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La utopía de un impuesto mundial y progresivo sobre el capital

En la introducción a su ensayo El capital en el siglo XXI, el economista francés Thomas Piketty explica la auténtica razón de un libro que lleva en su título una referencia al siglo que acaba de empezar, algo curioso dado el interés de la obra por analizar fuentes estadísticas de las principales economías durante el mayor tiempo posible (en el caso de Francia y el Reino Unido, desde inicios del siglo XVIII).

La respuesta de Piketty: no hay libros de economía que hayan analizado la repartición de riqueza en los principales países desarrollados sirviéndose de datos estadísticos cruzados entre riqueza heredada, información fiscal y análisis más o menos abstractos como la evolución de salarios y PIB, así como el rendimiento del capital y la tasa de ahorro.

El economista Thomas Piketty, autor de «El capital en el siglo XXI» (2013)

Los datos apuntan a que la divergencia entre rentas y salarios juega a la larga a favor de los que acumulan ganancias empresariales y réditos de herencias e inversiones; economistas liberales achacan esta tendencia a la divergencia a factores como la recompensa del riesgo que asumen quienes invierten su dinero en negocios, inversiones inmobiliarias, bolsa, renta pública, etc.

Cuando se olvidan libre competencia y regulación

Nadie es capaz de resolver una incógnita: ¿por qué la prosperidad prolongada sin grandes tensiones sociales tiende al deterioro de los salarios y a la acumulación de capital en la cúspide? ¿Son necesarias grandes crisis financieras, guerras y grandes catástrofes periódicas para que fenómenos como empezar de nuevo o invertir en reconstrucción impulsen los salarios y reduzcan la desigualdad? ¿O la respuesta se encuentra en restaurar la libre competencia en mercados que aumentan en rigidez a medida que se consolidan grandes empresas que actúan como monopolios de facto?

No hay respuestas fáciles pero, al menos, tanto las ciencias económicas como la opinión pública y reguladores como la Comisaria de la Competencia de la UE, la danesa Margrethe Vestager, estudian con cada vez más celo lo que ocurre en sectores que han acumulado riqueza no reinvertida y concentración empresarial de manera meteórica, como el tecnológico.

David Leonhardt ilustra en una columna para el New York Times cómo, en los sectores más dinámicos de la economía, un puñado de empresas han logrado una posición dominante sin que la legislación de los países donde sientan su sede —a menudo, Estados Unidos— hayan cuestionado las consecuencias para los usuarios y las sociedades que pretenden competir en el mismo nicho.

El gusto de los economistas anglosajones por «modelos abstractos»

Pese a que los propios orígenes del país se fundamentan en el deseo de sus ciudadanos por acabar con abusos monopolísticos apoyados desde la metrópolis colonial debido a las consecuencias de una política mercantilista asfixiante con los intereses locales, Estados Unidos ha sucumbido en las últimas décadas, dice Leonhardt, al poder monopolístico:

«El ‘anti’ de ‘antimonopolio’ ha sido descartado”, tal y como el académico Tim Wu explica en su nuevo libro, The Curse of Bigness. Washington permite que la mayoría de las megafusiones se materialicen bien inmediatamente o con contadas modificaciones menores. El Gobierno tampoco ha hecho nada para prevenir la emergencia de nuevas compañías tecnológicas que imitan el viejo monopolio de AT&T.»

Leonhard explica cómo, hasta ahora, esta consolidación de sectores en monopolios de facto, que acaban dictando precios y estableciendo políticas abusivas con proveedores y trabajadores, no ha sido estudiada con detenimiento. Por decirlo claramente, no ha habido incentivos en el mundo académico estadounidense para demandar o establecer fuentes estadísticas que pudieran usarse en investigaciones posteriores.

La estrecha relación entre el mundo académico de Estados Unidos, el sector privado y los grupos de presión forma parte de los motivos por los cuales el libro de economía más influyente del nuevo siglo ha madurado lejos de la esfera de los estudios económicos en el mundo anglosajón, coordinado y firmado por Thomas Piketty.

Volver a casa para investigar la dinámica renta/salarios

David Leonhardt explica qué ocurre en Estados Unidos con el silencio académico y político sobre el abuso de posición dominante en sectores como el tecnológico:

«Durante mucho tiempo, sin embargo, ha sido difícil de averiguar precisamente cuánta consolidación [de posiciones cuasi-monopolísiticas] ha habido. Las estadísticas disponibles no son demasiado buenas, lo que no es un accidente. En 1981 —en la época en que la Administración Reagan daba inicio a la era moderna pro-monopolio, la Comisión Federal de Comercio suspendía un programa que recopilaba información sobre la concentración empresarial.”

