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Impacto del distanciamiento en trabajo, educación y urbanismo

La memoria reciente condiciona el comportamiento, o eso es al menos lo que sugieren personas encuestadas en un artículo sobre la solvente gestión de la pandemia en Grecia, los Balcanes y Europa del Este.

Según esta tesis, sostenida por Marina Stevis-Gridneff en el New York Times, afrontar una situación cotidiana menos favorable que otros países duramente afectados por el coronavirus a partir de mediados de marzo (Francia, Italia, Reino Unido, Estados Unidos) sirvió de acicate a algunos países (el artículo menciona a Grecia, Croacia y la República Checa, por ejemplo) para establecer medidas de profilaxis expeditivas que fueron rápidamente secundadas por la población pese a la relativa calma y lejanía de los focos de la crisis sanitaria.

Al occidente del Mediterráneo, las costas italiana, francesa y española han tenido menos suerte y allí la pandemia ha contado con focos importantes y causado estragos. Las islas han permanecido prácticamente ajenas a la pandemia, si bien han seguido —tanto en Italia como en Francia y España— las medidas de confinamiento de los respectivos países.

La relativa resiliencia de las principales islas mediterráneas, desde Chipre y Creta hasta las Baleares, secunda la hipótesis —barajada una y otra vez— según la cual la insularidad es un condicionante positivo en el control de pandemias. Las primeras cuarentenas surgieron en los puertos comerciales del Mediterráneo, con Venecia y sus posesiones en la actual costa croata como pioneros.

Partidismo, datos, realidad

El acervo colectivo se compone no sólo construcciones románticas del pasado, convenciones lingüísticas y valores compartidos, sino también —al parecer— de un carácter que (sugiere la periodista del New York Times) podría paliar o agravar tendencias tan complejas como la evolución de un brote vírico.

El caso expuesto por Matina Stevis-Gridneff está más basado en una visión romántica de Europa que de un análisis menos sesgado de la evolución del coronavirus desde que la OMS confirmara su virulencia el pasado febrero.

Sin salir de Estados Unidos, donde la conversación pública en torno a la pandemia ha eludido peligrosamente el tamiz ponderado de los expertos, el senador republicano Mitt Romney explicaba en C-Span3 por qué países como Alemania o Corea del Sur han frenado hasta ahora el impacto de Covid-19 en sus territorios con un número de pruebas que no es dramáticamente superior al estadounidense: el momento y el contexto de la ejecución de las pruebas es crucial.

No se trata únicamente de hacer pruebas y dividirlas por la población de un territorio, recuerda Romney, sino de realizar pruebas desde que se detecta el virus en un territorio y poder, de este modo, ejecutar la única estrategia solvente a medio plazo en un escenario de ausencia de vacuna: implantar un distanciamiento que la población siga, aislar los casos detectados y rastrear las relaciones de estos casos para minimizar los brotes exponenciales.

Corea del Sur y Alemania efectuaron pruebas masivamente desde el inicio, mientras Estados Unidos malgastó febrero, marzo y buena parte de abril con políticas y acciones contradictorias y privadas de una coordinación solvente.

Más allá de las clasificaciones canónicas

La cooperación ciudadana ha sido crucial en Alemania, Corea del Sur, Grecia, Croacia o Portugal, si bien los medios y analistas mencionan únicamente a los «sospechosos habituales» en buena gobernanza (cuando los principales exponentes del mundo anglosajón no están presentes, el testigo pasa entonces a países anglosajones periféricos como Canadá, Australia o Nueva Zelanda; o a países del norte europeo).

El fenómeno es parecido a la hora de aplicar los indicadores que se encuentran tras los listados más prestigiosos de calidad de vida o calidad de la enseñanza. Las tesis sobre el rendimiento o el comportamiento colectivo de determinadas poblaciones preceden los propios fenómenos y están a menudo basadas en prejuicios de base. Y, cuando aparecen las contradicciones, surgen explicaciones que acomoden estas «anomalías».

El economista y ensayista serbo-americano Branko Milanović se ha interesado durante la pandemia en eventos aparentemente aleatorios o extraordinarios (colas gruesas de probabilidad) que, estudiados de cerca, contradicen buena parte de las asunciones en una determinada disciplina como la economía, la sociología, la virología, etc.

Por ejemplo, Milanović ha reiterado su sorpresa por la clara brecha en el grado de afectación de la pandemia de coronavirus entre los países más prósperos de la UE (en Europa Occidental) y los países de la antigua Europa del Este: el número de casos positivos, muertes y focos de la pandemia en los socios más poderosos de la UE es dramáticamente superior al existente al Este del antiguo Telón de acero.

