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Hambruna de grandes ideas: ¿retorno a la curiosidad genuina?

Cuando el filósofo alemán Martin Heidegger concedió, ya en su madurez, una entrevista a Der Spiegel, lo hizo a condición de que ésta fuera publicada después de su muerte, lo que ocurrió una década más tarde.

La entrevista (realizada en 1966, publicada en 1976) se enfrentaba a los fantasmas y cadáveres en el armario de las personalidades de su generación: la permisividad e incluso colaboracionismo con el Tercer Reich, la presunta animosidad contra los judíos y la gestión de la derrota en la II Guerra Mundial que, a diferencia de la Gran Guerra, supuso una destrucción anímica que implicaba enfrentarse a las acciones monstruosas de la maquinaria burocrática del Tercer Reich.

Martin Heidegger (izquierda), camina con el periodista de “Der Spiegel” Rudolf Augstein, que acudió con el fotógrafo Georg Wolff al encuentro del filósofo en la cabaña de madera de éste en Todtnauberg, un pueblo montañoso de la Selva Negra; la entrevista se publicó el 31 de mayo de 1976 (páginas 193-219), si bien el encuentro había tenido lugar una década antes (23 de septiembre de 1966)

La respuesta a las cuestiones sobre la sociedad alemana y su futuro describió un lazo invisible con el trabajo filosófico que realizaba entonces desde Estados Unidos su antigua alumna -y amante temporal-, Hannah Arendt.

La valentía de ofrecer un punto de vista propio

Arendt, de origen judío, había sido duramente criticada por su análisis de la responsabilidad de las atrocidades nazis. Como buena alumna de Heidegger, Arendt trabajó en lo que consideraba oportuno como hacen los versos libres, ajenos a ideas populares, prebendas académicas y modas pasajeras en el mundo académico, la época, la opinión pública.

Para Hannah Arendt, atrocidades como el holocausto demostraban la efectividad de la maquinaria invisible de la burocracia, la cual, una vez en marcha, diluye a las individualidades que la hacen funcionar a diario, convirtiendo a los funcionarios en meras piezas de un engranaje sin rostro y con una inercia que no para de crecer.

Es el fenómeno de la “jaula de hierro” para Max Weber, que Arendt identificará, cuando se aplica al asesinato burocrático masivo, con la expresión de “banalidad del mal“, y que Michel Foucault asociará con la capacidad de funcionarios y sociedad en general a amoldarse al acervo normativo de las sociedades contemporáneas: una eugenesia mental reforzada con tal sutilidad que los propios funcionarios y ciudadanos deberán ejecutarla si desean permanecer en sintonía con su sociedad y su tiempo.

Tecnicidad: el imperativo de la eficacia máxima

Martin Heidegger reflexionó sobre los riesgos de esta modernidad informe que se inmiscuye en todo, desde el asesinato eugenésico en masa hasta el diseño de calles, hospitales y libros de texto de las escuelas, que él llamó “tecnicidad“.

La tecnicidad, reflexionaba Heidegger en su entrevista póstuma para Der Spiegel, era una entidad invisible que lo inundaba todo y que desarraigaba al hombre de cualquier posibilidad de autenticidad, con referencias a un descubrimiento propio y enriquecedor de la naturaleza y de las otras personas.

El filósofo fenomenólogo Edmund Husserl durante una visita a París (1928); fue alumno de Franz Brentano (intencionalidad) y profesor de Martin Heidegger en la Universidad de Friburgo (quien, a su vez, dio clases a Hannah Arendt en la misma universidad, que retiró la cátedra a Husserl en 1933 por su condición de judío)

En el contexto de esta modernidad, decía Heidegger, la filosofía de la individualidad perdía su sentido y se entraba en lo que él llamó acertadamente la era cibernética. No se equivocó en la apuesta a futuro: coincidiendo con su muerte, se fraguaba el inicio de la sociedad del conocimiento, con invenciones como el ordenador personal y ARPANET, cimientos de lo que llegaría después.

