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Hacia una nueva presencia: reconociendo árboles por su música

Información, redes, relaciones. A medida que ampliamos nuestro conocimiento científico, más claras quedan las limitaciones humanas: vemos y estudiamos el mundo que podemos percibir, explicar (casi siempre con lenguaje, pues las intuiciones y las sombras nos dan pavor), predecir.

Tal y como criticó Nietzsche con parábolas que ganan en altura a cada década que pasa, la cultura occidental y su aceleración científica desde la Ilustración, con todos sus logros, se fundamentó en la lectura reduccionista de ideas y textos clásicos.

Así, el mundo que percibimos queda reducido, una vez tratamos de explicarlo, a lo que el conocimiento canónico ha dicho de él: Aristóteles legó la lógica como herramienta para avanzar en nuestro escrutinio del conocimiento profundizando en conjeturas, y nunca pretendió que la lógica fuera una herramienta dogmática para aislar y etiquetar la “verdad”.

Cuando Occidente interpretó mal a Aristóteles

Y también con Aristóteles se consolidan otros dos pilares de nuestra manera de observar el mundo y dar cuenta de él: la realidad entendida como instantánea de la observación presente, y no una imagen en movimiento de un mundo dinámico e interrelacionado (y con el observador) que está en constante proceso de “convertirse”.

“Panorama de la abducción de Helena en medio de las maravillas del mundo antiguo” (Maarten van Heemskerck, 1535)

“Ser” es algo estático, apenas un retrato de naturaleza muerta y reduccionista de la realidad, mientras “convertirse” viene de atrás y se proyecta desde el presente hacia el futuro. Observar un mundo como entidad interrelacionada y en constante transformación es, claro, más complejo, y ni siquiera los procesos de aprendizaje de máquinas actual podrían calcular todos los “puntos” de realidad de un rincón determinado del mundo, por muy estático que éste nos parezca a simple vista.

La metafísica de la presencia desde Nietzsche pretende convertir el presente pretendidamente objetivo y estático de Aristóteles en algo más rico y fiel con la relación entre individuo y mundo observado: el concepto de tiempo del pensador griego, que define esta constante como “el número de movimientos con respecto a un antes y a un después” (favoreciendo así lo real como lo “presente” en el “ahora”), se transforma en un devenir.

Y, en este devenir, una manzana madura tiene en sí la simiente y la manzana verde del “antes”, pero también la manzana podrida y el humus del “después”.

Dicho por Jorge Luis Borges:

“Es decir, desde el momento en que Paris se enamora de Helena, ya preexiste el porvenir, ya Troya está en llamas.”

Los cinco sentidos de Aristóteles… y los tuyos

Hay una tercera perversión en nuestra manera canónica de apreciar el mundo que parte del mismo pensador. Fue también Aristóteles quien nos convenció de que tenemos sólo cinco sentidos.

Y, como ha ocurrido tantas veces, la explicación canónica impone a todos (menos a los niños) hasta el punto de que una falacia bien explicada sobre nuestros sentidos abiertos al mundo ha aguantado más de dos milenios.

Así que al gigante Aristóteles, a quien hemos interpretado peor de lo que se merece (y, por eso, el primer intérprete original del sabio desde los andalusíes y los escolásticos, el filósofo alemán del XIX Franz Brentano, se ganó el respeto de los existencialistas e inspiró la filosofía de Husserl, Ortega y Gasset y Heidegger, entre otros), debemos nuestra apreciación aceptada sobre la verdad observada (su “A es A”), sobre el tiempo y el concepto de presencia (lo que vemos es algo aislado y “acabado”, y no algo “convirtiéndose”), y sobre nuestros sentidos (nos dice que tenemos cinco).

“El rapto de Helena” (entre 1626 y 1629; Guido Reni)

Contradecir a Aristóteles en estas tres máximas sin ser un filósofo con el pelo enmarañado de soñador y la mirada perdida en cuestiones oscuras es poco menos que prestarse a que lo traten a uno de charlatán, pasado de vueltas del new-age o lector de Aldous Huxley (o de Nietzsche, para ir a la fuente).

Un primate demasiado acostumbrado al confort perceptivo

Pero resulta que, tal y como Niels Bohr trató de exponer a Albert Einstein, para acabar frustrado en cada intento, al escuchar la respuesta de que “Dios no juega a los dados”, la física de lo diminuto y de lo gigantesco coinciden en algo: lo que llamamos realidad (la observación parcial desde un rincón del universo) está compuesta por una compleja interrelación entre objetos (físicos o no) con información, en un baile inabarcable de potencialidades que llamamos “eventos”.

La “realidad” es todavía más compleja a escala cuántica, al incluir varias posibilidades no “fijadas” (elección de una de estas opciones) hasta que no es observada. El observador (un instrumento científico, un evento cósmico, una persona) influye sobre esta superposición cuántica, tal y como ilustra el dichoso gato de Schrödinger.

“La persistencia de la memoria” (1931, Salvador Dalí)

No deberíamos confundir el mundo con nuestra limitada mirada sobre él: observamos desde nuestras circunstancias y con nuestros sentidos, y lo hacemos de acuerdo con las limitaciones de nuestra especie (nos llegan sonidos en un rango de onda, aguantamos un ambiente con niveles de oxígeno y temperatura estables, percibimos el color y el movimiento tomando un número ínfimo de información para favorecer el dinamismo sobre el detalle, etc., reaccionamos ante determinados gustos y superficies al tacto, etc.).

