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Goteras en la casa de la ciencia: autenticidad vs reducción

La comunidad científica actúa a menudo como Luigi Galvani, cuyos experimentos con la medicina eléctrica en animales y cadáveres prometían en el siglo XVIII curar enfermedades y, a la larga, revivir a las personas.

Los experimentos de Galvani (galvanismo) inspiraron a Mary Shelley para hacer plausible su criatura Frankenstein (el “moderno Prometeo”), revivida con una chispa para convertirse en arquetipo del mecanicismo científico y filosófico de su época.

A la larga, el galvanismo se convirtió apenas en precursor del desfibrilador cardíaco; un avance, pero no la promesa de que un puñado de partes pueden crear un todo con una fórmula y un poco de mecánica precisa.

Un antiguo desapego

Cuando a mediados del siglo XIX, durante el auge de la filosofía como disciplina (y justo antes de su declive debido a la especialización académica), un grupo de críticos denunció el “desapego” entre el ser humano y lo circundante, esta crítica tenía unas raíces tan profundas como la propia civilización occidental.

El trabajo de Kierkegaard y Nietzsche sirvió de plataforma para que existencialismo y fenomenología trataran de “resituar” al hombre en su realidad circundante.

Los fenomenólogos (Husserl, Heidegger, Merleau-Ponty) concluyeron que “estar en el mundo” era una experiencia de interrelación con lo que nos circunda y nuestras expectativas con respecto a este entorno.

Intersubjetividad

La fenomenología quería devolver al individuo al mundo ante él, invitándole a “filosofar”, o cuestionarse su relación con lo que tuviera ante sí: una bebida, una agradable conversación en un café, un trayecto en tren, un recuerdo evocado, etc.

Pronto, la fenomenología se cuestionó si la relación entre un individuo y un objeto en una situación determinada era equiparable a la de otro individuo en la misma situación.

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La conclusión: “estar en el mundo” implicaba que tanto persona como mundo circundante son dos realidades que interactúan y se retroalimentan, haciendo cada experiencia única, si bien compartiendo aspectos esenciales con otras experiencias similares (“intersubjetividad”), fenómeno gracias al cual podemos empatizar.

Autenticidad

Martin Heidegger y Jean-Paul Sartre debatieron sobre las propiedades de esta relación entre individuo y mundo circundante, concluyendo que había momentos y estados “auténticos”, y otros “inauténticos”, tanto desde el punto de vista existencial como estético.

Una relación que carece de autenticidad no aprovecha el potencial de la relación entre la mente y objetos/fuerzas externas, optando por hacer valer la propia voluntad de tal modo que la experiencia sea enriquecedora, mientras que la “inautenticidad” dejaría la experiencia en manos del azar o de fuerzas que el individuo no controla.

Las novelas de Jean-Paul Sartre incluyen personajes “inauténticos”, que se dejan llevar por los vaivenes de una existencia pasiva, mientras que otros, los menos, deciden tomar las riendas de su realidad.

Camarero que se arrastra vs. camarero con iniciativa en lo que hace

Un camarero que toma posesión consciente de su trabajo y lo realiza con “autenticidad”, ha encontrado su “lugar en el mundo” en ese instante. Otro que se arrastra malhumorado y a remolque del trabajo simplemente “existe” a merced del contexto por el que su realidad informe se envilece.

Los objetos (viviendas, ropa, vehículos) y personas capaces de entrar en situaciones de “autenticidad”, también son apreciados por la filosofía oriental (en taoísmo y budismo se habla de “ichinen” o fusión -nen- entre sujeto -i- y energía -chi-). 

Uno es capaz de enfrascarse en una relación equilibrada con esa energía cósmica fundiendo conciencia con su entorno.

Conducir o caminar: tensa vista corta o “baile” de patrones

Un metáfora cotidiana que expresaría este “estar en el mundo” consciente, concepto surgido tanto de la idea de Nietzsche de “reconectar” cuerpo y alma más allá del artificioso dualismo de la tradición, o de la insistencia de Kierkegaard en cultivar una vocación lúcida para escapar de una vida absurda y a remolque, como influido por la filosofía oriental: cuando conducimos o caminamos entre la multitud, podemos elegir entre:

  • fijarnos en sólo lo que tenemos ante nosotros (una persona o vehículo), de modo que su reacción nos hará reaccionar e iremos a su merced; esta relación pecaría de “inauténtica”;
  • o bien relajarnos y observar el contexto sin mantener una tensión artificial, sino permaneciendo alerta con naturalidad. 

