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Las rutas de la seda: la saga que debería tener 8 temporadas

Mientras las redes sociales rezuman de referencias al final de la serie más citada, otros nos sumergíamos en tareas menos dadas a la catarsis colectiva, pero igualmente relacionadas con mundos exóticos, fidelidades y traiciones.

No es casual, remarcan algunos comentaristas, que la serie más popular de los últimos tiempos recree un mundo de reminiscencias caballerescas y con tantos préstamos de la saga nórdica y otras epopeyas literarias como el mundo de Tolkien.

El retroceso de la clarividencia y del pensamiento racional en cualquier Edad Oscura contrasta con las altas dosis de la superstición y el idealismo que nutrieron las viejas hazañas heroicas en las que lo real y lo fantástico se funden en un todo inseparable.

Samarcanda. Necrópolis Shah-i-Zinda, erigida sobre las ruinas de la antigua ciudad sogdiana. El reino comercial de los sogdianos englobaba a las ricas Samarcanda y Bujará y un territorio hoy comprendido entre las actuales repúblicas de Tayikistán y Uzbekistán. Los sogdianos practicaron budismo, maniqueísmo, nestorianismo (corriente cristiana sincrética propia de Asia Central y China) y zoroastrismo

Por muchas razones, El Quijote parte de una tesis más moderna que Juego de Tronos: Cervantes no se ríe de los libros de caballerías, sino que hace que su antihéroe separe el grano de la paja para, una vez escogidos los mejores, dejar que el resto caiga en el merecido olvido de las historias soporíferas de hazañas de cartón piedra, con personajes simplones y unidimensionales.

La lectura contemporánea de libros de caballería

Estos días, algunos hemos eludido la tarea titánica de Alonso Quijano y hemos preferido evitar la decepción —o la locura— de conocer los pormenores del final de una larga saga televisiva, no menos limitada y unidimensional que la vieja literatura medieval a la que el personaje de Cervantes dio carpetazo con su enajenación.

Dicho por el escritor mexicano Carlos Fuentes en un artículo publicado en 1986 en el New York Times: cuando Don Quijote dejó su pueblo, empezó el mundo moderno.

A juzgar por lo que observo en la Red, los enajenados a causa del final de Juego de Tronos son más numerosos y han comprendido mucho menos de lo que lo hiciera el caballero paródico de Cervantes. Según Carlos Fuentes (fallecido en México en mayo de 2012),

«(…) gracias a las lecturas que él posee, Don Quijote posee su identidad: la del caballero andante, la del antiguo héroe épico».

Quizá algo contagiado por los votos de fidelidad y la cursilería pseudo-caballeresca en que se ha convertido la cultura popular en nuestra época, en la que crece el interés popular por las identidades y fidelidades con ecos en pasados supuestamente más heroicos, he recuperado estos días el ritmo de lectura con un ensayo escrupulosamente histórico, pero cuya lectura ofrece una visión del mundo no menos fantástica: Las rutas de la seda, de Peter Frankopan, director del Centro de Investigación Bizantina (sic) de la Universidad de Oxford.

Lectura de sobremesa vs. revista abierta en un artículo sobre el impacto de «Juego de tronos» en las visitas turísticas a localidades, edificios y monumentos que han aparecido en la serie

The Silk Roads no es un ensayo más, sino la constatación de las limitaciones de la historia moderna para ofrecernos un relato del mundo rico, creíble y respetuoso con el propio devenir de la historia.

Superar el historicismo para disfrutar de la historia

Ni el intento sistematizador de las corrientes de investigación modernas de las humanidades ha logrado que salgamos del marco de pensamiento reduccionista interiorizado, según el cual la historia del mundo es un devenir lineal y de diseño tan claro, eurocéntrico y celestial como el expresado por el ilustrado napolitano Giambattista Vico a inicios del XVIII: prehistoria, edad heroica, nacimiento de las grandes civilizaciones del pasado, recogimiento medieval, renacimiento, era de los descubrimientos e Ilustración.

Ni siquiera las corrientes críticas del siglo XX lograron salirse de las tesis de un historicismo lineal y centrado en el pensamiento europeo, y ni siquiera los académicos más abiertos a otros puntos de vista lograron escapar de una indagación en la historia con una estructura preconcebida.

