocesadores en las últimas décadas—).

En segundo lugar, las emisiones netas del uso del territorio —industria agropecuaria, deforestación, etc.— deben reducirse hasta equivaler a cero o lograr un incremento negativo en 2050 (por ejemplo, usando técnicas de reforestación).

Finalmente, las tecnologías para absorber CO2 atmosférico conocidas o exploradas hasta el momento (y consideradas realistas), deberían aumentar su actividad y eficiencia de manera exponencial hasta lograr absorber 5 gigatones de CO2 por año en 2050.

Las relaciones públicas dicen una cosa, la generación energética otra muy distinta

El artículo de Science reconoce, eso sí, la posibilidad de que cambios tecnológicos impredecibles transformen el escenario y la necesidad de reducir emisiones por sector de actividad durante las próximas décadas. Aguardar a los efectos de un revulsivo es arriesgado, pero no imposible.

Sin este revulsivo, el plan para reducir emisiones requeriría emprender acciones poco realistas, al incidir sobre la economía y la vida cotidiana (recordemos el intento del gobierno francés de aumentar la imposición sobre el combustible diésel como tasa ecológica, y su rol en el inicio del movimiento de protesta de los «chalecos amarillos»).

Un escenario en que no haya vehículos con motor de combustible circulando en 2030 en el mundo es tan poco realista como el objetivo de lograr que el transporte aéreo logre su ansiada neutralidad de carbono (lo que implica liberar de la atmósfera el equivalente de toneladas de CO2 emitidas) en menos de dos décadas. Y el aumento del consumo de carbón para producir energía en 2018 recuerda la dificultad de lograr otro objetivo fijado en el estudio: que las ciudades del mundo eviten el uso de combustibles fósiles para suplir su demanda energética antes de 2030.

Atribuido a Bansky

La incapacidad para reducir las emisiones pese a los signos inquietantes (aumento de las temperaturas y el deshielo a destiempo de Océano Ártico, Groenlandia y la Antártida, acontecimientos de clima extremo, extinción acelerada de especies vulnerables) contrasta con el tono protector y garantista de los acuerdos y a las campañas de relaciones públicas (a menudo promovidas por compañías y patronales de los sectores más contaminantes), que consolidan la disonancia cognitiva de nuestro tiempo y nos hacen mirar hacia otro lado.

Consumo petrolero y efecto indeseado de cielos más claros

Al fin y al cabo, como la zorra de Esopo, preferimos evitar la pesadumbre de la evolución de las emisiones y su efecto con la justificación fatalista ideal: el problema es demasiado grande incluso para los mayores realistas. En Norteamérica, la beligerancia republicana contra la evidencia científica que relaciona aumento de temperaturas y emisiones se ha transformado en flagrante desdén de la propia epistemología científica tras la victoria de Donald Trump.

Bajo la nueva Administración estadounidense —explica Oliver Milman en The Guardian—, inversores y empresas petroleras apuestan por un futuro en que las emisiones de CO2 no sean tomadas en serio, tal y como constata el boom de las infraestructuras para extraer, refinar y transportar combustibles fósiles en Norteamérica, que atraerá un billón de dólares (equivalente al trillón anglosajón) en inversiones en los próximos años.

Predicar la colapsología no ha logrado hasta ahora el supuesto cometido de su alarmismo, como demuestra la evolución de las emisiones y el récord absoluto alcanzado en 2018. En China, los esfuerzos para mejorar la calidad del aire en los centros urbanos (con medidas como alejar las plantas de generación energética más contaminantes y el aumento del transporte público eléctrico) podría, paradójicamente, aumentar las temperaturas, pues las partículas contaminantes de vehículos, industria y centrales energéticas, absorben y reflejan radiación solar.

El científico del clima noruego La polución atmosférica Bjørn H. Samset explica el fenómeno contraintuitivo de la calidad del aire: los aerosoles en la atmósfera derivados de la actividad humana, uno de los principales riesgos para la salud de más de la mitad de la población mundial (la residente en zonas urbanas), han servido de paliativo del aumento de las temperaturas.

Según los cálculos del equipo de científicos liderado por Samset, la tierra registraría entre 0,5 y 1,1 grados Celsius más si todos estos aerosoles emitidos por la actividad humana desaparecieran de la atmósfera.

Nuestra extraña percepción de la peligrosidad

Más que recurrir a las fábulas de Esopo, hay que hacerlo a las maldiciones fatalistas de la tragedia griega tras apreciar una constatación: los países que menos hicieron para provocar el aumento de las temperaturas son los más expuestos a sus peores consecuencias de sus efectos (tal y como explica el divulgador científico Bill McKibben.

La percepción y regulación sobre el clima se ha convertido en un laberinto de espejos cóncavos repleto de contradicciones, con asunciones ilusorias y dolorosas realidades.