Basta echar un vistazo al ensayo de Piketty, El capital en el siglo XXI, para observar en ilustraciones como la I.1 (gráfica en «U» de la página 52 de la edición francesa) el efecto de esta desregulación sobre la tasa desigualdad de los salarios en Estados Unidos: la desigualdad, superior al 50% de inicios de siglo, baja por debajo del 35% desde inicios de la II Guerra Mundial hasta inicios de los 80. En apenas tres décadas, la tasa vuelve a las cotas de desigualdad de inicios del siglo XX.

Thomas Piketty confiesa que, al acabar el doctorado 22 años y haber logrado cierto interés por sus modelos matemáticos, fue reclutado por una universidad bostoniana («He aquí un país que sabe comportarse con los inmigrantes que desea atraer», subraya Piketty; pronto, dice, conoció el ámbito del estudio económico estadounidense… y le sorprendió el ombliguismo de sus colegas, dedicados exclusivamente al análisis abstracto con modelos matemáticos (la econometría fagocita a los estudios económicos de raíz humanista).

Un vacío de estadísticas fiables desde los años 80

¿Por qué los competitivos, reconocidos, bien equipados y remunerados departamentos de Ciencias Económicas de las universidades de Estados Unidos habían desdeñado el estudio con datos reales surgidos del comportamiento de la economía real, la evolución de los salarios, estadísticas fiscales y evolución de los rendimientos del capital y las inversiones?

«Al mismo tiempo supe (…) que quería volver rápidamente a Francia y a Europa, algo que hice justo a los 25 años. Yo no he abandonado París desde entonces, a excepción de breves períodos. Una de las razones de peso de esta elección es directamente pertinente aquí: los economistas estadounidenses no me convencieron demasiado. Cierto, todo el mundo era muy inteligente, y conservo numerosos amigos allí. Pero había algo extraño: yo estaba bien situado para intuir que yo no conocía nada sobre los problemas económicos del mundo (…). Me di cuenta rápidamente que no se había realizado ningún trabajo de recolección de datos históricos consecuente sobre la temática de las desigualdades desde la época de Kuznets (…).»

En el último medio siglo, la desigualdad no ha sido un «tema», una «cuestión relevante» entre los economistas anglosajones. Período que coincide con el abandono de la financiación de estadísticas independientes fiables y estudios potenciales que las utilicen… Y que coincide con un aumento de las desigualdades muy superior en Estados Unidos al que se ha producido en Europa, Japón u Oceanía.

En su libro, fruto de una colaboración interdisciplinaria y del estudio, junto a sus colaboradores, de 20 años de datos económicos y, en los países donde le fue posible, hasta dos siglos de estadísticas, Piketty pone a prueba una tesis que, según él, tendría que haber rondado (o, mejor dicho, obsesionado) a las generaciones anteriores de economistas: la aparente fuerza divergente que lleva, en las sociedades capitalistas más avanzadas, a que las rentas (beneficios de herencias, ahorro, inversiones) crezcan más que los salarios.

El estudio que nadie hacía: réditos del capital y ganancias del trabajo

Piketty propone una sencilla representación de este fenómeno, sólo paliado en momentos de gran perturbación como guerras mundiales u otros fenómenos geopolíticos, epidemias, amagos de revoluciones, etc.:

r > g

Donde «r» equivale a los réditos del capital y las inversiones, y «g» a las ganancias del trabajo.

Sin embargo, el economista francés asegura que, desde sus años de estudiante de tesis, le chocó que ningún gran departamento de prestigio analizara lo que él consideraba más interesante: el impacto de políticas y coyunturas sobre la desigualdad social, el auge o descenso del salario real de la clase media y otras cuestiones con incidencia real en la vida de las personas.

El último en estudiar la economía real para, a continuación, tratar de llegar a conclusiones y modelos —explica Piketty en la mencionada introducción de su ensayo—, había sido el economista Simon Kuznets. El optimismo de Kuznets ante la esperanzadora evolución del capitalismo durante la Guerra Fría albergaba un gran problema: Kuznets había tomado como la nueva normalidad el impresionante crecimiento de la economía en paralelo al alza de los salarios y la reducción de las desigualdades en la sociedad producido desde el comienzo de la II Guerra Mundial hasta finales de los años 70.

Qué queda de las tesis optimistas de Simon Kuznets

La generación de Kuznets, incentivada para demostrar empíricamente la superioridad del capitalismo frente al modelo soviético de economía planificada, se apresuró a interpretar el crecimiento económico, el aumento de los salarios y la reducción de la desigualdad social como el patrón de evolución natural de las sociedades capitalistas maduras: después de una fase de fuerte desigualdad, factores el crecimiento, la competición y el progreso tecnológico tenderían a un equilibrio, logrando una mayor armonía entre las clases sociales, que convergerían en torno a una cada vez más próspera clase media.