La cibernética trasladaba el peso filosófico desde las humanidades y el continente europeo, y emergía el nuevo campo de la filosofía analítica (o anglosajona) en las universidades californianas, creando el caldo de cultivo académico y experimental que, con la ayuda del capital público aplicado en la industria militar y de inteligencia en el valle de Santa Clara, iniciarían la era de Silicon Valley.

Engullidos por la cibernética

En paralelo, los productos se abarataban, perdían material (y nobleza, duración, reparabilidad) y aumentaban su densidad de información. La dematerialización del sector productivo y el fin del liderazgo filosófico de los existencialistas europeos (el modelo de intelectual comprometido, amigo de los estudiantes y propenso al uso de megáfonos, à la Jean-Paul Sartre) coincidieron con el remolino de tendencias, salidas de tono y -a menudo- horteradas de la contracultura, propulsada por la cultura de masas analizada por los Deleuze y McLuhan de cada momento y lugar.

Pero la polinización cruzada del nuevo momento engendró el ambiente experimental y abierto a posibilidades que influyó sobre la rápida miniaturización de transistores y evolución de conceptos como el diseño de algoritmos personalizados para ejecutar tareas complejas, la informática personal, la ofimática, Internet.

Martin Heidegger (en primer plano), con el periodista de “Der Spiegel” Rudolf Augstein

Quienes negaron una y otra vez las posibilidades de los idealistas de la informática personal, desde NEC a Xerox, pasando por los europeos Olivetti, Philips y las empresas alemanas, experimentaron luego en primera persona en qué consistía aquello del advenimiento de la cibernética, del que el viejo profesor de pasado nazi había advertido.

Con la Internet en ciernes, los microprocesadores mejorando al ritmo augurado por Gordon Moore en 1965 y el mundo empequeñeciendo a medida que la logística moderna y el diseño industrial comprimían más servicio en menos material, el mundo se lanzó a replicar los sectores que conectaban el mundo y se comportaban según la lógica de sistemas: de repente, el mundo académico descubrió el análisis de redes.

De una promesa de cambio a una lluvia de palabrería vacua

El ímpetu, idealismo y mentalidad posibilista del recién creado sector digital contrastó con el estancamiento tecnológico de numerosos sectores tradicionales, mientras la apertura al comercio mundial, el auge de las empresas transnacionales y el fin de los monopolios estatales en varios sectores mantuvieron los salarios en paridad con la inflación para la mayoría de ciudadanos occidentales.

Mientras estadounidenses y europeos invertían en renta, prefiriendo la inversión inmobiliaria a inventar o fundar empresas, empresas y escuelas de negocio copiaban la fachada del mundo tecnológico, sin importar su carácter real: en vez de indagar en mecanismos que fomentaran la flexibilidad, el cultivo del riesgo, o la innovación sustanciosa -de ensayo y error- al estilo de los inventores ilustrados, surgió la industria de la jerga New Age de los profesionales de los recursos humanos, un ecléctico batiburrillo de terminología de autoayuda más propia de cultos religiosos que del pragmatismo científico de la industria tecnológica.

Una joven Hannah Arendt; su pensamiento, que partía del marco filosófico continental, floreció en Estados Unidos, donde dominaba la filosofía analítica

Como si, al querer importar el modelo de éxito de Silicon Valley, los profesionales de la autoayuda y los recursos humanos se hubieran conformado con la superficie de aire hippy y New Age al estilo Instituto Esalen, los ejecutivos de otras industrias confundieron innovación real con campaña de relaciones públicas, con consecuencias tan cómicas como desastrosas, reflexiona André Spicer en un reportaje para The Guardian.