Académicos como Peter Frankopan abandonan al fin los atavismos del viejo eurocentrismo y sorprende con una erudición que atrapa al lector con la fuerza sugestiva que ha demostrado Juego de Tronos entre sus entusiastas.

Se trata de un relato con múltiples perspectivas sobre no ya supuestamente única Ruta de la seda, sino sobre los numerosos intercambios que urdieron una tupida red de relaciones entre las civilizaciones del pasado. De ahí el término plural: no hablamos de “una” ruta, sino de varias rutas de la seda.

El ensayo de Frankopan no olvida contextualizar los epicentros de poder y comercio en la Antigüedad, a medida que pueblos, intercambios comerciales y religiones muestran su capacidad para viajar largas distancias y con sorprendente rapidez. Desde las primeras páginas, nos adentramos en un libro de escrupuloso carácter académico que, sin embargo, elude las viejas construcciones y relatos que olvidan el poder, la prosperidad, la tolerancia y la hegemonía de civilizaciones surgidas lejos de Europa.

Más allá de los montajes de cartón piedra

Hoy, la delimitación de Asia Central y sus territorios adyacentes es tan maleable y sujeta a la arbitrariedad geopolítica que cuesta recrear la importancia que sus valles interminables y rutas de comercio tuvieron durante milenios.

El territorio comprendido entre el Levante Mediterráneo y Asia Menor, en un extremo, y los confines orientales de Asia Central (entre las provincias chinas del interior, el Himalaya y las rutas hacia la llanura indogangética), en el otro, fueron el terreno en que el mundo experimentó un sincretismo religioso, económico y cultural que muchos creen fruto de la Era de los descubrimientos y el intercambio colombino.

Los orígenes de las «rutas de la seda» se remontan al interés de las clases más pudientes de las primeras sociedades especializadas no sólo en afianzar el alcance e influencia de las civilizaciones agrarias, sino en intercambiar lo que llegaba de tierras lejanas de prosperidad legendaria.

Aprendemos cómo surge el interés por controlar las rutas del comercio, así como la información de interés que garantice los beneficios en los intercambios entre el delta del Nilo, el Creciente Fértil, las estepas y las zonas igualmente fértiles y productivas de las actuales China e India.

Entonces, y durante mucho tiempo, el Levante mediterráneo apenas será el fin periférico de este mundo próspero en productos agrarios, materias primas, manufacturas y especias que hoy consideramos desprovisto de centralidad geopolítica. El norte de las estepas, el norte y el oeste del mediterráneo permanecerán despoblados, pobres y alejados del interés y el comercio de productos e ideas (y personas).

Herederos de un viejo sincretismo

Asistimos también al recorrido meteórico de Alejandro Magno por todo el territorio próspero, poblado y dinámico entre el Mar Negro, el Mar Caspio y el Mar de Aral, al norte; y Arabia y las rutas del Índico al sur.

Permanecen las numerosas “Alejandrías”, la escritura y la moneda importadas por los griegos, pero pronto vuelve la lucha por el control de las ciudades y valles más prósperos, que se adaptarán tanto al comercio como a los legendarios ataques de pueblos nómadas procedentes del norte y el este, Roma y Bizancio por el poniente, los pueblos árabes desde las zonas más áridas y pobres de la península arábiga, y los pueblos orientales intermediarios con el comercio chino (como los uigures, cuyo acervo histórico los convierte hoy en blanco de la persecución del Partido Único chino).

Hombre kazajo posa en una fotografía coloreada (tomada entre 1911 y 1914) sobre su caballo junto a su águila dorada amaestrada; de fondo, las yurtas usadas por este pueblo nómada heredero de la rica cosmogonía de Asia Central

Los dos extremos de la zona templada comprendida entre el Mediterráneo oriental y la entrada a la llanura indogangética, concentrarán el surgimiento de religiones que viajarán con el comercio y las personas. Judaísmo y cristianismo llegarán a los confines de China, mientras el budismo se adentrará en Persia y llegará hasta el delta del Nilo. En paralelo, otras sectas surgirán y desaparecerán en función de su utilidad y de la fortuna de sus promotores.