Asumiendo la existencia de condicionantes que habrían incidido sobre el fenómeno (como el cosmopolitismo y centralidad para pasajeros y mercancías de todo el mundo de, por ejemplo, Milán, Madrid o París, por oposición a las capitales del Este), Milanović tiene la certeza de que esta apreciación trata de explicarnos algo más.

Cuando a.C. y d.C. transforman su semántica

Dice el alemán Wolfgang Blau, director de Condé Nast Internacional, editora de Vanity Fair, The Atlantic y Vogue, entre otras franquicias, que en el futuro asociaremos a.C. con la era «anterior al coronavirus», una provocadora exageración que evoca en su fórmula el ambiente escatológico y apresurado de nuestra época.

Fue precisamente a.C., es decir, antes del coronavirus, cuando Branko Milanović realizaba una apreciación sobre Barcelona en la que evocaba una de sus clasificaciones apócrifas, que suelen describir tendencias de la realidad a menudo ocultas por la lectura canónica internacional que surge de viejos prismas. Era el 8 de febrero de 2020 y, el economista explicaba que, si sometía a Barcelona a los indicadores de su índice de ciudades con, según él, una auténtica calidad de vida (el nombre, «fun index» contrasta con la seriedad de listados de Mercer y otros).

Las características que mide este índice apócrifo:

  • prosperidad y poca pobreza;
  • baja desigualdad y pequeñas diferencias en estatus social;
  • buen clima;
  • tolerancia;
  • cambios frecuentes en el consistorio;
  • escándalos intelectuales frecuentes;
  • restaurantes y vida nocturna;
  • buena conexión a Internet;
  • acceso garantizado a alcohol, drogas blandas y otras indulgencias poco conflictivas;
  • bien curado decadentismo flotando en el aire.

Al reiterar que Barcelona puntuaba alto en su lista, Milanović puntualizaba que, en el caso de la capital catalana, ni siquiera existía la relativa decadencia que caracteriza a las que, según él, son las mejores ciudades del mundo para vivir, y que se encuentran en el cuadrante del Mediterráneo occidental entre España, Francia e Italia.

Se confirma la virulencia del coronavirus

Listados sobre ciudades como los de Mercer (o versiones «para la vida real», o para quienes se pueden permitir vivir en una ciudad «sutilmente decadente» de Francia, España o Italia, tal y como defiende Milanović), así como los listados sobre calidad de gobernanza de los países, listados de mejores universidades y escuelas de negocio… Todas estas clasificaciones deben someterse a una revisión d.C., es decir, «después del coronavirus».

Sendos estudios de seroprevalencia del virus publicados esta semana sobre muestras de población significativas en Francia y España arrojan una mala noticia de cara a una posible salida rápida de la crisis del coronavirus: apenas el 5% de los franceses y españoles contaría con anticuerpos de Covid-19.

De confirmarse los resultados, quedaría refutada la hipótesis según la cual la transmisión asintomática entre la población había sido mucho más elevada y la falta de pruebas suficientes había prevenido conocer una realidad más halagüeña debido a una mayor proximidad a la anhelada inmunidad de grupo.

Dicho de otro modo, la gestión sanitaria en el mundo después del verano de 2020 y hasta el hallazgo de hipotéticas curas paliativas o una eventual vacuna (que sería la primera contra un coronavirus), pondría a prueba los supuestos de nuestra civilización.

Nuevo trabajo y ocio en un escenario transformado

Ciudades como París no pueden entenderse sin la densidad, la concurrencia en los cafés y la cosmopolita promiscuidad de conversaciones —y gérmenes— en las terrazas de los cafés, en los cines, teatros, museos y bibliotecas.

El Financial Times se apresura a indicar el riesgo al que se enfrenta una ciudad como la capital francesa, símbolo de la cultura europea, ante una pandemia que confirma su comportamiento errático, su elevado contagio y su virulencia.

En efecto, la densidad e idiosincrasia del París intramuros convierta a la urbe en símbolo de la «nueva normalidad»: ciudades con servicios funcionando a medio gas para garantizar la distanciación, donde se fomentarían el teletrabajo, la enseñanza y las gestiones administrativas a distancia o bajo cita previa.

En un escenario sin vacuna, sólo las pruebas masivas y el confinamiento de casos positivos y relaciones (el modelo de Corea del Sur, Taiwán o Hong Kong) permitirán volver con rapidez a niveles de «normalización» de los intercambios cotidianos en las grandes urbes.

Los espacios cerrados y concurridos, base de empleos administraciones, empleos en plantas y oficinas, centros educativos, y espectáculos culturales o deportivos, el núcleo batiente de las ciudades más prósperas y vibrantes del mundo, entraría en un doloroso stand-by condicional gestionado por nuevos mecanismos de biopolítica que harán nuestra vida cotidiana más incómoda (con fases de pruebas y confinamiento ante la eventual resurgencia de brotes) y sujeta a protocolos administrativos y tecnológicos intrusivos.