La mariposa que soñó ser el maestro Zhuang

Tratando de saltar sobre las limitaciones de los sentidos de Aristóteles y conceptos como el de presencia y lógica, nuestra intuición, así como conjeturas científicas en las que hemos profundizado desde inicios del siglo XX, podemos imaginar el mundo “sentido” (visto, interpretado, vivido) por otros animales: otras especies de primate, una mariposa… o un árbol. ¿Y qué tal “pensar como una montaña”, como evocó poéticamente el naturalista Aldo Leopold?

El filósofo taoísta chino del siglo IV a.C. Zhuangzi, desconocedor de los corsés que Aristóteles había instalado sobre el pensamiento del otro extremo de Eurasia, reflexionó sobre la observación del universo desde un valiente perspectivismo con su paradoja de la mariposa.

“Érase una vez, yo, maestro Zhuang, soñé que era una mariposa, volando de aquí para allá, una auténtica mariposa, disfrutando del poder de sus aleteos, y desconocedora de saberse Zhuangzi. De repente me desperté, y volví a mí mismo, el verdadero Zhuangzi. Ahora no sé si era entonces cuando me creía una mariposa que soñaba, o si en cambio no soy más que una mariposa soñando ser un hombre.”

El físico teórico italiano Carlo Rovelli ha explicado en un artículo el concepto de información relativa. En la naturaleza, nos explica Rovelli, las variables no son independientes: un imán tiene polaridades opuestas a ambos extremos, de modo que conociendo uno de los valores se deduce el otro, lo que implica que cada extremo del imán incluye conocimiento implícito sobre el otro extremo.

La canción de los árboles

Esta interrelación compone nuestro mundo, tanto en la información física como en el mundo de las ideas: existe “información relativa” entre dos sistemas cada vez que el estado de uno de ellos es condicionado por el estado del otro.

Carlo Rovelli:

“La ‘información relativa’ es ubicua en la naturaleza. El color de un rayo de luz acarrea información del objeto sobre el que la luz ha rebotado; un virus tiene información sobre la célula que podría atacar; y las neuronas incluyen información mutua. Debido a que el mundo es una urdimbre eventos interrelacionados, depende de la información relativa.”

Conociendo nuestras limitaciones culturales, al haber confundido realidad con su percepción a partir de ideas que surgen de la filosofía clásica, y teniendo en cuenta fenómenos como el de “información relativa”, según el cual los elementos de la naturaleza albergan información sobre los otros objetos con los que interactúan, podemos apreciar en toda su amplitud el intento de Nietzsche de provocarnos para ir más allá de nuestras limitaciones atávicas y sensoriales.

“El rapto de Helena” (1530-1539; Francesco Primaticcio)

Y es así cómo David George Haskell ha escrito un ensayo, The Song of Trees, sobre el sonido distintivo de los árboles, afirmando poéticamente que cada árbol esconde su propia canción.

Canto de las aves, música de los árboles

No hay que confundir al biólogo y divulgador científico David G. Haskell con un predicador new-age: su ensayo, centrado en el “sonido” de los árboles, parte de su profundo conocimiento de la selva ecuatoriana.

Y así, de la misma manera que los observadores de aves experimentados pueden identificar las distintas especies y el género por su canto, David G. Haskell es capaz de distinguir los árboles por su sonido contra los elementos (la lluvia, el viento).

En función de la forma y tamaño de las hojas, las distintas plantas reaccionan a las gotas de agua produciendo distintos sonidos, evocando la salpicadura de chispas metálicas, un golpe grave y leñoso, o el monótono e industrioso tecleo de un mecanógrafo.

“El rapto de Helena” (1578 – 1579; Tintoretto)

Haskell reta a sus alumnos, una vez éstos han aprendido a identificar varias especies de ave por su canto, a obrar del mismo modo con árboles. Es momento, les dice, de conocer 20 especies de árbol por su sonido. La actividad les enseña a recabar información sensorial, a perseverar, pero también a entrar en estados de conciencia plena próximos a la meditación.

Poco a poco, surgen los matices: el oído captará los cambios en la modulación de las distintas especies caducifolias durante la observación a inicios de la primavera, cuando las hojas recién renovadas retienen toda su ternura, y el otoño, cuando la lluvia y el viento desnudan el ramaje.

Sinestesia

En un artículo para The Atlantic sobre el libro de Haskell, el divulgador científico Ed Yong nos recuerda algo que no deberíamos olvidar, y que deberíamos explicar a nuestros hijos con el celo de un superhéroe explicando a un discípulo sus superpoderes:

“Este mundo acústico está al alcance de cualquiera, pero la mayoría de nosotros nunca accede a él.”

En The Song of Trees, David G. Haskell evoca con lirismo su observación de una docena de árboles, entre ellos un peral en el corazón de Manhattan, un olivo en Jerusalén, una palma de abanico en una playa de Georgia (sur de Estados Unidos), un ceibo ecuatoriano, un pino bonsái que sobrevivió al bombardeo nuclear de Hiroshima…

Ed Yong escribe:

“Pero Haskell no trata a los árboles como individuos. Los ve como ‘los grandes conectores de la naturaleza’, símbolos vivientes de la gran temática del libro: la vida consiste en relaciones.”

Acabo con un apunte del propio Haskell:

“La naturaleza fundamental de la vida quizá no sea atomista sino relacional. La vida no está simplemente interconectada: [la vida] ‘es’ interconexión.”

Salgamos ahí fuera y observemos con nuestra intuición, cuanto más sinestésica mejor. O (re)aprendamos de los niños.