El maniqueísmo, por ejemplo, combinará aspectos propios del monoteísmo abrahámico con rasgos de indudable influencia dhármica. También lo hará el zoroastrismo (la religión cuyo halo perdido inspirará a Nietzsche), que mantendrá su hegemonía en Persia hasta que su percepción indisoluble con el viejo Imperio contribuya a su decadencia posterior (ocurrirá de un modo inesperado: a través de una reinterpretación «de supervivencia» del credo abrahámico entre las tribus del sur de la Península Arábiga).

Entre el Nilo y el Ganges

En estas luchas, las ciudades más prósperas del Nilo, Siria, Mesopotamia, Persia y los valles y altiplanos de acceso a la India, concentrarán el saber y la experimentación, se interesarán por la filosofía griega y las religiones abrahámicas y dhármicas, y reforzarán sus defensas. Muchos pueblos intermediarios, como uigures y gaznávidos, tolerarán distintos cultos religiosos y promoverán una religión u otra en función de la destreza de sus promotores y el favor del déspota del momento.

Gracias a la lectura de The Silk Roads, evitamos la actividad frustrante y poco fructífera de discutir sobre el final de una serie fantástica y aprendemos por qué han aparecido símbolos budistas en el Nilo, cruces cristianas o referencias a la Torá judía en los confines de China, o grandes estatuas de Buda en Asia Central.

Frankopan contextualiza el origen de las estatuas destruidas por los talibanes en territorio afgano a inicios de este siglo; con el mismo dolor intelectual, evocamos primero la prosperidad y tolerancia de ciudades como Palmira en la Antigüedad (y tantas otras ciudades cosmopolita de las que desconocíamos hasta su nombre —nos sonarán lugares de paso legendarios, como Samarcanda—), la destrucción de sus ruinas por fundamentalistas el Estado Islámico resulta, si cabe, todavía más incomprensible.

Madrasa Ulugh Beg (imagen en color tomada en 1912 por el químico y fotógrafo ruso Sergey Prokudin-Gorski)

Aprendemos del proceso que conducirá a Roma (luego, al Imperio Bizantino) y a Persia a afianzarse como las dos grandes potencias de este corredor de prosperidad entre el Levante mediterráneo, el Ganges y los confines de China; son siglos en que judaísmo y cristianismo disputan al budismo la hegemonía entre las élites letradas de las rutas de la seda.

Auténticos juegos de tronos

La rivalidad autodestructiva de Bizancio y Persia conducirá a una debilidad relativa aprovechada por los pueblos túrquicos del norte y un pueblo pobre y marginal de la Península Arábica, ávido por controlar el comercio con las ciudades más ricas del delta del Nilo y Siria.

Los árabes lograrán su expansión meteórica promoviendo una fe que promete exención de impuestos y participación en los beneficios del comercio a los recién convertidos. En apenas un siglo, la nueva fe se extenderá por Asia Central y el norte de África, y competirá con Bizancio y con el propio cristianismo por la hegemonía del Levante mediterráneo.

Desde los Pirineos hasta el límite occidental de China, el nuevo califato se afianzará compartiendo los beneficios del comercio y respetando las minorías religiosas: cristianismo y judaísmo mantendrán su pulso y privilegios bajo la nueva estructura islámica, y tanto Córdoba como Bagdad y las ciudades del sur de Asia Central fomentarán la traducción de textos griegos, sánscritos y chinos, y aprenderán a servirse del acervo cultural acumulado en cualquier punto de Eurasia.

La expansión de las religiones abrahámicas y dhármicas (surgidas en torno a la llanura indogangética) en Eurasia, en torno al año 600 d.C.; un siglo y medio después, una nueva religión reduciría dramáticamente la influencia de cristianismo, judaísmo y budismo en Asia Central

A partir del siglo VIII, los polímatas de Bagdad combinarán la traducción y comentarios de Aristóteles con el estudio concienzudo de los textos científicos, matemáticos y de astrología procedentes de India. Al-Juarismi elogiará la simplicidad y solidez conceptual de un sistema numérico que había alumbrado el número cero.

La huella de viejos intercambios y batallas

En la misma época, las zonas periféricas en Europa del antiguo Imperio Romano (pues los centros prósperos y productivos se situaban al oriente de la Península Itálica y, sobre todo, en Siria y el delta del Nilo, auténtico centro agrario de Roma y el Imperio Romano de Oriente —Bizantino—), caían en el atraso y la superstición. Mientras los sabios de Córdoba y Bagdad comentaban a Ptolomeo y Euclides, Homero y Aristóteles, Europa abogaba por el fundamentalismo religioso.