En las dos últimas décadas, el lenguaje de negocios con aire entre New Age y autoayuda volvería para infectar el propio corazón de Silicon Valley, y la mayoría de proyectos financiados por las firmas de capital riesgo californianas confunden mentalidad positiva con un lenguaje tan grandioso como ridículo para describir objetivos mucho más humildes: nos encontramos en la era en que todo el mundo quiere “arreglar el mundo” con servicios que a duras penas mejoran el estado previo de las cosas en los sectores que dicen “revolucionar”.

Espejos cóncavos y fábricas de gurús

Spicer no se anda por las ramas y cree que hablar en la oficina en clave de jerga de “insider” en el mundo “start-up”, con “emprendedores” que son la encarnación de superhéroes de cómic y a los que hasta hace poco se rendía culto como ídolos postmodernos de la generación de las redes sociales, implica abandonar el sano realismo de avanzar en tareas reales con cierta efectividad.

Series televisivas como Mad Men han reconocido con agudeza la invasión de la terminología pseudo-startup, tan presente entre conferenciantes de escuelas de negocio, expertos en “coaching” y gurús (o microgurús) interesados todavía en comprimir todo el saber del mundo en una charla de la versión local de TED, evitando en lo posible que la elocuencia de tal aparición tenga un mensaje real y no se quede únicamente en la concatenación de mensajes ininteligibles y promesas que confundan optimismo con tendenciosidad, al estilo de los viejos vendedores de crecepelo.

Edmund Husserl (1859-1938)

Elizabeth Holmes convenció al público de TED y sus derivados, a la blogosfera techie -una maquinaria muy relacionada con la cultura de las notas de prensa sin editar cocinadas en Silicon Valley- y a los inversores, al reiterar que su empresa Theranos revolucionaría el diagnóstico médico con análisis rápidos, indoloros y mucho más económicos. John Carreyrou, reportero de The Wall Street Journal, desveló que las promesas eran poco menos que una farsa vestida con promesas, secretismo y “marketing mágico” al más puro estilo de la industria tecnológica.

Como Steve Jobs, Elizabeth Holmes había aprendido a vender humo y a “distorsionar la realidad”; también como Jobs, la joven consejera delegada de Theranos instauró el secretismo en su empresa, desconectando cualquier vinculación entre el laboratorio y la fachada de su prometedora compañía. A diferencia de Jobs, sin embargo, Holmes había vendido unas expectativas que no podían acercarse al sueño promocionado ni siquiera con la creatividad semántica que los profesionales de las relaciones públicas han demostrado en los últimos años.

La diferencia entre audacia y temeridad ciega

El pensamiento ilusorio no equivale a la capacidad de Steve Jobs para hacer más rápido y mejor lo que sabía posible (una actitud que personas cercanas habían catalogado como el “campo de distorsión de la realidad” del cofundador de Apple).

André Spicer se pregunta cómo hemos pasado del “brainstorming” a terminología todavía más etérea y New Age: “inboxing”, duchas de pensamiento (“thought showers”) y otras perlas del mercado del crecimiento personal.

En su artículo aparecen historias como la transformación de Pacific Bell; en 1984, la veterana compañía telefónica, en una empresa que debía superar su oscuro futuro de empresa amortizada vendiendo algo sin interés (en jerga, el temido proceso de “comoditización”), decidió observar lo que hacían empresas en boga.

Para ponerse al día, la dirección de la empresa contrató a Charles Krone, experto en desarrollo organizacional. Allí empezó la inmersión de la cultura de esta empresa en la terminología ilusoria y etérea de la autoayuda y el crecimiento personal, tan ubicua en campos como las relaciones públicas, la gestión empresarial, las escuelas de negocio más prestigiosas…

Falso misticismo: confundir fachada con sustancia

Charles Krone no se había preocupado por leer filosofía ni acumular experiencia y evidencia empírica sobre lo que trataba de realizar, sino que, emulando a The Beatles en su búsqueda mística a través de su relación con Maharishi Mahesh Yogi, el profesional contratado por Pacific Bell se inspiró en las reflexiones de un místico ruso del siglo XX, George Gurdjieff. Para qué leer a Nietzsche (y entenderlo), si tus clientes se van a conformar con un stárets que combine la cantidad suficiente de Rasputín y de genio de la chistera.

