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Lectura y neurociencia: "vivimos" lo acaecido en los libros

En un mundo dominado por retazos de información, la lectura reflexiva equilibra las limitaciones de la dieta informativa, adaptada a descansos relámpago y pantallas de móvil.

Mientras la lectura desordenada de mensajes de redes sociales y noticias más o menos digeridas de aquí y allá contribuye al fenómeno de la sobrecarga informativa, además de aumentar nuestra tensión, la lectura reflexiva es el antídoto a la multitarea.

O eso es, al menos, lo sugerido por algunos estudios neurológicos.

Hay autores que van más allá y relacionan la lectura de libros -también ficción, sea prosa o poesía- con el liderazgo, como hace John Coleman en Harvard Business Review.

La dieta de Sócrates y Cicerón

Al parecer, cuando leemos ficción no sólo adquirimos vocabulario y enriquecemos nuestra oratoria, sino que “nos entrenamos” en distintos contextos y situaciones, padeciendo o disfrutando de sentimientos que elevan o destruyen desde que el ser humano ha dejado legado escrito de sus comedias y tragedias.

Ser un Odiseo, un Don Quijote, un miembro de la familia Buendía, un espectador de los entresijos del III Reich gracias a la colosal autobiografía del arquitecto Albert Speer, etc., no sólo nos hace disfrutar, dice la neurociencia contemporánea.

A través de unos poderosos mecanismos de empatía, nuestro cerebro activa las distintas regiones del cerebro que son evocadas por un poemario o una novela, de un modo similar, explican los científicos, al que una supercomputadora es capaz de simular acontecimientos naturales complejos.

Viviendo las aventuras que leemos

Así, viajamos a bordo de una nave por el Egeo, acometemos a unos molinos de viento a lomos de una jaca que se descoyunta con el trote y siente en su espinazo el peso de nuestro cuerpo, o nos preocupamos cuando comprobamos que una niña de los Buendía araña la tierra de la pared y se la lleva a la boca.

Leer, dice ahora la ciencia, tiene sobre nuestro cerebro el efecto que lectores de todo el mundo han sancionado en Alonso Quijano, enloquecido al convertir en verdaderas las fantasías de las novelas de caballería leídas.

Cuando leemos una descripción que incluye elementos olfativos, gustativos, táctiles, que evocan paisajes, etc., nuestro cerebro activa las regiones que se usan cuando olemos, probamos, tocamos algo, observamos un paisaje, etc. En cierto modo, vivimos lo leído.

Tu cerebro bajo los efectos de la ficción

Lo explica Annie Murphy Paul en el artículo escrito para The New York Times Your Brain on Fiction, sobre la neurociencia de nuestras lecturas reflexivas.

“Los escáneres cerebrales -explica Murphy Paul- revelan lo que sucede en nuestra cabeza cuando leemos una descripción detallada, una metáfora evocativa o un intercambio emocional entre personajes. Las historias, demuestran estas investigaciones, estimulan nuestro cerebro e incluso modifican nuestra manera de actuar en la vida”.

Ya se conocía con precisión que las regiones clásicas del lenguaje, las áreas de Broca y Wernicke, están relacionadas con la manera en que interpretamos las palabras escritas. La novedad, explica Murphy Paul, es el descubrimiento de que las narrativas activan muchas otras zonas del cerebro.

La auténtica fuerza de las palabras (sin sentido figurado que valga)

“Palabras como ‘lavanda’, ‘canela’ y ‘jabón’, por ejemplo, suscitan una respuesta no sólo de las zonas de proceso del lenguaje de nuestro cerebro, sino también de aquellas que tienen que ver con los olores”.

Esta tesis ha suscitado el interés de neurocientíficos y semióticos por igual, pero debería interesar tanto o más a escritores, poetas y su audiencia: el resto. Nosotros. Cualquiera.

Leyendo, no sólo nos relajamos y retenemos información que no conocíamos, sino que desarrollamos nuestra oratoria y, sorpresa, “vivimos” lo leído, si por “vivir” entendemos “experimentar” con propiedad, activando las partes del cerebro a las que recurriríamos si nosotros fuéramos los personajes. Las metáforas alimentan. Quizá más que un filete.

Los matices del lenguaje

En el proceso del lenguaje, nuestro cerebro destila el concepto que revolotea en la conciencia y le asigna sustantivos, tiempos verbales, adjetivos; también vestimos la voz con entonación, volumen. La narrativa puede ser directa, transparente, o velada, con intenciones sugeridas con pinceladas.