Ello nos hará comprender que la realidad se encuentra en una suerte de “baile” influido por infinidad de factores y, en este aparente caos, surge la armonía o “autenticidad” entre conciencia y realidad:

  • si conducimos por la autopista, el freno repentino de los vehículos más alejados nos hará comprender que tenemos que estar alerta mucho antes de que los vehículos ante nosotros lo perciban; 
  • ocurre lo mismo caminando entre la multitud: observar el movimiento del conjunto hace emerger patrones de movimiento y somos capaces de tomar el mejor sendero, acelerando nuestro paso sin siquiera chocar.

Mantenimiento zen y otros apuntes

Las artes marciales se centran en cultivar este comportamiento de inversión de cuerpo y conciencia en la acción realizada, hasta alcanzar un estado en que cuerpo y mente parecen controlarse a sí mismos y “danzar” en la realidad.

Observar un deportista talentoso, un buen camarero, un torero en gracia (hay que concederlo, por muy políticamente incorrecto que sea), o un actor en su pico de empatía y capacidad de sugestión, es constatar el concepto fenomenológico de “estar en el mundo” en la práctica.

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El concepto de “autenticidad”, por tanto, es intercambiable en su esencia con:

  • “reconexión” entre cuerpo y mente, según Nietzsche;
  • o “ichinen”, según la filosofía oriental;
  • o el concepto de “experiencia cumbre”, según la filosofía humanista -influida por Nietzsche y por la fenomenología- de Abraham Maslow;
  • o la “metafísica de la Calidad”, idea desarrollada por Robert M. Pirsig en su “Zen y el arte del mantenimiento de la motocicleta”.

Hacia una comprensión de la complejidad: jerarquía de las necesidades

La psicología humanista trató de aunar estas intuiciones filosóficas, que en las últimas décadas también son científicas gracias a la investigación multidisciplinar de campos como la ciencia cognitiva (combinando filosofía con psicología, lingüística, antropología, neurociencia e inteligencia artificial), rechazando el reduccionismo mecanicista de la Ilustración, ya que, según ellos, los seres son algo más que la suma de sus partes (emergentismo).

Abraham Maslow, principal exponente de la filosofía humanista, desarrolló la hipótesis de la jerarquía de las necesidades humanas (para autorrealizarnos con acciones “superiores” o abstractas debemos ocuparnos también de las necesidades básicas -fisiológicas, de seguridad, de afiliación y reconocimiento).

Esta aproximación multidisciplinar y con voluntad no reduccionista del bienestar o “autorrealización” para el ser humano, que ha influido desde los años 20 en multitud de estudios, terapias, procedimientos educativos y formación empresarial, también está interrelacionado con el auge tecnológico de las últimas décadas.

Emergencia y reduccionismo

La combinación de contracultura, individualismo e investigación académica creó el caldo de cultivo en el que floreció Silicon Valley, cuyos impulsores se sirvieron de los logros del positivismo y sus métodos de razonamiento para avanzar en problemas concretos, pero a la vez mantuvo el carácter “emergentista” (el todo debe ir más allá de la suma de sus partes) de los principales proyectos tecnológicos.

Esta ingenuidad entre contracultural y fenomenológica, con un “estar en el mundo” auspiciado por la experimentación tecnológica y sensorial, alumbró la informática personal y las aplicaciones cotidianas de lo que al principio fueron experimentos militares (DARPA, Lockheed Martin, etc.) y de laboratorios conceptuales como el Xerox PARC.

La incapacidad de Silicon Valley para caer en el reduccionismo podría llegar a su fin si, como ocurre en otros ámbitos como el educativo o el médico, el sector tecnológico cae en la trampa de la obsesión por la medición y la metodología, olvidando que el todo debe ser más rico que la mera suma de sus partes integrantes.

Cuando la palabra “ciencia” se confunde con exactitud matemática

Un ejemplo de esta deriva reduccionista es la confusión -mitad marketing, mitad falsa convicción- de que conceptos tan complejos y etéreos como “conciencia humana”, “felicidad” o “bienestar” son problemas sólo científicos que pueden resolverse con “ciencia dura” y cálculo.

Las pruebas del afianzamiento de esta creencia reduccionista son numerosas y se materializan en programas de investigación científica, ideas para empresas, productos y servicios, así como una idea mecanicista de educación, carrera, éxito, felicidad, etc.

Por ejemplo, el investigador de Princeton Michael Graziano argüía en un reciente artículo para The Atlantic que lo que la suma de procesos químicos y cognitivos que llamamos “conciencia” no es un hecho misterioso, sino el cerebro describiéndose a sí mismo, usando mecanismos que podríamos conocer estudiando todas sus partes con “ciencia dura”.

El científico de Princeton no “miente” en su argumento, sino que aventura -y defiende- una línea de investigación que está dando sus frutos, pero que se encuentra muy (muy) lejos de lo que él afirma que será posible: básicamente, sumar todas las “partes” del estado que llamamos conciencia y poder así describir sus mecanismos.