Expresiones como “alineamiento”, “intencionalidad” y “visiones de estado-final” se usaron en una serie de sesiones que convencieron al equipo de ejecutivos de la compañía que había mejoras… Aunque la única manera de reforzar esas mejoras era haciendo reuniones cada vez más exigentes en torno al etéreo proceso de autoayuda instaurado por Krone. Un bucle que, cuando al fin fue descartado por la firma, había costado miles de horas y energía, además de 40 millones de dólares.

Como si un proceso real que tenía lugar en la sociedad y la industria (emergencia de la sociedad de la información, dematerialización, surgimiento de empleos de gestión de los nuevos bienes intangibles) hubiera estimulado el surgimiento de una industria de la inventiva semántica capaz de crear una fachada de significado sobre conceptos que albergaban una utilidad dudosa, la nueva terminología invadió todos los ámbitos.

Edmund Husserl en 1900 (a los 41 años)

De repente, expertos, profesores de escuelas de negocio y entrenadores empresariales extendieron el uso de la nueva terminología etérea, contagiados por su popularidad (y reforzando la hipótesis del evolucionismo cultural, o memética), al haberlos escuchado o leídos ellos mismos en conferencias o ensayos de otros “gurús”:

“En la actualidad, la palabrería de Krone parece relativamente benigna en comparación con buena parte del lenguaje vacuo que circula en los correos y salas de reunión de las corporaciones, agencias gubernamentales y ONG. Palabras como ‘intencionalidad’ suenan bastante sensibles comparadas con ‘ideación’, ‘imagineering’ [combinación de ‘imaginación’ e ‘ingeniería’], o ‘inboxing’ [intenso intercambio de mensajes electrónicos entre dos profesionales]: el tipo de jerga empresarial usada para hablar de cualquier cosa, desde educar a los niños a mantener plantas nucleares.”

Combatir el misticismo a granel con proyectos audaces

Al confundir la forma con el fondo, la jerga con el trabajo sustancioso, se corre el riesgo de acabar gestionando algo más parecido a un culto religioso que a un grupo de individuos trabajando en algo más tangible que algún bucle instaurado por algún proceso definido para “profesionalizarse”: al fin y al cabo, repiten los libros más exitosos de gestión empresarial, estar a la última en recursos humanos es clave para el éxito.

¿Pueden las empresas, como las personas, buscar su autenticidad, empezando por un análisis crítico de jerga-comodín con un contenido semántico más dudoso todavía que su utilidad real? ¿Es innovar lo mismo que hablar sobre innovación?

Nicholas Negroponte, antiguo director del Media Lab en el MIT de Boston, retirado de la vida pública en los últimos años de dominio de la jerga y la cultura del esfuerzo sobrehumano de los profesionales de la autoayuda que exploran el ideal de éxito de Silicon Valley, está preocupado con un contexto que interpreta como repleto de palabrería etérea y poca sustancia.

En un artículo para Journal of Design and Science (JoDS), Nicholas Negroponte habla de una “hambruna de las grandes ideas“; en la actualidad, medios y redes sociales se congratulan del nivel de sofisticación tecnológica y del extraordinario cambio que experimentan nuestras sociedades. Para el antiguo director del Media Lab, es más bien una fachada de palabras infladas con aire.

“Creo -dice Negroponte- que de aquí a 30 años la gente mirará atrás al principio de nuestro siglo y se preguntará qué estábamos haciendo y pensando acerca de problemas grandes, difíciles y de largo recorrido, en particular los que atañen a la investigación básica. Leerán libros y artículos escritos por nosotros en los que nos congratulamos por ser innovadores.”

