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La huella ecológica de nuestras decisiones cotidianas

Nuestra manera de consumir y usar productos, alimentarnos, emplear recursos, viajar, etc., se convierte en una cualidad que nos define, también ante los demás. La alfabetización no tiene por qué ser sólo lingüística o tecnológica, sino también medioambiental, más allá de los tópicos y las trincheras políticas.

El ecologismo moderno, como demuestra su origen (entre libertarios de Estados Unidos como John Muir o Henry David Thoreau), no es de izquierdas ni de derechas, por mucho que nos empecinemos en usarlo como arma arrojadiza.

Una gran parte del CO2 emitido por el hombre a la atmósfera no es producido sólo por las industrias o actividades más contaminantes: nosotros también contamos y no hay alfombra bajo la que esconderse. 

Nuestras decisiones cotidianas aumentan nuestro impacto, que se sumará al de nuestro entorno inmediato, el cual, a su vez, mostrará una cierta tendencia y similitud con respecto a la incidencia de comunidades vecinas o con parecidas características en el resto del mundo.

Tribus

Cada acción que realizamos tiene unas consecuencias, no sólo sobre el medio, sino sobre las personas de nuestro entorno, ya sea físico o virtual -por medio de nuestro uso de Internet y otras herramientas telemáticas-.

Cuando decidimos, de manera consistente, llevar el carro de la compra o la mochila al mercado y supermercado y rechazamos otras bolsas para un uso efímero; cuando renunciamos al vehículo privado o reducimos al máximo el uso del avión, sobre todo en trayectos cortos y con alternativas menos contaminantes; mostramos un rasgo de personalidad que nos define ante otras personas.

Pero, pese al aumento de la concienciación cotidiana y a la asunción de que nuestra actitud ante la vida suma o resta, literalmente, toneladas de CO2 emitidas a la atmósfera durante nuestra vida, no siempre es fácil acceder a información relevante e inequívoca que nos explique qué actitudes, actividades, productos o medios de transporte son más adecuados en cada caso. Al fin y al cabo, nuestra autonomía personal convierte nuestras decisiones, aunque similares a las de otras personas, en únicas.

Nuestra manera de comer y beber, nuestra apreciación del diseño, las características de nuestro ropero, nuestra vivienda, nuestro coche, el modo en que trabajamos y nos desplazamos (en bici, en coche, en avión), el valor que damos a la naturaleza, o nuestra actitud a la hora de consumir en general, dicen más de nosotros que el partido al que votamos, el club de fútbol al que seguimos o la música que escuchamos.

La lectura, bien, sigue siendo importante, un alimento para el espíritu que, aunque se consuma en formato electrónico en lugar de papel, es imprescindible, como recuerda Henry David Thoreau en Walden, un himno a la frugalidad y la independencia del propio espíritu. De modo que, como nuestra actitud ante la cotidianeidad, lo que leemos sigue diciendo mucho de nosotros.

Hay quien dirime incluso si la recesión, en lugar de atentar contra nuestra felicidad, puede hacer nuestra vida más sencilla, plena.

Ahorrar sin renunciar a nada también puede incidir sobre nuestra huella ecológica, se crece o disminuye en función de nuestras decisiones.

Pequeños matices que reducen nuestra huella, generan ahorro y contribuyen al bienestar

La cantidad de CO2 que emitamos a la atmósfera dependerá de nuestras decisiones: calentar y enfriar la vivienda, el agua, los alimentos; comprar productos de todo tipo, desde ropa hasta alimentos precocinados -poco saludables y con envoltorio abundante, así como dependientes de fertilizantes derivados del petróleo-; optar por comer carne roja en lugar de pollo o grano; usar el coche para ir al trabajo en lugar de autobuses o trenes; conducir el coche o la moto de un modo agresivo o hacerlo pausadamente, sin abusar de la aceleración ni el freno; acudir cada día a la oficina o trabajar desde casa; viajar a menudo en avión para acudir a reuniones que podrían realizarse telemáticamente.