Peter Frankopan lo ilustra de la siguiente manera:

«Una vez —escribía el historiador Al-Masudi—, los antiguos griegos y romanos habían alentado el florecimiento de las ciencias; después adoptaron el cristianismo. Cuando lo hicieron, ‘borraron todo signo [de aprendizaje], eliminaron sus huellas y destruyeron sus vías’. La ciencia había sucumbido a la fe. Se trata de casi lo exactamente opuesto al mundo de hoy: los fundamentalistas no eran los musulmanes, sino los cristianos».

Se trata de apenas un párrafo, que el autor matiza y contextualiza. The Silk Roads no es un libro para citar de manera descontextualizada, pues es la urdimbre de la construcción histórica de un contexto de intercambio durante milenios, con epicentro en una zona mundial que, desde el punto de vista eurocéntrico, siempre ha sido observada con desdén: Asia Central.

En él conocemos la importancia de pueblos que hasta ahora aparecían en notas al pie o antologías regionales, pero se mantenían al margen de los cánones de la historia universal.

Grupos nómadas del norte como los rus’, pueblo escandinavo que navegaría por el interior de los grandes ríos del norte europeo hacia los Urales y el Cáucaso, se enriquecerían con el comercio de esclavos y pieles hacia Bizancio y el califato que controlaba el antiguo Imperio Persa. Su riqueza y poder en las estepas euroasiáticas crecerá todavía más a partir del siglo XIII, con un comercio ininterrumpido en dirección hacia el sultanato mameluco de Egipto.

Niños uzbekos posan para la cámara en un mercado de la legendaria Samarkanda

La necesidad de esclavos, caballos y materias primas financiará el apogeo de pueblos nómadas que amenazarán los valles ricos y poblados del sur de Asia Central, un auténtico «centro del mundo» (de la tecnología, las artes, la cultura, el comercio, la arquitectura) del que nunca hemos oído hablar.

El poso de las historias que se repiten

Una serie de ficción basada en la historia de las rutas de la seda no necesitaría tanto «inventar» como hacer plausibles los ejércitos de miles de caballos, las ciudades más pobladas que Roma y Alejandría, las batallas que se pierden en el horizonte, los avances sobre la estepa que se oyen a leguas de distancias, las historias que empequeñecen los cuentos de Las mil y una noches y nos evocan las andanzas del Zadig de Voltaire y los versos del poeta persa del siglo XII Omar Khayyam.

Nuestra percepción de las repúblicas ex-soviéticas de Asia Central (más asociadas en el limitado imaginario colectivo actual a Borat, el personaje de Sacha Baron Cohen, que a vieja centralidad de las rutas de la seda) rivaliza en ostracismo con el relativismo y la condescendencia que merecen, a ojos occidentales, viejas cunas de la civilización arrasadas por la geopolítica colonial de los dos últimos siglos: Siria, Irak, Irán, Afganistán…

La amenaza contra los uigures, antigua bisagra cultural entre China y Asia Central, es el recordatorio contemporáneo del acervo superpuesto y medio olvidado de la realidad fluida del comercio, de las ideas y de las religiones en la Eurasia sincrética que Europa Occidental, al construir su hegemonía a partir de la Era de los descubrimientos, quiso relativizar (y posteriormente domeñar).

Plaza de Registán, localizada en el antiguo centro multicultural y multiconfesional de la Samarcanda sogdiana

Pueblos túrquicos y árabes cederán su protagonismo en las rutas de la Seda al avance en tromba que empequeñecerá el de Alejandro Magno o el de los árabes: las invasiones mongolas, que coinciden con el reiterado intento europeo por conservar las ciudades más prósperas del Levante mediterráneo (bajo la excusa de la protección de Tierra Santa), marcarán el punto de partida de un lento cambio de los centros de poder y prosperidad en Eurasia.

Poco a poco, el Mediterráneo Occidental gana peso comercial gracias a la pujanza de las ciudades italianas.

De notas al pie a contenido esencial

En el extremo occidental de las rutas de la seda, el colapso definitivo de Bizancio y la debilidad árabe coincidirá con el avance de los otomanos y la prosperidad comercial del Mediterráneo Occidental, cuyas plazas fuertes en el Levante, el Mar Negro y el Cáucaso serán la avanzadilla de nuevas rutas.

