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La bella "vida sencilla" de los vascos de Idaho

Idaho es un Estado poco poblado del Oeste americano, cuya escarpada orografía garantizó ricos prados de alta montaña y abundante agua, procedente sobre todo de la nieve, acumulada durante el invierno y derretida en la primavera.

A finales del siglo XIX y principios del XX, ser pastor en Idaho requería un oficio y resistencia especiales, ya que el ganado, sobre todo bovino, subía a los valles de alta montaña en la primavera, cuando la nieve había dado paso a prados con hierba fresca flanqueados por riachuelos saltarines, y no descendía de las montañas hasta el otoño.

Pastores solitarios, curtidos en la montaña y autosuficientes, realizaron este trabajo de curtidos hermitaños durante décadas. En Idaho y en otros lugares de Estados Unidos, como Central Valley (California), el norte de Nevada, o el sur de Oregón, este tipo de tareas fueron responsabilidad de duros vaqueros, capaces de encajar en el estereotipo de las novelas del oeste. La mayoría de ellos, tenían apellido vasco.

Pastores vascos en el “high desert” de Idaho

La mayor parte de los pastores vascos que se asentaron en Idaho desde el siglo XIX procedían de pueblos de Vizcaya y muchos seguían la estela de historias de éxito en el duro Oeste americano de familiares, convecinos, o habitantes de pueblos y caseríos cercanos.

Un grupo también numeroso ya formaba parte de la diáspora vasca: buscadores de fortuna que, tras emigrar a Argentina, Chile y Paraguay principalmente, conocieron historias de buscadores de oro haciendo fortuna en la “frontera” oeste de Estados Unidos.

Muchos de ellos, no obstante, se convirtieron en pastores y trabajadores de la industria maderera. Los más industriosos pronto contaron con su propio ganado, restaurantes, pequeñas empresas de ganadería.

Elogio del Wood River Valley

Un valle de alta montaña fue especialmente fructífero para estos vizcaínos aventureros, sobre todo varones jóvenes durante las primeras décadas de fuerte emigración. 

Tras un duro ascenso hacia las montañas del interior de Idaho, unas millas al este de la mayor ciudad del Estado, Boise, la vegetación pobre, compuesta por apenas unas especies de arbustos y árboles capaces de convivir con el clima seco de la zona, se convierte en un verde vergel de alta montaña, el Wood River Valley, alimentado por el Big Wood River y sus pequeños afluentes, que durante la primavera y el verano alcanzan un caudal y nervio que agradecen los aficionados a la pesca.

En este valle sobran los prados de película, los árboles y el agua. Durante décadas, en los meses cálidos del año, el valle, que cuenta con poblaciones que todavía conservan listines de teléfono trufados de apellidos vascos, tales como Hailey o incluso la más exclusiva Ketchum, junto a la selecta estación de esquí de Sun Valley.

Sun Valley fue primero apenas un pequeño apeadero del ferrocarril hacia el Pacífico y, a partir de los años 40, lugar de reunión de estrellas de cine, afamados escritores e industriales retirados.

Ser vaquero en el lugar con el primer telesilla mecánico del mundo

Pero, hasta la llegada del primer telesilla mecánico del mundo, la construcción del glamuroso hotel de la zona (The Lodge, como siempre se le ha conocido) y la edificación de lujosas casas a lo largo del valle, la zona fue transitada por el abundante ganado conducido cada año por cientos de pastores vascos, muchos de cuyos descendientes se siguen considerando hijos del “Old Country”, algunos de los cuales siguen hablando euskera y, en ocasiones, castellano.

En el rico valle donde se asientan Hailey, Ketchum, Elkhorn y Sun Valley, hace décadas que el negocio no consiste en la búsqueda de oro, el ferrocarril, el pastoreo o la explotación forestal. Pero el carácter de la zona sigue marcado por una de las mayores colonias vascas en Norteamérica, con epicentro en Boise, única ciudad norteamericana con un museo dedicado exclusivamente a la cultura vasca.

En Sun Valley

Este verano, hemos vuelto a Sun Valley. Nos alojamos en la casa de unos amigos, que se asoma a un rico prado, no muy distinto a los buscados por los pastores vizcaínos, conocidos en la zona como “Vascos” (aunque el acento estadounidense estira la “o” hasta convertirla prácticamente en diptongo, /baskous/). El prado, ahora cuidado con puntualidad por los dueños de la casa, se asoma a un caudaloso riachuelo de montaña, el Warm Springs Creek, ideal para la pesca con mariposa.