Y otras situaciones en las que intuimos claramente que una opción puede disminuir nuestro impacto y, en ocasiones, inducir al ahorro. Por ejemplo, puede ser más barato comer eminentemente productos de origen vegetal y de temporada, sobre todo verduras, que carne y alimentos procesados, la base de la dieta occidental durante las últimas décadas, relacionada con el aumento de enfermedades en los países que más se han adaptado a ella. 

En este caso, comer alimentos poco procesados y de temporada reduce nuestra huella ecológica y previene contra enfermedades coronarias, cáncer y obesidad, entre otras dolencias.

Dialéctica: frugalidad contra consumo desmesurado

La moderación tiene, en el caso de la ingesta de alimentos, varias consecuencias positivas. Por ejemplo, mejor salud física y mental, potencial ahorro económico y reducción de la huella ecológica de nuestra dieta.

Producir un kilo de carne de vacuno requiere grandes cantidades de petróleo, empleados en el fertilizante para cultivar el grano, y agua, que alimentarán a los animales; al ser criados sobre todo en granjas de explotación intensiva, los desechos del ganado se convierten en un problema medioambiental en lugar de en abono, al tratarse de purines que emiten gases y contaminan suelo y acuíferos.

Se ha comprobado que la ingesta moderada de alimentos poco procesados, sobre todo vegetales, acompañados por dos vasos de vino tinto diarios, en el caso de los hombres, y un vaso para las mujeres, mejora nuestra salud y, ateniendo a los estudios en animales, que muestran resultados consistentes, esta actitud regular cotidiana podría, literalmente, alargar nuestra vida.

La crisis económica mundial revive una de las batallas de valores más recurrentes desde la Ilustración: la dialéctica entre la frugalidad y los valores de los que deriva (buena administración y sencillez, costumbres arraigadas en tradiciones tan dispares como el protestantismo -calvinismo, puritanismo- y el confucianismo) contra el motor económico de las economías más avanzadas: el consumo desmesurado de bienes y servicios. Cuantos más bienes y servicios adquirimos por persona, mejor, dice nuestro sistema económico.

El problema que intentó solucionar la industria alimentaria: nuestro “estómago fijo”

Muchas empresas han emitido un poderoso mensaje en las últimas décadas: se puede comprar, a través de la adquisición de productos, algo parecido a la felicidad, pese a que exista una constatación cultural y científica que alerte contra el vacío del consumo desmesurado. Las experiencias, no los productos, aumentan el bienestar.

Michael Pollan explica que, la industria alimentaria surgida después de la II Guerra Mundial, se topó con una limitación para su crecimiento difícil de omitir. Cada ciudadano tenía un solo estómago y comería una cantidad de alimentos más o menos estable año tras año, una tendencia en desacuerdo con la progresión que las empresas cotizadas querían para sus valores en la bolsa. La industria alimentaria solía referirse a esta realidad como el “problema” del “estómago fijo” mientras, en términos económicos, esta limitación estaba provocada por una “demanda inelástica”.

La industria también comprobó cómo la población era reticente a aumentar el número de “unidades” (platos, bocadillos, trozos de carne, etcétera) por comida, al tratarse de costumbres con arraigo, presentes en la cultura familiar.

Para las empresas del sector, sobre todo las mayores corporaciones agroalimentarias, había dos posibles soluciones. La primera consistía en intentar que la gente gastara más dinero por la misma cantidad de comida ingerida al año. O, como opción alternativa, tentarles para que comieran una mayor cantidad. Se lograron los dos objetivos, además de la reducción del coste de producción de las calorías que la población ingeriría, a mayor precio y en mayor cantidad.

El truco consistió en usar maíz, soja y sus derivados como azúcares y aceites vegetales presentes en prácticamente todos los alimentos procesados de Norteamérica, Europa y, después, el resto del mundo. Estos cultivos aumentaron su producción y redujeron su coste con el uso de fertilizantes derivados del petróleo, mientras los ciudadanos gastaron un poco más, al comprar más alimentos procesados (con ingredientes como la polémica fructosa de maíz, presente en la mayoría de alimentos) y comieron más.