Todo el mundo habla de innovación, nadie innova

En el mismo momento que SpaceX lanza en órbita un Tesla Roadster, un chocante spot publicitario ya amortizado por Elon Musk si el golpe de efecto sirve para divertir la atención en torno a los problemas de producción y entrega de pedidos de autos que experimenta Tesla, la industria aérea sigue centrada en reducir costes y riesgo de vuelo, a expensas de, por ejemplo, los desaparecidos aviones comerciales supersónicos.

“Los autorretratos que pintamos en la actualidad –prosigue Negroponte- muestran una sociedad disruptiva [otro palabro imparable en las dos últimas décadas] y creativa, caracterizada por la emprendeduría [no olvidemos la sutil diferencia semántica entre “emprendedor” y “empresario”], como investigación de startups y corporaciones publicitada como grandes hazañas [aquí, Negroponte usa “moonshot”, otra palabra de moda].”

Al mismo tiempo que muchas de las hazañas más efectistas de nuestra época quizá entren en el imaginario popular del mundo de aquí a tres décadas, los adultos de entonces verán los años que transcurren ante nosotros como una gran oportunidad perdida, un momento de estancamiento de grandes ideas.

Y serán ellos, dice Negroponte, los que estarán sufriendo las consecuencias de esta ausencia de innovaciones auténticamente rompedoras.

Egoísmo de mirada corta: del altruismo de antes a las cajas negras de hoy

Así, mientras el iPhone nunca se habría materializado si no hubiera existido previamente una sólida inversión pública que, a lo largo de décadas, favoreció la miniaturización de transistores, experimentos con software conceptual y servicios como Arpanet, base de Internet, Apple, la mayor empresa del mundo y la más favorecida en los últimos años por el mercado digital global, lleva a cabo una investigación que tiene poco que ver con el espíritu de apertura y altruismo que posibilitó la propia compañía.

Apple, resalta Nicholas Negroponte,

“Produce algo de software abierto (o algo por el estilo), pero no financia ninguna investigación digna de mención que pudiera impulsar el tipo de ciencia computacional sobre la que otros puedan construir.”

El autor de Being Digital, que conserva su puesto de profesor en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), explica que, si bien algunos lectores puedan llegar a pensar que el celo para mantener el secretismo con la investigación de una empresa privada es una política legítima o incluso “natural”, recuerda que esta actitud demuestra que Apple no está devolviendo en forma de innovación abierta lo que tomó de terceros, y ésta es poco menos que una regla no escrita en la hasta hace unos años política altruista de algunos de los grandes proyectos de software en Silicon Valley.

Edmund Husserl charla con su alumno aventajado, Martin Heidegger (derecha) en Todtnauberg (Selva Negra, suroeste de Alemania)

Varios campos científicos habrían avanzado menos sin la existencia de varios proyectos de software de código abierto, o si centros de investigación y empresas no hubieran compartido con terceros una parte de sus hallazgos. Los monopolios de facto actuales no parecen entenderlo así, dado el dominio de una política de “cajas negras”. A medida que la investigación se centra en el refinamiento de algoritmos, las grandes empresas tratan de blindar su particular “fórmula de la Coca-Cola”.

Beneficios del efecto de red vs. onanismo de la codicia

Esta actitud es la que Tim O’Reilly identifica con una expresión acaso más acertada: las empresas más innovadoras se pueden beneficiar compartiendo parte de sus hallazgos con otros, al multiplicar los efectos de red (de, por ejemplo, la amplia adopción de una tecnología, que implica una evolución más dinámica y un mejor mantenimiento): se trata, dice O’Reilly, de crear (y compartir) más valor del que uno retiene.

Nicholas Negroponte prosigue su artículo de tres puntos con una segunda remarca: hay demasiadas empresas, dice, que centran toda su energía y toda la brillantez de sus trabajadores en ideas y que solventan problemas o retos superficiales y secundarios, centrados en el estilo de vida de una minoría, y no en solventar las grandes cuestiones (o en crear de gigantescos mercados de la nada). A menudo las trabas culturales o normativas, así como la presión de los inversores, evitan que se persevere en ideas que podrían aportar muchos más beneficios que posibles riesgos.