Cuando Wittgenstein descubrió que no tenía ni idea

Bajo este prisma positivista, que prescinde de “toda filosofía” como mera charlatanería y se centra en la “ciencia dura” (inducción y deducción, así como meta-estudios -combinar estudios ya realizados sin realizar estudios de campo-), investigadores como Graziano se unen a la corriente de quienes creen que los “datos” conducen a la “verdad”, cualquiera que sea, de un modo matemático e inequívoco.

Las limitaciones de esta concepción científica son discutidas por Robert M. Pirsig (ZMM), pero en realidad se remontan a indagaciones anteriores, desde el empirista David Hume y el idealista transcendental Immanuel Kant hasta el filósofo analítico Ludwig Wittgenstein.

Cuando se cree que el razonamiento empírico y sus derivados son las únicas herramientas necesarias para desentrañar lo que desconocemos de ser humano y universo, se niega la posibilidad del fenómeno de la “emergencia”, pese a las pruebas que tenemos (desde la física cuántica a la propia mente humana) de que hay muchos sistemas complejos que se materializan en algo más que la suma individual de sus partes.

¿Se pueden cuantificar fenómenos complejos contando sus partes constituyentes?

El reduccionismo científico también se apropia de Silicon Valley, ya sea por su efectividad utilitaria (permite pensar que estamos cerca de que se produzca la singularidad tecnológica por ejemplo) o por sus usos comerciales: si creemos que es posible obtener la felicidad “cuantificando” nuestras actividades, entonces el concepto de “Yo cuantificado” es la materialización de los logros de la filosofía humanista.

De momento, las aplicaciones pertenecientes a la corriente del “Yo cuantificado” se limitan a medir indicadores de nuestra salud y actividades cotidianas para mejorar productividad e informarnos con mayor riqueza y precisión sobre actividad física, laboral y de ocio.

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Pero difícilmente un reloj, un teléfono inteligente, un aparato de “realidad aumentada” o un dispositivo similar y más sofisticado podrá medir en su totalidad nuestro “bienestar” o nuestra “felicidad”. Estos conceptos dependen de nuestra interacción subjetiva con la realidad en cada momento, y dependen -intuimos- de conceptos filosóficos como los de “emergencia” y “autenticidad”.

Del “big data” al “Yo cuantificado”

¿Es el reduccionismo científico el inicio de una corriente más pobre de pensamiento y productos? Para la mayoría de personas influyentes en el mundo tecnológico, se trata de un paso más en la buena dirección.

Otros tienen sus dudas, sobre todo porque esta derivada está imponiéndose también en medicina y educación, donde empieza a primar el reduccionismo de la puntuación y la medición, olvidando la empatía y los aspectos “emergentes” de la relación humana entre profesional y paciente o estudiante. 

La orientación hacia la métrica y la medición no es casual en medicina y educación y se relaciona, escribe M. Wachter en The New York Times, con la apuesta estratégica del sector tecnológico por el estudio masivo de datos (“big data”, etc.), y por el auge de aplicaciones del “Yo cuantificado”, que prometen la rápida mejora humana en todos los ámbitos.

Aunque de naturaleza reduccionista, estas aplicaciones analizan y almacenan información sensible del comportamiento electrónico y en la vida real de personas, que utilizan luego para fines que dependen de la agenda que el usuario, a menudo encantado de compartir información sobre su comportamiento, no controla.

Exámenes que sólo miden destreza en un tipo de prueba, no capacidad

La analítica de personas surge en este contexto como un nuevo ámbito con suculento potencial comercial dentro del análisis masivo de datos.

La eficacia de esta deriva tecnológica que confunde medición parcial con conceptos de un ámbito y complejidad superiores (“conciencia”, “bienestar”, “felicidad”, etc.) dista mucho de lo prometido, aunque los servicios del “Yo cuantificado” ya influyen (o lo harán pronto) sobre nuestro consumo, educación y relación con el doctor.

Nassim Nicholas Taleb comparte su opinión acerca de los límites de una cultura que prima la medición en base a exámenes diseñados con un propósito en mente que no cumplen: otorgar valor “auténtico” a cosas y personas.

Calidad, autenticidad, ichinen

Estos sistemas de medición, que dominan entornos estructurados basados en una visión de la ciencia que se reduce al empirismo y elude factores subjetivos como los expuestos por la fenomenología, en realidad sólo miden la destreza para lograr un resultado en un tipo limitado de prueba de conocimiento.

Del mismo modo, nuestra “salud” o “felicidad”, o acaso nuestra “conciencia”, no dependen de la medición reduccionista de algunas de sus partes más claramente objetivables.

Hasta que no reconozcamos que el edificio científico es más débil y sesgado de lo que nos gusta presumir, no estaremos preparados para alcanzar un nuevo estadio de desarrollo, capaz de implicar marcadores de “autenticidad” sartriana y “calidad” à la Pirsig.