Por qué la frugalidad es un poderoso acto de desobediencia civil

Es cierto, no aumentaron el número de platos, ni de unidades de comida (bocadillos, etcétera). A la industria le bastó con aumentar el tamaño de las raciones, explica Michael Pollan. Este hallazgo del marketing alimentario, tan relacionado con las epidemias coronaria y de obesidad entre las clases menos favorecidas de los países ricos, es fruto del directivo de McDonald’s David Wallerstein, explican Michael Pollan (The Omnivore’s Dilemma) y Eric Schlosser (Fast Food Nation), entre otros.

Wallerstein, miembro del consejo de dirección de esta compañía hasta su muerte en 1993, intentó primero todo tipo de trucos para que los visitantes de la cadena consumieran más: productos especiales, ofertas de dos por uno, y otras modalidades de manual. 

Comprobó que la gente no estaba dispuesta a comer “más unidades”. Psicológicamente, comer más unidades equivale a ser un glotón y, la gula, al fin y al cabo, es uno de los pecados capitales. El arraigo cultural de la desmesura en el comer sigue condicionando nuestra actitud cotidiana.

El directivo descubrió, observando a los mismos clientes que no querían “repetir”, que éstos estaban dispuestos a beber y comer mucho más, siempre que esta cantidad estuviese presente en un sólo vaso de bebida carbonatada y en una sola ración de comida. Había nacido la comida extra grande, de la que aún pagamos las consecuencias.

En el caso de la comida, consumir menores alimentos procesados y evitar aditivos como la fructosa contribuyen a reducir el impacto ecológico de nuestra alimentación y mejoran la salud.

Cuando la decisión no está tan clara

En ocasiones, no está tan claro. ¿Qué es mejor, viajar en coche desde Barcelona hasta Madrid o hacerlo en avión? O, por hablar de una actividad cotidiana a la que todos hacemos frente a diario (envuelta, además, en una serie de leyendas urbanas, sobre todo las del campo de la falsa ciencia), ¿tiene un impacto realmente más liviano lavar los platos en el lavavajillas que hacerlo a mano?

Esta última cuestión, no resuelta de un modo meridianamente claro, no la he sabido responder hasta informarme al respecto con la última información disponible, a través de fuentes confiables.

Personalmente, no uso lavaplatos en casa, más por una cuestión de dejadez que de principios o conocimiento contrastado sobre la materia. Desde que la Unión Europea unificara el etiquetado energético de los electrodomésticos, es relativamente sencillo ir a la tienda y adquirir un aparato eficiente o incluso muy eficiente en contraposición con los otros aparatos que realizan su misma función.

El principal problema de este etiquetado, que veo acertado, estriba en su omisión de datos relevantes sobre la supuesta sostenibilidad del aparato. Personalmente, si voy a adquirir un lavavajillas, tengo que realizar un esforzado desembolso económico, cambiar un mueble de la cocina, aprender su funcionamiento básico y procurarme un detergente tan cuidadoso con la vajilla como con mi salud y la del medio ambiente.

Bastante trabajo. Sólo pido a cambio algo que no me da el etiquetado: ¿es realmente más sostenible fregar los platos en el lavavajillas que hacerlo a mano? Soy una de las pocas personas que conozco que, además de desayunar, comer y cenar junto a su lugar de trabajo (nuestra oficina es nuestro apartamento, además de otras casas en las que nos acogen cuando viajamos), nunca ha tenido inconveniente en fregar a mano sartenes, ollas, platos, vasos y cubiertos.

Cuando nos encontramos en Barcelona, aprovecho lo que llamo “la hora de fregar los platos” para escuchar en la radio los noticiarios de mañana, tarde y noche, que estratégicamente hago coincidir con la tarea, pese a estar avisado de que, aparentemente, aprendemos menos cuando realizamos distintas tareas a la vez.