Abundan los ejemplos de disonancia cognitiva en este terreno. Para empezar, los activistas medioambientales (o, al menos, la mayoría de éstos, aunque abunden las ilustres excepciones) mantienen su oposición al uso de la única fuente energética no emisora que ha comprobado su viabilidad a gran escala, la energía nuclear, y miran hacia otro lado cuando se trata de analizar las consecuencias fiarlo todo a la inversión en renovables convencionales (cuya intermitencia y modesta aportación al mix energético aumenta la dependencia de la generación energética convencional, incluyendo el carbón).

Más doloroso si cabe: tal y como constata el mencionado científico del clima Bjørn H. Samset, la contaminación atmosférica ha hecho más por paliar los peores efectos derivados del aumento dramático de las temperaturas a causa de la actividad humana que lo logrado por los acuerdos del clima, el aumento del uso de renovables y autos eléctricos, o la mayor concienciación cotidiana de un porcentaje cada vez menos deleznable de la población.

El mago y el profeta

Merece la pena evocar The Wizard and The Prophet, el ensayo de Charles C. Mann sobre uno de los retos cruciales del siglo XX, el aumento de la población y la presión que este fenómeno causó sobre la producción alimentaria mundial, y el papel que tuvieron para solventarla dos figuras arquetípicas de las dos visiones enfrentadas para paliar esta crisis.

El activista medioambiental William Vogt (en el ensayo de Charles Mann, «el profeta») abogó entonces por las tesis del decrecimiento como única salida del atolladero. En su influyente Road to Survival, Vogt sostenía la tesis neomalthusiana de respetar los límites percibidos del medio ambiente mediante la ingeniería social. Su trabajo inspiraría el movimiento ecologista.

El ingeniero agrónomo Norman Borlaug («el mago» en el ensayo de Mann) renunciará a la stasis neomalthusiana y abogará por una solución radical para alimentar a una población mundial que crecía a un ritmo exponencial: producir más alimentos con una agricultura más efectiva. Borlaug se impondría con sus tesis, si bien su aportación (los fertilizantes sintéticos que permitirían el desarrollo de la agricultura intensiva tras la II Guerra Mundial) generaría nuevos problemas en las décadas subsiguientes.

¿De destructores a creadores de nubes?

Sea como fuere, el contraste entre las tesis de Vogt y Borlaug, entre el decrecimiento y el uso de la ingenuidad humana (la experimentación tecnológica) para resolver retos a medida que surjan, vuelve a ponerse de relieve en el reto de nuestro siglo: atenuar de manera efectiva las peores consecuencias del cambio climático (con independencia de los medios usados para lograr el objetivo antes de que sea demasiado tarde).

Geoingeniería: ¿extraer CO2 atmosférico o reducir la radiación solar (o ambas cosas)?

Si la posición de William Vogt está bien representada en la actualidad, falta saber si puede haber candidatos que reúnan la suficiente ingenuidad, capacidad y suerte para asumir en el reto del cambio climático el rol de Norman Borlaug en la crisis alimentaria de mediados del siglo XX.

Cualquier revulsivo capaz de lograr un impacto perceptible a medio plazo sobre los patrones climáticos debería aplicarse a gran escala y eludir en lo posible el uso exclusivo (a través de una empresa en régimen de monopolio, a través de un solo país como método de extorsión geopolítica) de cualquier solución propuesta.

Arte callejero con trasfondo medioambiental

¿En qué consistirían las posibles soluciones tecnológicas para atenuar los peores efectos del cambio climático? Cualquier acción a gran escala pasa por el campo de la geoingeniería, un terreno tan polémico como resbaladizo.

Abundan las propuestas de geoingeniería poco realistas y difíciles de ejecutar. Además, tal y como advierte la comunidad científica, cualquier acción a gran escala sobre la atmósfera podría tener consecuencias imprevisibles mucho más allá de los patrones replicados en modelos computacionales antes de su posible ejecución.

Se ha propuesto reflejar una parte de la radiación solar mediante el despliegue de pantallas reflectantes sobre la atmósfera terrestre, el uso de sustancias químicas que afiancen la reserva de hielo sobre la Antártida y Groenlandia o que aumenten las precipitaciones a escala local, o el cultivo de bacterias genéticamente modificadas que palíen la acidificación de los océanos.

El propio IPCC (grupo de expertos sobre el cambio climático) dedica un informe a analizar la viabilidad de la opción tecnológica para controlar el aumento de las temperaturas en el planeta. En el informe se analizan las técnicas de geoingeniería capaces de producir potencialmente dos efectos:

  • extraer dióxido de carbono de la atmósfera (CDR) de manera efectiva;
  • y/o reducir la radiación solar que impacta sobre la atmósfera (SRM).

Creadores de nubes

Extracción de CO2 atmosférico y reducción de la radiación solar son dos técnicas tan opuestas como lo fueron las propuestas de William Vogt y Norman Borlaug al reflexionar sobre el boom de población de mediados del siglo XX:

  • el primer procedimiento (Carbon Dioxide Removal, CDR) implica paliar las emisiones e instalar técnicas que absorban CO2 a gran escala;
  • mientras la segunda propuesta, la de reducir la cantidad de radiación solar sobre la superficie terrestre (Solar Radiation Modification, SRM), podría ejecutarse sin necesidad de reducir las emisiones, si experimentos como el uso de aerosoles a base de sulfuro inyectados en la estratosfera demostraran tanto su efectividad como su inocuidad.

