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La curiosidad de Anaximandro: origen del pensamiento crítico

La pujanza, influencia y dominio de dos culturas antiguas surgidas a ambos extremos de Eurasia, la griega y la china, se debe a la promoción y cultivo entre sus ciudadanos adultos de una cualidad: la curiosidad.

Compartimos la inclinación a aprender lo que no conocemos con otros animales, y sabemos que la urgencia por investigar es innata, lo que explicaría su importancia durante la infancia, cuando el descubrimiento del mundo suscita sensaciones y asociaciones que destacarán por su frescura, originalidad, intensidad.

“El baño del caballo” (Joaquín Sorolla, 1909; Museo Sorolla, Madrid)

Más tarde, a medida que nos hacemos adultos, la experiencia y la costumbre ocupan el lugar de la frescura y la experimentación, y sólo el prestigio social del pensamiento crítico en determinadas sociedades habría promovido el apetito adulto por crear conjeturas demostrables sobre fenómenos observados que se revelan al principio como misteriosos.

Aproximación infantil a lo desconocido

Las explicaciones razonadas (conjeturas sobre el propio comportamiento humano y la realidad que lo rodea), evitarían la complacencia, el conformismo y la credulidad, además de combatir la superstición.

Consciente del riesgo de recurrir a dogmas para explicar las cuestiones que concernían a la Atenas de Pericles, Sócrates (quien, considerándose sofista, no escribió una sola línea, pues el pensamiento no podía ser fijado, sino que las conjeturas evolucionaban cuando explicaciones mejores refutaban las anteriores) identificó la curiosidad de la investigación razonada con la bondad, y la complacencia conformista del dogma y la superstición como maldad.

Para Sócrates, todos podíamos cultivar la bondad y la maldad con distinta intensidad y consecuencias, y la virtud consistía en aprovechar cuantas más oportunidades mejor para poner a prueba las conjeturas sostenidas por uno mismo, usando la reflexión y el razonamiento dialogados: preguntar cosas en torno a una idea hasta que las respuestas abren o cierran caminos de pensamiento, guiándose por la curiosidad.

Para pensadores como Nietzsche o, ya en el siglo XX, para el mayor exponente del racionalismo crítico, Karl Popper (falsacionismo), los problemas con el pensamiento crítico empiezan con la interpretación reduccionista que Platón hará del pensamiento de su maestro Sócrates.

De la llama infantil a los atomistas (y a Werner Heisenberg)

Platón trató de vincular el conocimiento con los ideales de justificación e infalibilidad, creyendo que todo concepto o evento del universo tenía era la representación de un ideal de perfección matemática. Con Platón, la racionalidad abandona el juego mundano de poner a prueba nuestras creencias para derrocarlas, sustituyendo esta exploración permanente por la aspiración a confirmar valores fijos y absolutos.

El filósofo Anaximandro, según Karl Popper el artífice del pensamiento crítico en Occidente, al exhortar a sus alumnos a que refutaran sus teorías de manera razonada (detalle de “La escuela de Atenas”, Rafael Sanzio, 1510-1511)

A partir de Platón, el empirismo, aspirando a combatir el dogma, se convierte en dogma, al erigirse en sancionador de una verdad que existe en forma de conceptos universales conocidos por el alma humana. Cualquier cosa fuera de ese marco no será considerada.

Empieza así la tendencia dualista y de ideales absolutos que dominará la filosofía occidental hasta que el existencialismo la combate a partir del siglo XIX.

La preexistencia de absolutos de Platón transformará el pensamiento crítico propulsado por el cultivo de la duda y la curiosidad, transformando el empirismo en la supuesta búsqueda de premisas universales existentes como modelos ideales.

El universo matemático de Platón, Leibniz, Descartes, Newton (con su tiempo y espacio absolutos), Kant o Hegel, entre otros, hará aguas cuando filosofía existencialista y física teórica desvelen una realidad relativa que depende del observador y de la medida, siempre parcial, de eventos interrelacionados en perpetua mutación (concepto presente ya en los atomistas, y recuperado por el físico teórico Werner Heisenberg).