El ideal de la «prosperidad universal» no estaba lejos… Salvo que el análisis de Kuznets pecó de falta de rigor y falta de seguimiento en el estudio estadístico de épocas pretéritas, tal y como había ocurrido a los economistas anteriores que habían tratado de armar una gran teoría sobre las dinámicas de la repartición de la riqueza (éstos, con datos y mecanismos de cálculo todavía más rudimentarios que los de Kuznets): los liberales David Ricardo y Thomas Malthus, y el socialista revolucionario Karl Marx.

A diferencia del optimismo de Kuznets, estos tres predecesores armaron teorías de evolución apocalíptica: el modelo económico burgués a largo plazo era insostenible, sostuvieron Ricardo, Malthus y Marx. Cada uno a su manera, por motivos distintos y llegando a una conclusión particular, creyeron que los puntos de fricción social y económica más evidentes de su época conducirían a la catástrofe, olvidando que la economía estudia una realidad compleja cuyos actores evolucionan, incidiendo sobre la evolución de los indicadores.

David Ricardo y la acumulación de tierra

Para Ricardo (Principios de la economía política y del impuesto, 1817), que teoriza en un mundo que todavía asienta su riqueza en la propiedad de la tierra más fértil, la desigualdad entre ricos y pobres crecerá sin remedio debido a la tendencia de las clases pudientes a acumular el mayor número y calidad de propiedades, condenando al resto de la sociedad a la pobreza.

El avance de la sociedad industrial invalidará su teoría recién publicada. Pese a ello, permanecerá, junto a Marx, como el economista más influyente hasta la Gran Guerra.

Piketty apenas de refiere a Malthus, pero la influencia entre sus contemporáneos es equiparable a las dimensiones de su error de cálculo. Malthus creerá que el final del capitalismo llegará con el crecimiento exponencial de la población y los recursos necesarios para mantenerla.

«En una generación, Internet pasó de abrir nuevos mercados a crear una serie de Mercados Falsos que explotan la sociedad, sin que la mayoría de medios o políticos sean siquiera conscientes.»

Nuevas técnicas e innovaciones permitirán aumentar la producción de alimentos y reducirán el efecto pernicioso de otros factores de desigualdad; una vez más, la realidad refutará un modelo evolutivo demasiado abstracto y basado en asunciones proyectadas hacia el futuro incapaces de tener en cuenta el efecto de condiciones inesperadas, pero de consecuencias cruciales: grandes epidemias, guerras, grandes innovaciones.

Cuando un fantasma recorría Europa

La condición humana (desde la solemne estupidez autodestructiva hasta la ingenuidad de los grandes reformadores e inventores) irá en contra de las teorías empíricas aplicadas a las ciencias sociales.

Marx, sin embargo, creerá haber dado con la fórmula matemática que expone la tendencia capitalista a acumular desigualdades, justificando la irremediable necesidad de proceder a un proceso revolucionario que establezca una sociedad igualitaria: para Marx, la acumulación de capital privado conduce a la concentración de riqueza y a la miseria de la clase obrera. Marx escribe sobre la situación de la clase obrera hacinada en condiciones deplorables, justo después de migrar recientemente del campo, y cree que la miseria expuesta en las obras de la época (Les Misérables, Germinal, Oliver Twist, etc.) no puede revertirse sin una revolución social.

¿Para qué sirve la prosperidad de propietarios industriales, el alza de la producción, el progreso de medios de transporte y otras innovaciones, si los sueldos no evolucionan a la par?, se pregunta Marx. Las estadísticas que tiene al alcance son imperfectas, pero su colaborador, Friedrich Engels, heredero industrial, facilitó cierto acceso a la realidad cotidiana de la clase obrera en el país más industrializado de la época, el Reino Unido.

Marx y la acumulación de bienes industriales

El fantasma del comunismo recorría Europa, afirmó el principal teórico del marxismo, cuya popularidad aceleró la marginación de otras corrientes del socialismo utópico como el sansimonismo y el mutualismo proudhoniano. La solidez de sus tesis y la relación directa con la experiencia y vida de clases sociales diametralmente opuestas, condujeron a Marx a predecir la autodestrucción del capitalismo:

«El desarrollo de la gran industria socava, bajo los pies de la burguesía, las bases sobre las que esta produce y se apropia de lo producido. Produce, ante todo, sus propios sepultureros. Su hundimiento y la victoria del proletariado son igualmente inevitables.»