Otra polémica acción a gran escala contemplada por el IPCC consiste en actuar sobre los océanos y sobre reguladores naturales de la radiación en la atmósfera: la descomposición de formaciones nubosas poco consolidadas. En el primer caso, la técnica denominada MCB (Marine Cloud Brightening) consiste en reflejar radiación solar sirviéndose de instalaciones para tal efecto sobre la superficie oceánica. El uso de sal marina o partículas inocuas podría generar nubes sobre los océanos que lograran tal efecto.

Dos líneas principales en geoingeniería: bloquear la radiación solar y absorber CO2 ya emitido

El segundo caso CCT (Cirrus Cloud Thinning, o deshacer todavía más las nubes poco espesas que se desplazan a gran altitud). Este fenómeno aceleraría el abandono de la atmósfera de la radiación saliente de onda larga (RSOL o OLR en inglés), lo que reduciría la temperatura de los cuerpos que han recibido la radiación.

Ninguna de las propuestas de geoingeniería barajadas por el IPCC mercados que comercien derechos para acelerar con incentivos cualquier proceso de control de las temperaturas. Sin embargo, surgen los primeros proyectos privados que se sirven de alguno de los procesos de geoingeniería planteados.

Nuevos Prometeos del clima

Prometheus es una de las empresas que tratan de hacer comercialmente viable el proceso de captura de CO2 atmosférico, explica Joshua Brustein en Bloomberg.

La idea no es novedosa, pero sí lo es la intención de su impulsor, Rob McGinnis, quien elude el cortejo a administraciones y organismos y trata de crear un servicio económicamente viable mediante un proceso aparentemente tan poco eficiente como absorber partículas en suspensión en el aire y convertirlas en combustible líquido.

La idea de McGinnis no es puro solucionismo tecnoutópico, ni tampoco una fórmula alquímica: la cantidad de carbono en la atmósfera es suficiente para licuarlo a gran escala y crear un alcohol fácilmente transformable en un compuesto similar a la gasolina.

Prometheus, respaldada por la incubadora Y Combinator, tiene sus críticos: ¿por qué capturar CO2 si la intención es convertirlo en carburante que, al ser reutilizado, volverá de nuevo a la atmósfera? El equipo de Rob McGinnis cree que negocios como el suyo crearán los incentivos necesarios para consumir de manera efectiva gases con efecto invernadero, pues su captación tendría un uso práctico inmediato y a un precio suficiente en el mercado.

Prometheus no es la única pequeña empresa interesada en extraer combustible del CO2 en la atmósfera, ni Y Combinator la única firma de capital riesgo con intención de arriesgar algo de financiación en proyectos con un elevado riesgo de fallida comercial (si bien un éxito podría crear un mercado en un nuevo sector estratégico y con efectos sobre la evolución climática del planeta, el de la geoingeniería).

Rol de la presión y los incentivos en innovación

La primera oleada de inversiones en tecnologías limpias («cleantech») no fue demasiado bien, como atestiguan los fiascos acumulados en firmas de capital riesgo que dominaron los inicios de Internet como Kleiner Perkins. Esta vez, los protagonistas de los nuevos proyectos creen que podría ser diferente.

El fundador de la firma de termostatos inteligentes Nest (adquirida por Google) Matt Rogers cree también en el futuro de la extracción de CO2 atmosférico para convertirlo en combustible, además de en otros proyectos de geoingeniería en los que también invierte. Otras firmas de capital riesgo especializadas en la nueva escena de tecnologías limpias, como G2VP, creen que el mercado podría avanzar con la determinación y rapidez necesarias para reducir el CO2 atmosférico o proyectos que suenan igual de ingenuos.

La radiación solar podría limitarse con partículas inocuas que reflejen parte de la radiación antes de que quede capturada por la atmósfera terrestre

Entre las empresas que han captado más interés en el sector se encuentra la firma canadiense Carbon Engineering, competidora de Prometheus. La firma ha atraído 68 millones de dólares en inversiones (que proceden mayoritariamente de la industria petrolera convencional) y pretende usar sustancias químicas para convertir aire contaminado en carburante. El New York Times dedica un artículo a esta y otras inversiones.

¿Es la absorción de CO2 para generar combustible el nuevo «carbón limpio» de la industria energética? Por si acaso, los inversores se interesan también por procesos como el que intenta Charm Industrial, una firma que quema biomasa procedente de plantas para crear hidrógeno mientras captura las emisiones resultantes del proceso. Otra firma, Ocean-Based Climate Solutions, promueve el cultivo de fitoplancton (los mismos organismos que transformaron para siempre la atmósfera planetaria al transformar gases en oxígeno).

Sea como fuere, los empresarios e inversores interesados en proyectos de geoingeniería siguen la pista correcta al asumir que cualquier iniciativa que rompa la inacción mientras siguen los brindis al sol es mejor que esperar lo peor con el fatalismo de los predicadores de la stasis.