El lugar es captado con acierto por Kirsten Dirksen en un vídeo donde reflexiona sobre el discurrir de la vida de un modo sencillo, aunque cite a Heráclito (“no se puede entrar dos veces en el mismo río”) y Jorge Manrique (“la vida son los ríos que van a dar a la mar…”) en la narración. (Nota: he participado en la estructura argumental del vídeo).

Para tener una idea algo apresurada de alguno de los rincones del Wood River Valley, uno puede imaginar la fotografía de películas como Brokeback Mountain (ver fondo de esta imagen) o El río de la vida (una pequeña selección). Es más difícil evocar los olores, más concentrados en verano, a medida que el sol absorbe la humedad de la mañana y, con ella, la esencia de plantas aromáticas silvestres.

En 1956, un entonces jovenzuelo de New Hampshire, Colton Maslen, llegó en tren al valle, ya en pleno crecimiento, gracias al éxito de la estación de esquí y al clima selecto, aunque distendido e informal, todavía sin pomposidades, del lobby de The Lodge, un edificio situado a pie de pista con una estructura de ladrillo recubierta por imponentes troncos que lo convierten, visto desde el exterior, en una enorme y lujosa cabaña de pionero.

Donde Ernest Hemingway y Gary Cooper no eran molestados

En los cómodos sillones de los salones de The Lodge se veía frecuentemente a Ernest Hemingway, un enamorado de la zona que residió en Sun Valley y está enterrado, junto a varios miembros de su familia, en el cementerio de Ketchum. Cuando otro ilustre habitual del lugar, Gary Cooper, estaba en el valle, el gruñón escritor compartía mesa durante largas horas con el actor, con un notable cambio de humor.

Maslen, con el que he podido charlar estos días ya que es tío de Kirsten y nos ha visitado aquí, recuerda cómo Sun Valley era una pequeña estación de la línea ferrea que transportaba pasajeros de la América rural entre las localidades de Soshone y Boise. El propio enclave que daría pie a una de las estaciones de esquí más selecta era propiedad de la compañía de ferrocarriles que explotaba la línea en concesión, Union Pacific.

A mediados de los 50, el pequeño apeadero, usado por pastores vascos y sus familiares para desplazarse desde el valle hasta Boise, donde entonces la comunidad vasca estaba conformada por miles de personas, se había convertido en un selecto resorte en ebullición. The Lodge atraía a grandes estrellas (Janet Leigh, Tennessee Ernie Ford, Ernest Hemingway, Gary Cooper, Clark Gable y Bing Crosby, entre otros), muchas de las cuales adquirían tierras en algún lugar del valle para construir una casa.

El Sun Valley que conoció un joven aventurero

Como otros cientos de jóvenes, entre ellos muchos vascos y descendientes de vascos -predominantemente vizcaínos-, Colton Maslen trabajó en la hostelería de la zona.

Un chico de la rural y encorsetada sociedad de New Hampshire en un paraíso natural que atraía a industriales, actores y sus bellezas… Un buen lugar para ganarse la vida en el Oeste.

Maslen, como el resto de trabajadores y habitantes del valle, que perdía su carácter ganadero a medida que aumentaba el precio de la tierra, veía frecuentemente a grandes personalidades, aunque tenía el decoro de no molestar. “Algo que ocurría en aquella época”.

El tío de Kirsten explicaba el otro día cómo, en el verano de 1958, mientras se desplazaba andando desde Ketchum a Sun Valley (apenas un par de kilómetros), un pequeño coche de importación se detuvo ante él. El conductor se ofreció a llevarle a su destino y charló con él, en el registro coloquial y amigable que usan los estadounidenses del Medio Oeste y Oeste. Al llegar al destino unos minutos después, ambos se saludaron. “Gracias, amigo. Mucho gusto. Colton Maslen”.

De nada, hombre. “Me llamo Gary Cooper. Mucho gusto igualmente”.