Negroponte dedica su tercer punto a la escena tecnológica estadounidense, que deberá seguir con sus retos y, a la vez, capear el temporal que supone convivir con una Administración como la que lidera Trump, cuya imagen en el mundo es todavía más débil y negativa que la que sostienen sobre él muchos estadounidenses. ¿Pueden la industria china y la europea presentar una alternativa a la ofrecida por Silicon Valley?

Cuando el ex director del Laboratorio de Medios se encamina hacia la conclusión de su artículo, menciona el que cree que es el auténtico riesgo sistémico al que se enfrenta la economía tecnológica y, por ende, parte de la capacidad innovadora de los próximos años. Negroponte lo resume en una palabra: codicia.

La importancia de la cultura

El modelo estadounidense, reflexiona, no puede ser como el de otros países no democráticos, donde el capitalismo a ultranza ocupe la posición de una opinión pública vibrante y una sociedad civil enérgica, sacrificando las instituciones y la propia separación de poderes. Negroponte, con familiares que han trabajado para la alta administración estadounidense, debe estar genuinamente preocupado cuando levanta la voz para avisar.

El riesgo de plutocracia nunca había aparecido tan claro, y no existen los mejores anticuerpos para revertir la situación: el sentido de la responsabilidad del público.

“En Estados Unidos, vivimos en una sociedad de sálvese quien pueda que enfatiza la competición a corto plazo por encima de la colaboración a largo plazo. Pensamos en términos de ganar, no en términos de lo que pueda ser beneficioso para la sociedad. Los niños aspiran a ser Mark Zuckerberg, no Alan Turing.”

Aprender a trabajar con el viento en contra

Como Tim O’Reilly, Negroponte acaba sugiriendo que, si quiere seguir en la posición de liderazgo ostentada desde finales de la II Guerra Mundial, Estados Unidos no puede permitirse cometer el error de confundir beneficio a largo plazo con planificación a largo plazo. El altruismo estratégico, o “crear más valor del que uno retiene” es la única estrategia que garantizará innovaciones capaces de afrontar las grandes cuestiones de nuestra época.

Aunque la actual Administración estadounidense favorezca el carbón, desprestigie a los científicos de su Agencia de Protección Ambiental y relativice el cambio climático y sus efectos, los veteranos con un bagaje más sólido y consistente en la futurología tecnológica animan a sus compatriotas a no dejarse llevar por el ruido de la coyuntura y apostar por trayectorias que aporten innovación real más allá de la superficialidad del marketing y la popularidad coyuntural.

Quizá, después de todo, la “tecnicidad” contra la que alertó Heidegger acabe engendrando sus propios anticuerpos, en forma de efectos de red que aumenten nuestra estatura real a ojos del análisis que nuestros descendientes hagan de nuestra época en tres décadas.

¿Y en Europa?

Para poder construir un relato dinámico y creíble que parta del humanismo y la idea cosmopolita de la cultura europea, los jóvenes y empresas de la Unión Europea deberán primero creer en un relato propio, abierto y flexible, siempre abierto a la revisión y el enriquecimiento (como el proceso científico) y alérgico al maniqueísmo.

Esta idea de “europeo” ha sido formulada por quienes recogieron los pedazos del humanismo europeo a finales de la II Guerra Mundial, ejemplificado en la política con las simbólicas reuniones de Konrad Adenauer y Charles De Gaulle, y en el esfuerzo de reconstrucción a través de la colaboración en el mercado único de energía y materiales (CECA, germen de la UE).