Hong Kong y el uso generalizado de mascarillas

Las grandes ciudades pierden, por tanto, su atractivo momentáneo y los habitantes de San Francisco (ciudad que ha recibido críticas por una rigidez normativa que impide la construcción residencial y la densificación) señalan ahora la nueva debilidad observada en Nueva York, hasta ahora la ciudad más afectada del mundo por la pandemia.

Pero el ensañamiento de la pandemia no puede reducirse únicamente al cosmopolitismo y la densidad de las principales ciudades del mundo, sino a la reacción coordinada (o ausencia de ésta) de las autoridades locales, regionales y estatales para atajar los contagios. Hong Kong, con su legendaria densidad, ha hecho literalmente desaparecer los nuevos contagios, como también lo han logrado Seúl o Taipei. La reacción de población y autoridades cuenta, y mucho, para recuperar la normalidad (o «nueva normalidad»).

Sea como fuere, los principales damnificados son los sistemas complejos que dependen de la organización de eventos concurridos cotidianos en lugares cerrados y sin espacio suficiente entre participantes: aulas educativas, administraciones y empresas de planta abierta, espectáculos en directo, transporte público, mercados, celebraciones, cafés y restaurantes, etc.

De repente, la educación más costosa pierde su atractivo y, en Estados Unidos, muchos alumnos se plantean si tomarse un año sabático ante las perspectivas de toparse con un curso lectivo realizado a distancia.

Un ejemplo: la red de universidades públicas de California, Cal State University (CSU), con 23 campus en todo el Estado, empezará de manera virtual en el otoño, con algunas excepciones presenciales si las circunstancias lo permiten. Es una muestra de lo que podría materializarse en los próximos meses.

¿Trabajo remoto generalizado en el sector tecnológico?

En el mundo empresarial, Twitter quiere adelantarse a lo que la realidad cotidiana podría imponer por su propio peso al anunciar que permitirá a la plantilla trabajar desde casa, y con independencia de que se encuentre o no una cura para Covid-19, de ahora en adelante.

Personalidades de Silicon Valley como Paul Graham, fundador de la incubadora Y Combinator, ven en este movimiento el inicio de una tendencia que permitiría no sólo a los trabajadores trabajar desde casa, sino que reduciría la dependencia de las firmas tecnológicas con respecto a la bahía de San Francisco, donde la escasa oferta inmobiliaria ha disparado los precios muy por encima de los salarios y el acceso a la vivienda es ya prohibitivo para los mejor pagados.

Otros se muestran más escépticos y creen que el inicio de la tendencia al teletrabajo entre las empresas tecnológicas no sería la avanzadilla de una vida tecno-rural que confluiría con las temáticas que tratamos en *faircompanies, sino más bien la aceleración de una tendencia offshore en el propio núcleo del fenómeno.

De confirmarse entre las plantillas FAANG, la sustitución de una estructura de salarios localizada y concurrente que eleva los sueldos por un mercado global y descentralizado donde candidatos de otros puntos del planeta estarían dispuestos a hacer lo mismo por salarios muy inferiores, podría ocasionar una dolorosa transformación entre los trabajadores y cargos medios que se han beneficiado del boom tecnológico.

Sea como fuere, el riesgo que afrontan las ciudades más vibrantes y prósperas del mundo no tiene precedentes desde finales de la Segunda guerra mundial.

Catástrofes y correcciones de la desigualdad

Economistas como Thomas Piketty nos recuerdan que el aumento de los salarios entre las clases medias y la redistribución masiva de riqueza se suele producir en períodos históricos especialmente transformadores, como guerras, grandes catástrofes y… ¿grandes pandemias?

A finales del siglo XIX, la prosperidad creada en el mundo industrializado se había repartido de manera desigual. En el Reino Unido, el 1% de la población concentraba el 70% de la riqueza, mientras el 95% de la población se repartía un 10% de la riqueza.

Las guerras (y las políticas que las acompañaron) habían reducido drásticamente la riqueza de los rentistas con respecto a los salarios de la economía productiva, que habían mejorado dramáticamente.

Además de tendencias como el teletrabajo, la educación a distancia o la telemedicina, la década de los 20 empieza con una corrección radical impuesta unilateralmente por el tosco ARN de un virus especialmente contagioso y mortífero.

Lo que pensábamos que sería un lento proceso hacia las tendencias prometidas del futuro se convierte de repente en una necesidad atropellada de aumento de la resiliencia individual y colectiva, que nos obliga a reaccionar ante riesgos acelerados y abre oportunidades en un mejor diseño de sistemas.