El hallazgo de Anaximandro

La curiosidad socrática, por el contrario, comprendía que ampliar conocimientos usando conjeturas conducía a nuevas conjeturas y a más dudas, nunca al establecimiento de premisas fijas, infalibles. Se podían derrocar las premisas parciales, pero nunca confirmar del todo.

Esta paradoja, según la cual se puede refutar una creencia racional mediante un contraejemplo, pero nunca corroborar del todo, garantizó el cultivo de la curiosidad en Occidente.

Según Karl Popper, la sistematización de esta forma de cultivar la curiosidad a través de conjeturas habría tenido un origen más trivial que el universalismo trascendental del pensamiento platónico.

“La curiosidad llega primero” (del artista finlandés contemporáneo Samuli Heimonen)

Un presocrático especialmente lúcido habría llegado a la conclusión de que la mejor manera de enseñar consistía en invitar a sus alumnos a asaltar las ideas del maestro en sus puntos más débiles. La curiosidad más intensa es acaso la que busca la corroboración o refutación sirviéndose de los mejores métodos a su alcance.

El presocrático en cuestión fue -especulaba Popper en 1974- fue un discípulo de Tales de quien sus discípulos alabaron una curiosidad ardiente e inabarcable sobre los orígenes y funcionamiento del universo, preguntándose si los patrones de comportamiento que anotaba a modo de conjeturas (fue el primer filósofo en hacerlo, según Temistio) no respondían a leyes como las que regían las sociedades humanas.

Curiosidad y ciencia en la Grecia y China clásicas

Incapaz de avanzar en sus conjeturas con la agilidad de su intuición, Anaximandro habría animado a sus alumnos a refutar sus ideas.

Karl Popper:

“No puede ser un mero accidente que Anaximandro (…) desarrollase explícita y conscientemente una teoría que se apartaba de la de su maestro ni que Anaxímenes, el discípulo de Anaximandro, se apartase de un modo igualmente consciente de la doctrina de su maestro. La única explicación plausible es que el propio fundador de la escuela desafiaba a sus discípulos a que criticasen su teoría y los discípulos convirtieron esta nueva actitud de su maestro en una tradición.”

Si bien la curiosidad es innata, su cultivo en forma de pensamiento crítico surgió a partir del esfuerzo deliberado de un mero filósofo olvidado, acaso Anaximandro, especula Popper.

En el otro extremo de Eurasia, la civilización china siguió sus propios derroteros para, igualmente, cultivar la curiosidad.

El profesor de helenística G.E.R. Lloyd firma un ensayo donde se compara la mirada de las culturas occidental y oriental ante la curiosidad, y cómo esta cualidad humana influyó sobre los conceptos de ciencia y medicina en ambos extremos de Eurasia (The Ambitions of Curiosity, 2002):

  • la Grecia clásica habría aspirado a observar de manera objetiva un mundo ordenado y matemático, cuyo aspecto euclídeo inspiraría la civilización occidental hasta la Ilustración;
  • por el contrario, la cultura china habría adoptado una posición más escéptica con la realidad, aceptando las limitaciones humanas y concediendo mayor importancia a la relación entre el observador y lo circundante: la técnica y medicina chinas se aproximarían más a la metáfora del pensamiento sistémico, donde objetos y eventos del universo guardan información referencial sobre otros objetos y eventos con los que interactúan.

Los niños comprenden que todo está sujeto a escrutinio

La cultura occidental trató de institucionalizar la curiosidad, ofreciendo un marco en el que podía crecer, pero que la hacía rígida: la investigación racional define el avance razonado como el descubrimiento de hechos supuestamente objetivos.

Al tratar de conservar las ansias de descubrimiento de la infancia, el pensador griego instauró sistemas de reconocimiento de la erudición (conocimiento veraz adquirido), que debía batirse en un debate abierto con contrincantes para consolidar la reputación o autoridad.