Hablar no es fácil, y menos hacerlo con propiedad, usando palabras precisas, articulando un discurso coherente, franco, carente de cinismo, que huya de la pedantería, que pueda entender un niño y no desmerezca ante un interlocutor cultivado. De nuevo, la sofisticación y complejidad de lo sencillo.

La elocuencia y la capacidad de empatizar con los otros a partir de nuestro discurso, entonación, gestos, mirada, etc., actúan como un músculo: mejora a medida que lo ejercitamos -leyendo, hablando, escuchando, enriqueciendo nuestro punto de vista con otros idiomas y culturas-; y se atrofia cuando apenas lo usamos, o lo hacemos sin esfuerzo, aplicando las mismas palabras de siempre.

La limitación del lenguaje, según Bécquer y Samuel Johnson

Al romántico Gustavo Adolfo Bécquer le obsesionaba la limitación del lenguaje escrito. ¿Cómo expresar, decía, con suficiente elocuencia toda la energía que contienen las acciones y sentimientos humanos?

Bécquer comprendió, sin conocer la cátedra sentada por semióticos posteriores (un Ferdinand de Saussure, un Roland Barthes, un Umberto Eco), que el lenguaje humano es un sistema de patrones necesariamente reduccionista, que pretende dar cuenta de la realidad con sencillez e inteligibilidad.

El escritor británico del siglo XVIII Samuel Johnson, un tory mayúsculo en todos los sentidos -por su grave personalidad, espíritu de guardián de la lengua y la cultura inglesas, y por un físico imponente, afeado por sus tics-, se obcecó con dar forma al primer diccionario de la lengua inglesa. Lo consiguió.

El diccionario de Samuel Johnson vs. el reformismo de Benjamin Franklin

Johnson, un precursor de los estudios sesudos de etimología y semiótica, libró una batalla con cariz universal con un ciudadano notable de las 13 Colonias (el nombre de Estados Unidos antes de independizarse de la metrópolis), progresista y de origen humilde: Benjamin Franklin.

El tory inglés nunca tragó al inventor, emprendedor, editor, escritor y político de Nueva Inglaterra, hasta el punto de ningunear los esfuerzos de Franklin por simplificar el inglés: este último quería que hubiera menos signos en el alfabeto, y que las palabras con grafías arcaicas desaparecieran del mapa.

Para Johnson, las ideas modernizadoras de Franklin eran poco menos que un ataque personal; al fin y al cabo, Johnson sufría cuando una palabra inglesa de origen gaélico caía en desuso.

El nombre exacto de las cosas

En España, muchos han compartido el espíritu semiótico conservador de Johnson, mientras otros han tratado de simplificar la lengua castellana, desde Juan Ramón Jiménez y sus “j” para todas las “g” y “j” (“intelijencia, dame el nombre exacto de las cosas”) hasta, más recientemente, Gabriel García Márquez.

El grito de Juan Ramón Jiménez es universal, y tomaba el testigo del romántico Bécquer y su obsesión por vestir con la máxima fidelidad de la realidad y los sentimientos con algo tan limitado como una convención de signos. Todos hemos sentido, una vez u otra, incapacidad para exponer algo con pocas palabras, lo más precisas posibles.

Samuel Johnson compartió con su amigo James Boswell, un joven noble escocés educado en el espíritu reformista de la Ilustración pero, a la vez, apasionado de la herencia gaélica de su propia familia, el amor y respeto por la alcurnia de expresiones, palabras, usos fonéticos. Boswell escribió la biografía de Johnson, en la que se expone la meticulosidad lingüística del gigante de las letras inglesas.

Superar los límites del lenguaje… adquiriendo más lenguaje

Tanto reformadores como guardianes de la rancia herencia que una comunidad de hablantes infiere a palabras, giros y expresiones, han coincidido con Gustavo Adolfo Bécquer y Juan Ramón Jiménez: es difícil destilar nuestros pensamientos con precisión y coherencia, seamos poetas, nobles escoceses, gigantones duchos que confeccionan diccionarios o semióticos italianos.

El lenguaje forma parte de nuestra vida, en mayor o menor grado. Las historias orales de los abuelos no serían las mismas sin un vocabulario preciso, risueño, apegado al terruño, en retirada.

Gracias a personajes considerados como poco menos que “freaks” de su tiempo, tenemos constancia del capital común en un momento dado. Una instantánea nunca del todo fiel, una vez comprendemos que el lenguaje es una traducción deshilachada de lo que queremos decir.