Martin Heidegger y su mujer, Elfride Petri, en la espartana cabaña que la familia mantenía en una ladera apartada sobre el pueblo de Todtnauberg, en la Selva Negra

La materialización de un plan para reconciliar el humanismo europeo no tiene un recorrido tan largo y sólido como el esfuerzo tecnocrático y económico, pese a logros como la movilidad de estudiantes universitarios gracias al programa Erasmus, o la cada vez más estrecha colaboración transnacional en investigación, por no hablar de ciertos logros orgánicos como los rincones de cosmopolitismo a lo largo del continente. Poco más.

Varios intelectuales soñaron con esa Europa integrada e integradora, que explicara su potencial y logros sin imponerlos, que ofreciera en vez de aleccionar, capaz de atraer y no de retener con su sólida tradición normativa: la obsesión por el método tiene raíces profundas en viejas metrópolis habituadas a guardar inventarios de un mundo del que servirse a discreción.

Reflexiones de un filósofo desde el ocaso

El 7 de mayo de 1935, desprovisto de su cátedra en la Universidad de Friburgo, que había vuelto a poner en el mapa mundial de las humanidades, el filósofo alemán de origen judío Edmund Husserl, se despidió del mundo académico como lo hacen quienes saben que su legado les sobrevivirá: dando una conferencia en Viena que celebraría el mundo que desaparecía en Europa Central; sin Imperio Austro-Húngaro, una Austria a expensas de Alemania y Adolf Hitler tres años en el poder, se avecinaban días difíciles para Europa.

Husserl, a quien se le había prohibido enseñar desde 1933, se centró en su conferencia de hablar de la pérdida a la que se enfrentaba la Europa fascista y marxista, demasiado desdeñosa de las democracias liberales y su promesa de estabilidad y salvaguarda de las libertades.

El título de su conferencia: La filosofía en la crisis del humanismo europeo. Husserl fue profesor de Martin Heidegger, el cual renegaría de él por su origen judío, pese a que Heidegger lo negara en la mencionada entrevista póstuma concedida a Der Spiegel.

En su conferencia de Viena de 1935, Husserl reflexionó sobre el mundo que venía, sin culpar a políticos ni coyuntura, sino dirigiendo su mirada más lejos, hacia la verdadera crisis de lo que será más difícil de reconstruir: la metodología, el marco de pensamiento, el método.

La promesa del alba

Europa ha dejado de pensar y sólo “calcula”, dice el viejo sabio en su conferencia. Sus 76 años le hacen más coetáneo de Nietzsche que de los cachorros nazis que tergiversan las reflexiones del autor que vio la postmodernidad desde el siglo XIX. Esta Europa que “calcula” ha perdido los resortes espirituales de la Antigua Grecia.

Lo que había lanzado a Europa, dice Husserl, era “la dignidad de una humanidad capaz de tareas infinitas”, lo que permitió la aparición milagrosa del pensamiento interrogativo. Desde su perspectiva de 1935, esa humanidad estaba en crisis, alejándose cada vez más claramente de su propia esencia:

“Las preguntas que le interesan [a la Europa moderna, más utilitarista que genuinamente experimentadora, curiosa, hambrienta de interrogaciones] empiezan con un ‘cómo’, y no con un ‘por qué’.”

Husserl veía entonces que los europeos se alejaban sin remedio del vitalismo y perspectivismo de Nietzsche y Bergson, así como del método interrogativo que había fundado la civilización europea: el origen del falibilismo, o avanzar entre la bruma a través del ensayo y error, refutando conjeturas y sustituyéndolas por otras más sólidas.

Estas nuevas conjeturas, más adecuadas que las anteriores, mantendrán su provisionalidad y estarán a su vez sujetas a la refutación, puesto que no serán “realidad” u “objetividad”. La realidad, advertirá el filósofo de 76 años, no es reductible a una muestra de sus síntomas, puesto que esta muestra será por definición más pobre y alejará de sí la esencia de lo que trata de medir.

La Europa actual debería revistar las reflexiones de pensadores como Husserl, cuando se dirigió a nosotros desde una sala de Viena, un 7 de mayo de 1935.