Marx dedicó el resto de su vida a escribir los tratados que supuestamente expondrían la inevitabilidad del socialismo revolucionario como solución imparable al desequilibrio sistémico del capitalismo. En 1867 publica el primer tomo de El Capital. En 1867, cuando muere sin haber concluido los dos tomos siguientes, Marx y sus colaboradores han empezado a observar algunas incongruencias a sus modelos: el auge de la productividad y los avances en medicina y en el acondicionamiento de los obreros hacinados en ciudades frena el aumento de las desigualdades y posibilita el tímido surgimiento de nuevas clases medias urbanas.

Tanto Ricardo como Marx cometen el mismo error de cálculo: la acumulación de tierras fértiles (Ricardo) y de bienes industriales (maquinaria, conocimientos técnicos) en la hipótesis de Marx, conducen al desequilibrio creciente a favor del rendimiento del capital y las inversiones, en contraste con un estancamiento de los salarios y la eventual revuelta de las clases populares.

Condicionantes sin modelo: productividad, movimientos sociales y guerra

Las predicciones de Ricardo y Marx se acercarán más a la realidad que las tesis del muy capaz Malthus, convertido —algo injustamente— en arquetipo histórico de las limitaciones del empirismo aplicado predicciones complejas a largo plazo.

Sin embargo, los primeros avances sociales y la mejoría de salarios del último tercio del siglo XIX e inicios del XX en los países más avanzados refutarán sus principales afirmaciones, y la supuestamente irremediable revolución socialista tendrá lugar en el país más atrasado de Europa, escribe Piketty: Rusia.

El problema de creer que una época de bonanza equivale a la normalidad: el economista Simon Kuznets creyó que las sociedades capitalistas más prósperas tenderían a la igualdad de ingresos entre sus ciudadanos (tesis ampliamente refutada desde finales de los años 70)

Pero los errores de interpretación no refutan por completo, dice el economista francés, el razonamiento de David Ricardo y Karl Marx: los países desarrollados evitarán escenarios apocalípticos de lucha de clases gracias a cesiones a los movimientos obreros, en un contexto de tensiones entre la convergencia y divergencia de las desigualdades sociales.

Incluso cuando llegue al fin la prosperidad entre la clase obrera y se consolide una clase media, la diferencia entre los grandes industriales y las clases populares seguirá aumentando. Luego llegará el primer gran choque del siglo XX, la Gran Guerra, seguido de la inestabilidad y la ausencia de seguridad jurídica de la época de entreguerras —además de la Revolución Rusa, los movimientos revolucionarios de Centroeuropa, el Crack del 29, la hiperinflación alemana o la Guerra Civil Española—.

La II Guerra Mundial prolongará un poco más este período excepcional, el cual habrá logrado lo que el capitalismo parece incapaz de hacer durante largos períodos de paz y estabilidad: el descenso de la desigualdad debido a la convergencia entre los más ricos y las clases populares. La demanda de trabajo —debido en parte al aumento de la inversión pública en la reconstrucción—, producirá un aumento de los salarios e incentivos para el aumento de la productividad y la oportunidad para nuevos sectores y tecnologías; en paralelo, la inestabilidad habrá producido sacudidas en la acumulación de capital y estimulado la inversión de rentas acumuladas en la economía real.

Hora de analizar la inercia y la endogamia

Piketty, curado de venas revolucionarias (él mismo recuerda haber alcanzado la mayoría de edad en 1989, año de la caída del Muro de Berlín; asimismo, su trabajo académico en el Este europeo le otorga una perspectiva alejada de la vieja corriente marxista continental), cree que la clave de la cuestión se encuentra en la riqueza acumulada (y oculta en los estudios —y en buena medida oculta al fisco—) en relaciones y familias, tanto en la misma generación como en la sucesión de «ventajas» (intangibles como acceso a educación y relaciones interpersonales) de padres a hijos.

La riqueza intergeneracional jugará un rol esencial en el capitalismo, trata de mostrar Piketty. De manera sorprendente —sospechosamente sorprendente— los economistas occidentales, sobre todo los anglosajones, apenas han dedicado recursos y verdadero músculo a estudiar el rol de las rentas y herencias entre grupos más o menos endogámicos y generaciones familiares. Es en este punto donde el economista francés cree que el trabajo de Karl Marx merece más respeto, pues el teórico del comunismo sí trató de analizar el peso de la costumbre.