“Family style”

En los 50, el Wood River Valley todavía conservaba el “family style” en las relaciones interpersonales que los lugares de frontera, plagados de industriosos descendientes de pioneros, mantienen durante décadas, hasta que finalmente desaparece.

Más historias de Colton Maslen. Al explicarle que estaba interesado en escribir un artículo sobre la abundante presencia de vascos en Idaho y, en particular, en el Wood River Valley, Maslen me allanó el camino, con detalles personales que un entrevistado nunca ofrecerá a un entrevistador, debido al decoro y a la distancia.

En 1957, Maslen conoció a Cindy Uberuaga, hija de Sab Uberuaga (“Sab” es el hipocorístico de Sabino, un nombre frecuente hace unas décadas en toda la zona de influencia de Euskal Herria), un respetado hombre del valle, hijo de vascos y él mismo orgulloso de su condición de vasco-americano. Durante un tiempo, fueron novios, ya que Cindy pasaba largas temporadas en el valle, aunque acudía a una escuela católica de Boise, como muchos de los descendientes de vizcaínos en la zona.

Años después, Maslen charlaría en el mismo tren Soshone-Boise, con una mujer que le resultaba físicamente familiar, con apellido Brown. Era Cindy Uberuaga, que se había casado con un pequeño empresario del Wood River Valley. Su hijo, Steve Brown, un chico habitual de las pistas de esquí muchos años más tarde y alumno de la Harvard Business School, es conocido de Kirsten. Steve Brown es vasco.

Pequeña Bizkaia en Norteamérica

Los Uberuaga, como otros tantos descendientes de vizcaínos y otros vascos, conservan sus tradiciones y un fuerte sentimiento de pertenencia a Euskal Herria. Patty Murphy, autora de un excelente reportaje sobre cultura y gastronomía de los vascos de Idaho para el número de verano/otoño de 2010 de la revista local Sun Valley Magazine, explica que los vascos de Idaho celebran su ligazón con lo que llaman “Old Country” a través de la conservación del euskera como lengua, si no vehicular, sí familiar, sobre todo a través de expresiones y frases hechas que pasan de padres a hijos; la práctica de folclore; y, sobre todo, la celebración familiar en torno a la cocina y a la mesa.

La tradición gastronómica de los vascos de Idaho ha tenido siempre prestigio en la zona. El origen de los platos, una original adaptación de la rica tradición culinaria del Golfo de Vizcaya, rica en pescado y otros ingredientes ajenos a Idaho, se remonta a la llegada de los primeros pastores vizcaínos, que ya eran conocidos por el uso del horno y la preparación de platos con patata (que sustituía al pescado), cerdo, cordero, pimiento, tomate, lentejas, garbanzos, judías pintas, embutidos (el chorizo que elaboran tiene fama en la zona) y, sobre todo, los sobrios aliños tan apreciados en Idaho que convierten a la cocina vasca (y por extensión, a muchas cocinas hermanas en España y Francia) en una experiencia gastronómica de primer orden, sobria y llena de sentido común (a diferencia de la limitada cocina “all American”, influenciada por México y tradiciones poco agraciadas del norte de Europa, pervertidas con picante y con un revoltijo de especias usadas sin ton ni son).

Se trata de, claro, ingredientes que raramente faltan en una casa de Francia o la Península Ibérica: ajo, sal, perejil, pimentón verde (conocido con el nombre centroeuropeo de “paprika” en Estados Unidos) y azafrán. Común en Europa sur-occidental, poco entendido en resto del mundo, o usado con menos tino (por ejemplo, la versión estadounidense de “cocina italiana”, con sabores superpuestos hasta el hastío, se parece poco a cualquiera de las cocinas regionales del país transalpino).

Alberto Santana Ezkerra, profesor de Estudios Vascos en la Universidad Estatal en Boise, él mismo descendiente de vascos, es una de las personas que han dedicado su vida a documentar las costumbres, tradiciones e impacto de los vascos-americanos en Idaho y otros lugares del Oeste norteamericano. Para Santana Ezkerra, “la gastronomía es la segunda, si no la primera, religión de los vascos”.