Curiosamente, apunta Peter Frankopan, la caída de Constantinopla coincide con otro giro radical en las rutas de la Seda que acabará empequeñeciendo y, a la larga, eliminando, el poder de los kanatos de Eurasia.

Samarcanda, ciudad legendaria de la Ruta de la seda

El giro inesperado procederá, en esta ocasión, del «lado equivocado» de Europa, su extremo suroccidental. Desde allí, dos reinos hasta entonces marginales, tratarán de eludir los costes de intermediación impuestos por los otomanos y las ciudades italianas con la promoción de nuevas rutas hacia «las Indias» y hacia «la tierra del Gran Khan».

No es casual que Cervantes ponga en boca del Quijote al legendario Tamerlán, conquistador túrquico-mongol que murió antes de fraguar su sueño: unificar el mundo desde el Mediterráneo hasta el mar de Japón. Apenas había pasado un siglo entre las grandes hazañas bélicas de Tamerlán, a finales del siglo XIV, y el descubrimiento de América.

El dominio europeo comienza con la Era de los descubrimientos, una lucha por el acceso a las manufacturas de oriente y una búsqueda extractiva de oro y plata que cambiará el mundo para siempre. La escala de los nuevos mercados de esclavos, metales preciosos y mercancías empequeñecerá lo visto hasta entonces. Y, gracias a ello, Europa Occidental se convertirá en el nuevo epicentro.

Mapa que ilustra la expansión del Islam en 850 d.C. (Frankopan, Peter: «The Silk Roads», 2015)

En paralelo, la Iglesia (y el relato de la «guerra santa» contra los sarracenos para recuperar Constantinopla y Jerusalén) dará su bendición a una nueva repartición del mundo recién descubierto, que financiará a su vez el domino del mundo conocido.

Es a partir de aquí en el libro —en la página 220 de un texto de 521 páginas— expone la historia desde un prisma más próximo a lo que conocemos. Peter Frankopan convierte lo que en otras obras son apenas «notas al pie» en contenido esencial.

Ser moderno según Carlos Fuentes (y según Don Quijote)

Juego de Tronos es una serie compuesta de 8 temporadas, con 73 episodios en total. El tiempo necesario para lograr que emerja en nosotros la riqueza de este mundo fantástico de sagas pseudo-europeas es muy superior al que cualquiera necesitará para sentarse a leer The Silk Roads.

Al cerrar su última página, la percepción del lector sobre las viejas sagas reales del mundo que habitamos, habrá cambiado —a mejor— para siempre. Un libro tan ambicioso no agradará por igual a todo el mundo; Anthony Sattin, por ejemplo, se queda en su crítica del ensayo para The Guardian con los “errores fácticos”, sin alabar a la vez la dificultad de emprender una redacción que pretenda abordar la historia de Eurasia eludiendo el punto de vista de los «vencedores» geopolíticos de la región, situados a ambos extremos del supercontinente.

Una historia del mundo que convierte los pies de página en narrativa central y reduce el tamaño histórico de Europa y Norteamérica a la realidad se topará siempre con críticas «por desviación del canon».

Fotografía del centro histórico de Bujará, ciudad de la Ruta de la seda, actualmente en Uzbekistán. Su enorme centro histórico fue declarado Patrimonio de la Humanidad en 1993; la colonia judía de la ciudad remonta sus orígenes 2.500 años atrás

A estas alturas, se trata de eso. Desviémonos del canon para salvar lo mejor de él. Por eso, deberíamos saludar el esfuerzo de Peter Frankopan y no me centro en lo que me hubiera gustado aprender, con lupa ampliada, sobre mi rincón del mundo. Para eso ya están las cámaras de eco de las redes sociales… Y las series como Juego de tronos.

Don Quijote nos explica —decía Carlos Fuentes en su artículo—,

«…que ser moderno no es una cuestión de sacrificar el pasado a favor de lo nuevo, sino más bien de mantener, comparar y rememorar valores que hemos creado, y acomodarlos a la modernidad para así no perder el valor de lo moderno».

Porque lo moderno, nos diría Nietzsche, es lo viejo revisitado con la ingenuidad de una mirada nueva y voluntarista.