Lexicógrafos y otras criaturas

Estos “freaks” de la historia, tales como un Samuel Johnson o una María Moliner, señora de su casa que, en lugar de hacer ganchillo, legó a la lengua castellana su mejor diccionario etimológico, son respetados por los reformadores, se llamen Benjamin Franklin o Juan Ramón Jiménez.

Conservadores y reformistas de la lengua se alían sin pestañear cuando se trata de atajar la limitación de la lengua: cuando la competencia lingüística es tan escasa que las palabras comodín y el vocabulario limitado llenan el habla oral y la escritura de imprecisiones que nos empobrecen a todos.

La única manera de combatir el empobrecimiento del habla y la lengua consiste en ejercitar el músculo de la competencia lingüística, que se lleva a cabo leyendo y hablando con propiedad.

O, mejor dicho, la lectura coherente retroalimenta el habla oral, que se enriquece y convierte a su portador en un individuo con mayor estatura y autoridad, ante él mismo y ante los demás.

Leer nos hace más completos

La ciencia corrobora la intuición de Bécquer y Juan Ramón Jiménez: pese a las limitaciones del lenguaje, leer nos hace más inteligentes y ello se consigue con la lectura, explica un estudio canadiense.

John Coleman se sirve en Harvard Business Review de la nueva tesis neurocientífica expuesta por Annie Murphy Paul en su artículo de The New York Times, en el que se citan estudios conducidos en España, Francia y la Universidad de Toronto, en Canadá, para relacionar la lectura en profundidad con el liderazgo.

Según Coleman, a más lecturas reflexivas, mayor preparación, espiritual y neurológica, para reaccionar ante situaciones límite, o enriquecer nuestro acervo con lo que nos ocupe.

El secreto de los polímatas

Steve Jobs leía a William Blake, y la actuación de Winston Churchill durante la II Guerra Mundial es deudora de su inabarcable caudal literario, dice Coleman. Hasta ganó el Nobel de Literatura, y no el de la Paz.

En cierto modo, Churchill fue descendiente, físico, ideológico y literario, de Samuel Johnson. Guardián y conocedor de las palabras. Sabedor de que la lectura y la escritura alimentan más que cualquier otra dieta humana y contribuyen a las decisiones futuras tanto como la experiencia en propia persona.

Asimismo, algunos estudios muestran, dice Coleman, que la lectura nos hace más inteligentes mediante “un mayor vocabulario y más conocimiento, además de las habilidades para el racionamiento abstracto”.

Leer, dice Coleman, ya sea Wikipedia, Michael Lewis o Aristóteles, es una de las maneras más rápidas y efectivas de asimilar información, con sosiego y tiempo para digerir, sin las prisas de la multitarea y la sobrecarga informativa.

Lectura y liderazgo

Asimismo, “leer [de manera reflexiva] puede hacer que seas más efectivo dirigiendo a otros”. Leer no sólo aumenta nuestra inteligencia verbal, haciéndonos mejores oradores: “la lectura de novelas puede mejorar nuestra empatía y comprensión de las señales sociales, lo que permite a un líder trabajar y entenderse mejor con otros”.

Si, además, el cerebro no hace demasiados distingos entre lo que hemos leído con deleite y lo que hemos experimentado “en realidad”, ya que en ambos casos son estimuladas las mismas regiones del cerebro, razón de más para no postergar nuestras lecturas un solo día más.

Con todas las limitaciones expuestas por Samuel Johnson, su biógrafo James Boswell, su “enemigo intelectual” Benjamin Franklin, el romántico andaluz acechador de metáforas sensuales Gustavo Adolfo Bécquer, o el más comedido y buscador de nombres exactos -casi como un personaje de La Colmena de Camilo José Cela- Juan Ramón Jiménez, la competencia lingüística nos enriquece y nos hace multiplicar nuestras vidas y dimensiones.

Referencias cruzadas

El escritor de ciencia ficción Ray Bradbury, desaparecido en junio de este año, otorgaba a sus lectores con su campechana socarronería un consejo directo y expeditivo en una entrevista concedida en 1976 a la revista Writer’s Digest:

“Os recomiendo a todos vosotros a todos quienes conozca a leer con fruición sobre cualquier maldito tema que exista; sobre cada religión y cada forma artística, ¡y no me expliquéis que no tenéis tiempo! Hay un montón de tiempo”.

“Necesitamos todas esas referencias cruzadas. Uno nunca sabe cuándo su cabeza va a usar ese combustible, un alimento para sus propósitos”.