Reinterpretando la gastronomía vasca en Idaho

Uno de los mayores impactos es el que ha dejado la cocina y el modo en que miles de ciudadanos de Idaho celebran, en su cotidianeidad, una cultura que nació a miles de kilómetros y siguen considerando suya. Se trata de detalles como celebrar reuniones familiares y de amigos en torno a la mesa, sentados, disfrutando de la comida y la compañía. Preparar y compartir comida es uno de las maneras de celebrar la vida que tienen los vascos-americanos, una actitud que no despertaría interés en Europa, pero que en Estados Unidos puede considerarse en peligro de extinción.

Según Dan Ansotegui, propietario y fundador del Bar Gernika, situado en el entorno de Grove Street en Boise, considerado el epicentro de la cultura vasca en Estados Unidos, “en el País Vasco una comida es algo más que un evento de 20 o 30 minutos, y se trata de algo más que simplemente alimentar el cuerpo (‘fueling the body’). Es una ocasión para sentarse con los amigos, y requiere un cierto tiempo, tanto para preparar como para comer. El aspecto social de la comida es tan importante como la propia comida”.

Chris Ansotegui, hermano de Dan, ve la cultura vasca de sus antepasados como “el viejo estilo de sentarse en la mesa y compartir lo que te ha pasado ese día: visitando y sin prisas. Se trata de amistad y amor en torno a la comida. No es un momento para hablar de negocios, sino un tiempo valioso para sentarse con el prójimo. Lo que comemos y cómo lo comemos es parte de nuestra identidad vasca”.

David y Epifanía Inchausti

Los abuelos de Dan y Chris Ansotegui, David Inchausti y su mujer Epifanía, ambos oriundos de Vizcaya, abrieron en 1936 el Gem Bar de Hailey. Año en que se inauguró también, para su alegría, el hotel The Lodge en Sun Valley; y, para su tristeza, fecha de inicio de la Guerra Civil Española. 

El Gem Bar, con sus comidas “family style”, que consistían, siguiendo la tradición de los pastores de origen vasco de la zona, en ofrecer una serie de platos cocinados con recetas caseras, con cantidades al gusto del comensal, que podía repetir sin cargo adicional, pronto alcanzó fama no sólo entre los trabajadores de la zona.

Dado el éxito del bar-restaurante, los Inchausti ampliaron el comedor, al que acudirían frecuentemente Clark Gable, Gary Cooper o Ernest Hemingway. Los nietos de Epifanía todavía rinden homenaje a las dotes culinarias de su abuela, que enriquecieron la interpretación de la cocina vasca en Idaho.

En palabras del profesor Ezquerra: “no es una comida real si uno puede ver las piernas del otro”, en alusión a la costumbre estadounidense de comer cuando uno lo necesita, independientemente del momento del día, a menudo de pie o haciendo a la vez cualquier otra cosa, entendiendo la comida como una mera necesidad fisiológica para seguir a buen ritmo el resto de la jornada.

El auténtico significado de identidad

No soy vasco ni tengo familiares en Euskal Herria, pero este pequeño descubrimiento de la rica cultura vasco-americana en Boise me ha hecho rememorar muchos de los acentos y actitudes ante el devenir de la vida que más respeto de los países y regiones de España y Francia. 

Tengo la suerte de disfrutar de ellos a menudo; uno es consciente de su fragilidad en entornos tan competitivos y homogeneizadores como el de Estados Unidos, un país nuevo cuyo fuerte carácter aglutinador en torno a sus símbolos fue forjado precisamente para que sus inmigrantes, la mayoría de ellos europeos, fueran asimilados con rapidez.

También me agrada encontrar historias (como la de Colton Maslen y su novia “vasca”, hija de un tal “Sab”, o Sabino; o como las que recoge Patti Murphy en su excelente reportaje para Sun Valley Magazine) sobre la cultura vasca en Estados Unidos y verme a mí, a mis amigos y mi familia representados en ella en más de una manera, sin rencores, sin malentendidos.

Celebrar la cultura vasco-americana, sentado en un sillón asomado a un riachuelo en el Wood River Valley, es celebrar la mejor Europa, la de las tradiciones que han sabido tomar con la mayor elegancia los placeres sencillos de la vida, endulzando nuestro devenir sin provocar empacho. Purificador como un baño constante en el río, siempre en aguas distintas, todas ellas con el propósito lejano de llegar al mar.

Retazos de vida sencilla, ya casi olvidada. Ojalá nuestra política se asemejara a muchas de nuestras tradiciones.