El modelo argumentativo de los filósofos griegos acabaría olvidando el consejo de Sócrates y filósofos precedentes de mantener la duda sobre cualquier axioma, pues el único conocimiento absolutamente verídico era la constatación de que nada era totalmente constatable (es el famoso “sólo sé que no sé nada”).

La cultura intelectual china adoptó otros métodos, evitando la confrontación (considerada como tabú) entre maestro y alumnos; estos últimos recurrían a circunloquios para, de manera respetuosa, ampliar la conversación con otros puntos de vista.

Cuando Occidente confundió veracidad con verdad absoluta

Y describiendo excepciones a reglas, prestando atención al detalle o aportando otros puntos de vista, los escolares chinos adoptaron un particular perspectivismo que, en riqueza y resultados, equivaldría al concepto de cultivo de la curiosidad a partir de la aceptación de que no hay una manera de observar o describir el mundo que sea completamente “verdadera”, sino que el mejor modo de acercarse a los matices que intuimos en el mundo es reconociendo distintas aproximaciones parciales (cada una de ellas “válidas”, pero no “verdaderas” al no poder ser copia exacta).

En cierto modo, la idea de cultivo de la curiosidad surgida en China se acerca más al perspectivismo de Friedrich Nietzsche que la rígida epistemología del pensamiento ilustrado, heredero de la Grecia clásica, donde el observador aspira a conocer la verdad exacta de lo observado, creyendo en su existencia.

“Modelo a seguir” (del finlandés Samuli Heimonen)

Este es el problema de la epistemología: su rigidez y desdén de todo conocimiento que no haya sido definido por el mismo modelo de “cómo conocer”; y el motivo por el cual Nietzsche advierta que epistemología es tan dogmática como la religión.

Con sus limitaciones, los métodos de institucionalización del conocimiento de las tradiciones occidental y oriental cometen un mismo error que sacó de quicio a Nietzsche: la obsesión por combatir la fresca originalidad y el ardiente deseo de comerse el mundo que demuestran los niños.

Conceptos elusivos

La curiosidad desciende en los niños a medida que ésta es desalentada (a menudo, prácticamente prohibida) a través del proceso de la educación reglada.

En un artículo académico sobre la curiosidad científica de los niños (Children’s scientific curiosity: In search of an operational definition of an elusive concept; 2012), los profesores Jamie Jirout y David Klahr exploran un concepto elusivo, pero fundamental para definir un atributo que pierde protagonismo en nuestra percepción del mundo a medida que entramos en la edad adulta:

“Los niños nacen científicos. Desde la primera pelota que lanzan al aire hasta la hormiga que observan acarrear una miga, los niños usan herramientas científicas -entusiasmo, hipótesis, pruebas, conclusiones- para descubrir los misterios del mundo. Pero, por algún motivo, los estudiantes parecen perder lo que una vez se manifestaba de manera natural.”

La educación reglada y las instituciones que, de manera informal u oficial, influyen sobre la formación (desde el núcleo familiar al contexto sociocultural o el consumo de productos de entretenimiento), juegan un rol sobre el deterioro de la curiosidad a medida que avanzamos en la época adulta.

Soltando el lastre de la rigidez institucional

En contextos como la sociedad occidental contemporánea, la curiosidad alcanza un significado peyorativo: hay exploraciones y grandes cuestiones que el contexto sociocultural no sólo no trata de responder, sino que prohíbe indagar.

Acompañar y orientar la formación de un niño no debería equivaler a adiestrar o, peor aún, adoctrinar. El objetivo es mantener viva la llama de la curiosidad.

Quizá reflexionando sobre el riesgo que todos sufrimos de olvidar la fuerza y autenticidad de la curiosidad sentida durante la infancia, el físico teórico Richard Feynman (él mismo un profesor que trató de mantener viva la ingenuidad entre universitarios) recomendó:

“Estudia con pasión lo que más te interese, de la manera más indisciplinada, irreverente y original posible.”