En fin, en mi caso, el rito de limpiar los platos dos veces al día (por la mañana, hay poco que lavar) se ha convertido en un pequeño placer rutinario, con la recompensa del momento de radio.

Estoy dispuesto a adaptar mi hábito y hacerlo energéticamente más eficiente cuando tenga por seguro que un lavavajillas con un diseño discreto y un precio razonable es capaz de realizar una tarea que no detesto de un modo silencioso y, sobre todo, con un impacto medioambiental inferior al obtenido con la versión analógica del procedimiento: yo mismo, unos guantes que protegen mis manos, detergente (ecológico y del que no abuso) y agua templada.

La huella ecológica de la poco noble labor de fregar los platos

Dada mi relación cotidiana con la labor de fregar los cacharros, la cual, reitero, combino con otra actividad de la que disfruto (la radio), lo que me sirve para desconectar del trabajo y relajarme -¿?- dos veces al día de manera rutinaria, me ha interesado mucho un artículo de The Guardian que estipula la huella ecológica de la actividad.

Se trata de una información que el etiquetado de los lavavajillas podría incluir, lo que definiría al aparato no sólo con respecto a otros modelos, sino con respecto al lavado tradicional para quienes conviven con él sin problemas (mi caso).

La huella de carbono derivada de fregar los platos, según The Guardian:

  • Cerca de 0 CO2e, si se friega a mano y con agua fría (casi la modalidad que yo mismo practico, con una salvedad: yo uso agua templada).
  • 540 gramos de CO2e: lavando los platos a mano, usando poca agua y no muy caliente (nota: entiendo que, con “no muy caliente”, The Guardian se refiere a una temperatura que superaría a “templada”).
  • 770 gramos de CO2e: usando un lavavajillas a 55 ºC.
  • 990 gramos de CO2e: usando un lavavajillas a 65 ºC.
  • 8.000 gramos de CO2e: a mano, usando una cantidad extravagante de agua. De nuevo, The Guardian peca de impreciso, ya que una cantidad “extravagante” de agua es seguramente distinta en un lugar con cierta concienciación en el uso responsable del recurso, como Barcelona, que en un entorno donde se use con menor atención.

No es una información tan complicada de recopilar e incluir en el etiquetado energético de los lavavajillas. A menos, claro, que los fabricantes de este tipo de aparatos quieran omitir que, si usamos agua fría y de un modo responsable, así como -poco- detergente ecológico, lavar los platos a mano apenas tiene impacto medioambiental y es, sí, más eficiente.

En cualquier caso, el cuadro incluido por el medio británico convierte en menos arbitraria una conversación cotidiana plagada de tópicos y leyendas urbanas, sobre la que se suele tener una opinión marcada. Se cree comúnmente que el lavaplatos tiene un impacto inferior a largo plazo que el lavado a mano.

Si se emplea agua templada, en poca cantidad, con un poco de detergente que eluda compuestos químicos como abrillantadores, lavar los platos a mano no sólo implica ahorro económico y medioambiental.

Lavar los platos a mano o a máquina, secar la ropa al sol o a máquina

Los electrodomésticos más eficientes y duraderos son la mejor opción para diversas tareas, como lavar la ropa. No obstante, en un entorno como el mediterráneo, con clima apacible y muchas horas de sol, adquirir una secadora carece del sentido que podría tener en un clima especialmente frío y húmedo, donde la ropa difícilmente se seca a la intemperie en un tiempo razonable. El tendedero convencional es, en una gran parte del mundo, no sólo más eficiente que la secadora, sino tecnológicamente superior.

En el caso de lavar los platos a mano o con el lavavajillas, no las tenía todas conmigo. Tras la información consultada, el lavaplatos ha perdido su carácter prioritario y lo tendrá difícil para entrar próximamente en mi vida. 

Sobre todo, mientras la radio me siga haciendo compañía.

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