Marx analizó tanto la riqueza heredada de las estructuras del Antiguo Régimen —entre ellas, la propiedad, cuya gestión racional dará inicio a las democracias liberales—, como la lograda en un sistema burgués de igualdad nominal de derechos, donde la ventaja competitiva se oculta tras la acumulación de maquinaria y tecnología, así como el acceso a intangibles como la educación y las relaciones, incluyendo la influencia sobre la política.

Monopolios y su relación con salarios y precios

Hoy usaríamos eufemismos como «ventaja competitiva» o, en el caso de las empresas que actúan como los cuasi-monopolios de la edad dorada del capitalismo, de «efecto de red» (o asfixia de los competidores por la propia inercia del liderazgo aplastante en un sector).

El fin del vacío estadístico sobre el estudio concienzudo de la desigualdad tiene lugar gracias a la influencia de trabajos como el realizado por Piketty, y las críticas —muchas de ellas constructivas y/o justificadas— trabajan a favor de concienciar a gobiernos y ciudadanía sobre la importancia de financiar estadísticas y estudios fiables sobre cuestiones tan cruciales como el nivel de vida de la población y la acumulación de la renta en una minoría de familias o, peor aún, en paraísos fiscales.

En cuanto al estudio sobre concentración empresarial, abuso de posición dominante y enriquecimiento a costa del control de precios y salarios, aparecen nuevos datos en Estados Unidos, gracias a la labor del Open Markets Institute.

Están en juego tanto el estancamiento de los salarios como el declive de la creación de empresas viables y capaces de competir a medio plazo.

El reciclaje laboral de los protagonistas de la Gran Recesión

Un artículo de otra publicación poco susceptible de radicalismos, The Economist, incide sobre el problema tratado por David Leonhardt en su columna del New York Times sobre concentración monopolística.

El dinamismo empresarial desciende en Occidente por varios factores, argumenta el semanario, para destacar uno de los principales: la concentración monopolística y los fenómenos que acarrea: conductas impropias, aumento del clientelismo político, fijación de precios en un esquema propio de cárteles, y estancamiento de salarios en relación con el coste de la vida.

Asimismo, y desde el inicio de la última gran crisis financiera en 2008, las regulaciones han jugado a favor de los grandes inversores, perpetuando las prácticas que agravaron la crisis y la hicieron sistémica. Dos artículos, uno firmado por John Cassidy en el New Yorker y el segundo en el Washington Post a cargo de Jeff Stein, explican algunos detalles.

En síntesis, la regulación financiera actual está en manos de algunos de los protagonistas y/o grandes beneficiarios de la Gran Recesión.

Impuesto mundial o repliegue tribal

En las páginas 56 y 57 de la introducción de su ensayo de agosto de 2013, Thomas Piketty veía ya el Brexit y la victoria de Donald Trump por el retrovisor. Sus previsiones sobre la acumulación de capital en la cúspide son menos apocalípticas que las de Marx, pero habría fuerzas centrífugas muy importantes para evitar cualquier convergencia entre asalariados —que sostienen el Estado del Bienestar en Europa— y quienes se benefician de los cuasi-monopolios en sectores como el tecnológico.

Piketty:

«Según el esquema propuesto, la divergencia [entre las rentas del capital y la evolución de los salarios] no es perpetua, y ella no es más que uno de los futuros posibles. Pero las éstos no se presentan demasiado halagüeños. En particular, es importante señalar que la desigualdad fundamental r > g, principal fuerte de divergencia en nuestro esquema explicativo, no se debe a una imperfección del mercado, más bien al contrario: cuanto más ‘perfectos’ sean los mercados financieros, más fácil es que [la tendencia a la desigualdad] se cumpla.»

Y aquí es cuando el economista señala la posible oleada de nacionalismo y aislacionismo que se acerca desde el epicentro:

«Es posible imaginar instituciones y políticas públicas que permitan contrarrestar los efectos de esta lógica implacable, como un impuesto mundial y progresivo sobre el capital. Pero su instauración plantea problemas considerables en términos de coordinación internacional. Es desgraciadamente probable que las respuestas aportadas sean en la práctica mucho más modestas e ineficaces, por ejemplo bajo la forma de repliegues nacionalistas de distinta naturaleza.»

De fondo, la idea de contar con instituciones reguladoras responsables y capaces de distinguir la libre competencia de los monopolios de facto.

Y una clase política que, más que atizar el populismo y aprovechar la coyuntura para ganancias particulares, deje los aspavientos y se dedique a construir el mecanismo que hace falta: un impuesto mundial y progresivo sobre el capital, que evite el bochorno de la creatividad contable con mecanismos cada vez más surrealistas (repatriación de fondos, recompra de acciones, filantropía fantasma y mucho más).